Sección: Gobierno Bachelet: Gestación y desarrollo
Aguado progresismo de las precandidatas
Antonio Cortés Terzi
El primer debate entre las precandidatas generó preocupaciones en la Concertación, las que tenderán a amplificarse con la reciente entrada de Sebastián Piñera a la competencia presidencial.
Algunas de esas preocupaciones se tradujeron en la introducción de enmiendas en los formatos de los futuros debates. Pero eso no cubre todo el espacio de las alertas. De hecho, es difícil, casi imposible, que se puedan modificar las dinámicas que ha asumido el proceso de primarias y cuyo diseño, en el que la Concertación se ha entrampado, es una de las fuentes que causa las preocupaciones. La Concertación ya está metida en la trampa (trampa que, además, cuenta con defensores) y las correcciones que pudieran hacerse estarán dentro de estrechos límites.
El peligro del desgaste
El primer debate nacional devino en un llamado de alarma, principalmente, por el desgaste en popularidad y prestigio que ese tipo de eventos les pudieran significar a las precandidatas. En referencia a este punto abundan los análisis, comentarios y opiniones.
Es cierto que ese fue un mal día para las candidatas: destacaron más sus debilidades que sus fortalezas. Pero las mayores preocupaciones no deberían ahondar mucho más en esos aspectos, porque varios de ellos son subsanables con poco esfuerzo. De partida, basta con corregir el formato y confiar en que las precandidatas tienen bastante más capacidades que las que allí mostraron. Claro, con eso no se subsanan los riesgos que implica someterlas a una tan elevada y prolongada sobreexposición.
Sin embargo, hay otro tipo de preocupaciones que quedaron planteadas, que son de una magnitud superior y que sólo tangencialmente son de responsabilidad de la precandidatas. Hay problemas, y muy serios, que comprometen a la Concertación como tal, como corriente político-cultural representativa de la centro-izquierda, del progresismo nacional.
El gran tema de la economía
Muchas de las carencias, titubeos, debilidades que afectaron a las precandidatas en el debate tienen menos que ver con “falta de oficio” personal en esas lides –que las hubo – que con situaciones de orden más sustantivo que aquejan a las culturas políticas de la Concertación.
El mismo día del evento de marras, en el programa de televisión que conduce Fernando Paulsen y dedicado a comentar el debate, John Biehl sostuvo: “El gran ganador en el debate es el sistema económico que impera en Chile. Todo el mundo tuvo el máximo de cuidado posible (respecto del sistema económico)”.
En la misma oportunidad, Oscar Godoy planteó: “Se ha producido un fenómeno muy curioso en el país. Aquellos que por su militancia de centro y de izquierda deberían tener un planteo económico que supusiese que, más allá de la asignación de los recursos por medio del mercado, existe un Estado que redistribuye en forma racional los recursos y que, en consecuencia, requiere de tributación para políticas sociales, ese discurso hoy día lo está tomando Lavín y las dos candidatas se muestran reticentes a avanzar en esa dirección”.
Estos acertados juicios están dentro del marco analítico idóneo que permite indagar en los problemas más esenciales que enfrenta la Concertación y, por supuesto, sus precandidatas y que se harán todavía más visibles cuando se entre de pleno en la campaña presidencial.
Autoinhibición de las candidatas
El asunto se podría resumir globalmente a través de las siguientes preguntas: ¿Las campañas de las precandidaturas y los discursos de las precandidatas responden al ethos de cosmovisiones progresistas? ¿Los mensajes progresistas de la Concertación y sus candidatas se corresponden a lo que demanda el momento socio-estructural y socio-cultural del país? ¿Existen proyectos y programas inspirados en los dictámenes de un alma progresista y que le den sentido y amparo integralmente progresista a las medidas y propuestas?
Una primera percepción indica que ambas precandidaturas están mediatizadas o autoinhibidas en su condición progresista en virtud de dos fenómenos. Uno de esos fenómenos es la pervivencia de conductas propias del síndrome de la transición que impele a un exceso de cautelas y a la aceptación resignada de temas-tabúes. Y el otro, se refiere a la inteligente y casi mágica atmósfera omnipresente que han creado los llamados “poderes fácticos” y que, desde su intangibilidad, motiva precauciones o temores condicionantes de la política.
Ambos fenómenos conspiran contra el libre juego político y de ideas, particularmente en etapas electorales, puesto que tienden a coartar el progresismo de la Concertación, tornándolo timorato, elíptico, diluido.
Por supuesto que lo anterior tiene múltiples efectos, pero el que importa aquí y por ahora es el nivel de presión “atmosférico-fáctica” que reciben las precandidatas al enfrentarse a lo público y los grados de autorepresión discursiva que ese estado de cosas les crea.
Y ese asunto se complica más por la presencia de otra realidad contradictoria que muestra la sociedad y la política chilena. El progresismo en Chile, en términos culturalmente genéricos, se nutre mucho más que la derecha de los cambios socio-culturales acaecidos en los últimos lustros y que han dado lugar a la emergencia de lo que algunos han llamado “los nuevos chilenos”. Dicho de otra manera, los procesos “reculturizadores” que espontáneamente siguen o acompañan los cambios modernizadores se traducen en la configuración de nuevas pautas culturales asumidas crecientemente por los grupos sociales más dinámicos, pautas culturales que, de manera casi natural, son más proclives y coincidentes con los parámetros culturales del progresismo. Así, en el plano cultural-valórico y conductual el progresismo es una corriente en ascenso.
Sin embargo, ese mayor sustento socio-cultural choca con la estructura político-electoral del país. Es obvio que son las generaciones más jóvenes las que más y mejor recogen las transformaciones culturales de la modernidad, las que más claramente van moldeando al “nuevo chileno”. Pero, proporcionalmente, son esas generaciones, precisamente, las que menos pesan en el padrón electoral. Y el cuadro contradictorio es tanto más agudo si se atiende a otras dos cuestiones:
a) La “reculturización” de las nuevas generaciones no se remite a los lindes de ellas mismas. Se expande hacia otros conjuntos merced a los espacios de influencia socio-cultural que esas generaciones han ido conquistando y merced a que, aún en ciernes, su discursividad cultural, valórica y conductual es cada vez más consistente por su mayor fidelidad a las realidades cotidianas de la modernidad. Es decir, esa “reculturización” se encuentra en plena fase de expansión hacia otras generaciones.
b) Si bien el padrón electoral, pese a su relativo inmovilismo, continúa favoreciendo tendencialmente a la Concertación, acumula una cuota importante de “tradicionalismo progresista”. En otras palabras, el progresismo mayoritario dentro del electorado responde más a un progresismo tradicional que al progresismo moderno en expansión.
El gran tema, en consecuencia, es que el padrón electoral en Chile sufre una suerte de “crisis de representación”, al menos en lo que respecta a los parámetros culturales masivos, pues castiga la representación del progresismo moderno, socialmente liderado por las nuevas generaciones.
El conflicto
Para la Concertación y para sus candidatas el efecto de todo lo anterior se manifiesta en el siguiente conflicto: levantar una discursividad francamente progresista y ad hoc al progresismo más moderno, expansivo y dinámico contradice las apelaciones al electorado real-concreto, caracterizado por exclusiones generacionales y por grados considerables de tradicionalismo.
Digamos de paso que esto devela una de las tantas paradojas que ha acumulado la sociedad chilena: es difícil encontrar otra sociedad en donde el progresismo políticamente confeso sea inferior al progresismo incubado y desarrollado por amplios contingentes sociales.
En definitiva, las autoinhibiciones mencionadas más arriba y la incongruencia entre el padrón electoral y el padrón socio-cultural han devenido en fuertes limitantes para el despliegue político programático y discursivo de las precandidaturas y son fuentes – aunque no únicas – explicativas de ciertos grados de frustración que ha despertado el desenvolvimiento de las candidatas en sectores de la Concertación.
En el trasfondo de ese estado de cosas se encuentra el que ninguna de ambas candidatas ha podido escapar a un concertacionismo que no logra descubrir la fórmula que le permita articular la cuestión electoral con una revitalización de los contenidos progresistas.
Progresismo diluido
En cuanto pensamiento, proyecto, programa y política el progresismo de la Concertación se ha venido diluyendo. Se podría rebatir esa afirmación con información empírica acerca de producción intelectual efectivamente progresista y acerca de la existencia de propuestas políticas y programáticas que claramente expresan cosmovisiones de centro-izquierda.
Pero la afirmación precedente no se refiere a esa producción político-intelectual que, para los efectos prácticos, funciona en una suerte de semi-clandestinidad. Se refiere a la impronta que posee la discursividad política pública de la Concertación que, hoy por hoy, naturalmente se manifiesta en las campañas de las presidenciables. Es en las campañas, es decir, en las actividades más relevantes de la política concertacionista, donde se encuentra ese progresismo aguado. Fenómeno que, como ya se indicó, resulta de problemas que aquejan a la Concertación en su conjunto y no sólo a las candidaturas y sus comandos.
Los temas débiles de la Concertación
Para mejor precisar lo dicho se analizan brevemente a continuación algunos tópicos en los que la Concertación presenta serias carencias, fragilidades o renunciamientos pese a que constituyen matrices claves e identificatorias del pensamiento y de la política progresista.
Reflexión crítica y crítica social. Sin duda que estos son rasgos esenciales y universales de las culturas progresistas de centro-izquierda. Sin embargo, en el discurso político-electoral de la Concertación hay muy poco de ellos. Probablemente, una de las razones para que así ocurra sea la confusión que se crea entre crítica social (precedida de acuciosa reflexión crítica) y crítica gubernamental. Dada esa confusión surge el temor atendible de que la crítica social se traduzca en críticas hacia los gobiernos de la Concertación.
Obviamente que la crítica social se refiere a críticas sistémicas y estructurales, por consiguiente, es enteramente diferenciable con las evaluaciones del gobierno. El punto está en los temores concertacionistas para criticar lo sistémico y, sobre todo, para criticar el concepto de “modelo” que ha devenido casi en una entelequia y que, en tal condición, se ha erigido en uno de los varios temas-tabú.
El progresismo podría y debería contar con un discurso reflexivamente crítico del sistema si se atiene a tres cosas:
a) que la crítica al sistema no es fatalmente una crítica abiertamente anti-sistémica ni convoca ineluctablemente a políticas-antisistema.
b) que el “modelo” no es un intangible ahistórico, que su esencia es simple y fácil de preservar, pero que a su vez requiere correcciones o reformas demandadas por el correr de la historia, particularmente en aquellas áreas que no siendo intrínsecas o insustituibles se les ha otorgado interesadamente cualidad de esencia del modelo.
c) que los gobiernos de la Concertación y sus políticas han estado destinadas a esas correcciones y no a la pura reproducción acrítica ni del sistema ni del modelo.
El imaginario social
Carencias en la dimensión holística de lo programático. La falta de reflexión crítica – o, en rigor, la no utilización de sus productos – tiene un primer efecto en la ausencia de un diagnóstico totalizador del estadio de desarrollo en el que está el país y que permita reconocer las nuevas y principales conflictividades en su carácter genérico, jerarquizarlas y, de ahí, seleccionar ejes que respondan a una dimensión holística de lo programático.
Tal dimensión importa básicamente por tres cuestiones:
a) Es impropio o incongruente al progresismo renunciar a la posesión de un imaginario de sociedad que es el que, a la postre, le da sentido a sus críticas sistémicas y a sus aspiraciones transformadoras.
b) El imaginario social progresista y la dimensión holística de sus programas son los más fuertes factores de diferenciación con las culturas de derecha y los que le dan organicidad a sus respaldos socio-culturales. Sin esos factores las diferenciaciones son casi superfluas, se desplazan hacia controversias “técnicas”, “despolitizadas”, “socialmente neutras”, “históricamente inconflictuadas”, o sea, se desplazan hacia los espacios ideológicos donde la derecha se asienta hegemónicamente.
c) Por último, la dimensión holística de los programas es lo que torna factible construir políticas articuladas, viables y confiables para superar problemas de rangos estructurales o emergentes. La desagregación temática, el abordaje compartimentado de los temas, influido por la idea que las sociedades se organizan a través de subestructuras autónomas, si bien son modas de la modernidad, son a su vez metodologías antitéticas al real funcionamiento de lo moderno. La modernidad globalizada funciona precisamente a la inversa, imbricando los más diversos espacios tanto de la vida social como de la individual. Ergo, un programa de gobierno moderno debería apuntar mucho más a presentar ideas sintéticamente totalizadoras que a presentar una retahíla de medidas focalizadas (Esto último, es un asunto de técnica comunicacional que se optimiza si lo focal engarza con lo totalizador. Con harta frecuencia el discurso electoral olvida que el conglomerado al que se dirige con medidas focalizadas no está compuesto por entes unidimensionles, sino por seres humanos integrales).
Falta de ofertas creativas
Proyección histórica y debilidades ante el cambio de ciclo. Los renunciamientos a trabajar y exponer los asuntos programáticos dentro de una dimensión holística son de por sí un mal síntoma del progresismo criollo, pero tanto más grave si se considera el consenso que existe entre las elites de los más diversos estamentos respecto de que Chile está en una fase de término de un ciclo histórico y en tránsito hacia la configuración de un nuevo ciclo. Por lo demás, ese período de tránsito es observable en términos universales.
Es evidente que si la gran tarea nacional es imaginar un nuevo impulso de desarrollo, esa tarea no se puede cumplir sin concebir las políticas y programas en su proyección histórica. Proyección histórica en un doble sentido: en cuanto que implica quiebres e hitos y en cuanto a sus alcances en el tiempo. Y, por cierto, imaginar y proyectar históricamente un cambio de ciclo implica miradas totalizadoras de la realidad social.
Ahora bien, un observador medianamente acucioso y con buena memoria recordará que el tema del “cambio de ciclo” hasta hace poco estuvo en el tapete en infinidad de eventos académicos, políticos, empresariales, etc. Paradojalmente, con el inicio de las campañas o precampañas el tema se ha ido extinguiendo.
Quizá si aquí radique una de las mayores desorientaciones del mundo progresista. Es inconcebible que ante las expectativas abiertas para desempeñar un protagonismo mayor en la edificación del mundo del mañana, el progresismo no tenga o no exponga ofertas creativas y no convoque, ante una demanda consensuada (el cambio de ciclo), a la realización de un proyecto más audaz.
Y lo anterior resulta menos comprensible si se tiene en cuenta que el progresismo nacional y universal, por mucho que se diga lo contrario, no tuvo mucho protagonismo en el mundo que se empezó a erigir inmediatamente después del derrumbe de los muros, lo que explica, en gran medida, sus largas crisis políticas e intelectuales y sus manifiestas incomodidades con varias de las direcciones que tomaron la modernidad y la globalización. Pues bien, hoy está dada la oportunidad de recuperar protagonismo, pero no sólo para definir políticas de becas universitarias sino para definir rumbos históricos.
Comentarios finales
La ausencia de estas matrices conceptuales – y de otras – en las campañas presidenciales concertacionistas son determinantes en la configuración de la imagen y percepción de que estamos ante un progresismo aguado y de candidatas que así lo reflejan.
Cabe la sospecha que nada de esto conmueve ni va a conmover a los hacedores de las campañas. Entre ellos se ha impuesto un tipo de pensamiento instrumental de ribetes conservadores que, como todo conservadurismo, subvalora o menosprecia la reflexión crítica. Pecan en exceso de pragmatismo y empirismo y confían también en exceso en la manipulación comunicacional del electorado.
Concedamos que, tal vez, sus juicios y estrategias sean funcionales a la llamada “política moderna”. La duda que asalta es que si de tanto aguar el progresismo no se terminará por derechizar enteramente los estilos y las formas de la política. Y un progresismo sin formas y estilos propios ¿podrá practicar progresismo?