Sección: Internacional: Reordenamientos y transiciones globales
Arafat, la partida de un combatiente
Ariel Ulloa
Yasser Arafat habría preferido entrar en la historia como el dirigente que había conducido a su pueblo hasta la independencia y la paz. No ha sido así. La muerte, de la que tantas veces escapó, no lo ha permitido.
Tres años recluido en su cuartel general de Ramallah minaron la salud del viejo combatiente, pero no minaron sus esperanzas. Allí en su Muqatah, destruida por los cañonazos, descansarán sus restos aunque no para siempre. Algún día, cuando por fin se imponga la paz, sus restos reposarán definitivamente en Jerusalén, quizá no muy lejos de la mezquita de Omar, pero no como una señal de la victoria de unos sobre otros, sino como la muestra del reencuentro entre religiones y culturas en un mundo más civilizado y más tolerante.
Ese día está ciertamente lejano. Pero el montón de ruinas de su cuartel general no solamente será la tumba del líder respetado, sino que también representará la dignidad de un pueblo, esa misma dignidad que Arafat jamás perdió y que le valió el respeto de muchos de los grandes del mundo, pero también el odio de no pocos.
Abu Ammar representó y continuará representando la encarnación del sueño de un pueblo a cuya causa entregó su vida. La lucha ha sido y continuará siendo dura, nadie puede dudarlo; las barreras de la intolerancia y el odio están lejos de caer.
En este combate han entregado su vida grandes líderes, Itzhac Rabin entre los mayores. Arafat tuvo el coraje humano y político de tender la mano de la paz a éste gran adelantado de la historia de Israel. Pero así era el gran dirigente palestino, un político y un ser humano que supo comprender, mejor que nadie quizá, las profundas motivaciones de sus propios enemigos.
Leí, hace algunos años, un libro hermoso escrito por Uri Avnery, ex miembro de la Knesset, “Mi Hermano el Enemigo”, hermosa oda a la paz y al entendimiento entre dos pueblos que están destinados a comprenderse y convivir al fin en paz. En ese texto Uri Avnery nos relata los días vividos con Arafat en medio del furor y el fuego de la batalla de Beirut.
Es un texto que a mi juicio dibuja en su prosa esa mentalidad abierta y tolerante con la que ambos pueblos debieran enfrentar el futuro. Esa es la única manera de llevar la paz a dos pueblos que se baten en un conflicto que pareciera no tener fin y en el que las simas del horror y la crueldad nos estremecen. Es posible que sea Arafat, más allá de la muerte, quien logre llegar a ser finalmente una fuente de inspiración para muchos en la búsqueda de este entendimiento necesario.
Muchos pensarán que es ilusorio lo que digo. Pueden tener razón. Pero no sería el primer líder en la historia que solamente fue comprendido en sus motivaciones profundas después de la muerte.
Arafat no era ciertamente un pacifista, aunque debido a su papel en la gestación de los Acuerdos de Paz de Oslo, sellados ante el mundo en la Casa Blanca bajo la atenta mirada del presidente Clinton, se haya hecho acreedor del premio Nobel de la Paz. A pesar de estas cosas, él era ciertamente un combatiente.
Pero antes que nada, era un político de un coraje intelectual y físico excepcionales. Sí, dentro ese cuerpo pequeño y magro, se encerraba un luchador infatigable y valiente, hasta porfiado en ocasiones. Fue un combatiente que jamás abandonó a los suyos en medio del fragor del combate o en la adversidad de la derrota. Karameh, Beirut, Trípoli y Ramallah son buenos ejemplos de lo que afirmo.
Es de tal actitud – finalmente su actitud frente a la vida -, que nace la fortaleza de un liderazgo que muchos en el mundo no fueron capaces de entender. Es por estas mismas razones que el líder desaparecido fue también un factor de unidad para su pueblo, disperso en los cuatro rincones de la tierra. Su desaparición abre un interrogante al respecto ¿Será el nuevo liderazgo capaz de mantener la unidad de todo un pueblo en las difíciles condiciones en que se desarrolla su lucha por un puñado de tierra? Ciertamente yo no lo sé.
Tuve la suerte de conocerle muy de cerca, fueron muchas las veces que le encontré en Túnez o Argel. Era un hombre de gustos simples, frugal y sencillo hasta el extremo, afable y cariñoso. Cada vez que le visitaba demostraba un gran interés por Chile y eso se expresaría en su apoyo irrestricto a nuestra lucha por la libertad y la democracia.
Sí, tuve la dicha de conocer al resistente y también al hombre “banalmente humano”, en palabras del intelectual palestino Elías Sanbar. Al respecto un recuerdo; fue en abril de 1987, yo había sido autorizado, por fin, por la dictadura para retornar al país luego de 14 años de exilio, se llevaba a cabo en esos días en Argel el XVI Consejo Nacional Palestino al que asistíamos con Germán Correa invitados por él.
Feliz, en algún momento le participé de la novedad que para mí era tan importante.
Quizá si resultaba impropio contarle algo que era bastante personal, pero lo hice. Me abrazó efusivamente y me besó varias veces a la manera árabe, saludando mi pequeña victoria y me señaló que comprendía mi alegría pero que me envidiaba, por cuanto él continuaba siendo un exiliado.
Los palestinos han perdido ciertamente al más importante de sus dirigentes y estoy seguro que el pueblo mediante elecciones libres sabrá reemplazarlo. De lo que no estoy seguro es si aquel nuevo líder actuará tal como actuó Arafat. Elías Sanbar nos lo recuerda cuando nos dice de Arafat que “no aceptó jamás recibir alimentos antes de servir él mismo a sus hombres; un resistente que, luego de noches interminables de debates apasionados, suspendiera las sesiones del Consejo Nacional Palestino, nuestro Parlamento en el exilio, para que nosotros escuchásemos, todos unidos y encantados, a Mahmud Darwich, declamar sus bellos poemas”.