Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos
Cambio de ciclo y carencia de masa crítica dirigente que lo asuma
Antonio Cortés Terzi
Desde el mundo público y privado y desde las más variadas corrientes políticas se ha reiterado que el próximo gobierno debería prepararse y dar cuenta de un cambio de período o ciclo histórico demandado por el estadio de desarrollo en que se encuentra el país.
Sin embargo, si se miran desapasionadamente y con la mejor buena fe las propuestas de todas las candidaturas a la presidencia e, incluso, si se indaga en la documentación programática que manejan los expertos que trabajan para ellas, la verdad es que no se descubre una congruencia cabal entre los diseños programáticos y el diagnóstico sobre el cambio de ciclo. Es más, si se extremara el rigor analítico cabría afirmar que lo que las candidaturas presentan como proposiciones novedosas y de cambio apuntan, en realidad, a corregir, perfeccionar o proyectar linealmente las matrices esenciales que han regido el período histórico que se supone en fase de agotamiento.
Al formular estos juicios se tiene en mente – y con mucha claridad – que puede ser engañoso confiar en la discursividad propia de una campaña electoral para evaluar los verdaderos contenidos programáticos de las candidaturas. Se sabe que tal discursividad está sujeta a los afanes publicitarios y comunicacionales de captar votos y, por ende, se limita y concentra en la exposición de proposiciones concretas y seductoras.
En consecuencia los juicios aquí emitidos al respecto no se sustentan en esa discursividad, sino en elementos que sí explicitan cuestiones programáticas de fondo o que se develan implícitamente a través del verbo electoral.
No hay proyectos bajo la manga
Para decirlo todavía de manera más precisa. Se podría pensar que las candidaturas efectivamente han elaborando o están elaborando proyectos que responden a la idea y voluntad de encarar un nuevo ciclo de desarrollo, pero que tales proyectos se reservan para el momento de ser gobierno y se silencian por ahora en virtud de que su difusión sería contraproducente o poco funcional para los efectos electorales.
No es así. La lisa y llana verdad es que ni intelectual ni políticamente las candidaturas están con sus energías puestas en esa perspectiva. Y no porque no compartan el diagnóstico acerca de que Chile podría y debería dar un salto de envergadura histórica, sino porque, simplemente, les queda grande o les incomoda la traducción programática de ese diagnóstico.
Sería extremadamente injusto acusar a las candidaturas como responsables exclusivas de la carencia o contradicción señalada. Y resultaría un tanto ocioso buscar explicaciones indagando acerca de las capacidades intelectuales, políticas y técnicas de cada una de ellas. El asunto es más complicado y sobrepasa con creces los lindes político-técnicos y político-electorales, comprometiendo también a otros cuerpos dirigentes y a otras elites.
Puede haber razones de la más variada índole que expliquen esta incongruencia entre diagnósticos y propuestas. Aquí se argumenta sobre dos explicaciones posibles y seleccionadas porque, en gran medida, reflejan el estado de situación en que se encuentra la reflexión y la discusión analítica en el país.
Subsumisión de la política-historia a la política aplicada
La primera atañe de manera directa a la política y a los pensamientos que nutren tal disciplina y se refiere a las dificultades que tienen los dos ámbitos para leer la idea de cambio de ciclo o de tiempos históricos.
Partamos por una constatación: los indicadores y síntomas de agotamiento del “viejo ciclo” están lejos de expresarse en lo que sería una típica crisis que esté afectando o vaya a afectar el desarrollo y la estabilidad nacional. Por consiguiente, la convocatoria a entrar o preparar un nuevo ciclo no está acicateada por las urgencias que tendría si se tratase de la superación de una crisis palmaria. Se está frente a un diagnóstico y a una convocatoria que no revisten un carácter dramático, sino previsor.
Es sabido que la política trabaja de forma extremadamente dependiente del “aquí y el ahora” y que, por lo mismo, tiende a postergar aquello que no le es urgente. Se sabe también que ese es un rasgo que se acentúa con la modernidad. En consecuencia, la lógica de la inmediatez política es un óbice evidente para el ejercicio de la política-historia como lo es el tema del cambio de ciclo.
Sin embargo, el sempiterno conflicto entre política-concreta y política-historia normalmente se ha intentado resolver (con resultados variables) con el simple uso de la división del trabajo. Esto es, que las instancias políticas, junto a su staff para la política aplicada, crean cuerpos que trabajan la política-historia. Aunque la articulación entre ambas nunca es fácil, ha sido el mecanismo que tradicionalmente se ha empleado para evitar la pérdida de proyección histórica de la práctica política.
En el Chile contemporáneo tal mecánica de facto se ha debilitado e, incluso, temporalmente no se usa. Este es un tema de suyo interesante, pero sobre el cual aquí no podemos extendernos. Conviene, eso sí, describir – y sólo describir – dos fenómenos que intervienen en el debilitamiento de esa mecánica. Uno es que el trabajo político-intelectual de las instancias políticas está siendo crecientemente subordinado a la política aplicada, o sea, constreñido al aquí y al ahora. Y el otro es que, aquellos cuerpos intelectuales políticamente autónomos, pero que aportaban dimensión histórica a la política, por causas culturales y económicas, han ido perdiendo densidad intelectual y, sobre todo, capacidad de articulación e influencia en la política aplicada.
En suma, la política nacional tiene escasez de nutrientes teóricos, que son los que, a la postre, le conceden o niegan sensibilidad ante materias de rango histórico.
Nuevas modalidades del cambio político-social
El predominio de la inmediatez política y los frágiles vínculos entre teoría y práctica política son determinantes en el tema de las dificultades de la política para comprender y acotar la noción de cambio de ciclo.
Al hablar de cambio de ciclo o cambio histórico es dable homologar esa idea a la de cambio social para los efectos de poder establecer comparaciones conceptuales entre lo que tradicionalmente se entendía por cambio social y lo que puede entenderse hoy por cambios de naturaleza similar.
En las “sociedades tradicionales” (1), por norma general, los cambios se producían (y se producen) como consecuencia de crisis, las más de las veces, generalizadas. Pero que así ocurriera no era por la existencia de una ley de hierro de la historia, sino por factores válidos, precisamente, en su historicidad.
Sucedía por el predominio de estructuras económicas febles, por la presencia de sistemas políticos con escasos rasgos “burocráticos racionales” (Weber), por la existencia masiva de ciudadanía socio-económica y culturalmente precarizada, por la imbricación de relaciones sociales capitalistas y precapitalistas, por la competencia entre proyectos de sociedad radicalmente distintos, por la internación de los efectos de la “guerra fría”, etc. A todo lo cual habría que agregar el menor volumen y sofisticación del instrumental estadístico, informativo, comunicacional, etc., que participan en la calidad de los análisis preventivos.
Hoy, en las sociedades modernas o de desarrollo relativo de la modernidad, las transformaciones político-sociales no tienen por qué estar precedidas de crisis abiertas. Desde su incubación, y en proporción muy elevada, los procesos críticos son detectables. Es más, en muchos casos esos procesos críticos se desenvuelven de manera tal que en su propia dinámica traen ya la gestación de las respuestas alternativas a aquello que ha entrado en fase de obsolescencia.
Esos gérmenes alternativos que acarrean los procesos críticos modernos sumado a la previsibilidad de tales procesos son determinantes en dos de las características esenciales del “cambio social” moderno, a saber, 1) no tiene por qué ser efecto de una crisis abierta y 2) no reviste la radicalidad político-social de antaño.
Hipótesis
Haciendo un extremo esfuerzo de síntesis, se podrían aventurar cuatro hipótesis acerca del “cambio social” moderno:
a) Consiste en un proceso acumulativo de una infinidad de cambios moleculares que se desarrollan en los más variados espacios y que avanzan hasta sumar y converger en una masa crítica que presiona por cambios político-sociales de rangos integrales, presión que, en algún momento, deviene en centralidad condicionante de la política.
b) Debido, entre otras cosas, a la mayor autonomización que alcanzan determinadas subestructuras en las sociedades modernas y a la mayor gravitación de las relaciones sociales y de poder que operan en la sociedad civil, los cambios moleculares sectoriales tienden a instalarse, reproducirse y consolidarse con legitimidad social sin esperar a ser legitimados por un cambio socio-político que comprenda a la totalidad del sistema.
c) Los conflictos intrínsecos a todo proceso de cambio y que deriva de la conflictividad entre lo viejo y lo nuevo, en el cambio social moderno -y en la mayoría de los casos – no adquieren un carácter antagónico, sino más bien dilemático o disyuntivo y que se resuelve por síntesis evolutivas y no rupturistas. Y ocurre así, básicamente, por dos razones: i) porque las fuerzas en conflicto están inmersas en lo esencial en una misma lógica de pensamiento, en la lógica racional-funcional “capitalista”, y ii) porque la oferta de cambio es, siguiendo esa lógica compartida, superior en cuanto a racionalidad funcional.
d) El cambio social moderno, cuando se condensa en un cambio social integral, lo que hace en realidad, no es, como antaño, inaugurar un nuevo estadio rígido de organización social, sino, lo que hace, de preferencia, es homogeneizar estructuras y dinámicas en torno a la sumatoria sectorial de cambios y dar cauce a las potencialidades creadoras y transformadoras que esa homogeneización factibiliza.
Reacción dificultosa
La política – y probablemente también los pensamientos más íntimamente ligados a esa actividad -, merced a sus experiencias y ancestros cognitivos, no termina de concebir estas nuevas modalidades del cambio social. Por eso es que le cuesta reaccionar ante los diagnósticos que establecen la demanda de cambio político-social, aun cuando discursivamente compartan dichos diagnósticos.
A modo de resumen se podría decir que una de las expresiones del retraso de la política y del pensamiento político estriba, precisamente, en que no supera la idea de que el cambio socio-político resulta de crisis generalizadas que conducen a grandes y profundas transformaciones. Puesto que el cambio socio-político en los tiempos modernos reviste las modalidades señaladas (no crisis abierta, no radicalidad ni trauma), la política tiene dificultades para asimilar y enfrentar intelectual y empíricamente los momentos y condiciones promotoras del cambio.
Hay aquí, entonces, un problema de calidad de la política y de los pensamientos que la nutren. Los procesos políticos y socio-económicos modernos son muchos más multifacéticos, imbricados y sutiles que los del pasado y requieren, en consecuencia, una política con mucho más capacidad omnicomprensiva y, simultáneamente, mucho más sofisticada en sus conocimientos, sensibilidades y actuaciones.
Y este problema es tanto mayor, porque no atañe sólo a la política, sino que se expande por todo o casi todo el arco de actividades que gravitan en lo social y que participan en la conformación de las elites nacionales de distinta naturaleza.
El factor voluntad política
Una segunda cuestión genérica que explica el desajuste entre diagnóstico y propuestas programáticas está estrechamente ligada a algunas de las características reseñadas acerca del cambio social moderno.
En tanto resultante de un proceso socio-culturalmente molecular, evolutivo y avizorable y que no está fatalmente precedido de una crisis abierta y generalizada, el cambio social moderno tampoco responde a dos rasgos que, por lo general, lo identificaban en el pasado. El cambio social tradicional tendía a ser perentorio e irruptivo: debía realizarse y en cortos plazos para impedir la prolongación destructiva de las crisis. Dicho de otra manera, el desarrollo acelerado y dramático de las crisis producían una suerte de factualidad histórica que forzaba a la política y a sus actores a la realización del cambio en breves tiempos y a través de eventos políticos radicales.
En la modernidad, el cambio se ubica dentro de una dinámica y entorno histórico que deja enormes espacios a la voluntad política y a la opcionalidad en cuanto a los tiempos. De ahí que, aunque se coincida en la necesidad del cambio social o de ciclo, su concreción puede ser postergada merced al papel que juega la voluntariedad político-social.
Se puede deducir, en consecuencia, que lo está sucediendo en Chile es que los diagnósticos sobre el cambio de ciclo no están acompañados de la voluntad político-social para su impulso. No se ha gestado todavía una masa crítica dirigente incentivada y decidida a avanzar hacia la apertura de un nuevo ciclo.
Carencia de masa crítica dirigente
Pero esta falta de masa crítica dirigente para el cambio no es un asunto que provenga sólo de arbitrariedades y subjetividades. Hay al menos dos cuestiones objetivables que conceden racionalidad política a esta carencia y que son un óbice para el despliegue de las voluntades.
La primera es que, si bien el “viejo” ciclo ha perdido vitalidad, dinamismo y tiende hacia su declinación, no está enteramente agotado y aún cuenta con condiciones y tiempos para mostrarse relativamente eficaz y para ofrecer imágenes de solidez y fiabilidad. Y esto se explica especialmente:
• Por mérito propio del viejo ciclo, esto es, porque ha sido un ciclo de alcances y profundidades históricamente inéditas y de magnitudes tales que generaron una tan formidable inercia que, aun en su declinación, luce creaciones y desarrollos.
• Porque al seno del viejo ciclo ya están presentes atisbos de componentes del nuevo ciclo que coadyuvan a incubar percepciones de confianza proyectiva en el primero, pese a que, en estricto rigor, son componentes que sólo podrán desplegar toda su potencialidad cuando sean parte de un nuevo ciclo.
En suma, ambas razones “ocultan” – por decirlo de alguna manera – la urgencia del cambio o colaboran a visiones que suponen que el cambio puede ser pospuesto hasta el pleno agotamiento del ciclo vigente.
Enfoques diferentes
Y aquí cabe un paréntesis sobre la idea de “agotamiento del ciclo”. Si tal idea se refiere exclusivamente a la dinámica y funcionalidad de los componentes del ciclo actual y respecto de sí mismo, la noción de agotamiento se torna efectivamente debatible y resultaría más pertinente plantearlo como un problema por venir y no como una realidad actuante.
Sin embargo, si se concibe que el nuevo ciclo ya está entrañado en el ciclo vigente y que la idea de cambio alude a la necesidad de adaptaciones que contribuyan a la materialización de transformaciones que ya se proyectan en distintos ámbitos societarios, entonces sí es dable hablar de agotamiento del ciclo, en un doble sentido: en cuanto declinación de la eficiencia del viejo ciclo y en cuanto a los impedimentos que éste cobija para los efectos del inicio y marcha de una nueva etapa.
En definitiva, estos factores en su conjunto hacen un tanto difusa la idea del cambio de ciclo y, por lo mismo, presenta dificultades para ser asimilada por las elites como idea-fuerza organizadora y orientadora de una masa crítica dirigente de la demanda de cambio.
La segunda razón objetivable que merma las posibilidades de configuración de esa masa crítica dirigente y con voluntad de aventurarse al cambio de ciclo tiene que ver con las características del sistema político nacional y de las relaciones y mecánicas de poder que imperan en el país.
Una organización cómoda
Formulada como tesis y a grosso modo, lo que existe en Chile es un sistema de relaciones de poder y de circuito de poder que, en lo sustantivo, les acomoda a todas las elites políticas y extra-políticas, tanto como les acomoda el orden económico y social.
La organización político-social que se construyó en Chile en el curso de la transición resultó satisfactoria para la totalidad de los cuerpos elitarios, porque, entre otras cosas, se sustenta en una “distribución” factualmente “inteligente”, funcional e instrumental de los aparatos y sistemas del poder entre esos diversos cuerpos elitarios.
Tal tipo de organización político-social comprende la existencia de cuatro rasgos en lo que respecta a las elites y a sus vínculos:
• Una comunidad transversal de intereses ligados a la mantención de lo esencial del status.
• Mecánicas auto reproductoras de los distintos cuerpos elitarios.
• Desarrollo de fuertes lógicas corporativistas en las instancias elitarias que se agregan a las lógicas de poder.
• Inexistencia de elites “anti-elites” hegemónicas y con reales capacidades de competencia.
Obstáculos a una “masa crítica” dirigencial
Dado esos rasgos, es fácil deducir las dificultades que presenta el campo elitario para los efectos de la aparición de una masa crítica dirigente y con voluntad de cambios.
En primer lugar, la solidez del sistema elitario no deja espacios para la emergencia de una típica elite anti-elite. En el Chile de hoy no se visualiza la posibilidad de una nueva elite que no provenga del propio sistema elitario vigente. En segundo lugar, las fracciones elitarias proclives al cambio tienen lazos de pertenencia a la comunidad de intereses elitarios y están sujetas a las lógicas corporativas que imperan en los distintos grupos. Por consiguiente, para devenir en masa crítica para el cambio deben contar al menos con la anuencia – y nunca con la oposición – de sus colectivos de pertenencia.
Dado este escenario, la constitución de tal masa crítica debe sortear dos escollos relevantes y nada fáciles de implementar. El primero es que el proyecto de cambio no puede ser amenazante para las posiciones que ocupan en la distribución del poder los grupos elitarios más gravitantes, pues de lo contrario es obvio que no se plegarían o no darían su anuencia al proyecto los grupos elitarios como tales y, por ende, las fracciones pro-cambio se quedarían sin la cuota más grande de piso político y socio-cultural que se requiere para conducir el cambio.
Y el segundo escollo deriva del anterior. Si el proyecto de cambio debe conciliar transformaciones sin alterar sustantivamente el sistema de distribución de poder, su materialización pasaría ineluctablemente por una masa crítica transversal que renegocie de manera igualmente transversal las relaciones y sistema de poder elitario ante eventuales modificaciones que conlleven a alteraciones de las formas que reviste hoy el circuito de poder elitario.
Salta a la vista que la tarea de armar una masa crítica dirigente para el cambio no sólo es difícil, compleja y ardua, sino también riesgosa para quien o quienes quieran emprenderla. Y es riesgosa, fundamentalmente, porque los sujetos o fracciones que estuvieran dispuestos a asumir su creación y liderazgo necesariamente se verían temporal y circunstancialmente conflictuados con sus respectivas elites y, por ende, susceptibles a castigos políticos o corporativos.
Probablemente, esta última sea una de las principales causas que explica el abismo que existe entre los diagnósticos sobre un cambio de etapa y la falta de propuestas y de dirigencia que den cuenta política y programáticamente de esos diagnósticos. Quiérase o no, lo cierto es que el asunto del cambio de ciclo es cada vez más un asunto que se enclaustra en los universos intelectuales y cada vez menos un asunto de la política.
NOTA
1) Para evitar extendernos y aunque resulte un poco forzado y arbitrario, llamaremos “sociedad tradicional” a aquella que no está cabal o dominantemente estructurada en virtud de la modernización capitalista globalizada, tal como esta se viene dando desde las dos o tres últimas décadas del siglo pasado.
El término se usa indistintamente para las formas de organización social que tenían los países antes de esas décadas y para las sociedades que en los tiempos actuales las formas modernas de organización social no han devenido en claramente hegemónicas.