Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos
Concertación: liberalismo nihilista y nueva encrucijada
Antonio Cortés Terzi
LOS LÍMITES DE LA PLURALIDAD
Los arcoiris no existen: son ilusiones ópticas
Desde su fundación y durante bastante tiempo, la pluralidad fue un factor de fortaleza política y electoral al seno de la coalición gobernante. Entonces, tenía sentido la comparación metafórica de la Concertación con un arcoiris. Pero, como variable política, al igual que el arcoiris, la pluralidad es ilusoria, si no hay nexos orgánicos entre sus diversos componentes, si no hay un sustrato común que los unifique y que los armonice haciendo que el conjunto sea visible como tal y más vistoso y potente que cada uno de ellos por separado.
Es un dato de la causa que en la Concertación coexisten diferentes visiones sobre la vida social y política del país. Pero también debería asumirse como dato sólido de que las diferencias no se corresponden entera y estrictamente a diferencias entre los partidos. La diversidad de opiniones, con matices en sus intensidades, se encuentra al interior de cada uno de los partidos.
Precisamente, uno de los errores de la dirigencia concertacionista consiste en la insistencia de querer tratar las discrepancias como problemas interpartidarios y en intentar resolverlas discutiendo y acordando a partir de las formalidades direccionales de los partidos.
Puesto que la fuente de las divergencias, en su esencialidad, no se halla en la variedad de partidos ni están ordenadas y resumidas partidariamente, resulta arbitrario y estéril pretender solucionarlas sólo a través de la interlocución institucionalizada de las organizaciones políticas.
Sin lugar a dudas que este error se potencia merced a una ley natural de las relaciones políticas, a saber, que en ellas tiende a predominar el interés por la distribución del poder antes que el interés por los debates doctrinarios y programáticos (1). La negativa entonces a aceptar la transversalidad de las diferencias en el plano de las ideas no es sólo un error, también es consecuencia de cálculos político electorales.
Dicho de manera más directa. Cualquier estructura de dirección de un partido necesita aparecer representativa de homogeneidad ideológica de su colectividad, porque el discurso de la homogeneidad es un instrumento de fuerza al momento de negociar con los aliados. Y, por otra parte, para los efectos de conquistar electorado los partidos operan con un viejo axioma – de creciente dudosa eficacia – según el cual el éxito depende de cuánto más un partido se diferencie de otro, por muy aliado que éste sea. Obviamente que ello impele al ocultamiento y a la evasión de las discusiones sobre las heterogeneidades internas y a presentar como homogéneo aquello que lo diferencia de otros.
Este último factor ha jugado papeles importantes en el deterioro de la unidad de la alianza concertacionista. En los últimos eventos electorales, los partidos – unos más que otros – han sido tentados por la estrategia de la distinción, del resaltamiento de ideas y estilos que le permitan mostrarse separados de los restantes integrantes del conglomerado. Estrategia que en términos generales no ha tenido mayores éxitos, porque:
en algunos casos, el acentuar en las distinciones se transforma en un ejercicio demasiado sofisticado y demasiado artificial como para erigir un buen discurso electoral;
en otros, las diferencias que se desean establecer son tan sutiles que sólo las comprenden los creativos que las inventan, pero no el electorado;
y en terceros casos, cuando las diferencias se han encaminado hacia ciertos grados de radicalidad, lo que ha ocurrido es que se ha terminado por construir un diseño comunicacional excesivamente similar al de la derecha, asustando al electorado tradicional de la Concertación sin agregar ni un voto nuevo. Eso le ha sucedido reiteradamente al PPD, lo que era previsible: el diseño y estilo de la derecha sirve para una oposición de derecha, pero no de igual manera para un partido gobernante y progresista.
A la larga, la aplicación de estrategias forzadas y artificialmente diferenciadoras entre los aliados de la Concertación no han sido eficaces ni para la alianza ni para los partidos. Han pasado desapercibidas para el electorado y, a la vez, han resentido, sin utilidad para nadie, las relaciones interpartidarias.
DEBILITAMIENTOS ENDÓGENOS
Sí, como se proclama por doquier, la voluntad concertacionista es reponer el sustrato, la atmósfera que haga factible que la pluralidad se vuelva a visualizar como arcoiris, es menester un reconocimiento previo de las causales que actúan como obstaculizadoras de la unidad o como promotoras del deterioro de la Concertación. Algunas de estas causales son bastante evidentes:
La proveniencia de historias y culturas distintas
Pese a lo que pudiera pensarse, esta causa es la que menos trastorna a la Concertación. En efecto, las dos culturas más tradicionales que se encuentran en la alianza gobernante – socialcristianismo y socialismo – merced a sus respectivos procesos de revisión y renovación de sus pasados doctrinarios y merced a la emocionalidad de las experiencias históricas compartidas por ambas – como rivales y como aliados – han creado nexos ideológicos, políticos y hasta empáticos que facilitan las interlocuciones, al menos, al nivel de dirigencias y de sus mundos intelectuales.
Sin embargo, los orígenes culturales e históricos distintos, en determinadas circunstancias y por cuestiones del desarrollo de los procesos de actualización, afectan la calidad de la alianza.
Son procesos que se han expandido de manera desigual al seno de los conglomerados político-culturales más significativos. En los espacios de la militancia masiva de cada uno de estos conglomerados subsisten atavismos ideológicos que con cierta recurrencia tienden a manifestarse y, por consiguiente, a reponer las lógicas de la rivalidad.
Especialmente en el PS y en el PDC fracciones dirigentes han utilizado los atavismos ideológicos de sus bases para obtener mayores espacios de poder al interior de sus partidos, dando lugar a la reproducción de los anacronismos y a la expresión beligerante de los mismos.
Puesto que estas viejas culturas políticas continúan desafiadas a readecuaciones exigidas por lo contemporáneo y dado el arraigo en ellas de sus tradiciones ideológicas, valóricas y políticas, tienden, paradojalmente y con cierta facilidad, a mirar hacia sus pasados en busca de respuestas a esos desafíos, con lo cual se incentiva a observar con ojos del pretérito a sus actuales aliados.
Agotamiento de las bases fundantes de la Concertación
Esta causal está ampliamente reconocida en los discursos, pero no con la misma intensidad en la práctica política. En ésta, el propio diagnóstico acerca del rol que juega hoy la transición – base fundante – produce divisiones en la Concertación, no siempre explícitas pero que se hacen notar con nitidez en los énfasis que se ponen en diversas materias. Es decir, el propio diagnóstico acerca del agotamiento de sus bases fundantes escinde factualmente a la Concertación. Demostrativo de esto es el hecho que hasta hoy la Concertación no se ha sentado a discutir seriamente acerca de su refundación en torno a nuevos fundamentos. El interregno que se genera entre lo que se fue y ya no se es y entre lo que se es y ya no basta, obviamente que opera como factor desordenador de la unidad.
Exacerbación por la distribución de los poderes
Las dos causales anteriores que participan en el debilitamiento de la Concertación son comparativamente insignificantes al lado de una tercera que ambas potencian: la pugna por la distribución de los poderes entre sus fuerzas y personalidades integrantes. Es intrínseca a una coalición la constante competencia entre sus partes por ocupar mejores posiciones de poder. Pero cuando una alianza empieza a perder la convicción de que es la suma de sus partes la que potencia el poder de cada quien se desenlaza una egomanía partidaria que redunda en una autovaloración chovinista de las capacidades de cada colectividad y que impele a buscar la fortaleza de la coalición en las distancias que separan a las partes.
En la Concertación, tal cual existe o pervive hoy, esas lógicas son tanto más equívocas si se tiene en cuenta el fraccionamiento interno de los partidos y la preponderancia que han adquirido las individualidades.
Quien no haya entendido que buena parte de las centrifugacidades que afectan a la Concertación se debe a que ésta ha permitido que los personajes importen más que las fracciones y que las fracciones importen más que los partidos y que los partidos importen más que la unidad concertacionista, entonces no ha entendido nada acerca del porqué la Concertación pierde votos en cada elección.
DEBILITAMIENTOS EXÓGENOS
A esta tríada de causales endógenas que deterioran el alma concertacionista habría que agregar otras que son más bien exógenas a la dinámica de la alianza.
El gobierno es menos centrípeto
Durante más de diez años, el poder gubernamental y su atracción ha sido, sin lugar a dudas, un actor principalísimo en la mantención de la Concertación con un mínimo aceptable de disciplinamiento. Sin embargo, esa fuerza y capacidad centrípeta comienza a disminuir.
En primer lugar, porque la incerteza razonable – inexistente hasta 1999 – que se ha creado en cuanto a la posibilidad de que la Concertación continúe gobernando, merma la influencia del actual gobierno. Otrora el buen futuro de la Concertación, de sus partidos, de sus personalidades, se veía fuertemente ligada al éxito de la labor gubernamental, toda vez que ello – se pensaba – aseguraba otro período presidencial. Hoy la abundante cuota la escepticismo que corroe a fracciones de la Concertación se encarna en una hipótesis política clandestina: las condiciones internas y externas que se le presentarán al gobierno no auguran resultados notablemente exitosos, y aunque así fuera, de todas formas no está asegurado un nuevo gobierno concertacionista. Lo que se traduce en dos efectos:
a) los compromisos de fracciones y de dirigentes con el gobierno para afianzar una buena gestión, son más febles que antaño, ergo, los disciplinamientos voluntarios son más difíciles y,
b) el gobierno, sin argumentos suficientes para dar certidumbres de continuidad de la Concertación a la cabeza de la nación, ya no dispone del gran instrumento de poder que era la amenaza de desheredar a los hijos díscolos.
El síndrome Caszely o la desdramatización del adversario
Carlos Caszely, activo opositor a la dictadura y rostro visible de campañas electorales concertacionistas, ha manifestado estar dispuesto y disponible a trabajar con Joaquín Lavín en un plan sobre deportes a implementar conjuntamente con otras alcaldías bajo control de la derecha. Caszely ha dicho que esa no es una actitud política, sino propia de su interés por el deporte. La ingenuidad del insigne jugador colocolino no debe opacar el síndrome mayor que allí se oculta: la percepción en aumento de que la derecha no era tan feroz como se la pintaban, que ha cambiado, que, en el fondo, sus dirigentes son buenos muchachos, que las diferencias entre los bloques no son tan grandes, que, en definitiva, no hay nada de dramático en la eventualidad de un gobierno derechista.
Craso error, como han advertido prestigiados analistas. Pero no vamos a extendernos aquí sobre ese error, sino sobre otro.
La desdramatización de la opción derechista, y que se ha internado en sectores de la Concertación, se relaciona con anacronismos ideológicos de la Concertación y con incomprensión de los nuevos escenarios.
En efecto, si a la derecha sólo se la vincula con su pasado dictatorial y sólo se la mide por sus conductas durante la transición, entonces hay razones de sobra para desdramatizar su condición de alternativa gubernamental.
Un gobierno de derechas no es una amenaza a la institucionalidad democrática y menos aún un riesgo para la garantía de los derechos humanos.
La cerrada oposición que mantuvo la derecha a reformar la Constitución para el perfeccionamiento del sistema democrático, está finalizando. Ya ha dado el beneplácito para terminar con los senadores designados y vitalicios y se va a allanar para modificar las funciones del COSENA. Joaquín Lavín incluso ha opinado sobre la conveniencia de concluir con la inamovilidad de los comandantes en jefes de las FF.AA.
En suma, si nos quedamos exclusivamente en los temas transicionales, entonces, hidalgamente la Concertación debería desdramatizar la opción de poder de su adversario.
Pero, en el presente, la verdadera rivalidad de la Concertación con la derecha es respecto del futuro. Y si se analiza en esa perspectiva, claro que un gobierno derechista es dramatizador. No para todos, por cierto.
En lo que aquí importa, por ahora, es que el discurso desdramatizador de la opción gubernamental de la derecha, y que transmiten sectores de la propia Concertación, ahondan el deterioro de ésta. Ninguna fuerza política que piense que el triunfo de su rival es inocuo va a ser capaz de convocatorias masivas, poderosas, vehementes. Y cuando una fuerza política empieza a perder la pasión en su causa, entonces abre primero una ventana, luego una puerta y finalmente una compuerta para que los apasionados de sus filas abracen otra pasión. Recuérdese que el síndrome Caszely tuvo una primera chispa de expresión en la persona de María Isabel González, militante socialista, adscrita a la tendencia conocida como Nueva Izquierda, ex secretaria ejecutiva de la Comisión Nacional de Energía, quien, después de su alejamiento del gobierno y ad portas de la campaña presidencial última, apareció públicamente como asesora de Joaquín Lavín.
El factótum Lavín
Ninguna duda cabe que, para el mundo político tanto como para la ciudadanía, la posibilidad de un futuro gobierno de derecha se circunscribe al nombre de Joaquín Lavín. Ningún diagnóstico ni proyección le concede opciones de triunfo a la derecha con otro candidato presidencial.
Lavín y su fantasmagoría (2)
Como rival, Joaquín Lavín es inaprehensible, fantasmal y fantasmagórico. Su discurso es oblicuo y ubicuo. Su táctica política equivale a la de la guerra de guerrillas: no toma posiciones, ataca y huye, combate sólo cuándo y dónde le conviene.
Hay algo infantilmente divertido en su estilo, algo que recuerda a algunos de esos tantos personajes de las viejas caricaturas conocidos por su rapidez e ingenio para evadir peligros. Obviamente, a los liderazgos concertacionistas tal estilo no le hace ningún chiste. No es fácil competir con una suerte de “figuración vana de la inteligencia” o de estrella televisiva. Y no obstante, por ahora, Lavín – nada ni nadie más – es el gran adversario de la Concertación en cuanto a interrogar su continuidad como alianza gobernante.
Confiésese o no, Joaquín Lavín es un factor que desespera y desorienta a la Concertación. ¿Despreciarlo o admirarlo? ¿Ignorarlo o reconocerlo? ¿Combatirlo o imitarlo?
Lavín es un asunto serio. Y la dirigencia concertacionista no va a dilucidar su trama mientras no lo respete como representativo de un fenómeno social orgánico, que compromete sociología, cultura y valores contemporáneos.
Si se exceptúa a Ricardo Lagos – y hay que exceptuarlo porque la investidura de Presidente de la República impide equiponderarlo con otros liderazgos – Joaquín Lavín es hoy quien más se acerca a la condición de articulador de un bloque histórico, de un nuevo bloque histórico de derecha, en el entendido gramsciano de que un bloque histórico comprende amalgamiento de elites y masas bajo la hegemonía de las primeras, pero con consenso activo de las masas que el bloque convoca. Es decir, Joaquín Lavín es bastante más que un buen candidato presidencial. En el fondo, es el extensor hacia la sociedad de la hegemonía factual y embrionaria que poseen los sectores neocapitalistas criollos y sus cuerpos intelectuales.
Joaquín Lavín es fantasmagórico en sus estilos y formas, porque encarna realidades y procesos que probablemente él mismo no entienda. Incomprensión que a la hora de competir no le afectan mayormente, porque sus adversarios los entienden menos.
LA ENCRUCIJADA DEL CONCERTACIONISMO
Contrastando con las generalidades y vaguedades de las polémicas entre socialcristianos y socialdemócratas o entre flagelantes y complacientes o entre liberales y progresistas, cobra fuerza una tendencia emergente que aquí se identifica como progresismo liberal nihilista y que se va tornando cada vez más gravitante en el escenario político nacional y para el futuro de la Concertación.
El progresismo liberal nihilista
El cuadro simultáneamente deconstructivo y reconstructivo en el que vive la Concertación es empíricamente más deconstructivo que reconstructivo, fundamentalmente porque la Concertación no toma autoconciencia suficiente ni reconoce los nuevos alineamientos intelectuales, políticos y programáticos que la cruzan. Las dinámicas de discusión – al menos las más formalizadas y explícitas – están rezagadas respecto de algunas definiciones que se incuban y desarrollan empíricamente dentro de ella y del gobierno.
Elementos ideológicos del progresismo nihilista
El concepto nihilista viene del vocablo latín nihil que significa nada. Se ha usado, en diversos tiempos, para describir distintas ideologías y conductas que tienen en común la negación de principios – políticos, religiosos, filosóficos – rectores de la vida colectiva. Ha tendido a asociársele con actitudes cínicas y pasivas frente a la existencia social, pero, en rigor, esas son – o pueden ser – sólo una de sus manifestaciones prácticas. Nada de pasivos, por ejemplo, eran los jóvenes nihilistas que dieron muerte al zar Alejandro II en el siglo XIX.
Lo esencial del nihilismo es su descreimiento en filosofías de la historia, su desconfianza o escepticismo respecto de la condición de sujeto histórico del ser humano y su convicción de que nada (nihil) sustentado en la voluntad y el imaginario puede corregir o reorientar lo fundamental de los rumbos seguidos por la humanidad.
El nihilismo es hoy un componente más de la ideología que dimana del actual estadio de la modernidad o, como algunos prefieren llamar a esta fase, de la postmodernidad. Se nutre del tan comentado fin de las ideologías que dominaron la historia del siglo XX y refleja el constante y creciente desencanto que produce el vertiginoso incremento del conocimiento merced al desarrollo de las ciencias experimentales. Desencanto, porque los nuevos conocimientos y experiencias son, cotidianamente, implacables avasalladores de mitos e idealidades, desde las más nimias hasta las más totalizadoras, sobre los cuales se erigieron durante siglos las creencias, los valores que, a su vez, le daban racionalidad y aceptación social a múltiples estructuras e instituciones; creencias y valores, además, que estimulaban los imaginarios y les concedían fundamentos.
El nihilista moderno coincide con la tesis de Francis Fukuyama en cuanto al fin de la historia, que simplemente quiere decir que alcanzados y consolidados los capitalismos y las democracias no son previsibles irrupciones humanas en los devenires de ambos momentos.
El nihilismo no niega el progreso sino el cambio social. Y concibe al primero como producto de los avances científicos y de su correspondiente traducción a tecnologías y aparatos.
La política en el progresismo nihilista
Según esta visión, cancelada la historia, en cuanto a presentar opciones de orden social distinto, y sujeto el progreso a la evolución de las ciencias y técnicas, la política pierde su gravitación y entra a desempeñar funciones radicalmente distintas a las conocidas.
El concertacionismo nihilista adopta el liberalismo como discurso y como matriz político-programática. Pero no lo adopta como pensamiento y ambición nacidos de una reflexiva voluntad política. Lo adopta como discurso reflejo de lo histórico inercial, porque la realidad, lo existente se mueve en sentido liberal.
La génesis del concertacionismo liberal nihilista entraña una curiosidad y una peculiaridad en la formación de una tendencia progresista: no es resultado de ejercicios intelectuales críticos de las realidades vigentes, sino de la crítica de cosmovisiones y utopías ya inexistentes o en vías de extinción o que sobreviven apenas como retazos en liquidación. Al liberalismo nihilista no se ha arribado a partir de un análisis crítico de las realidades que le dan amparo y que el liberalismo ampara como ideología.
No confundamos. Es cierto que las ideas que sostienen nuestros liberales nihilistas estuvieron precedidas de actos críticos que hasta hoy practican. Pero tales críticas se dirigieron y se dirigen a las críticas que, en otros tiempos, levantaron intelectuales y políticos contra las sociedades de mercado. Es decir, han peleado intelectualmente con el pasado y, a lo más, con quienes hoy repiten los textos de antaño.
Desde el punto de vista intelectual esa conducta podría considerarse competencia desleal y, sobre todo, podría considerársela como estratagema para evitar dar cuenta de la necesidad de una revisión crítica estructural y totalizadora del capitalismo moderno y de sus probables dinámicas.
En suma, el liberalismo nihilista ha asumido acríticamente el capitalismo contemporáneo y eso le permite interpretar el liberalismo como ideología final y como único pensamiento ad hoc a lo moderno y en el que deberían desembocar a la postre todas las corrientes del progresismo tradicional.
Por otra parte, y en proyección política de lo anterior, esta tendencia le sustrae a la política parámetros históricos trascendentes y roles direccionales sobre la vida social.
En efecto, hasta dónde alcanza la actividad política cuando se postula que:
la economía se rige por un subsistema que se autoregula;
lo conductual social está sujeto a normas y valores que básicamente van siendo diseñados por otro subsistema: el mediático e informático globalizado;
lo asociativo debe dar paso a relaciones individualizadas entre ciudadanos, relaciones que también pasan a constituir un subsistema autónomo.
la propia política se organiza como un subsistema restringido cada vez a menos áreas.
No cuesta concluir que una política liberal basada en esos presupuestos es nihil.
No obstante, para ser justos con esta corriente hay que reconocer que en el presente de la vida nacional se autoasigna funciones políticas más activas y globalizadoras y que, en sustancia, se resumen en el objetivo de destrabar el camino a las inercias liberalizadoras de lo moderno.
Pero ese activismo no escapa de su naturaleza nihilista, toda vez que el destrabamiento casi requiere de nada. Al fin de cuentas es un proceso que se impone por el peso de las cosas: en economía, por el comercio exterior y la globalización económica; en lo valórico-cultural por el despliegue de los sistemas comunicacionales, etc. El activismo liberal, en consecuencia, a lo más, tendrá que ver con los tiempos que demora en materializarse el proceso liberalizador, pero no con su realización.
La verdadera consecuencia política de ese activismo liberal nihilista es una paradoja: hace de la Concertación su principal escenario de guerra y de sus aliados sus rivales más significativos. Porque, claro está, las fuerzas políticas que más resisten al espontaneísmo de la liberalización moderna están en la Concertación.
Antinomias en la Concertación
Racionalidad funcional del progresismo nihilista
Junto con el lavinismo, el progresismo nihilista es una cultura política en ciernes que bien se condice con una racionalidad funcional dominante en la etapa de la modernidad que se encuentra el país.
Su racionalidad funcional estriba, en primer lugar, en su inserción en la discursividad oficial que se impone en Chile, originada en las elites más influyentes en todos los ámbitos y que se transmite por la generalidad de los entes y mecánicas comunicacionales y que van desde los medios de comunicación hasta las rutinarias relaciones de mercado. En segundo lugar, estriba en que responde adecuadamente a la espontaneidad cultural y valórica masiva que despliega la modernidad.
En tercer lugar, su racionalidad funcional radica en su instalación como respuesta a dos antinomias internadas en la Concertación y que ésta, como conjunto, no ha sabido resolver.
La primera surge de la relación conflictiva entre ser fuerza progresista y a la par fuerza gobernante. Históricamente el progresismo ha representado el inconformismo respecto del status, la crítica a lo establecido. Pero ¿cómo se es inconformista y crítico cuando el status está gobernado por el progresismo? ¿Se puede ser inconformista y crítico con relación al status sin serlo en relación al gobierno? Tal vez nada grafica mejor esta antinomia que los debates entre flagelantes y complacientes y sobre cuya solución no han avanzado un ápice.
El concertacionismo nihilista, en cambio, tiene respuesta: es inconformista respecto de aquellos componentes del status que obstaculizan la transformación modernizadora liberal. Es decir, puede ofrecerle al gobierno una salida para la autodefensa de su gestión y mostrándose simultáneamente como fuerza anti status y transformador.
La segunda antinomia se configura más desde la sociología que desde la política. Después de diez años de gobierno – y merced a los mismos – al seno de la dirigencia concertacionista se ha producido una acelerada y significativa??movilidad social?? y que, entre otras cosas, implica que el grueso de esa dirigencia se ha incorporado a las elites del status, lo que por cierto tiende a contradecir un rasgo tradicional del progresismo: la existencia de una dirigencia escindida de las elites privilegiadas y con nexos orgánicos y endopáticos con lo popular.
Este fenómeno es de suma importancia por cuanto anuncia la apertura de un proceso inverso al que lidera Joaquín Lavín, según lo escrito en páginas precedentes. Decíamos que Lavín ha devenido en articulador de un nuevo bloque histórico de la derecha, puesto que articula sus elites y discursos con numerosas fracciones populares. En la Concertación el proceso es a la inversa: su bloque histórico camina hacia la desintegración. De un lado porque las elites concertacionistas se diferencian cada vez menos de otras elites del status, en cuanto a estructuras de ingresos, de comportamientos culturales y sociales. Ya no son percibidas por los mundos masivos como elites escindidas de los grupos privilegiados, sino como parte de los mismos. Por cierto que eso merma la confiabilidad popular en ellas. Y de otro lado, el bloque concertacionista tiende a su desintegración porque sus principales bases de apoyo masivo tienen todavía, en sus parámetros ideológicos, fuertes cargas valóricas clasistas que les fomenta una ácida crítica moral hacia la conversión elitaria de sus dirigencias.
Este es un fenómeno extremadamente extendido porque comprende también a las generaciones dirigentes de recambio. Con el agravante comparativo de que éstas desde chiquititas iniciaron su incorporación a lo elitario.
¿Por qué el concertacionismo nihilista tiene aptitudes para resolver este conflicto?
Fundamentalmente por tres razones:
Porque no tienen los complejos valóricos que les surgen a las dirigencias del progresismo tradicional – y que las inhiben – al enfrentarse a los atavismos ideológicos populares.
Porque no apelan prioritariamente al apoyo de los sectores masivos duros de la Concertación, sino a fracciones sociales emergentes más culturizadas por lo moderno.
Porque, por último, aspiran a la construcción de un nuevo bloque histórico que no contempla ni discursos ni prácticas políticas dirigidas a conquistar fuerzas sociales como tales, sino a la gente, a los ciudadanos, a los votantes y para lo cual no hay para que ocultar o explicar la condición de elite ni es menester regenerar relaciones endopáticas con lo popular.
El inevitable desarrollo de esta cultura política, facilitado por el estancamiento del progresismo tradicional, es el elemento que a poco andar pondrá muy seriamente en jaque la sobrevivencia de la Concertación. Puesto que se trata, de hecho, de una corriente que no existía, cabe la duda de si podrá coexistir con el mosaico de tendencias del progresismo tradicional. La Concertación no ha experimentado el grado de pluralismo que se necesitaría para mantenerse con tal corriente en su interior. Pero, además, hay que tener en cuenta que el concertacionismo nihilista posee un diseño de alianzas sociales y políticas y de estrategia política bastante acabado y que de plasmarse estremecería hasta los cimientos de la Concertación. Sus competidores dentro de la alianza gobernante no poseen un diseño de magnitud similar, de suerte que corren el riesgo de cederles la hegemonía. ¿Estarán dispuestos a tanto en aras de la unidad?
Notas
(1) Max Weber escribe: “Los partidos acusan más severamente contradicciones en la participación en cargos que en una acción contra sus fines objetivos”.
(2) El diccionario de la RAE define la palabra fantasmagoría como: “Ilusión de los sentidos o figuración vana de la inteligencia, desprovista de todo fundamento”.