Sección: Temas sectoriales: Diagnósticos y propuestas
Condominios: nueva ciudadanía y cultura nacional
Rodrigo Salcedo
En los últimos años se han construido numerosos discursos relativos a la supuesta aparición de un nuevo ciudadano chileno. Ellos poseen las más variadas formas, la pretensión académica (Tironi 1), la trivialidad consultora (Halpern 2), o el lenguaje del poder (Lavín). Estos discursos califican al chileno como individualista, emprendedor, consumista, necesitado de diferenciación, y cada vez más distante de los proyectos sociales de transformación de realidad. A decir de Jorge Larraín (3), constituyen una visión empresarial posmoderna de la identidad nacional.
El nuevo chileno consume en el mall, entiende de vinos, vota sin atenerse a la ideología, y si eligiéramos un lugar para que habitara, éste sería, seguramente, un condominio.
La aparición de condominios – espacios cerrados, altamente vigilados, que contienen un conjunto de casas con exteriores compartidos -, es un fenómeno relativamente reciente en nuestro país y es correlato de una tendencia global de aparición de estos tipos de habitación. Nada tienen que ver con las comunidades de Fernando Castillo, en las que algunos intelectuales disidentes vivían sus creencias políticas y sociales en medio de una realidad opresora. Los nuevos condominios no representan ninguna tendencia ideológica, y en ellos se juntan familias de muy diversas características a condición que posean una realidad material que les permita acceder al habitar de calidad que promete el condominio. Pese a su publicidad, no hay intención de formar comunidad.
Con la construcción de condominios ganan los municipios, pues deben invertir menos en infraestructura, y las empresas constructoras pues pueden poner más casas en menos espacio. Lo único que no está claro es qué ganan quienes los habitan, pues numerosos autores, en especial Evan McKenzie (4) han descrito la falta de libertad y los conflictos incluso judiciales que acarrea el vivir en un condominio.
Esta nueva forma de habitar ha sido despiadadamente criticada por la izquierda intelectual internacional pero no ha despertado ni siquiera un comentario en el mundo crítico chileno, quizá por una confusión en la identificación de estos condominios con las comunidades en que ellos alguna vez vivieron o visitaron a sus amigos, o quizá porque la realidad de los condominios en nuestro país a su parecer no amerita cuestionamiento alguno.
La crítica central hacia el condominio es que esta forma de habitar fomenta la desintegración social al dificultar la formación de identidades sociales colectivas. Este discurso adquiere dos formas diferentes: aquellos como la escuela de urbanismo crítico de Los Ángeles que consideran al condominio como la máxima expresión de la segregación social, y otros que, basándose en las ideas de Richard Sennett, se refieren más a la dimensión antropológica del fenómeno y señalan que el condominio es expresión de un ser humano que teme cada vez más al diferente y se encierra en comunidades de iguales, en la privacidad y confort de un espacio en el que no debe negociar nada con el entorno.
Una fiel exponente de la escuela de California es Teresa Caldeira (5), quien en su libro Ciudad de muros: Crimen segregación y ciudadanía en Sao Paulo, aborda largamente el fenómeno de los condominios, refiriéndose a ellos como los “nuevos enclaves para los ricos”. Caldeira señala que el condominio se publicita ante todo como un espacio seguro, en los que el crimen y los conflictos típicos de la urbe quedan fuera. Más aún, un espacio en que quien lo habita no requiere tener contactos con la miseria imperante a su alrededor.
Bajo esta perspectiva teórica, la segregación antiguamente se construía implícitamente con la aglomeración de personas pudientes en un mismo sector, hoy la genera y la mantiene un muro. Y este muro al mismo tiempo causa un aumento en la distancia sicológica entre los que están dentro y los que están fuera. Para los de dentro, los demás son todos potenciales agresores o más drásticamente, criminales. Al revés, para los de afuera los habitantes del condominio representan la riqueza a la que ellos no podrán acceder lo que genera envidia, impotencia, y agresividad.
Por su parte, el discurso “Sennettiano” es más antropológico y se basa en el “miedo moderno a la exposición”. Para Sennett (6), el mundo actual entrega cada vez más valor a lo privado, a lo íntimo. La construcción de la individualidad burguesa requiere y valora lo personal, lo que nos distingue de los demás y, debido a esta sobrevaloración, los hombres buscan evitar la exposición a un mundo de diferentes, el que se considera peligroso y agresivo. Es en esta desconfianza hacia lo público que debemos enmarcar la aparición del condominio, en la necesidad de transformar la habitación en un santuario en el que lo diferente queda excluido.
Pero la sobrevaloración de lo íntimo es a juicio de Sennett peligrosa para la construcción de una sociedad plenamente democrática, pues como señala en uno de sus libros, “todas las diferencias son potencialmente tan explosivas como las que existen entre un traficante de drogas y un ciudadano corriente”. (7) Al construir intimidad la diferencia se acentúa hasta convertirse en inconmensurable, llevando a la desvalorización del otro, y en extremo a la negación de su calidad de persona. Así, el condominio no sólo es segregación en su dimensión sico-sociológica, sino además contribuye a una segregación antropológica, a un devaluar la humanidad del distinto, en este caso, de quien no tiene los recursos para vivir dentro del muro.
Ahora bien, debe dejarse en claro que estos discursos críticos internacionales han sido elaborados teniendo como telón de fondo a la sociedad norteamericana, absolutamente asimilable al paradigma del nuevo ciudadano, y además enormemente segregada en términos sociales y raciales, y con índices de criminalidad muy superiores a los del resto del mundo.
En Chile los únicos que han comenzado a elaborar un discurso sobre el condominio son los profesores del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Católica Francisco Sabatini y Gonzalo Cáceres (8). Para ellos la aparición de condominios es un fenómeno positivo en nuestras ciudades, pues ha alterado dramáticamente las pautas de segregación urbana previamente existentes.
Para ellos, la segregación no es necesariamente algo negativo; todo depende de la escala en la que ella se presente, y en este sentido, la aparición de condominios en zonas tradicionalmente populares es un avance. Así, se debe distinguir entre la segregación a gran escala, a la que Sabatini denomina “Segregación perversa”, y que está ejemplificada por las comunas de Vitacura o Las Condes, y la segregación en pequeña escala al estilo de las comunas de Huechuraba o Peñalolén. En el primer caso, los efectos son devastadores, la población pobre se concentra, encerrándose en sí misma y perdiendo la posibilidad de generar redes sociales con quienes se encuentran fuera del círculo de la pobreza y por otra parte la población de mayores ingresos pierde contacto con la realidad social del país, sus necesidades y aspiraciones.
En el segundo caso, el de la segregación en pequeña escala, a pesar del muro, la seguridad y los guardias privados, las consecuencias son positivas. El muro que separa a los ricos de los pobres es al mismo tiempo frontera, y como en toda frontera, en especial pienso en el borde México-Norteamericano, junto con la envidia por el poderoso, se genera además contacto, interacción y necesidad de reconocerse el uno al otro. Genera una cultura de borde, en la que existe la construcción de una identidad diferente de la existente en las dos realidades que se juntan. El condominio cerrado genera la discontinuidad suficiente con el entorno como para permitir a gente de mayores recursos ocupar suelo barato, accediendo a una mejor calidad de vida, sin verse expuestos a los supuestamente “males” de la vida en la ciudad, en especial la vida popular.
Con relación a los grupos populares que circundan el condominio, Sabatini y Cáceres señalan que estos se favorecen con la llegada de estos desarrollos inmobiliarios “tanto en términos objetivos (trabajo, servicios, equipamiento urbano) como subjetivos (sentimiento de pertenecer a un área que está progresando)” o la desaparición del estigma social asociado a vivir en determinadas áreas. En este sentido, hoy en día, los habitantes de Peñalolén o Huechuraba tienen acceso a nuevas fuentes de trabajo cercanas en el sector servicios (jardineros, maestros, empleadas domésticas), clientes acomodados para sus pequeños espacios comerciales, nueva infraestructura vial y de espacios públicos, y pueden decir con orgullo – y sin miedo a la discriminación – el lugar donde viven.
Este discurso benevolente, elaborado por dos intelectuales progresistas rechaza absolutamente la crítica internacional al condominio y lo que representa, lo que plantea tres hipótesis: Sabatini y Cáceres han sido cooptados por el modelo urbano neoliberal imperante, algo que personalmente descarto; existen condiciones económicas relacionadas con el costo y posibilidades de uso del suelo que permiten este condominio benévolo; o bien existe algo en la sociedad chilena, en la identidad y cultura nacionales, que permiten al condominio, contrariamente a la visión internacional, convertirse en frontera y generar beneficios a las poblaciones populares que los circundan.
Son precisamente estos dos últimos aspectos los que deseo destacar en este artículo.
En primer término, si bien los condominios chilenos son similares en su estructura a los condominios norteamericanos, con igual nivel de seguridad y con una estructura de propiedad parecida, tal como lo señalan Cáceres y Sabatini, los costos del suelo pero sobre todo los altos niveles de tenencia y uso del automóvil en la sociedad norteamericana, permiten la construcción de condominios en zonas apartadas de la realidad urbana, en zonas aún no consolidadas por los sectores acomodados, pero en los cuales la pobreza está ausente. El condominio americano existe en el vacío suburbano y por ello el aislamiento y la exclusión social que provocan es más intensa. Así, lo que se está provocando en algunos estados norteamericanos, en especial los del Oeste, es un vaciamiento de la ciudad por parte no sólo de los ricos sino además de la clase media, separando por un muro real y metafórico la “american way” de los pobres e inmigrantes que no han encontrado su espacio en esta sociedad de fantasía. Así, la exclusión social provocada por la aparición del suburbio a comienzos del siglo XX, se hace aún más intensa a comienzos del siglo XXI, con la consolidación de un suburbio privado, vigilado y excluyente que no permite ni la más mínima integración social.
Así, de acuerdo con estos autores el condominio en Chile no parece tan dañino social, sicológica y antropológicamente como lo es en otros países, debido en gran medida a su ubicación en zonas de bajos recursos y la forma en que esta ubicación potencia a los sectores populares.
Sin embargo, estos factores estructurales si bien condicionan en parte, no son, por sí solos, capaces de determinar la ubicación de las nuevas urbanizaciones. Debemos ir un poco más allá en el análisis y preguntarnos por qué los empresarios norteamericanos no hacen uso de un suelo urbano depreciado y con infraestructura muchas veces de excelente calidad debiendo irse al despoblado. O, desde nuestro punto de vista nacional, cómo es posible que los nuevos enclaves de la clase media emergente se encuentren en comunas tradicionalmente populares, es decir, qué hace que los ricos estén dispuestos, por mejorar su calidad de vida, a compartir o al menos convivir con el diferente, con el que posee un status de vida inferior. Mirado desde el punto de vista de los empresarios inmobiliarios, por qué se han arriesgado ellos a invertir cientos de millones de pesos en una empresa que de cumplirse los presupuestos que nos propone el discurso de la ciudadanía liberal – consumismo, determinación de status por el consumo y el estilo de vida, etc. – estaría destinada a un completo fracaso.
A mi modo de ver la respuesta es que esta nueva ciudadanía liberal consumista que nos proponen los intelectuales apologéticos del sistema no existe, es un mito.
La versión empresarial posmoderna es, como lo señala Jorge Larraín, uno más entre varios discursos utilizados para describir la identidad nacional, y ciertamente no el más adecuado. Y nada hay mejor para desvirtuar este mito del nuevo ciudadano que analizar algunas respuestas a la encuesta del PNUD del año 2002 sobre cultura e identidad nacional (9). Asimismo, los resultados de esta encuesta permiten afirmar la hipótesis que, en el caso de nuestro país, por sus particulares condiciones socio-culturales, el condominio no es en general una fuente de segregación perversa y exclusión social sino más bien una frontera permeable que nos permite reconocer al otro. Para esto analizaré tres aspectos importantes de la encuesta: la autodefinición de los encuestados, su relación con el consumo, y la necesidad de diferenciación social y distancia con el otro que ellos poseen.
En primer lugar, preguntados los encuestados sobre los principales aspectos que le sirven para autoidentificarse, las tres categorías favoritas fueron la familia, los hijos y sus valores, los que sumados superan el 75% de las preferencias. Contrariamente a esto, las categorías que representarían al nuevo ciudadano liberal, trabajo, clase social, personalidad, lugar donde vive o su estilo de vida apenas superan el 11% de las preferencias, lo que nos muestra una sociedad aún dominada por lo que llamaríamos “valores tradicionales”.
Particularmente importante para analizar el fenómeno de los condominios es la baja identificación de las personas con su lugar de residencia (1,6%) o con el lugar donde nacieron (0,5%). La persona habita un lugar sin crear identificación, sin sentirse ligado emocionalmente a él. De esto se puede desprender que, en general, al momento de elegir un sitio para habitar, la gente no considera aspectos identitarios – pertenencias a ciertos círculos, status asociado a un barrio o comuna -, sino sólo aspectos directamente relacionados con la calidad del habitar, y con los aspectos de mercado, de oferta y demanda, que se relacionan con este habitar. La decisión sobre el habitar aparece entonces en un plano similar a cualquier decisión racional de consumo, por importante que esta sea.
Si esto es así, aparece fundamental el analizar la relación de los chilenos con el consumo, los aspectos considerados al momento de decidir cómo y qué comprar, y de ahí extrapolar hacia el mercado del habitar. El paradigma del nuevo ciudadano liberal nos señala, apelando a la teoría de la diferenciación social planteada por Bourdieu (10), que el consumo es uno de los aspectos centrales, junto al “estilo de vida” de la diferenciación social y de la construcción del status individual. Sin embargo, para una gran mayoría de los chilenos, esta significación del consumo aún no se hace presente.
En efecto, la encuesta del PNUD nos revela que una mayoría de los chilenos no comparte el discurso empresarial posmoderno, planteado como realidad incuestionable por sus voceros; aún más posee una visión bastante tradicionalista y utilitaria del consumo.
Enfrentados a la pregunta sobre las razones que tiene la gente para consumir, un 62,7% señala que la gente compra para satisfacer necesidades o “porque les hace falta”, mientras que sólo un 20,7% se identifica con la respuesta discursiva ligada ideológicamente con el nuevo ciudadano liberal: “para aparentar”. Y luego, más directamente, la encuesta busca que la gente se defina entre un consumo utilitario y otro basado en el status social. Mayoritariamente la gente se hace partícipe del discurso utilitario del consumo. Ante la pregunta, si Ud. Se comprara una blusa, preferiría: una sola prenda de buena marca (36,5%) o varias prendas que por el mismo precio le sirvan igual (62,1%). Con relación al habitar esto tiene una importancia clave.
Si bien el habitar en un condominio en comunas emergentes como Peñalolén o Huechuraba hoy es un símbolo de status bastante más intenso que el desconocimiento e incomprensión absolutos de hace algunos años – y en este sentido hay que dar crédito a los condominios, las constructoras y sus máquinas propagandísticas -; este habitar aún se encuentra muy por debajo, en cuanto a símbolo social, que el habitar en las comunas tradicionales de clase acomodada; Las Condes o Vitacura. Quien hoy vive en Huechuraba no lo hace como forma de diferenciarse socialmente o ganar status, sino porque realmente cree que al vivir en dichas comunas su calidad de vida, las características de su vivienda, serán mucho mejores que las que tendría si viviera en las comunas tradicionales.
Finalmente aunque la gente que habita estos nuevos desarrollos inmobiliarios no se encuentra buscando ganar status social, este habitar sería imposible si supusiera el convivir, interactuar o relacionarse indirectamente con realidades sociales consideradas inadmisibles, decadentes o lisa y llanamente peligrosas. Por más ventajas habitacionales y de calidad de vida que ofrecieran los condominios, si quienes los habitan consideraran al pobre como un ser peligroso o a sus costumbres como inadmisibles, la ubicación de los condominios chilenos sería muy distinta, quizá muy similar a la pauta de segregación impuesta en la sociedad y nuevos desarrollos inmobiliarios norteamericanos. Para que exista hibridismo, frontera, no sólo basta la necesidad mutua, se requiere el reconocimiento del otro, la existencia de una distancia social que no considere a los opuestos sociales como inconmensurables.
Esta “tolerancia social”, que no es igual a la desigualdad social, y que en general los intelectuales chilenos tienden a minimizar, existe en nuestro país, quizá no con respecto a todos los posibles otros (11), pero sí con respecto a la categoría central que afecta la decisión de habitar un condominio en una comuna popular: el socio económicamente distinto, en especial, el pobre. Nuevamente, es la encuesta del PNUD la que nos entrega material empírico para sustentar lo anterior.
Como dato inicial es importante constatar que un 50% de los encuestados señala que prefiere (12) relacionarse con gente diferente que le permita conocer otras experiencias y valores. Esto da el marco a las preguntas sobre tolerancia social, especialmente en el habitar.
En el caso de vivir o convivir con los pobres, el 63,3% descarta que vivir cerca de poblaciones pobres sea molesto; y en el caso inverso el de convivir con familias de mayor poder adquisitivo, un 78,4% de los consultados desestima que sea incómodo vivir teniendo un menor ingreso que los vecinos.
Si bien estas preguntas sólo nos entregan datos muy gruesos y generales sobre la disconformidad de vivir cerca del diferente, e incluso suponiendo que al preguntar por cosas que requieren un mayor grado de intimidad – que los hijos jueguen juntos, asistir a los mismos espacios recreativos, etc. – las respuestas positivas a la integración social (13) disminuirían radicalmente; el estudio del PNUD nos demuestra que, al menos en principio, al que es socio económicamente diferente en nuestro país no se le trata como un leproso del que hay que huir, tal como ocurre en el altísimamente segregado EE.UU. La tolerancia social con el pobre, al menos con relación a compartir espacios sociales que no requieren interacción cotidiana profunda, existe y es un aspecto básico al considerar la ubicación de los nuevos desarrollos inmobiliarios.
En resumen, al momento de determinar si los nuevos condominios chilenos son los símbolos máximos de la segregación urbana, el muro que divide clases antagónicas, o son la frontera que permite la interacción entre dos otros que en general no se encuentran, es fundamental discutir los aspectos básicos de la cultura e identidad nacionales. El condominio en Chile es relativamente benéfico para los sectores populares y por ende debe ser ideológicamente apoyado por los actores progresistas en tanto no se cumpla el paradigma del nuevo ciudadano liberal proclamado por Tironi, Halpern y otros intelectuales tanto concertacionistas como de derecha.
El condominio es frontera y sirve para disminuir la distancia social cuando lo que el rico busca es calidad de vida y no status, pues el momento que éste busca símbolos de poder social la segregación y exclusión sociales se hacen inevitables. Asimismo, el condominio es positivo mientras exista y se practique activamente la tolerancia social, mientras quien habita el condominio sea capaz de darle trabajo al poblador, comprar en sus locales o simplemente compartir espacios públicos sin necesidad de trasladar la seguridad interior del condominio a la población circundante, militarizando sus avenidas y transformando a cada joven poblador en un delincuente.
1) Tironi, Eugenio (2002) El cambio está aquí. Santiago: La Tercera-Mondadori
2) Halpern, Pablo (2002) Los nuevos chilenos. Santiago: Planeta.
3) Larraín, Jorge (2001) Identidad Chilena. Santiago: LOM.
4) McKenzie, Evan. (1994) Privatopia. New Haven, Yale University Press.
5) Caldeira, Teresa (2000) City of walls: Crime, segregation and citizenship in Sao Paulo. Berkeley: University of California Press.
6) Sennett, Richard (1990) The conscience of the eye; The design and social life of cities. New York: W.W Norton and Co.
7) Ibid 6
8) Sabatini, Francisco y Cáceres, Gonzalo (2001) Segregación residencial en las principales ciudades chilenas: Tendencias de las tres últimas décadas y posibles cursos de acción. En revista EURE Vol XXVII, Nº 82. Pp. 21-42
9) Proyecto de Naciones Unidas para el Desarrollo (2002). Desarrollo humano en Chile: Nosotros los Chilenos un desafío cultural.
10) Bourdieu, Pierre (1984) Distinction: A social Critique of the judgement of taste. Cambridge Harvard University Press.
11) Como es la falta de tolerancia hacia los homosexuales también analizada por el estudio del PNUD.
12) Debe notarse que en este caso varié el verbo a propósito, de la simple tolerancia a la integración.