Sección: Internacional: Reordenamientos y transiciones globales
Crecimiento mundial de la migración: desafíos para los sectores progresistas
Rodrigo Salcedo
Durante las últimas décadas el mundo ha presenciado una transformación radical del modo de producción capitalista imperante: de una economía basada en la producción masificada de bienes y servicios, a otra basada en el poder de la información y el conocimiento, y en la liberalización transnacional de los flujos de capital.(1)
Esta transformación de la estructura material ha implicado además grandes cambios en las condiciones sociales, políticas y culturales en las que se desarrollan los Estados. Así, por ejemplo, la pirámide del ingreso se ha modificado, aumentando tanto los extremadamente ricos como los marginales; y los Estados han perdido parte de su capacidad para desarrollar en forma independiente sus decisiones de política económica y política internacional. La economía mundial se hace cada vez más desigual, no sólo entre los países sino también al interior de ellos, lo que ha llevado, por ejemplo, a los geógrafos radicales de la escuela de Los Ángeles a hablar de la tercera mundialización de las grandes urbes de los países desarrollados.(2)
Ante la pauperización terrible de decenas de países, a muchos de sus habitantes no les ha quedado más alternativa que migrar a países donde las oportunidades económicas sean mayores. Al mismo tiempo, la necesidad de mano de obra barata para empleos de bajo nivel en la escala social de las sociedades desarrolladas en ciertos periodos de auge económico, ha implicado una liberalización, al menos informal, de los controles a la migración. Esto ha generado un aumento brutal en los flujos migratorios a contar de los años 1980, en especial de países del tercer mundo hacia los países desarrollados de Europa occidental y los Estados Unidos.
Con todo, las razones estrictamente económicas no explican por sí solas el aumento de la migración. A ello debe sumarse el abaratamiento de los costos de transporte, la globalización de la cultura y la información a través de los medios de comunicación de masas y los lazos históricos, muchas veces de raíz colonial, entre los países desarrollados.
El crecimiento de los flujos migratorios trae consecuencias positivas y negativas tanto para los países que expulsan población como para los que reciben. En el caso de los países pobres si bien se produce una sustantiva disminución de la mano de obra calificada en algunas áreas (médicos, ingenieros, etc.); ello es en parte compensado con el ingreso de divisas enviadas en forma de ayuda a sus familiares por quienes han migrado al extranjero, siendo paradigmáticos en este sentido los casos de Cuba y México.
En el caso de los países ricos los efectos también son duales: por una parte, aumentan la diversidad y la riqueza cultural al tiempo que la existencia de mano de obra barata dinamiza la economía mejorando la competitividad del país en el mercado mundial. Por el contrario, la presencia de un “otro” que compite en el mercado del trabajo, genera un empeoramiento en las condiciones de vida de las clases populares, y hasta cierto punto medias, y detona conflictos de raíz étnica, religiosa o cultural. En términos económicos para el caso de los EE.UU., el intelectual afroamericano Julius Wilson (3), sostiene que la inmigración explica al menos un tercio de la caída de los salarios de los trabajadores menos calificados a partir de los años 1980.
Tal como ya se señaló, el aumento radical de los flujos migratorios se produce en un contexto en el que el Estado tiene cada vez menos autonomía en la toma de decisiones. La política migratoria no es una excepción en este sentido, pudiendo hablarse, como lo hace Saskia Sassen (4), de una creciente “transnacionalización de la política migratoria”. Así, el Estado se ve limitado para establecer controles al ingreso, tratamiento y salida de migrantes por diversos tratados internacionales, un mayor peso de las entidades políticas locales (autonomías nacionales) y supranacionales (por ejemplo la Unión Europea), o simplemente por el compromiso emanado del respeto a los derechos humanos de quienes deciden dejar su país.
En los países receptores de inmigración, la incapacidad de los distintos gobiernos para resolver los conflictos que este fenómeno conlleva, generada tanto por la transnacionalización de la política migratoria como por la complejidad inherente al fenómeno, ha traído un fuerte descontento en los electorados nacionales, en especial en los sectores populares. Si a esto le sumamos un aumento de la inseguridad ciudadana, muchas veces atribuida a la propia inmigración, no es difícil imaginarnos los problemas para manejar la situación que tienen los establishment políticos nacionales.
Ahora bien, esta desconfianza ciudadana hacia la clase dirigente en lo que se refiere a la política migratoria, no ha afectado a todos los sectores ideológicos por igual. Si hay ideologías que han perdido adhesión entre las clases populares, estas son precisamente la socialdemocracia y otros actores progresistas y de izquierda. Baste ver en este sentido los últimos éxitos electorales de Le Pen en Francia, Haider en Austria, el asesinado Fortuyn en Holanda, y en buena medida Berlusconi en Italia, quienes mayoritariamente no han ganado votos conservadores sino votos tradicionalmente de izquierda. Mientras la postura de estos líderes y de sus partidos es clara y en buena medida coincide con la demanda de los sectores postergados: no a la inmigración y duro con el crimen; la socialdemocracia se ha enredado en complejas explicaciones y discursos principistas que no han concitado el respaldo de los desposeídos.
Pero ¿cuál ha sido esa postura socialdemócrata respecto a la inmigración que ha causado una pérdida del voto popular? Primero, el sostener que la inmigración, en términos generales, es un proceso positivo para las sociedades europeas; segundo, respetar los derechos humanos de los migrantes y sus familias, incluidos los derechos sociales reconocidos por el Estado de bienestar (salud, educación, vivienda, etc.); tercero, aceptar con escaso cuestionamiento a los refugiados políticos y asilados y tender a la reunificación de familias en las cuales uno de sus miembros ha migrado; cuarto, establecer criterios, cuotas y otras formas de limitar el ingreso legal de migrantes; y quinto, controlar la inmigración ilegal (5). Si bien muchos ciudadanos tienen reparos con los principios contenidos en los tres primeros aspectos, los problemas más graves se dan con relación a los puntos cuarto y quinto. La ciudadanía percibe que los socialdemócratas, ya sea desde el gobierno o desde el parlamento cuando son oposición, han establecido límites permisivos para la inmigración legal y han sido absolutamente ineficaces a la hora de detener la inmigración ilegal. Un problema similar enfrenta el Partido Demócrata en los EE.UU.
En Chile estas discusiones primer mundistas parecen lejanas. Es cierto que nuestro país no es ni será en el mediano plazo un gran receptor de inmigrantes, y que el tema de la inmigración no aparece entre las principales preocupaciones ciudadanas ni en el debate político nacional.
Sin embargo, la situación de nuestro país ha cambiado, pasando de ser un proveedor de migrantes a un receptor de ellos; y este cambio, no ha generado una respuesta adecuada y global en ningún sector político nacional. La actual política migratoria del país responde a una realidad añeja y tarde o temprano ella deberá ser modificada, lo cual ha sido entendido por el gobierno y la OIM (Organización Internacional para las Migraciones) quienes se encuentran realizando estudios preliminares sobre el tema. Lamentablemente, poco a poco se han involucrado los partidos en esta discusión.
Este cambio en la situación chilena se refleja, por ejemplo, en la relativa tensión con los migrantes peruanos y bolivianos en la zona norte del país, en el reclamo de los médicos frente a la presencia de profesionales cubanos y ecuatorianos; y en el aumento del sentimiento antiargentino entre ejecutivos.
Más concretamente, según las cifras arrojadas en el último censo, los extranjeros en Chile ascienden a casi 200.000, proviniendo 125.000 de ellos de otros países de América Latina en especial de Argentina y Perú. Sin embargo no es aventurado sostener que la cifra real es probablemente superior a la oficial. Traduciendo estas cifras generales de población extranjera a personas que compiten en el mercado de trabajo, tenemos que dicho número asciende al menos aproximadamente a 80.000, lo que representa un 1.5% de la fuerza de trabajo del país. Asimismo, los hijos de los extranjeros, legales o ilegales (las cifras de ilegales que se manejan son bastante bajas), están demandando salud, educación y otros beneficios sociales.
Este cambio situacional también incorporará el hecho de que quienes diseñen las políticas migratorias en el país, se verán limitados en sus decisiones, tal como ocurre con sus pares europeos y norteamericanos, por las presiones internacionales y los acuerdos suscritos por Chile. Seguramente, por ejemplo Europa occidental presionará a nuestro país para que respete y promueva los derechos sociales de los migrantes, permitiéndoles acceder a los sistemas públicos de salud y educación.
En materia de principios esta política debiese ser similar a la que han mantenido los socialdemócratas europeos. Pero, a diferencia de dicho caso, estos principios debiesen ser socializados en la ciudadanía en forma preventiva, antes que el sentimiento anti migrante se haga generalizado en la población: es la tarea prioritaria. Así, la diversidad cultural, la entrega de derechos mínimos a todos quienes viven en el territorio nacional, y la solidaridad internacional necesariamente debiesen incorporarse al discurso permanente del progresismo; no sólo en lo que se refiere a los migrantes sino como un ideal de sociedad.
Ahora bien, una política migratoria progresista preventiva tiene que abordar además los aspectos que la población europea entiende de que los socialdemócratas han sido incapaces de manejar: la regulación de la migración legal y el control de la migración ilegal. Así, deben realizarse estudios serios e imparciales respecto al nivel de inmigración que es benéfico o el país puede resistir, y de acuerdo a ellos arbitrar las medidas necesarias para que los límites no sean sobrepasados. Estos estudios deben detallar además las necesidades de mano de obra por zona y por sector económico, pues para que la migración beneficie realmente al país, ella debe propender a integrar población a los sectores productivos y zonas en los que se requieren y no dejar al azar dicha materia.
Al mismo tiempo, uno de los factores que más incide en una mala percepción ciudadana de los inmigrantes es la existencia de vínculos, por débiles que ellos sean entre estos y la delincuencia. En este sentido, el Estado, por el común en términos generales, y de la población inmigrante en particular debe ser inflexible ya sea deportando o aplicando el rigor máximo de la ley a aquellos inmigrantes que cometen crímenes en el territorio nacional.
Por último, cualquier control a la migración legal, puede potencialmente generar un aumento en la migración ilegal. Frente a este dilema se debe actuar con firmeza evitando la permanencia en el territorio de indocumentados, ya sea idealmente a través de incentivos a la regulación de la ilegalidad; o bien dificultando el ingreso y permanencia de indocumentados (controles fronterizos y empleadores, etc.)
Notas
1) Para una discusión más profunda de la transformación del modelo de producción capitalista ver por ejemplo Sassen, 1994; Castells, 1996; o Reich, 1991.
2) Ver por ejemplo Davis, 1990; Soja, 2000.
3) Wilson, J. (1996) “When work disappears: The World of the new urban poor”. New York: Vintage.
4) Sassen, S. (1998) “Globalization and its discontents: Ensayes on the new mobility of people and capital. New York: The New Press.
5. Con relación a la posición de la izquierda europea frente a la inmigración, en particular la de centrales sindicales, ver por ejemplo Watts, J. (2000) The unconventional inmigration policy preferences of labor unions in Spain, France and Italy”. Center for comparative inmigrations studies.