Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos
Debate sobre el Estado (II): experiencias de dimensión del Estado (Nueva Zelandia, URSS-Rusia, Chile)
Genaro Arriagada
En el Informe anterior de esta serie, mostrábamos la “matriz de estatidad” de Francis Fukuyama y la forma en que ubicaba en los distintos cuadrantes a diversos Estados. Obviamente, un Estado no permanece siempre en una misma ubicación, sino que puede desplazarse hacia otras situaciones en la medida en que sus políticas cambian.
Fukuyama muestra varios desplazamientos que son interesantes de analizar y que nosotros hemos reducido a dos: Nueva Zelandia y Rusia. Además, hemos agregado Chile en tres momentos de su historia reciente: al término del gobierno de Allende (1973); al momento culmine de la política de los “Chicago Boys” (1980) y bajo la Concertación (2002).
Nueva Zelandia, entre 1981 y 1995, habría experimentado un desplazamiento en que disminuyó fuertemente el alcance del Estado, pero aumentó mucho su fuerza institucional. El tránsito de la URSS en 1980 a la Rusia del 2000, en cambio, sería de un Estado con gran alcance y fuerza a uno de menos alcance y menos fuerza. Chile es una historia más contradictoria.
¿Qué cambios favorecen el desarrollo?
De estos tipos de desplazamientos ¿cuál es el que juzga Fukuyama como el más favorable al desarrollo económico y a la prosperidad de las naciones?
Sin duda que está por el camino elegido por Nueva Zelandia: un Estado que abandonó ciertas tareas que ejercía mal, para concentrarse en otras y que pasó a desempeñar con mayor poder.
Nueva Zelandia abandonó el control de cambios, los subsidios a los consumidores y la agricultura, las licencias de importación y privatizó una serie de industrias estatales. Pero una vez que redujo el alcance del Estado, procedió a fortalecer su poder en la administración de todas aquellas agencias y funciones que continuaron a su cargo y en las que era insustituible.
Los sectores neoliberales y, en otro extremo, los nostálgicos del socialismo, experimentan una disconformidad con la reforma del Estado hecha por Nueva Zelandia. Los primeros, porque ella no ha aceptado la idea de un Estado mínimo, sino que optado por un Estado de gran poder institucional; los segundos, porque ha reducido el número y extensión de las funciones estatales.
Un errado camino desde la URSS a Rusia
Por el contrario, el tipo de desplazamiento hecho desde la URSS a Rusia parece cuestionable. Ahí se redujo, a la vez, el alcance y la fuerza del Estado, con un resultado lamentable. Caído el comunismo, la política de privatización de las empresas de propiedad estatal era una medida económica altamente razonable. El problema estuvo en que los privatizadores no quisieron entender que ese proceso requería, a la vez, un alto grado de capacidad institucional que permitiera asegurar transparencia en los mercados y hacer que ellos funcionaran sin facilitar la especulación, el atropello de los inversionistas minoritarios y diversos otros abusos.
Dicho de otro modo, era necesario disminuir el alcance del Estado – lo que lograban las privatizaciones -, pero a la vez aumentar la fuerza institucional del Estado, lo que no se hizo, con lo cual, entre otras cosas, se produjo el asalto de los bienes y activos públicos por parte de los “oligarcas” y se creó un “capitalismo mafioso”.
Fukuyama, en su crítica a estas “privatizaciones salvajes” – si por ellas se entienden aquellas que son realizadas sin la creación previa de un marco institucional adecuado – encuentra una ayuda que al lector le podrá parecer inesperada: Milton Friedman, el más destacado vocero de la causa neoliberal.
En una entrevista concedida en el año 2002, Friedman reconoce que una década antes él habría tenido tres palabras para los países que estaban haciendo la transición desde el socialismo: “privatizar, privatizar, privatizar. Pero estaba equivocado – continúa Friedman – pues ha resultado que el estado de derecho es probablemente más básico que las privatizaciones”.
Unidad Popular, “Chicago Boys”, Concertación
Chile, visto desde la lógica del análisis que estamos haciendo, es un laboratorio.
En 1970 – antes que se iniciara el proceso de estatización allendista – Chile era el país de América latina (excluido Cuba) donde el Estado tenía la mayor participación económica. En el área pública se generaba el 40% del PIB, el Estado financiaba el 70% de la inversión y realizaba directamente el 50% de ella, pagaba el 33% del total de las remuneraciones de la economía.
Obviamente, todas estas cifras aumentaron bajo el Gobierno de la Unidad Popular. No cabe duda que era un Estado excedido en alcance y con un desempeño (fuerza) que sin llegar a niveles de ineficiencia muy altos (salvo en la parte final del gobierno de Allende) se había transformado en un escollo al desarrollo económico, como lo probada la tendencia al estancamiento de las tasas de crecimiento.
Dos años después del golpe militar, tomó control de la economía un grupo neoliberal – los “Chicago Boys” – que inició un drástico proceso de privatizaciones y, al mismo tiempo, una agresiva política de reducción del Estado en los más variados campos: judicatura, servicios de educación, salud y vivienda, regulaciones, Estado de derecho.
La reducción del alcance del Estado era, en ese momento, una medida razonable. Era necesario privatizar una gran cantidad de empresas públicas y, también, limitar el rol del Estado en campos como los mercados cambiarios, las fijaciones de precios, el comercio exterior.
El escándalo
Pero las privatizaciones se hicieron con un grado de discrecionalidad y abusos francamente escandalosos. A su vez, los grupos económicos creados al amparo de esta política pudieron actuar en ausencia de supervisión y regulaciones, especialmente en el sector financiero. El resultado de ello fue una crisis que es un caso paradigmático de una política que, por sus excesos, terminó negando su propio objeto: el capitalismo sin restricciones llevó a su colapso – el quiebre y la intervención bancaria de 1982 – que condujo a que la enorme mayoría de la banca y más de un centenar de grandes empresas volvieran al control del Estado.
La llegada de la Concertación al poder en 1990 no significó, sin embargo, un intento por volver al Estado de la década del 70, sino a uno que, referido al de 1980, era un poco más amplio en su alcance (sin llegar jamás a los niveles del de 1973); pero, a la vez, más fuerte en ciertos campos que definió como propios. De hecho, la Concertación continuó las privatizaciones (sanitarias, energía, concesiones de obras públicas); pero fortaleció el rol regulador del Estado y los órganos destinados a asegurar la transparencia de los mercados, a proteger a los consumidores y accionistas minoritarios; racionalizó y expandió su función como proveedor de servicios a los más pobres, especialmente en salud, educación y vivienda; incrementó la carga tributaria y la participación del Estado en el PIB; creó la institucionalidad medioambiental; se embarcó en fuertes políticas de reducción de la pobreza.
¿Qué debe ser primero: el tamaño o la fuerza?
Los casos anteriores muestran que, a diferencia del neoliberalismo, el debate sobre el rol y el tamaño del Estado no tiene una sola dimensión, sino varias. No es un continuo donde en un extremo tengamos un Estado grande y en el otro un Estado mínimo.
De partida, en los casos que hemos comentado se pueden observar tres caminos y no dos. Uno, en que se busca un Estado de más alcance y más poder (“más y más”) que típicamente son las políticas de los socialismos reales y, también las del Estado Interventor característico de las décadas del 40 a 60.
Un segundo camino es un Estado con menos alcance y menos poder (“menos y menos”), que correspondería a las políticas de desmantelamiento del Estado hechas bajo la inspiración del neoliberalismo.
Finalmente, hay un tercer camino que, por una parte, aspira a reducir el alcance del Estado, pero, por otra, busca fortalecer su poder institucional en aquellas funciones que se ha reservado como propias e ineludibles (“un más y un menos”). Esta última sería una tendencia más moderna y encontraría expresión en gobiernos tan disímiles como Nueva Zelandia, Blair en el Reino Unido, la Concertación en Chile, en cierto modo Clinton en Estados Unidos y variados intentos de reforma socialdemócrata en Europa Occidental y del Norte.
Si aceptamos que los dos términos para definir un Estado moderno son alcance y poder, las preguntas siguientes son: ¿cuál de ellos dos debe ser primero? y ¿cuál es más importante?
La respuesta del “Gurú”
La respuesta de Fukuyama es muy distante de la de los neoliberales.
Parte por un juicio sobre el llamado “Consenso de Washington” en que no critica sus propuestas de reducción del alcance del Estado, especialmente rebajas de tarifas, privatizaciones, reducción de subsidios y otras. El problema está en que los que impulsaban esas medidas no consideraron que había un grave peligro en hacer una liberalización económica en ausencia de instituciones adecuadas.
Fukuyama cree que la crisis asiática de 1997-98 está directamente relacionada con una prematura liberalización de la cuenta de capitales en un momento en que había un ausencia de adecuadas instituciones regulatorias que pudieran haber supervigilado el sistema bancario. “Es claro que bajo estas circunstancias una pequeña liberalización puede ser más peligrosa que ninguna liberalización”.
Pero Fukuyama va más allá, hasta sostener que es evidente que la fuerza del Estado es más importante, en un sentido amplio, que el alcance de sus funciones. Europa Occidental ha tenido en la posguerra un crecimiento record no obstante que el alcance del Estado es por lejos más amplio que el de Estados Unidos, pero cuyas instituciones son igualmente más fuertes. Sostiene que la razón del mejor desempeño del Asia del Este respecto de América latina, en los últimos 40 años, se debe la superior calidad de las instituciones en esa región más que a cualquier diferencia en el alcance del Estado.
La anterior es una respuesta que contradice fuertemente el mensaje neoliberal de más de dos décadas, que sostenía que la explicación del éxito de los “tigres asiáticos” era la reducción del Estado y las políticas de liberalización económica. De hecho, si se excluyen los casos de Argentina, Brasil y Uruguay, donde el Estado tiene un alcance desmedido – y una fuerza menor – la participación de los Estados latinoamericanos en el PIB es más reducida que la que registran los “tigres asiáticos”.
Un argumento más de Fukuyama
Pero Fukuyama da todavía un paso más, al señalar que otra razón para pensar que la fuerza del Estado es más importante que su alcance en la determinación de las tasas de crecimiento económico en el largo plazo, es que hay una fuerte correlación positiva en un amplio abanico de países, entre el producto per cápita y el porcentaje del producto que es usado por los gobiernos, “esto es, que los países más ricos tienden a ser aquellos que canalizan una mayor proporción de su riqueza nacional a través del sector estatal”.
Y para llamar a definitivo escándalo a los neoliberales, concluye en que “una fuerte correlación positiva existe entre la carga tributaria y el nivel de desarrollo, lo que sugiere que los negativos efectos del alcance del Estado son, en el largo plazo, contrapesados por los efectos positivos de una mayor capacidad administrativa”.
Dicho de otro modo, una carga tributaria elevada es indicativa de altas tasas de desarrollo. Esta afirmación no nos sorprende, pues en un trabajo anterior (www.asuntospublicos.org Informe nº 284, enero 2003, Chile: El más Pequeño Estado entre las Economías Libres) señalábamos, con abundancia de cifras que las economías más libres, elegidas de acuerdo al Índice de Libertad Económica elaborado bajo el patrocinio de The Wall Street Journal y The Heritage Foundation, mostraba que ellas requerían “Estados fuertes, o al menos tanto o más fuertes que el actual Estado chileno”. Claramente, libertad económica no es sinónimo de Estado débil.