Sección: Política y modernidad: Cambios, instituciones y actores
Democracia moderna en Chile (Dimensión política de la modernización)
Eolo Díaz-Tendero
1. El contexto como desafío al sistema político
1.1. Existe un juicio bastante asentado de que en el proceso político chileno desarrollado hasta 1973 y la relación entre Estado, partidos políticos y actores sociales estuvieron marcados por la referencia casi única hacia el Estado como el locus privilegiado para la resolución de la conflictividad social. Paralelamente, se afirma que habría sido complementado por una relación entre actores sociales y partidos políticos ordenada en una suerte de imbricación que “implicaba una relativamente alta partidización de los diversos ámbitos de la vida social”. (1)
La principal consecuencia que se puede desprender de esta condición se relaciona con la débil presencia a actores sociales puros, es decir, “conscientes y organizados, de manera directa y no solamente a través de agentes políticos” (2) y que por tanto tuviesen la capacidad de introducir en las dinámicas de gestión gubernamental la subjetividad no medida de los actores. Todo ello reforzado por un ambiente político-social marcado principalmente por la sobreideologización propia del contexto de una profunda crisis del sistema democrático.
Por su parte, si bien el gobierno autoritario con sus “modernizaciones” buscó la reducción de la capacidad interventora del Estado en el proceso político, en su gestión siguió siendo éste el implementador de las transformaciones buscadas tanto en el ámbito de los procesos políticos como en los referidos a las modernizaciones económicas. Paralelamente, esto habría tendido a dislocar de otro modo la relación recién descrita entre actores sociales y sistema político, principalmente a causa de la supresión de los espacios de acción propios de los partidos.
En un período posterior, los análisis iniciales que se realizaron del proceso de recuperación de la democracia pensaron que los actores sociales tendrían un rol principal, (3) llegándose a postular un posible quiebre de la lógica enunciada hasta aquí. Sin embargo, con el advenimiento de la apertura, los segmentos políticos de doble militancia en los actores sociales, al ver reinstalados y en proceso de legitimación sus espacios propios, privilegiaron la acción política formal marcada por los desafíos electorales del escenario del plebiscito del 88. Aventurando juicios, se podría llegar a decir que los actores sociales se encontraron en una crisis de identidad respecto al tipo de liderazgo a desarrollar en el nuevo contexto. En este sentido, si bien estos ganaron en autonomía, perdieron poder y centralidad en el proceso político global.
Se afirmó que como resultado de este proceso habría tendido a variar el modo de relación entre actores políticos y sociales desde la lógica de la imbricación hacia la de tensión, “lo que obliga a una profunda revisión de los esquemas de acción… de la clase política”.(4) Por otra parte paralelamente, esto daría cuenta de un proceso de aprendizaje no menor en los propios activos de los actores sociales, el que, sin duda alguna, aún no termina.
Al intentar generalizar la intencionalidad de análisis recién descrita sobre el tipo de desarrollo de la sociedad civil, se podría afirmar que en cualquiera de las circunstancias señaladas los actores sociales se desenvolvieron en condiciones de relativa inferioridad o subordinación a los tres componentes de la matriz socio-política. El principal actor en estos contextos siempre ha sido el Estado. En tanto, los partidos políticos han pasado por diversas circunstancias, aunque la preponderante ha sido la de subordinación o referencialidad casi única a las lógicas estatales.
1.2. En cuanto al tipo de desarrollo alcanzado por los partidos políticos, se puede afirmar que hasta 1973 lograron un rol preponderante tanto en la conducción del Estado como de los actores sociales, situándose como puente integrador entre ambos componentes. Ahora bien, durante el régimen autoritario perdieron este rol dadas las condiciones de supresión o disolución voluntaria que los afectó. Sin embargo, en la fase de democratización, por una parte pasaron a ser el sustento más activo de la acción social y, por otra – principalmente a partir de la crisis política explícita -, pasaron a ser base de apoyo de la gestión política del gobierno autoritario. Sin duda que una vez abiertos los espacios explícitos y formales de participación política, tanto unos como otros se dieron a la reconstitución definitiva de sus espacios propios.
Se puede afirmar con certeza que el proceso de transición a la democracia desarrollado en Chile cumplió con éxito relativo el evento de traspaso de poderes y la puesta en funcionamiento de un régimen de gobierno democrático con autoridades legítimamente electas. Sin embargo, paralelamente a esta comprobación también puede afirmarse que dicho proceso dejó transformaciones pendientes que se han visto como absolutamente necesarias para el desempeño pleno del poder civil, lo que Garretón ha denominado como enclaves autoritarios del ordenamiento político institucional vigente. Lo anterior, sumado a las crisis de megarrelatos legitimadores de la acción colectiva y las fuertes transformaciones sociales vividas por nuestro país, mantienen a los partidos políticos en una situación de reposicionamiento permanente frente a la poca certeza de saber cuál es le rol particular que les compete en la nueva democracia (situación potenciada también por el marcado presidencialismo de nuestro ordenamiento político institucional).
1.3. Ahora bien, la interrogante que surge es si el fenómeno descrito, analizado desde fuera de las lógicas que pudieran llegar a animar a particulares opciones políticas podría ser considerado el sesgo distintivo del tipo de democracia que mejor responde a las particulares características socio-políticas de nuestro país. Desde una lógica politológica general: ¿dada la estructura del país, estarían dadas las condiciones sólo para la implementación de su modernización económica?
En este punto podría llegar a sustentarse la tesis de que la actual condición carga con el peso de la historia del tipo de construcción nacional gestada en nuestro país, la que no ha podido alejarse definitivamente de la figura de una autoridad fuerte y personalizada capaz de guiar al sustrato básico de la representatividad (el pueblo, la nación, los ciudadanos) hacia formas de racionalidad de las que carece, pero que se alzan como la condición necesaria del ejercicio de la soberanía (5) a que aspira.
De hecho, se podría llegar a afirmar que con posterioridad al acto de la independencia fueron los caudillos militares los que lograron ordenar el proceso político chileno, posteriormente sería la figura “delegativa” de Portales y más adelante la figura presidencial fuerte. Por consiguiente, se podría decir que la irrupción de la sociedad-pluralidad ha sido “medida” por la conducción delegativa-presidencial, de lo que podría llegar a desprenderse la relativa debilidad de los actores no estatales y por tanto la reproducción de la desconfianzas hacia ellos.(6)
Haciendo esfuerzos para lograr la contemporanización de estos conceptos cabe hacerse la pregunta: ¿Existe hoy la posibilidad de “apostar” a la sociedad civil en las nuevas circunstancias, donde ya no existen pugnas animadas por metarrelatos contrapuestos y donde el mercado ha logrado legitimarse completamente?
En relación a las preguntas anteriores, cabe consignar que los procesos de modernización se intentan implementar en distintos países de América Latina bajo la conducción de sistemas democráticos, han debido recurrir necesariamente al uso de la coerción sobre los actores sociales que son afectados por ellos. El caso de Chile se distingue en la medida que el grueso de las modernizaciones se hizo bajo férreo control autoritario, donde el tema de la igualdad social de las medidas fue un actor secundario.
El proceso de modernizaciones pendientes (fundamentalmente la del Estado y el sistema político) sitúa a la sociedad frente al desafío de definir una matriz de relación con los actores sociales, que considere como elemento preponderante el estado actual de la dislocación descrita en puntos anteriores, y que evalúe correctamente el peso histórico-cultural del Estado como la herramienta privilegiada de las transformaciones. Considerando el conjunto de los actores involucrados en los análisis realizados hasta ahora, se puede llegar a afirmar que es el Sistema Político en su conjunto el que se encuentra desafiado. Queda pendiente lo que podríamos llamar la modernización político-cultural.
Lo anterior, porque si bien puede considerarse que las modernizaciones, como concepto, podrían llegar a apuntar en la dirección de transferir poder a la sociedad civil, ello debe evaluarse considerando el estado de desarrollo actual de esta última y por tanto, descifrar qué significa en “concepto “apostar a ella. La pregunta de fondo que late en este análisis es qué tipo de sociedad civil hemos logrado constituir, y cuál es la que se aspira a construir como nación, teniendo en consideración que el “modelo de democracia tutelada” (7) que se ha gestado en América Latina y particularmente en Chile, tiende a no facilitar la participación plena y autónoma de los actores sociales y políticos.
2. Democracia moderna y autonomía de sus componentes
El modelo de desarrollo actualmente en funcionamiento, marcado principalmente por cierta preponderancia y automatización del sistema de generalización de intereses particulares en vistas de la gestión estatal, tiende a la autonomización de los subsistemas recién mencionados, lo que consiguientemente redundaría en la debilidad de unos y la independencia y poder de subordinación de los otros. Entonces, la pregunta que cabría hacerse es: ¿cómo entender una modernización moderna?
En los fundamentos de los conceptos y relaciones de conceptos se encuentra una particular visión de cómo se entiende la democracia. Dicha definición se encuentra en relación no sólo con una apretada visión del desarrollo político institucional chileno, sino que primordialmente se ubica en los debates contemporáneos sobre el sentido de una democracia propiamente moderna.
Por ello las referencias a Jürgen Habermas se hacen obligadas, principalmente aquellas que tienen como contenido normativo la recuperación del sentido originario de la modernidad acercando las construcciones sociales racionales – en lo dicho los subsistemas económico político administrativo – a lo que él llamará los “mundos de la vida”, es decir, hacer de la razón un elemento liberador de cada sujeto y no el origen de estructuras autónomas que se tornan opresoras y que sólo “benefician” a pocos.
En el fondo de las argumentaciones contrarias a la modernidad está la descalificación de la razón como su elemento originario. Sin duda que existen argumentos de peso para fundamentar dicha posición ya que sus productos, como la racionalización del poder, el constructivismo social, el control técnico, etc., hacen fácilmente distinguible el aspecto represivo-desgarrador. Sin embargo, Habermas afirma que también es distinguible en la funcionalidad de Modernidad el aspecto emancipatorio-reconciliador.
Ahora bien, para Habermas lo anterior no significa que la razón sea sólo un elemento aséptico y positivo para el desarrollo humano. Su afirmación de fondo es que el proyecto originario de la Modernidad, que entendía a la razón como el elemento liberador de cada hombre – no sólo de la humanidad como género -, que le daría autonomía, libertad y progreso, no se ha llevado a cabo. Es decir, no acepta que un rechazo “adialéctico” que se hace del principio de la subjetividad que funda la Modernidad – en los discursos “posmodernos” o “neoconservadores” -, se rechace también la perspectiva abierta por la razón moderna de una “praxis autoconsciente, en que la autodeterminación solidaria de todos pudiera conciliarse con la autorrelación de cada uno”. (8)
Entonces, de modo simplificado, se puede decir que el origen del “desacomodo” reseñado entre proyecto y desarrollo histórico está dado por los procesos de autonomización experimentados por la razón y en la incomunicación entre una razón que subyace a estas proposiciones dice relación con la propuesta de reemplazar la lógica racional del trabajo por la lógica racional de la comunicación.
Socialmente, esta fórmula se expresa en la constitución de sistemas autónomos que siendo creación de las potencialidades racionales del hombre se le vuelven ajenos e incluso hostiles. Para Habermas, los casos paradigmáticos de esto son el sistema económico y el sistema de administración de poder, que habiéndose diferenciado como subsistemas funcionales entre otros existentes, no pueden ser considerados como las instancias centrales de regulación o control, en que la sociedad pactara sus capacidades de autoorganización.
3. Los aspectos normativos de esta visión
Si se entiende que la razón también puede ser útil para el progreso humano adaptando dinámicas comunicativas, es decir, entendiendo las relaciones con otros como una relación con un otro legítimo y al que debe “escucharse”, establecer acuerdos intersubjetivos y no dominar, del mismo modo podremos imaginar sistemas sociales donde lo que prime sea la solidaridad y la autorrealización. Entonces, sabiendo que “el dinero y el poder no pueden ni comprar ni imponer solidaridad y sentido” (9) , la disyuntiva es cómo lograr que estos sistemas ya autonomizados puedan contactarse de algún modo con los mundos de la vida. Cómo avanzar en la efectividad de la acción comunicativa de la razón.
Sólo en los espacios de desarrollo cotidiano y de conocimiento intenso la comunicación se facilita; por el contrario, mientras no se compartan códigos comunes, la comunicación se verá dificultada. Sin embargo, esto que es relativamente simple para situaciones particulares, tiende a dificultarse al momento de los universalismos societales. La alternativa Habermasiana plantea que “de lo que se trata es de construir umbrales protectores en el intercambio entre sistema y mundo de la vida y de introducir sensores en el intercambio entre mundo de la vida y sistema” (10) , vale decir, que a la hora de establecer los significados sociales de esta proposición, debe considerarse la “protección – ¿vía fortalecimiento y autonomía? – de los actores sociales, como expresión de los mundos de la vida, en su relación con el Estado para que éste no los subsuma o intente eliminarlos y, a la vez, deberá considerarse la instalación en el Estado – en su funcionalidad como sistema autónomo – de “mecanismos” para que los actores puedan ser escuchados en sus particularidades.
Así, a lo que se aspira es que la organización de los espacios públicos (representativos) debería desarrollarse en una combinación de poder y limitación, pero que permita “interrumpir” las dinámicas sistémicas del Estado y la Economía sin que ello signifique abandonar las exigencias que impone la ordenación moderna de la vida en sociedad, vale decir, que ello no detenga los procesos de racionalización social y subjetivización. En una visión politológica de estos principios, se propone especial cuidado en el desarrollo de los procedimientos de representatividad, es decir, que se facilite la posibilidad de extraer lo universal que puede haber en opciones o intereses particulares y subjetivos.
Sin embargo, y ahora considerando la realidad de nuestro país, para que esto se realice previamente deberá preocuparse que los actores portadores de los contenidos de subjetividad y particularismo tiendan a la autonomía y se fortalezcan en su rol representativo. En América Latina, y de modo particular en Chile, ha sido el Estado el encargado de construir la Nación, por lo que el desafío de repensar un modelo o paradigma de participación es el objetivo.
Complementariamente deberá potenciarse la legitimación real de la “cultura democrática”, entendida como “el régimen que reconoce a los individuos y a las colectividades como sujetos, es decir, que los protege y los estimula en su voluntad de “vivir su vida”, de dar una unidad y un sentido a su experiencia vivida”. (11) Bajo esta definición se indica que el reino propio de la convivencia democrática es el de las contradicciones que se hacen constructivas al interior de un sistema que las acepta como tales y que no pretende imponer lógicas racionales universales por sobre los actores o sujetos que la componen.
4. A modo de conclusión
Podría llegar a afirmarse que el tipo de desarrollo político vivido por la sociedad chilena ha dificultado la creación de actores sociales autónomos y partidos políticos con capacidad suficiente para establecer como elementos determinantes en el proceso de consolidación democrática y de modernización definitiva del país. Por ello, frente a los desafíos de los años post transición, habrá que afianzar la concepción de que los procesos de modernización, para ser realmente modernos y democráticos, requieren de la participación de los actores sociales directamente involucrados.
El desafío para cualquier actor político con sentido de futuro será la identificación de las características principales del tipo de actor social que se exigiría para el exitoso desarrollo de un proceso de consolidación y ampliación de la democrática chilena, considerando para ello tanto las necesidades del proceso político global como las tendencias actuales de constitución de estos actores sociales y, sobre esta base, lograr redefinir el rol preciso que los propios partidos políticos deberían pasar a ocupar en un escenario algo más definitivo, lo que a esas alturas podría llamarse de la nueva democracia chilena.
Notas:
(1) Manuel Antonio Garretón, Derumbe y recuperación democráticos a la luz del dilema presidencialismo-parlamentarismo, Documento de Trabajo FLACSO, Estudios Políticos Nº 1, 1990, pág. 4.
(2) Alain Touraine, Actores sociales y sistemas políticos en América Latina, PREALC, 1987, pág. 13
(3) Cfr. M.A. Garretón, Complejidades de la transición invisible, en Actores sociales en escenarios de democratización, PROPOSICIONES Nº 14.
(4) M.A. Garretón, Oposición política partidaria en el régimen militar chileno. Un proceso de aprendizaje para la transición, FLACSO, 1985, pág. 462.
(5) Guillermo Feliú Cruz, Cartas de don Diego Portales
(6) Esta lógica de análisis, que incentivaría el control y homogenización de las expresiones sociales diversas, puede encontrarse en la visión de los procesos independentistas americanos presentada por Francoise Xavier Guerra en Modernidad e independencias Fondo de Cultura Económica, 1993. Allí se afirma que la pugna entre el problema de la representatividad y la voluntad de construir un modelo ideal de sociedad (tipo de modernidad francesa) habría derivado hacia una concepción del acto revolucionario como un acto de pedagogía ya
que la elite se encontraría “en vez del pueblo moderno, formado por individuos libres y autónomos, unámime en la manifestación de su voluntad, (con que) lo que existe es una sociedad que, como todas las sociedades, está formada por un conjunto heterogéneo de grupos, en su mayoría todavía corporativos y tradicionales, de una complejidad (que sería) irreductible a una unidad pensada”.
(7) A. Touraine, Qué es la Democracia?, Fondo de Cultura Económica, 1995, pág. 263 y sgtes.
(8)Jürgen Habermas, El discurso de la modernidad, Taurus, 1993, pág. 399.
(9) Ibid., pág. 428.
(10) Ibid., pág. 429
(11) Touraine, Ibid, pág 274.