Sección: Política y modernidad: Cambios, instituciones y actores
Diez proposiciones para encarar la crisis de los partidos
Genaro Arriagada
América Latina vive una profunda crisis, que es política. Sus manifestaciones son desajustes y problemas económicos y sociales graves, pero su causa principal radica en las fallas de sus constituciones, sistemas de partidos, leyes electorales, la inadecuación de las instituciones, el tipo de relación de la sociedad civil con el sistema político y los patrones de conducta de sus clases dirigentes.
Durante las décadas de los ‘80 y ‘90, los análisis del desarrollo en la región tendieron a despreciar la política. Un país podía tener – se argumentaba – progresos económicos y sociales, duraderos y estables, en el marco de un sistema político carente de legitimidad, corrupto y con enormes fallas de funcionamiento. Era la visión simplista de que la política o no importaba o la solución de sus problemas podía quedar entregada a un tiempo posterior o tal vez indefinido.
El tiempo ha vuelto a probar que la visión anterior es incorrecta y peligrosa. La clave fundamental para el desarrollo de las naciones no radica, como alguna barbarie muy en boga pareciera suponer, en la existencia de equilibrios macroeconómicos – aunque sean necesarios -, sino en la existencia de un sistema político eficaz. Aún más, la economía más liberal y privatizada, en el marco de un sistema político débil e ineficiente, no llevará al desarrollo, sino al gobierno de las mafias y a las peores formas de corrupción.
En ese marco, los partidos políticos deben ser objeto de una preocupación central, pues son uno de los resortes fundamentales de la democracia y el buen gobierno. Donde ellos no existan o presenten una situación de aguda crisis, las posibilidades de los países de tener avances hacia una mayor libertad, justicia o riqueza, estarán entrampadas. Se pueden detestar los partidos, como algunos detestan la existencia del registro civil, de la moneda o de un Estado que tenga el monopolio de las armas; pero sin ellos, no hay sociedad democrática que funcione.
En América Latina, y también en Chile, los partidos están en crisis. Su legitimidad ante la sociedad es muy baja; su funcionamiento lamentable, especialmente si se atiende a su incapacidad de disciplina, orden interno y coherencia para sostener proyectos, gobiernos y programas. Es necesario, por tanto hacer de la preocupación por los partidos uno de los temas centrales de cualquier agenda de gobierno.
En ese marco se plantean diez proposiciones acerca de cómo ayudar a mejorar o restablecer un sistema de partidos. Estas proposiciones no están referidas principalmente a Chile, sino a la situación general de América del Sur y traducen observaciones respecto de la situación en Perú, México, Venezuela, Ecuador, Colombia, Argentina. La ventaja de este tipo de enfoque para un análisis de la situación chilena, es que permite no sólo identificar lo que actualmente ocurre en el país, sino describir situaciones que se presentan en otros lugares de la región y que podrían llegar a ocurrir entre nosotros.
1. El desarrollo de la sociedad civil y el fortalecimiento del sistema de partidos son tareas que deben estar indisolublemente unidas.
En esta materia se pueden advertir tres situaciones peligrosas desde el punto de vista democrático.
Una, es un sistema donde la sociedad civil y el sistema de partidos sean muy débiles. Ello será la prueba de una democracia frágil o inexistente.
Una segunda situación la podríamos ilustrar a partir del célebre artículo del profesor de Harvard, Robert Putnam, titulado Bowling Alone. Es la afirmación de que el desarrollo de una democracia fuerte requiere de una sociedad civil fuerte. Dicho de otro modo, una sociedad civil débil conduce a una falta de compromiso con la democracia y a una erosión de la confianza en sus instituciones.
Una tercera situación, y en la que se repara menos, es una donde existe una sociedad civil muy fuerte y activa frente a un sistema de partidos débil. En este caso estamos, también, ante una situación peligrosa para la democracia. Es lo que nos indica el profesor de Princeton, Sheri Berman, en un artículo que con ironía algunos llaman Bowling with Hitler y en que analiza la República de Weimar en las décadas de los ‘20 y los ‘30, que era un sistema muy rico en asociaciones voluntarias. Berman argumenta que “la vibrante sociedad civil” alemana de esos años “no sólo falló en solidificar la democracia y valores liberales, sino que los demolió”. Instituciones políticas débiles fueron incapaces de responder a las demandas que les eran formuladas por las muchas organizaciones ciudadanas, llevando a estas últimas a cambiar su pertenencia a grupos nacionalistas, populistas y eventualmente al Partido Nazi. Como ha sido dicho, “incluso en democracias establecidas con fuertes instituciones políticas hay, sin embargo, razones para dudar de la idea simplista de que en materia de sociedad civil mientras más (sociedad civil), mejor”(Thomas Carothers).
En la última década, los países de América del Sur han visto un fuerte desarrollo de la sociedad civil, en el marco de un creciente debilitamiento del sistema de partidos. Ello ha devenido, a veces, en un factor de inestabilidad política. No se critica el fortalecimiento de la sociedad civil, sino las consecuencias que crea el hecho de que ello ocurra en el marco de un sistema de partidos en franca declinación.
Varios son los ejemplos que podrían ilustrar el peligro que describimos.
Uno, Bolivia, con la existencia de una “política de partidos”, y una “política de las calles” donde decenas de organizaciones cívicas, étnicas, grupos de presión, asociaciones de cocaleros u otras actividades, copan las carreteras y las interrumpen incluso por semanas, a la vez que desarrollan otros comportamientos extralegales. Otro, Argentina donde el descrédito de los partidos ha llevado a la emergencia de una pluralidad de grupos, “piqueteros”, representantes de demandas específicas o anárquicas que el poder político no puede satisfacer y, a veces, ni siquiera interpretar. En Ecuador preocupa la activación de una variedad de ONGs, con abundante financiamiento internacional, que se disputan la representación de las demandas de grupos étnicos, sin que ellas sean canalizadas por el sistema político.
La función de los partidos no es competir con las organizaciones que componen la sociedad civil, y mucho menos negarlas, sino tratar de incorporar las demandas particulares que ellas promueven en proyectos nacionales. Por tanto, una política de desarrollo de la democracia debiera poner el mismo énfasis en fortalecer ambos tipos de instituciones. Nos parece erróneo lo que ha venido ocurriendo hasta ahora, especialmente, bajo la inspiración de los organismos multinacionales, de promover fuertemente el desarrollo de la sociedad civil sin un esfuerzo equivalente por fortalecer los partidos.
2. Hay que establecer una legislación fuerte y eficaz para reglar el poder del dinero en la política.
Ninguna lucha contra la corrupción puede ser efectiva si no enfrenta el tema de la relación entre el dinero y la política y, más concretamente, una de sus formas más peligrosas, que es el financiamiento de partidos y campañas.
La denuncia de actos corruptos que hacen los medios de comunicación tiende a concentrarse en el robo al Estado que realizan funcionarios públicos de mediano o bajo nivel y que consisten en actos burdos de rapiña del erario fiscal: coimas menores, adulteración de facturas, no integración al fisco de honorarios o derechos, sobresueldos, viáticos o indemnizaciones abusivas. Ciertamente, se trata de actos de corrupción tan condenables como los demás, pero, por sus montos, que normalmente son bajos, se podrían calificar como “la corrupción de los rateros” o el asalto a “la caja chica”.
Hoy, las instituciones preocupadas de luchar contra la corrupción ponen cada vez más el acento en la corrupción de alto vuelo, que resulta menos evidente para el grueso público y mucho más sutil y sofisticada en sus procedimientos, llegando a ser, a veces, incluso difícil de sancionar penalmente, pero que, en sus magnitudes, es enormemente gravosa para la economía de un país. La forma por excelencia de esta modalidad de corrupción es la captura del Estado, o de instituciones claves del Estado, por empresas o grupos de poder. Ella permite, a través de decisiones administrativas que regulan a sectores productivos, fijaciones de tarifas, asignaciones o modificaciones de contratos o bien filtraciones de información privilegiada, traspasar, de un modo corrupto, enormes cantidades de recursos del Estado o del público a ciertos individuos, empresas o grupos.
El gran instrumento de esta forma de corrupción es el financiamiento de partidos y, muy especialmente, de las campañas presidenciales y parlamentarias. Es normalmente en ese campo donde se inicia la captura del Estado. Por tanto, toda lucha efectiva contra la corrupción debe legislar sobre el financiamiento de la política.
En este campo hay tres áreas de preocupación.
Una, es legislar para fijar límite al gasto electoral. En un mundo donde cada vez es más importante el rol de la propaganda en medios de comunicación, el costo de las campañas crece a un ritmo vertiginoso. Estimaciones para Estados Unidos indican que el costo total de las campañas electorales de 1952 alcanzó a la suma US$ 250 millones; un cuarto de siglo después, en 1976, esa cifra se elevó a US$ 600 millones; al término del cuarto de siglo siguiente, el 2000, esa cifra aumentó hasta alcanzar los US$ 3.500 millones. Demás está decir que a mayor costo de las campañas, mayores los riesgos de corrupción.
Una segunda área es la de la transparencia. Tan importante como limitar el gasto es el derecho de todo ciudadano a saber no sólo cuánto costó cada campaña sino, también, quién financió a quién. Esa claridad es la única que permite precisar conflictos de intereses o, más importante, evitar el soborno o la “captura” de los legisladores o de la propia jefatura del Estado.
La tercera área es el financiamiento, total o parcial, por el Estado, de las campañas. Este es un asunto crucial para asegurar una mayor equidad en el acceso a los cargos públicos, pero su planteamiento puede ser altamente impopular en períodos de crisis económicas, como la que actualmente vivimos en América Latina. Por esta razón, parece más razonable, en un inicio, concentrarse en los dos puntos que anteriormente hemos planteado.
La situación de Chile en esta materia es una de las peores en el continente. Chile no tiene ningún tipo de regulación en materia de dinero político. Esta es una situación inaceptable y un grave riesgo de corrupción, en un sistema que no es corrupto.
3. Es necesario crear mecanismos tendientes a reducir el número de partidos.
Giovanni Sartori ha dicho, con razón, que un número de partidos más allá de “en torno a cinco o seis”, refleja un multipartidismo extremo, una excesiva fragmentación del sistema. Por sobre ese límite – que Sartori matiza al establecer normas para contar, que sería largo analizar aquí -, los grados de fragmentación y dispersión del sistema político pueden tornar muy difícil o caótica la formación de la voluntad colectiva. Un sistema de estas características es una amenaza para la estabilidad, pudiendo llevar la democracia al colapso o hacer improbable que ella pueda funcionar con eficacia.
Un ejemplo de fragmentación del sistema de partidos lo encontramos en Ecuador. En ese país, el número promedio de agrupaciones presentes en el Congreso nunca ha bajado de 10 (Congreso de 1979) y ha llegado a un máximo de 13 partidos (Congresos de 1984, 1986, 1994). Las cifras anteriores ubican a Ecuador, comparativamente, como uno de los sistemas políticos de más alto número de partidos efectivos. Brasil es otro caso preocupante. Sartori menciona, en esta misma categoría, a Chile de antes del golpe militar de Pinochet que, entre 1961 y 1973, tuvo un total de 5 a 7 “partidos efectivos”.
Obviamente, la recomendación ante esta realidad es intentar disminuir el número de partidos.
Ello es viable pero siempre y cuando se proceda con cautela, aceptando la prevención de Maurice Duverguer de que “no es posible modificar directamente un sistema de partidos como se reforma una Constitución. Pero, a pesar de todo, es posible influir en la evolución de un sistema de partidos mediante reformas institucionales” Los mecanismos para lograr este objetivo son conocidos, contándose, entre ellos, la creación de distritos electorales uninominales o que elijan un número reducido de parlamentarios (entre tres y cinco), en el marco de la representación proporcional. También, la exigencia de un mínimo de votación electoral nacional (comúnmente un 5 por ciento) para que un partido pueda tener representación parlamentaria.
En esta materia, la actual situación chilena puede ser calificada de satisfactoria. La reducción del número de partidos ha sido uno de los escasos beneficios del sistema binominal. En el evento – muy deseable – de que ese sistema sea reemplazado, es importante que se haga por uno que no estimule el multipartidismo.
4. Hay que desalentar la división de los partidos.
En muchos países, la principal causa del aumento del número de partidos no se encuentra en la creación de nuevos partidos, sino en la decisión de los parlamentarios ya elegidos de dividir la organización política de que formaban parte y a la que deben sus cargos. De ese modo pasan a ser, de inmediato, sin ratificación ciudadana, partidos con representación parlamentaria.
La tendencia a la división de los partidos puede llegar a ser alarmante, especialmente cuando se trata de sistemas de partidos nuevos, escasamente asentados. Un ejemplo de lo que comentamos es Ecuador, en 1979, en la primera elección democrática después de la dictadura. En ese año, el partido Concentración de Fuerzas Populares (CFP) eligió a 31 diputados de un total de 69. Al año de funcionamiento el partido se había dividido en tres y, para 1983, la CFP estaba reducida a 6 parlamentarios. El anterior es sólo un ejemplo de una epidemia que ha afectado a todo partido político en el Ecuador.
En Chile, con anterioridad a 1973, la división de los partidos era frecuente y ello se transformó en un factor de descrédito de estas instituciones y de la política en general.
Es necesario establecer normas que sancionen la división de los partidos. Por supuesto, ninguna legislación sobre esta materia puede dejar de reconocer que ellos son organizaciones voluntarias y, por tanto, las personas son dueñas de ingresar a ellas y abandonarlas libremente. Sin embargo, respetando ese derecho, es necesario normar el retiro de aquellos miembros del partido que sean parlamentarios. En este sentido, los países debieran mirar con interés lo que es la práctica en casi todas las democracias parlamentarias, esto es, que un congresal, conjuntamente con abandonar la colectividad que lo eligió, pierda su banca, debiendo el partido nombrar a su reemplazante. La racionalidad de esta medida es fuerte, pues se trata de miembros del parlamento que fueron elegidos bajo un lema, un programa y un compromiso político que ellos han decidido abandonar.
La división de los partidos ha tenido efectos devastadores sobre el sistema político. Ha sido una contribución principal al desprestigio de tales entidades y los parlamentos y ha dado origen, en muchos países, a una forma de relación entre el Ejecutivo y el Congreso que es corrupta. Ese patrón de relación se puede caracterizar de la siguiente manera. La capacidad de maniobra del Ejecutivo para obtener la aprobación de sus proyectos en el Congreso es concebida como directamente relacionada con el fraccionamiento de los partidos adversarios, su falta de disciplina de voto e, idealmente, el secreto del voto parlamentario. Apoyándose en esos mecanismos, el Ejecutivo ofrece a los parlamentarios, a cambio de un voto favorable a sus iniciativas, asignaciones en el presupuesto para la construcción de obras locales que el parlamentario pueda presentar como resultado de su gestión o, más directamente, cargos públicos o contratos para sus familiares o sostenedores políticos, cuando no directamente el soborno
En grados distintos de frecuencia y gravedad, el patrón anterior lo hemos visto operar en Ecuador, Colombia, Brasil, Argentina y, a grado mayor, en Perú, bajo Fujimori. Chile, en cambio, presenta una situación mucho mejor, al punto que las prácticas corruptas que hemos descrito no se dan. Sin embargo, un eventual fraccionamiento de los partidos o, también, la destrucción de la disciplina de voto en el Congreso, podría alentar este tipo de situaciones. De hecho, en la década de los ‘60 hubo casos de parlamentarios que, renunciando a sus partidos, se ubicaron en situaciones claves para la conformación de mayorías en el Congreso, lo que obligaba al Ejecutivo a negociar, caso a caso, sus votos.
5. Hay que castigar el “camisetazo” y el “transfuguismo”.
Uno de los hechos que más daña al prestigio de la política ha sido la deslealtad de los parlamentarios a los partidos que los eligen. Tal vez el caso paradigmático en esta materia sea Ecuador, donde miembros del Congreso, en números que afectan la estabilidad política, cambian de “afiliaciones” u optan por permanecer “desafiliados” respecto de las colectividades en cuyas listas fueron elegidos. En el argot de la política ecuatoriana, es la práctica del “camisetazo”, esto es, del cambio o abandono de la camiseta partidaria. En Perú esta práctica ha sido definida como el “transfuguismo”.
En Ecuador, al término del Congreso elegido en 1979, un 54 % de los diputados o se habían cambiado de partido, o habían actuado como independientes o se habían desafiliado de sus colectividades. En el Congreso elegido en 1996, un año después de instalado, el 27% del parlamento (22 diputados) estaban desafiliados.
El “camisetazo” no ha sido una práctica chilena a partir de la recuperación de la democracia en 1989. Sin embargo, es de lamentar, y constituye un mal precedente, la actitud de la diputada María Angélica Cristi, que, habiendo sido elegida como militante de RN, en el breve plazo que medió entre su triunfo electoral y su juramento como parlamentaria, renunció a su partido y, de hecho, se transformó en miembro de la UDI. El sistema político debiera prevenir y sancionar este tipo de conductas.
De un modo similar, es lamentable la práctica que ya se ha hecho consustancial a la UDI, de presentar como “independientes” a candidatos que inmediatamente después de haber sido elegidos se incorporan a sus filas y a su bancada. Hay aquí un uso malicioso de la etiqueta de independiente y un engaño al electorado. El último y más lamentable ejemplo de esta práctica ha sido el de Jorge Patricio Arancibia, que no sólo abandonó su cargo de comandante en jefe de la Armada para asumir una candidatura senatorial en la lista de la derecha, sino que hizo toda su campaña bajo la promesa de ser independiente. Inmediatamente después de su triunfo, se incorporó a la UDI.
6. Hay que impedir uno de los peores rasgos de la partitocracia, que es que los partidos expropien a los ciudadanos el derecho a elegir a sus parlamentarios.
En materia de partidos – como en casi todos los ámbitos – los excesos son malos y peligrosos. Partidos anarquizados, permanentemente divididos, débiles en sus estructuras, son un gran mal. Sin embargo, su opuesto es casi peor: partidos de enorme poder, que expropian a los ciudadanos el derecho a elegir sus representantes, limitándolos a la mera condición de ratificadores de lo que las directivas partidarias propongan.
El caso de Venezuela sirve para ilustrar esta desviación y sus peligros. Venezuela, a contar de 1958, construyó un sistema político fundado en partidos de enorme poder, el que era originado por mecanismos como a los que hago referencia a continuación.
En primer lugar, las directivas nacionales de los partidos tenían el derecho absoluto a conformar las listas al Senado y a la Cámara de Diputados. Determinaban no sólo a quiénes integraban las listas, sino su orden de precedencia. El pueblo votaba por la lista y no tenía derecho alguno a personalizar su voto. En este marco, la determinación de los elegidos se ajustaba al siguiente procedimiento: se contabilizaba el número de votos obtenido por cada partido y, de acuerdo a la representación proporcional, se fijaban los asientos que en el Congreso correspondían a cada agrupación política; a continuación, respetando rigurosamente el orden de precedencia en que figuraban en la lista, se proclamaban los elegidos hasta alcanzar la cuota correspondiente a cada agrupación; por ejemplo, si el partido X tenía derecho a elegir a 30 diputados, eran electos los 30 primeros nombres que aparecían en su lista.
La anterior es una descripción de lo que ocurría en la Cámara de Diputados, donde había un distrito nacional único. En el Senado, en cambio, cada Estado federal tenía derecho a elegir dos representantes. Pero, al igual que para la Cámara de Diputados, la conformación de las listas y el orden de precedencia en ellas era una atribución exclusiva de la dirección nacional del correspondiente partido.
La concentración de la influencia que originaba este tipo de funcionamiento era enorme. Como es obvio, el centro de ese poder era el pequeño grupo que controlaba la dirección superior del partido; en el decir de los venezolanos, los que estaban en el cogollo del poder partidario. Ellos, al interior de cada partido, aplastaban toda forma de disidencia y creaban o arruinaban carreras parlamentarias, pues al pueblo, a través de las elecciones, sólo le correspondía fijar el número de parlamentarios pertenecientes a cada partido, pero eran los del cogollo los que determinaban quiénes del partido. Para ser elegido, no había que ir al pueblo en busca de votos, sino a negociar al interior del partido un lugar en la lista que fuera de los primeros, como modo de asegurarse un asiento en el Parlamento.
En Chile, el sistema binominal ha dado enorme poder a la partitocracia. En muchos distritos o circunscripciones, es claro que el pacto de derecha y la Concertación eligen un parlamentario cada uno y, en muchos de esos lugares, es claro, también, qué partido dentro del pacto es el que elige a ese único representante. Respecto de estos últimos distritos se puede decir que “candidato puesto por el partido es parlamentario seguro”. El senador o diputado es, en rigor, nombrado por la directiva partidaria, correspondiéndole al pueblo, en las elecciones, una pura participación ceremonial.
Estas oportunidades que crea el sistema binominal, han empezado a ser cada vez más utilizadas por los partidos, lo que va en claro desmedro del pueblo.
El caso de la DC, en la última elección parlamentaria, fue justificadamente criticado. Lo que se denunció como “el sindicato de los diputados” reclamó que los actuales parlamentarios (los incumbentes), no debían ser perturbados por competidores que quisieran sustituirlos como candidatos en primarias internas o a través de otras formas democráticas de elección de los candidatos del partido. De este modo, se expropió a la base partidaria el derecho a elegir a los candidatos.
Pero es la UDI el partido que ha dado, en este campo, peores muestras de “partitocracia”. De partida, en su entera historia, no se ha conocido la existencia de una sola competencia interna para elegir sus candidatos. Ellos son nombrados, removidos o trasladados por una decisión unilateral e inapelable de la directiva. En segundo lugar, la directiva de la UDI negocia al interior del pacto de derecha para constituir distritos seguros tanto para militantes de su partido como para parlamentarios de RN que ellos deseen premiar en razón de su cercanía u obsecuencia con la UDI. Un breve recuento de la lista de senadores de la Alianza por Chile, es indicadora del hecho que comentamos. En la III Región se creó una senaturía segura para un militante RN. En la V, una segura para Arancibia y otra igualmente segura para Romero. En la VII, ambas seguras para militantes UDI: Coloma y Larraín. En la IX una segura para Espina. En la XI, una segura para Horvath. En consecuencia sólo hubo competencia en la I Región y en la IX Sur. En todas las demás circunscripciones fueron los negociadores de la Alianza por Chile y, dentro de ellos, abrumadoramente la UDI, los que eligieron a los senadores, correspondiéndole al pueblo, en las elecciones, el mero rol de ratificar lo que “la partitocracia” había resuelto.
7. Hay que impedir que la reacción contra “la partitocracia” lleve a la destrucción de los partidos.
Los partidos venezolanos fueron a su fracaso producto de su excesivo centralismo y de haber terminado expropiando a los ciudadanos de su derecho a elegir las autoridades políticas. Hoy, en Colombia, en cambio, los partidos están fracasando por las razones opuestas, esto es, por su extrema debilidad. Al respecto, es útil una muy breve referencia histórica para intentar prevenir errores.
El punto de partida de la actual crisis de los partidos colombianos es la experiencia del Frente Nacional, que creó partidos de enorme poder. El Frente, construido como un gran pacto entre liberales y conservadores fue un caso de democracia restringida, donde la sucesión presidencial estaba prefijada, alternándose liberales y conservadores en la presidencia de la república y asumiendo cada partido, cualquiera fuera el resultado en las urnas, sus respectivas cuotas en el gabinete, el parlamento, las gobernaciones.
Bajo el peso de estas realidades, la política empezó a ser desvirtuada y vastos sectores ciudadanos empezaron a considerarla como un puro ejercicio de componenda (la manguala) y de reparto. En estas circunstancias, el sistema político empezó a ser acusado de constituir una “partitocracia” donde las dos colectividades dominantes monopolizaban el espacio ciudadano, imponían una férrea disciplina a sus militantes y representantes y ahogaban el surgimiento de cualquier tercera fuerza.
Es en este clima en el que va a tener lugar la Constituyente que redactó la Carta de 1991. Vista desde hoy, la nueva Constitución aparece marcada por una suerte de revancha contra los partidos. Había que salvar la democracia contra los partidos y terminar con “la gangrena” del bipartidismo. El resultado fue la destrucción de los partidos tradicionales, los que hoy existen como nombres, pero carecen de las atribuciones que en toda democracia les son propias.
Primero, los partidos no determinan quiénes son los candidatos que los representan, siendo posible que cualquiera utilice su lema para competir. Lo anterior se traduce en una hiperinflación en el número de listas. Por ejemplo, en las elecciones de 1997 se presentaron 319 listas para el Senado y 692 para la Cámara de Diputados. De las listas al Senado, 148 pertenecían al Partido Liberal, 37 al Partido Conservador y 101 correspondían a otros partidos, movimientos políticos o movimientos cívicos (que la Constitución los autoriza a presentar listas). Para agravar las cosas, de esas 319 listas al Senado, 94 de ellas eligieron apenas un senador y sólo tres tuvieron votos suficientes para elegir al segundo candidato de la lista. Es difícil imaginar un peor grado de atomización de la representación parlamentaria. La elección de congresistas, como lo repite una y otra vez la elite política colombiana, es el resultado de la constitución de “microempresas electorales” afirmadas en el clientelismo y en programas puramente locales o particulares.
8. Hay que democratizar los partidos.
Una referencia al caso chileno debiera servirnos para ilustrar bien el tema, sus oportunidades y dificultades, y sus marchas y contramarchas.
La represión desatada por el régimen militar en contra de los partidos tuvo el efecto de debilitar al extremo su democracia interna. A lo menos durante los primeros trece años del régimen de Pinochet, las reuniones fueron difíciles de citar, riesgosas de realizar, casi no se contó con locales y la actividad política estuvo sancionada como delito y legalmente proscrita. En ese marco el poder se concentró en un círculo muy reducido de dirigentes altamente comprometidos.
El inicio de la apertura política planteó de inmediato la necesidad de democratizar la vida de los partidos. Sin embargo, como lo muestra la historia, estos procesos de apertura no son fáciles y encuentran duras resistencias. Sin embargo, en este campo hubo dos desarrollos incipientes y un peligroso resultado, que vino a dañar más la legitimidad de estas organizaciones.
Un desarrollo fue el aumento del número de los militantes. A ello contribuyó tanto la ley de partidos del propio régimen militar – que exigía el registro de, a lo menos, 35.000 afiliados para el reconocimiento legal de una organización política -, como la demanda de los ciudadanos por participar en la democracia que se venía venir. Un año después de la asunción de Aylwin, el número de militantes de la DC era de poco más de 100.000 y el de los partidos socialista y el PPD superaban los 50.000 cada uno. Sin embargo, este proceso de masificación, inmediatamente de iniciado, se detuvo. Las cifras al respecto son lapidarias. En el caso de la DC – que es el partido chileno de mayor grado de democracia interna – la relación entre número de militantes y número de votos del partido alcanzada al cabo de seis años de recuperada la democracia, es las más baja de su historia. La Falange registraba, en 1947, 3.800 militantes y 18.500 electores. En 1973, la DC tenía 100.000 militantes y 1.000.000 de sufragios. En 1994 esa relación era de 100.000 militantes y 1.900.000 votantes. Vale decir, en 1947 por cada militante tenía cinco votos; en 1973 esa relación era de uno a diez; y en 1994, de uno a diecinueve. En 1947, del total de sus electores el 20% eran militantes; en 1973, un 10%; y en 1994, un mísero 5%.
Hoy, año 2002, es probable que el número de militantes efectivos de la DC no alcance a los 35.000. Bajo esta circunstancia, algunos de sus dirigentes han planteado la caducidad del actual registro de militantes y la construcción de uno nuevo, lo que, de acuerdo a todas las estimaciones, llevaría un número de militantes no superior a los 20.000.
El otro desarrollo, interesante en el proceso de democratización de los partidos guarda relación con los derechos de los militantes de base. Históricamente, ellos habían sido mínimos. Hasta el golpe de 1973, las decisiones partidarias habían estado radicadas en grupos de “notables” que formaban parte de Juntas Nacionales, Congresos o Convenciones. Restablecida la vida partidaria, a fines de los ‘80, esa tendencia se mantuvo y se les reconoció el derecho a elegir los dirigentes a nivel de las comunas y, a partir de ahí, se iniciaba una pirámide de elecciones indirectas, donde los comunales elegían a los líderes provinciales y éstos, a los miembros de las Juntas o Consejos Nacionales que, a su vez, eran los que nominaban a los dirigentes nacionales y a los candidatos a las elecciones populares. Mediatizada por esta cascada de elecciones sucesivas, la voluntad de la base desaparecía.
La conciencia de estas fallas llevó a los partidos a intentar una ampliación de los derechos de los militantes de número, la que cobró especial importancia en la Democracia Cristiana. La demanda de “un demócrata cristiano, un voto” quebró el peso de viejas prácticas oligárquicas. La iniciativa fue rápidamente seguida por otros partidos, con lo cual las elecciones de dirigentes y candidatos por voto universal pasó a ser la norma.
La combinación de estos dos desarrollos, el de la ampliación de los derechos de los militantes en el marco de una base partidaria muy reducida en número, hizo que el poder, que había estado radicado en las grandes figuras nacionales, se desplazara no a la base, sino a innominados caudillos locales. El mecanismo utilizado fue simple: los dirigentes comunales y provinciales cerraron los registros de los partidos, impidieron la inscripción de nuevos militantes y se dedicaron a manejar sus pequeños universos electorales a nivel local. De este modo, la base, que había sido invocada como la gran beneficiaria de la renuncia de derechos arrancada a “los notables”, vio frustrada esas esperanzas y quedó expuesta a la más peligrosa forma de manipulación, que es aquella realizada, en cercanía directa, por “pequeños guardianes” de las máquinas nacionales, que reciben el encargo de disciplinar a un número reducido de militantes, a los que conocen de manera íntima y con los que están en contacto permanente. Obviamente, la clave para la conservación de ese poder incontrarrestable es que los partidos no amplíen el número de sus militantes u, ojalá, lo reduzcan. Mientras menos militantes, más fácil su control.
Los dividendos, en términos de influencia, de esta nueva forma de estructurar el poder partidario, especialmente en lo que se refiere a la nominación de senadores, diputados, alcaldes y concejales, no pueden ser más altos y, a la vez, más dañinos para el funcionamiento de la democracia, su prestigio y la calidad de sus representantes. Es normal que, por ejemplo, en una circunscripción electoral de 400.000 electores, la nominación del candidato a senador de un partido pueda ser hecha en votación directa de no más de 4.000 militantes.
Lo primero que resalta en el ejemplo anterior es que, dado un número tan reducido de militantes, estamos en presencia de un funcionamiento oligárquico: un uno por ciento tiene el derecho a la propuesta; el 100% del electorado, esto es, el soberano, ha quedado reducido a ratificar o desechar lo que ese uno por ciento le proponga.
Lo segundo es que, en la lucha por alcanzar un sillón parlamentario, los candidatos deben volverse hacia adentro de su propio partido, en una pugna implacable por controlar a quiénes deciden, esto es, a la reducida militancia partidaria, constituida ahora en oligarquía local o regional. Por tanto, el grueso del esfuerzo será concentrado en controlar a estos últimos, lo que introduce al interior del partido una tensión entre el incumbente y sus potenciales adversarios que prácticamente no cesa jamás. El nivel de degradación de la vida interna de los partidos que ha significado este hecho es difícil de imaginar.
9. Hay que transformar los movimientos en partidos.
Podemos estar de acuerdo en que ha sido saludable la desaparición de aquellos partidos, muy propios de las décadas del 20 al 70, que eran como iglesias o como regimientos. Partidos, en el decir de Duverguer, de naturaleza militar, religiosa o totalitaria.
Pero, habiendo salido del fuego, en muchos casos se corre el riesgo de caer en las brasas. Constantemente, los antiguos y desacreditados partidos han intentado ser reemplazados por movimientos – en propiedad no partidos – que se agrupan en torno a un líder, pero que tienen un enorme déficit organizativo; que han sido eficaces en el rechazo a una dictadura, a gobiernos corruptos o a la partitocracia, pero que, hacia el futuro, carecen de un programa o un proyecto nacional común. Estos movimientos traducen muchas veces un ánimo muy loable de renovación, la búsqueda de ideas nuevas y de la superación de esquemas que se hicieron escleróticos. En tal sentido, algunos de ellos – no todos – han sido meritorios en sus intenciones, pero en su forma y resultados han probado ser peor remedio que la enfermedad
El gobierno democrático tiene sus reglas y exigencias. No es posible donde no existan organizaciones – que llamamos partidos – que tengan, por una parte, un grado de coherencia y disciplina y, a la vez, una unidad en torno de ciertos valores, de un programa y un proyecto nacional. Que cuenten con una forma de organización, lo que supone una institucionalidad interna, y reglas para nombrar a sus autoridades, nominar sus candidatos, participar coherentemente en el gobierno o en la oposición y establecer algún grado de disciplina entre sus militantes y representantes.
En tal sentido, un gran desafío que enfrentan muchas democracias es cómo transformar los movimientos – que muchas veces fueron grandes actores en, por ejemplo, la derrota de las dictaduras – en partidos en forma.
10. Hay que aceptar que ha muerto la forma de partidos que hemos conocido.
Parte de la crisis de los partidos proviene de un cambio, a nivel mundial, de la actividad política que exige un cambio en la propia naturaleza de esas entidades.
El partido característico de gran parte del siglo XIX y de, a lo menos, las siete primeras décadas del Siglo XX, podría ser bien definido en los términos que Von Bayme utiliza para referirse a la socialdemocracia alemana de la primera mitad del siglo: un programa ideológico, una clara base de clase, una rígida organización; una subcultura a la que adhieren los individuos desde su primera juventud hasta la sepultura.
En el centro de estas organizaciones estaba, pero muy especialmente en las de izquierda y la DC, la figura del militante de base, esto es, una persona devotamente dedicada a la política, lector de discursos y proclamas, participante de marchas y concentraciones. Estas personas daban vida a una estructura partidaria caracterizada por dos ramas: una, propiamente política, que la conformaban entidades comunales, provinciales y regionales; y otra, funcional, que eran departamentos o frentes sindicales, campesinos, de pobladores, juventud, etc. El modo de relación del partido y sus líderes con estos militantes era “la cultura escrita”, materializada en la forma de diarios, revistas y casas editoriales del partido.
El peligro de una organización de estas características era tender a ser, como lo ha descrito Duverguer, máquinas de poder, “organismos cerrados, disciplinados, mecanizados, partidos monolíticos… (que) requieren de sus miembros una adhesión más íntima…” Es el partido que, además de ofrecer un programa a sus miembros, procura comprometerlos con una filosofía – o con un filósofo especial, sea Marx, Lenin o Maritain – y, por esa vía, entregarle una explicación, en ocasiones total, del mundo.
No cabe duda que si algo murió entre los ‘60 y los ‘90, es esta concepción de partido, al tiempo que la idea de militante que hemos descrito es una especie en extinción, hoy reducida, en el mejor de los casos, a un par de decenas de miles de personas por partido y cuya participación se restringe a las votaciones de directivas. Las asambleas son lugares vacíos y ningún líder o conducción partidaria arriesga la convocatoria a actos de masas; el “puerta a puerta” reemplaza al meeting. Esta decadencia de la vieja orgánica es el resultado de un cambio en la forma de hacer política que, en su esencia, traduce el paso desde la “cultura escrita” a otra de los medios audiovisuales. La asamblea ha sido reemplazada por el observador solitario de los noticiarios de TV; el discurso y el panfleto ha sido sustituido por un sound bite de 45 segundos en la pantalla chica; en frente del político ya no hay ocasión para la admiración intelectual de su discurso, sino sólo espacio para alabar su habilidad “telegénica”.
En este marco, caracterizado por los cambios y transformaciones ocurridas a partir de los ‘60 y de las dificultades creadas por la legislación electoral y sus propios problemas orgánicos, las colectividades que componen el actual sistema de partidos han entrado en una crisis evidente y dramática.
La pregunta obvia es ¿cuál es – o cuál puede ser – el contenido de esa ruptura? O, dicho de otra manera, ¿cuáles son las nuevas realidades que podrían estar moldeando un nuevo tipo de partido?
Tal vez la descripción más acertada de lo que ocurre es que las actuales formas de los partidos han dejado de tener vigencia sin que haya surgido nada que los reemplace. Lo que se ve en la política de hoy es una aguda sensación de crisis, de falta de proyecto e identidad de las agrupaciones políticas. Se han agotado aquellas razones que justificaron el surgimiento de los partidos que actualmente existen, pero sin que hayan sido asumidas nuevas realidades que pudieran hacer surgir un orden partidario distinto o una reforma radical de lo que hoy está presente.
Una proposición adicional: Estimular la cooperación internacional entre los partidos.
Hay una contradicción entre, por una parte, la necesidad de un sistema de partidos fuerte y eficiente como requisito esencial de la democracia y del buen gobierno y, por otra, la enormidad de la crisis de esas instituciones.
La superación de ese déficit que existe entre lo que los partidos son y los que debieran ser no es fácil. Para ello debiera existir un gran esfuerzo de cooperación internacional, intelectual y financiero para enfrentar estos desafíos.
Ese esfuerzo debiera ser una tarea conjunta de cuatro tipos de organizaciones. En primer lugar, de los partidos nacionales mismos; segundo, de las internacionales de partidos; tercero, de las grandes fundaciones políticas; y, cuarto, de organismos multinacionales como el BID, el Banco Mundial, el PNUD. Es esencial lo que puedan hacer en América Latina entidades como la Organización Demócrata Cristiana de América (ODCA), la Sección de la Internacional Socialdemócrata para América Latina y, entre las fundaciones, las correspondientes, por ejemplo, a los partidos alemanes o entidades como el National Endowment for Democracy, el National Democratic Institute (NDI) o el Instituto Republicano en los Estados Unidos.
El propósito de esa cooperación debiera extenderse a asuntos como el debate sobre la renovación ideológica; la actualización de los programas; la discusión de temas técnicos de la acción política como las formas de organización de los partidos, métodos de reclutamiento de militantes o dirección de campañas electorales; y esfuerzos compartidos en la capacitación de líderes.