Sección: Gobierno Bachelet: Gestación y desarrollo
El cuadro político-electoral y sus proyecciones
Antonio Cortés Terzi
Entre mediados de julio y mediados de agosto de este año se sucedieron y decantaron hechos políticos que terminaron por instalar percepciones y opiniones bastante rotundas acerca de las elecciones presidenciales de diciembre. Probablemente los hitos más relevantes que marcan los límites del período son, de un lado, la publicación de la última encuesta del CEP, el 12 de julio y, de otro, el titular del cuerpo de reportajes de El Mercurio, del 14 de agosto: La noche en que Lavín ofreció bajar su candidatura presidencial, titular que, obviamente, es lapidario para cualquier candidatura.
Las sólidas visualizaciones que se forjaron en ese lapso sobre el resultado esencial de las próximas elecciones presidenciales – compartidas por legos y doctos -, tienden a repercutir seriamente en la política nacional más allá de sus repercusiones obvias en las campañas y en el proceso electoral. Sin embargo, todavía no han sido totalmente aquilatadas.
Un proceso complejo
Y es comprensible que así ocurra i) por la brevedad y cercanía del lapso en que se originaron, ii) por lo absorbente que son las coyunturas electoralizadas, desde el punto de vista político e intelectual, y iii) porque han sido muchas las variantes que se han empezado a mover y, en consecuencia, no es fácil dar cuenta de todos lo procesos abiertos y de sus posibles desenlaces.
Para analizar prospectivamente esas repercusiones conviene adoptar dos resguardos metodológicos:
a) ordenar y resumir las opiniones y percepciones más significativas que participan en las visualizaciones colectivas acerca de las elecciones presidenciales, y
b) dilucidar si esas apreciaciones “atmosféricas” coinciden o no con las tendencias políticas analíticamente más objetivables, de suerte de intentar develar si se sostendrán en el tiempo.
Visualizaciones sobre la elección presidencial
En términos gruesos, las percepciones y visualizaciones más destacables que se han configurado en las últimas semanas serían:
1. La persistente y muy considerable ventaja que tiene Michelle Bachelet en las encuestas se avizora como inmodificable en lo sustantivo y, por lo mismo, anunciaría su seguro triunfo en las presidenciales.
2. Dos de los factores principales en lo que se asienta esa ventaja – la popularidad de Michelle Bachelet y la popularidad del Presidente Lagos – se muestran consistentemente inmutables a las críticas, contra-campañas, desaciertos gubernamentales, denuncias y juicios por irregularidades, etc.
3. Pese a la experimentación de varias estrategias, las candidaturas de la derecha no encuentran fórmulas para revertir ese estado de cosas y son cada vez más pequeños los espacios que les restan para probar estrategias distintas.
4. La UDI ha desplazado sus energías a la campaña parlamentaria, mientras que Joaquín Lavín y su entorno se encuentran en fase de reasignarle tareas y misiones a la campaña presidencial.
5. La candidatura de Sebastián Piñera no tuvo, en términos de efectos político-electorales, un impacto inicial equivalente a las expectativas creadas comunicacionalmente y tampoco se ha mostrado como la alternativa novedosa que se supuso. Es decir, los comienzos – que eran claves – no le dieron el impulso esperado a la candidatura y, con el paso de los días, no aparece ocupando los vacíos dejados por el deterioro del lavinismo ni perfilándose con claridad como opción a un electorado de “centro”, supuestamente reacio a la presidencia de Michelle Bachelet.
Sin visos de transitoriedad
Ahora bien, puesto que este conjunto de percepciones y opiniones están inmersas en un proceso electoral al que le quedan todavía varios meses, se podría pensar que las visualizaciones que de ahí derivan son transitorias y que, por ende, las dinámicas futuras podrían modificarlas.
Por supuesto que los escenarios políticos inmutables no existen, pero sí existen tendencias que permiten aproximarse a previsiones acerca del devenir de situaciones políticas coyunturales. En tal sentido, lo que hoy es observable es que las tendencias actuales – mensurables y objetivables – coinciden con las visualizaciones arriba señaladas. En otras palabras, las tendencias más fuertes que emanan de la presente coyuntura – y que la determinan – gozan de suficiente salud como para legitimar la idea de que lo previsible es el mantenimiento de los rasgos esenciales del escenario que hoy rige y no cambios trascendentes de los escenarios político-electorales.
En primer lugar, porque el dato principal y sobredeterminante del cuadro político actual, a saber, la distancia entre Michelle Bachelet y sus rivales, comunicacionalmente es tan contundente que deviene en un factor que opera espontáneamente como reproductor de ese cuadro. Es decir, las ventajas que luce hoy la candidata de la Concertación – y que se manifiestan desde hace bastante tiempo – son de por sí e inercialmente elementos que promueven a la acumulación de más ventajas o, al menos, a la proyección de la actuales.
En segundo lugar, porque la propia dinámica política – incluida la que rige en la derecha – asume ese dato principal, se ordena en torno a él y actúa reconociéndolo, de suerte que también el desarrollo natural y cotidiano de la política se convierte en reproductor del escenario hoy percibido.
En tercer lugar, porque los atributos más importantes que masivamente se le atribuyen a Michelle Bachelet para concederle los respaldos con que cuenta (credibilidad, confiabilidad, empatía social, etc.) son intrínsecos a su personalidad, por lo mismo, es muy poco probable que puedan ser mermados por estrategias o sucesos “externos”.
En cuarto lugar, y especialmente a partir de septiembre, el gobierno dispondrá de más situaciones favorables para asegurarse, o hasta incrementar, los apoyos que la ciudadanía hoy le brinda.
Y en quinto lugar, una vez inscritos los candidatos al Parlamento, las campañas parlamentarias y la campaña presidencial de la Concertación constituirán una fusión sinérgica, a diferencia de las campañas de la derecha sometidas fatalmente al imperio de una competencia interna.
La impotencia de la derecha
Ahora bien, la tendencia que apunta hacia la consolidación y, potencialmente, hacia el crecimiento de las distancias que ha establecido la candidatura de la Concertación, hipotéticamente sólo podría ser frenada o revertida – sin considerar la ocurrencia azarosa de acontecimientos imprevistos, espectaculares y fortuitos – por el desempeño de las candidaturas de derecha. Pero, a la luz de la información electoral y coyuntural y a la luz de antecedentes de orden político-histórico, es un virtual imposible que, a cuatro meses de la elección presidencial, la derecha descubra los rediseños estratégicos requeridos para vencer a la Concertación y a Michelle Bachelet.
La dificultad – rayana en la imposibilidad – para que la derecha encuentre una estrategia eficaz radica (o empieza) en cuestiones que van más allá de lo circunstancial. La derecha operó y se preparó durante años para enfrentar las elecciones de 2005 bajo premisas erradas o basadas en cálculos que no se dieron.
El primer error consistió en pensar que un porcentaje importante de la alta votación obtenida por Joaquín Lavín en la elección presidencial anterior engrosaría la votación permanente de los partidos de derecha.
Un plus que se volatilizó
Sin embargo, lo que ocurrió fue que en las sucesivas elecciones posteriores el plus aportado por Lavín se fue perdiendo al punto que en 2004 la derecha estuvo apenas un punto arriba de la votación lograda en 1997. Por consiguiente, la derecha entra a este proceso electoral con una Concertación que la sigue superando ampliamente en cuanto a adhesión electoral fiable.
El segundo error estuvo en no darse cuenta que esa pérdida de votos no afectaba sólo a los partidos, sino al propio Joaquín Lavín.
Por otra parte, la principal premisa frustrada fue la apuesta que hizo la derecha al desgaste de la Concertación después de tres gobiernos. El desgaste no fue el esperado electoralmente y, lo que es peor para la derecha, la principal figura de la Concertación, el Presidente Lagos, lejos de desgastarse, socialmente acrecentó su prestigio y valoración.
También la derecha supuso que la Concertación no tendría condiciones para ofrecerse a sí misma como representativa de cambio, de innovación, de ser capaz de recrearse como fuerza vigente y de futuro. En otras palabras, no previó a Michelle Bachelet y cuando constató su “peligrosidad” no tenía armas para contrarrestar su representación de lo nuevo, de lo alternativo.
Estos dos errores y estas dos premisas incumplidas son las razones claves por las cuales la derecha se quedó sin opciones de estrategias eficaces.
Sin “capital” que manejar
En efecto, el hecho de partir en la competencia presidencial con varios puntos de votación por debajo de su rival, contenido el desgaste de la Concertación merced al “factor Lagos” y despojada (la derecha) por Michelle Bachelet de la idea-fuerza clave para una oposición, a saber, la representación del cambio, las posibilidades de éxito quedan casi exclusivamente en manos del plus electoral que aporte el candidato (los candidatos, en este caso)
Ahora bien, trazar una estrategia que gire en torno al plus del candidato sólo es viable cuando ese plus existe o cuando, hallándose en estado de latencia o de iniciación, es potencialmente desarrollable. Ninguna estrategia puede crear o inventar el plus. En rigor, el plus se genera por virtudes personalísimas del candidato que lo facultan para atraer espontáneamente electorado.
A Joaquín Lavín ya casi no le queda plus. Tanto así que apenas conserva un menguado liderazgo dentro de su propio sector. Sebastián Piñera es un personaje que no ha lucido un plus significativo y es extremadamente poco probable que lo incremente, por la sencilla razón de que es un político sobreexpuesto, que no encierra misterios y que está públicamente incorporado al mosaico rutinario de rostros políticos.
En definitiva, el drama de la derecha es que está estructuralmente impedida de implementar políticas que rompan las tendencias que devela el escenario actual y que le anuncian una nueva derrota.
Escenario y proyecciones político-históricas
Es natural que ese escenario objetivamente visualizable tranquilice y contente a los adherentes de la Concertación y de la candidatura de Michelle Bachelet. Sin embargo, si se le mira en cuanto a sus repercusiones en la vida política nacional debería reconocerse que plantea ciertos problemas hacia el futuro que merecen atención y preocupación de todo el universo de protagonistas que participa en las decisiones de rango nacional y proyectivo.
A continuación se abordan cuatro de esas repercusiones y problemas.
El primer problema radica en el proceso de desintegración al que está sometido el bloque de derecha y que se hará más profundo una vez terminado el evento electoral. Intencionalmente se usa aquí el término “bloque” – abreviando el concepto gramsciano de “bloque histórico” -, pues la desintegración no alude sólo a los componentes partidarios y directamente políticos de la derecha, sino también a sus componentes socio-culturales y políticos extrainstitucionales.
Un drama permanente que viven las derechas se debe a que las bases socio-culturales e histórico-estructurales que las constituyen en sus esencias están compuestas por agentes (sociales o individuales) con elevadas cuotas de poder propio y de tipos de poder que son de dos órdenes: político-institucionales y político-factuales. De ahí que en los mundos de las derechas exista una pugna constante por el liderazgo del sector no sólo entre los actores estrictamente políticos, sino también entre éstos y los actores con poderes extrainstitucionales.
La derecha centrífuga
Ese estado de cosas conlleva a una característica de la derecha, entre otras, casi paradojal: cuando logra que la sumatoria de poderes se ordene y discipline a las instancias formales e institucionales de la política, entonces, deviene en una fuerza formidable de poder real. Pero cuando eso no ocurre, cuando tales instancias se debilitan ante los otros poderes de la derecha y no son capaces de aglutinarlos, entonces, aparece la centrifugacidad, la dispersión y autonomización de las redes de poder y, por ende, los cuerpos político-institucionales pierden no sólo poder sino, sobre todo, representatividad del universo socio-cultural estructural de la derecha.
De ese carácter es el proceso de desintegración en el que está inmersa la derecha. Al no contar con un líder unificador de los partidos y de los otros actores político-institucionales y al no disponer de un ente político hegemónico en su seno, como lo fue la UDI hasta hace poco, los agentes y poderes extrainstitucionales han iniciado el camino de la dispersión y la autonomización, lo que, a la postre, abre espacios para centrifugacidades dentro de los propios cuerpos políticos.
El segundo problema, que evidentemente deriva del anterior, es que la situación de la derecha va a tender a provocar un relativo retroceso en la institucionalidad del sistema de toma de decisiones. Con sus cuerpos políticos debilitados, menos respetados por los poderes no políticos de su universo e interrogados en cuanto a su capacidad de representación, es dable pensar en un posible incremento de la factualidad en las relaciones de poder. Básicamente por i) la autonomización relativa de los poderes extrainstitucionales respecto de las instancias políticas de la derecha, y ii) la falta de canales únicos y precisos que concentren la interlocución del gobierno con los diversos entes políticos y político-corporativos del ámbito derechista.
El tercer problema previsible es que la bancada parlamentaria de derecha que se elija en diciembre o parte de ella, tienda a comportarse muy condicionada por improntas político-corporativas. Es obvio que el interés político-electoral de los poderes extrainstitucionales de la derecha está puesto en la composición del Parlamento, concibiéndolo – nuevamente – como una institución en la que se puede ejercer con éxito una política de defensas corporativas.
La situación de la derecha se presta para que surjan articulaciones focalizadas entre candidatos al Parlamento y grupos o agentes de los poderes factuales de la derecha, alimentando conductas parlamentarias preferentemente político-corporativas.
Y un último problema hipotético que puede plantearse a raíz del cuadro establecido, es el afianzamiento de una suerte de “cultura política” transversalmente “oficial” de absoluta autocomplacencia con el estatus político vigente. Una “cultura” sin discurso explícito, incluso inconsciente, pero subyacente y operativa en las prácticas políticas.
Una situación muy cómoda
El escenario descrito y visualizable implica de hecho una tendencia a consolidar un estatus político que se viene insinuando desde hace años y que consiste, esquemáticamente, en un sistema que:
- le asigna el gobierno a la Concertación,
- la facultad de veto parlamentario a la derecha – para lo cual es imprescindible su sobre representación a través del binominalismo -, y
- le concede auto representación político-fáctica a los poderes extrainstitucionales.
Podría argumentarse que un sistema tal es inviable porque violenta visiones democráticas y lógicas políticas intrínsecas a los partidos. Y ese argumento sería impecablemente correcto si se refiriera a plazos relativamente extensos. Pero en los plazos inmediatos y mediatos la viabilidad de tal sistema está amparada por cálculos de racionalidad política y de funcionalidad.
A la Concertación le complace gobernar sin complicarse mucho. En el fondo de su alma el poder extrainstitucional está complacido del orden político que nos rige. La derecha, al menos por un buen par de años, va a tener que complacerse con ser oposición sobre representada. Y el país funciona bien con todas esas complacencias.
Este conjunto de complicidades autocomplacientes es demasiado tentadoramente confortable como para negarse a dejarlo estar… hasta que aguante. Y el cuadro político-electoral existente y visualizable permite que aguante.