Sección: Política y modernidad: Cambios, instituciones y actores
El Partido Socialista frente a las modernizaciones y a la modernidad
Antonio Cortés Terzi
DIAGNÓSTICO GENERAL
Las dos transiciones
Desde la instalación de la democracia Chile está cruzado por dos tipos de transiciones: la transición de la democracia propiamente tal y la transición que se origina en el proceso modernizador inaugurado por la dictadura. Una y otra están articuladas mucho más orgánicamente que lo que se ha previsto en los análisis y en la acción política.
En la medida en que se han resuelto muchos de los tópicos básicos y propios de la transición democrática (funcionamiento de las instituciones, término de las amenazas de regresión autoritaria, creciente normalización de las relaciones político-institucionales, etc.), los temas pendientes ya no obedecen sólo a la lógica de la democratización sino también a la lógica de la modernización.
De allí que sea conceptual y políticamente desacertada la tesis que afirma la necesidad de cambiar el eje de la conducción política desde los problemas de la transición a los problemas de la modernidad. La imbricación de ambos fenómenos es resultado, lisa y llanamente, de la realidad misma y no de visiones doctrinarias. Las reformas institucionales, por ejemplo, son requeridas tanto para una mayor democratización como para la instalación de una normativa que favorezca las modernizaciones.
Los debates al seno de la Concertación en materia de transición – y que se manifiestan empíricamente – tienen que ver más con concepciones distintas acerca de la modernización que con simples diferencias tácticas en torno al cómo enfrentar las reformas pertinentes.
Visión modernizadora del gobierno
Debería estar claro que el gobierno concibe las modernizaciones desde una óptica muy cercana a la neoliberal y con un fuerte contenido tecnocrático. Asumir aquello no es ni peyorativo ni alarmante. De un lado, porque es una fórmula racional y probadamente eficiente en algunos aspectos. Y, de otro lado, porque las fórmulas alternativas no poseen, hasta ahora, una integralidad y solidez suficientemente competitivas.
Pero quizás lo más importante radique en un fenómeno que para el socialismo es crucial internalizar: no hay, en el presente, fuerzas sociales estructuradas en condiciones de constituirse en el soporte objetivo de una modernización de otro tipo. Por cierto que esto está vinculado a la fragilidad de las políticas alternativas y al relativo abandono que sufre el universo social de parte de los partidos, por consiguiente es una situación reversible. Pero el dato que existe hoy es el señalado.
La dinámica modernizadora del gobierno entraña límites y riesgos. Su contenido social depende en exceso del crecimiento económico y éste del aparato exportador. Por ende, está fuertemente condicionado por variables exógenas. Pero, además, el crecimiento está presionado por dos desafíos: la expansión del aparato exportador hacia el sector secundario y la finalización de condiciones que, en el pasado, fueron determinantes para el ímpetu del modelo. Vale la pena destacar tres de ellas:
• el virtual agotamiento de las privatizaciones como mecanismo para aumentar los recursos fiscales;
• el fin de la inestabilidad política y económica de casi todos los países latinoamericanos, lo que se traduce en potenciales mayores mercados, pero también en un mayor número de competidores en los mercados internacionales; y
• el deterioro de ventajas comparativas en el agro – y también en la minería – por la operatoria de la “ley de renta”, según las teorías de Ricardo y Marx.
Todo esto conlleva, al menos, dos amenazas: por una parte, la inseguridad para lograr las tasas de crecimiento requeridas para nutrir las políticas sociales y tornar viable el “chorreo”. Y, por otra parte, aun cuando los índices de crecimiento se obtengan, las necesarias reconversiones planteadas a la economía nacional pueden generar trastornos sociales álgidos.
Pero más allá de lo señalado, el modelo gubernamental no contempla a cabalidad una estrategia socialmente expansiva de la modernización, salvo respecto de la extrema pobreza (y aun ese punto es discutible). Está claro que el crecimiento no es garantía de mayor equidad distributiva y que, para estos efectos, las políticas redistributivas son imprescindibles. Ahora bien, en relación a este tipo de políticas las debilidades son categóricas. Están limitadas, antes que todo, por los acuerdos tomados con la derecha en anteriores reformas al sistema impositivo. Pero el mayor problema radica en la alianza factual establecida por el gobierno con el empresariado en torno a la estrategia modernizadora. (Punto sobre el que volveremos en mayor detalle).
Condicionado el gobierno por estos dos factores, el mecanismo redistributivo que resta es la presión social y la negociación gremial. Sin embargo, el eje modernizador hegemónico se sustenta en considerandos de disciplina laboral y social contrarios, de hecho, a la aceptación del conflicto como ingrediente de una modernización expansiva. Cuestión que no revestiría la gravedad que tiene si no fuera por el frágil estado en que se encuentra la organización social y sindical.
En suma, la estrategia modernizadora es esencialmente dirigista, con sesgos autoritarios y sostenida en una alianza tecnocrático-empresarial. Su potencialidad extensiva, que sin duda la tiene, es azarosa – en el sentido de que no está planeada y razonada con especificidad dentro de la estrategia modernizadora – y sectorial, tanto en aspectos sociales como en otros de carácter extraeconómicos (culturales, científicos, comunitarios, políticos, etc.).
Por otra parte, la modernización definida sugiere el desarrollo de dinámicas desequilibrantes, muy en especial por cuanto tampoco contempla las adecuaciones políticas e institucionales que el proceso demanda y que demandará con más energía en proporción a su propio desarrollo.
Cabe insistir por último en dos cuestiones que sobredeterminan la estrategia en discusión. De un lado, resulta de una proyección lineal de las situaciones que hoy caracterizan a Chile y al universo. Es decir, en esta concepción no hay incorporación de hipótesis de modificación de los macro-escenarios. Y de otro lado, el esquema en marcha no puede ser criticado como producto arbitrario de intereses y/o ideologías. Posee condicionantes materiales objetivas y, además, objetivamente la condicionan la carencia de terrenales modelos más progresistas de modernización.
El riesgo de la derechización de la acción gubernamental
No es rigurosamente válido suponerle derechización al gobierno por inscribirse en determinadas dinámicas propias de las doctrinas económicas neoliberales. Muchas de esas medidas son insoslayables para cualquier gobierno que asuma con responsabilidad sus tareas.
En primer lugar, porque las lógicas económicas hace difícil, o imposible en casos, modificaciones radicales y en breve tiempo de las inercias de la economía. La mayoría de los grandes hechos revolucionarios muestran frustraciones, precisamente, por no haber respetado la dinámica de las herencias económicas.
En segundo lugar, porque ciertos conceptos y normas del neoliberalismo obedecen a racionalidades respetables. Si se observa, por ejemplo, el énfasis neoliberal en el crecimiento como factótum para el bienestar global de la sociedad, no es una máxima muy distinta a la de Marx en cuanto a que el desarrollo de las fuerzas productivas es condición sine qua non para aspirar a formas más avanzadas y justas de organización social.
Se impone el esquema neoliberal, en tercer lugar, porque es la filosofía que rige hegemónicamente en el empresariado más poderoso. En una economía de mercado, el empresariado juega roles factualmente direccionales, es un interlocutor poderoso e imprescindible en la definición de políticas. Ergo, es natural que el neoliberalismo, en tanto doctrina empresarial, se filtre en todas las decisiones políticas.
Por último, la fuerza del neoliberalismo está vinculada también al poder político de la derecha, sobredimensionado merced al sistema institucional.
Nada de lo anterior explica ni autoriza a la aceptación del neoliberalismo en su connotación de filosofía, de concepción de sociedad, de paradigma de las relaciones sociales. Es precisamente en ese plano, en su dimensión de pensamiento totalizador, donde radica la necesidad de una política antineoliberal.
El riesgo de derechización del gobierno está originado en varios factores que a continuación se puntualizan:
1. En la carencia de una visión progresista integral de la modernidad.
Ello implica que la modernización corre por cauces economicistas y, por ende, muy filtrada por una realidad en que los cánones neoliberales son dominantes.
2. En una política hacia el empresariado en la que de hecho se le asigna un papel de aliado fundamental y privilegiado en las tareas modernizadoras.
Y es distinta esta apreciación de la que debiera ser: concebirlo como un actor crucial, pero también particular y corporativo, por ende conflictivo, en el proceso modernizador.
Dicho sea de paso, el tratamiento dado por el gobierno al empresariado entraña errores casi ingenuos. De un lado, sus fracciones más importantes no responden con “lealtad” a ese trato, en el sentido de su persistente incondicionalidad de alineamiento con la derecha política. Y de otro lado, la condescendencia del gobierno es aprovechada para presionar por mayores concesiones.
3. En las modificaciones socio-culturales que afectan a la DC.
El progresismo democratacristiano tuvo dos antecedentes básicos: de un lado, la convicción de que sin reformas sociales, principalmente en el agro, la gobernabilidad en América Latina era precaria, lo que a su vez implicaba riesgos de ascenso de la izquierda con la consiguiente mayor inestabilidad y/o de advenimiento de regímenes socialistas. Y, de otro, por la adscripción a la concepción socialcristiana de grandes contingentes populares y, particularmente, de estamentos medios en crecimiento, frustrados en sus aspiraciones modernizadoras por el predominio de una economía agraria atrasada y obstaculizadora de las perspectivas industrializadoras y tercializadoras, ambos procesos claves para la reproducción ampliada y para la movilidad social de esos conjuntos.
Dicho de otra manera, la DC representó en su momento de auge una propuesta de modernización capitalista en confrontación con lo más arcaico del sistema, con capacidad socialmente expansiva y con apoyos protagónicos de fuerzas sociales subalternas.
Ahora bien, sin esos escenarios propios de la “guerra fría”, sin amenazas de “comunistización” de los conflictos, y sumados a la modernización todos o casi todos los conjuntos propietarios, la DC tiende a perder sus ingredientes progresistas de carácter social e instrumental. Deviene, en otras palabras, en un partido del status, en la medida en que el capitalismo como globalidad impulsa la modernización.
Por cierto que en su interior subsisten expresiones progresistas, derivadas principalmente de sus inercias doctrinarias y de las presiones de las fracciones populares que perviven de su pasado, reavivadas con energías en la lucha por la recuperación de la democracia.
La DC se mueve en esa conflictividad interna y su solución es uno de los fenómenos que definirán rumbos históricos. Por lo pronto, lo que se observa es que el grupo gubernamental hegemónico responde menos a los rasgos tradicionales de la DC, está más distante de las sensibilidades partidarias de corte popular y progresista. Es claro que ello no se traduce en una hegemonía de este grupo dentro del partido, pero también es claro que la acción del partido está muy condicionada por la hegemonía gestada al seno del gobierno. De manera factual, por consiguiente, el progresismo DC pierde poder, tanto dentro del gobierno como al interior del partido.
4. Este conjunto de factores se conjugan para “ofrecer” una potencial proyección de derechización del gobierno.
Sin un modelo modernizador progresista, intelectualmente elaborado y organizado como acción, el gobierno deberá optar por la dinámica modernizadora ya instalada en el país, dinámica que con naturalidad le confiere al empresariado el papel protagónico.
Ahora bien, en los planos político y social Chile no posee – pudiendo existir – una fracción empresarial asimilable a políticas progresistas, por consiguiente la alianza gobierno-empresarios se transforma en un componente objetivo de derechización. Por otra parte, el camino modernizador elegido, al no contemplar una integración activa de las bases sociales propias de la Concertación y, por el contrario, al amenazar corporativamente a algunos de los segmentos de estos conjuntos, conllevaría a un socavamiento paulatino del sustrato de apoyo originario del gobierno, lo que a la postre repercutiría en la “lealtad” de los partidos de la Concertación.
En esa dinámica, es obvio que la derecha política se constituiría en un posible aliado, al menos puntual, para el desarrollo de políticas modernizadoras de cuño tradicional.
Tres alcances sobre lo dicho hasta aquí.
En primer lugar, la tendencia derechizadora del gobierno es una tendencia objetivada por factores precisos, por lo mismo no puede ser interpretada como una definición ideológica, ni menos como un “plan” premeditado.
En segundo lugar, es menester razonar esta tendencia como tal, no como una “ley” inexorable.
Y en tercer lugar, debe tenerse en cuenta que la hipotética derechización no implica que el modelo modernizador que entraña deje de contar con soportes sociales masivos y de extracción popular.
La cuestión del PPD
Revaluar el carácter y contenido político del PPD es una necesidad clave para los efectos de identificar la verdadera fuerza de la izquierda de la Concertación.
El PPD es un partido en formación y, por consiguiente, su identidad se encuentra también sometida a proceso. Es claro que ese proceso ha tenido ya sus primeros resultados: la pérdida de influencia de los sectores de origen socialista histórico e, incluso, cristianos. Pérdida no sólo medida en términos de liderazgos sino, principalmente, en connotación cultural. El último evento interno de ese partido dejó de manifiesto la creciente hegemonía de su fracción autodefinida liberal.
Pero más allá de esta definición doctrinaria, importa constatar otros fenómenos.
En primer lugar, su sociología interna y su principal núcleo de apoyo electoral proviene de sectores medios modernos, esto es, de conjuntos medios articulados estructuralmente a las dinámicas de punta de las modernizaciones. A través de éstos, y por su intermediación, accede a liderazgos en capas medias inferiores, las más de las veces desarticuladas como fuerzas sociales. Esta característica le permite al PPD ser uno de los partidos de la Concertación con menos presiones corporativas y con menos dependencia de los universos laborales organizados. Se puede decir que aquellos conflictos sociales que son producto de los rezagos de la modernidad no se le internan en el aparato-partido, los vive y los atiende como realidad externa. En tal sentido cabe aceptar que es uno de los partidos más modernos del escenario nacional, porque socialmente está instalado en la zona beneficiada de la modernización.
En segundo lugar, el liberalismo y el progresismo del PPD, en lo sustancial no se amparan en un cuerpo doctrinario, en una cosmovisión, sino que proviene de la inserción sociológica descrita. Su progresismo, por ejemplo, está menos radicado en una voluntad y en una “utopía” de justicia social, que en una confianza tecnocrática en la modernización, propia de los estamentos que juegan roles técnico-organizativos y direccionales en ella. Su liberalismo, por otra parte, es una consecuencia empírica, factual, de la individualización que estructuralmente le está propuesta a los conjuntos sociales que adscribe, tanto por sus funciones productivas como por sus libres desplazamientos en el mercado. Así, el discurso liberal del PPD es, de hecho, elitario, destinado a fracciones en las cuales lo comunitario es un agregado y no una condición para ejercicios libertarios, como lo sigue siendo todavía para grandes conglomerados subalternos.
Para el PPD, en consecuencia, hay considerables puntos de coincidencia con los rumbos modernizadores impuestos en Chile y que se condicen también con las potencialidades de “derechización” de la modernización impulsada por el gobierno.
Quizás si lo fundamental en estas coincidencias radique en una sui géneris visión tecnoburocrática del ”chorreo” modernizador que subyace en el PPD y en el equipo hegemónico del gobierno. El chorreo neoliberal sostenido por capas del empresariado y por la derecha tiene cada vez más matices de vulgar ideología, de discurso justificador de intereses parciales. Aquí la tesis del chorreo pone como condición primaria no afectar las tasas de ganancias del empresario individual. Es decir, todo carácter expansivo que pueda adquirir la modernización sólo puede provenir a posteriori de una mayor acumulación de riqueza del sector empresarial. En esa lógica, la modernización no busca a priori el beneficio social. Este debe venir por añadidura al enriquecimiento personal y selectivo. De allí que la inequidad distributiva sea considerada un resultado insoslayable del progreso.
En el concepto tecnoburocrático la hipótesis del chorreo modernizador sigue vigente. Las diferencias con la concepción neoliberal estriban en dos puntos: de un lado, no sitúa a la ganancia como propósito primario e indiscriminado de la modernización y, de otro, integra como finalidad preconcebida la integración masiva a la modernización, Sin embargo, la tesis del chorreo rige aquí a partir de la confianza en la expansión de las modernizaciones a través del buen uso técnico-racional de los factores que son intrínsecos a las mismas. Es decir, concibe el progreso conjunto de la sociedad en tanto que las racionalidades técnicas empleadas en los momentos avanzados de la modernización se introducen en los mundos rezagados.
Ahora bien, esta visión técnico-economicista de la modernidad del PPD y que refleja coherentemente el “sentido común”, la ideología espontánea de sus principales adscripciones sociales, factibiliza encuentros con políticas de la derecha modernizadora y, en la coyuntura, le da mayor consistencia al eje conductor del gobierno.
El PS en el cuadro global
El escenario actual y su proyección ponen al PS en riesgo de aislamiento cultural y político. No sólo por cuanto la conducción gubernamental recrea un cuadro de estrategias y de alianzas dentro del cual el socialismo no cabe con comodidad y naturalidad. También, de alguna manera, el PS reproduce el relativo asilamiento que afecta a su base de sustentación social. Por cierto, en estricta dinámica política, esto no reviste hoy un dramatismo mayor. Sin embargo, la prolongación de este estado de cosas plantea, evidentemente, la posibilidad de escenarios más negativos y que comprometen a todo el progresismo y al propio gobierno de la Concertación.
Salir del escenario de derechización es difícil, pero absolutamente posible, a condición de asumir dos problemas cruciales.
1. Para ninguna coalición es fácil mantener visiblemente su carácter progresista mientras se es, a su vez, gobierno. Por naturaleza propia, gobernar implica preocupaciones por la estabilidad, por la imagen de gobernabilidad y por el apego a la institucionalidad. Todo lo cual genera inevitablemente, en mayor o menor medida, compromisos con el status. Por lo mismo, las fuerzas gobernantes tienden a perder posibilidad y/o voluntad de crítica al sistema. Obviamente, esta situación objetiva afecta en grado superior a las fuerzas más progresistas de la coalición.
En términos más prosaicos, hay una suerte de “derechización” intrínseca e insoslayable en cualquier bloque gobernante.
Sin embargo, constatado este hecho y precisamente en virtud de él, un gobierno que integra progresismo debe desarrollar líneas de acción permanentes que, al menos, tengan como propósito enviar señales que reafirmen su contenido progresista. Hasta ahora esa ha sido una carencia del gobierno. Por otra parte, los límites legítimos que se le imponen a un gobierno para sostener visiones críticas, impele a que el contenido progresista de la alianza gobernante no puede quedar restringido a las actividades y discursos del gobierno. Es trascendente, en tal sentido, las conductas parlamentarias, de los partidos y de las fuerzas sociales. Y particular importancia revisten en estas materias las políticas comunicacionales.
2. La “derechización” de la que aquí se habla – y hay que insistir en ello -, responde a dos fenómenos. De un lado, a condicionantes estructurales y políticas que presionan para ello y que no pueden ser resueltas sino a través de procesos que demandan tiempos considerables. Y de otro lado, al asentamiento de ciertas visiones sobre modernización que, efectivamente, se condicen con lógicas derechistas. Ambos fenómenos se retroalimentan, creando un círculo reproductivo resistente a las modificaciones.
No obstante, la ruptura de ese círculo también está permitida por dos factores. Primero, por cuanto las conceptualizaciones de matriz a aproximación derechista al seno de la Concertación no están amparadas en partidos específicos, sino que los cruzan a través de fracciones que tampoco, en general, son mayoritarias, sino que se han impuesto por dinámicas más bien fácticas. Dicho de otra manera, el progresismo transversal en la Concertación continúa siendo la vertiente predominante, a pesar del opacamiento doctrinario y político que enfrenta. Y segundo, lo que es más importante, aunque más difícil de resolver, porque la modernización que rige la política del gobierno no tiene una contrapartida de modelo alternativo suficientemente elaborado y consistente. Es decir, todavía hay espacios para un debate que termine por definir la estrategia modernizadora.
MODERNIZACIÓN SOCIALISTA
El PS no posee una concepción decantada acerca e la modernización. Demostrativo de ello es que en su interior es uno de los tópicos más recurrentemente discutidos. Esta carencia es uno de los elementos que impiden una competencia adecuada con los criterios modernizadores hegemónicos.
En seguida se desarrollan algunas ideas sobre la materia, en el ánimo de poner el acento sobre los ejes determinantes de un concepto de modernización socialista distintivo de los conceptos neoliberales y tecnoburocráticos.
La esencialidad conflictiva de la modernidad
Desde sus inicios y durante los siglos que ha transcurrido, la modernidad se ha desplazado siempre por carrilles contradictorios. De allí que ella no designe por sí misma un propósito único y universalmente compartido a alcanzar. Y de allí también que resulta arbitrario pretender definirla positivistamente por algunos de sus rasgos. La modernidad se vuelve incomprensible e inexplicable sin antagonismos. Esto quiere decir, entre otras cosas, que los conflictos de la modernidad no dicen relación sólo ni principalmente con lo premoderno, sino con su propia naturaleza.
La modernidad es un proceso que objetiviza el planteo de determinadas utopías, la realización de éticas históricas, pero que no las resuelve por su sólo devenir. Por el contrario, su dinámica espontánea es de contrastes, de afirmaciones y negaciones simultáneas de sus propios logros.
El gran salto adelante que representa la modernidad respecto de las etapas precedentes es que abrió la historia a lo opcional. Desde su advenimiento hay una historia construible a partir del imaginario y de la capacidad de los seres humanos. La humanidad contemporánea dispone de un instrumental que le permite múltiples opciones de destino. Proclamar “*el fin de la historia*” es una de ellas. Responde a intereses y voluntades particulares gestadas por la modernidad. Pero, por cierto, no es la única alternativa.
Junto a esta opcionalidad, la modernidad ha desarrollado tres componentes que son, a su vez, la clave de su devenir: la racionalidad secular, la libertad y la individualización. Estos cuatro caracteres han sido – y son -, al unísono, sus frutos y sus dramas.
Sobre la base de la racionalidad se han alcanzado progresos económico-técnicos notables, a costa, sin embargo, no sólo de la irracionalidad en sus contenidos sociales, sino también de irracionalidades de la propia razón. La opcionalidad, por ejemplo, se ha reducido al azaroso devenir del alma de las cosas, a una racionalidad cosificada que escapa al ejercicio de la racionalidad humana. Pérdida que amenaza, a su vez, con la conversión de la libertad en inutilidad, en una facultad formal, expresada en hombres inertes y pasivamente libres y, por lo mismo, incapaces de disfrutar de los espacios individualizadores que ofrece la modernidad.
El socialismo es hijo de la conflictividad moderna. Es, a la par, su crítico y heredero. Desde sus orígenes ha constituido su polaridad rebelde, insatisfecha. La modernidad en sí no es su paradigma, pero sí su ámbito natural de desenvolvimiento. Ambiciona los ofrecimientos esenciales de la modernidad – opcionalidad, libertad, individualización y racionalidad -, en la convicción de que sólo son realizables de manera socialmente integral y a través de actos impulsados por voluntad colectiva.
El socialismo disputa la conducción de la modernidad para fines preconcebidos propuestos por ella, pero cuya consecución implican su natural superación histórica. El socialismo, en consecuencia, lejos de estar interrogado por el avance de lo moderno, se torna más necesario y funcional en la medida que la modernidad progresa con sus insoslayables conflictos y frustraciones. La modernidad reproduce socialismo espontáneamente en su acepción de pensamiento crítico. Pero también lo reproduce como alternativa de modernidad, de cambio social.
Racionalización de lo social
Los proyectos modernizadores en juego han puesto como factótum de la modernidad el crecimiento económico y las lógicas económicas enajenadas de otras variantes. O, pero aún, han reducido lo económico a las leyes positivistas que supuestamente rigen el mercado y, desde allí, a la economía de una sociedad y a la sociedad misma.
La economía, en su carácter de ciencia y técnica, y el mercado, son instrumentos gestados por la experiencia y la razón, que, como muchos otros – Estado, leyes, sistemas educativos, etc. – apuntan a una existencia social racionalmente ordenada, dinámica, satisfactoria. Es decir, economía y mercado responden a un propósito primigenio y totalizador que es la racionalización de la vida en sociedad.
Sin embargo, el desarrollo de los instrumentos económicos mercantiles, a través de procesos históricos conocidos, ha ido acompañado de escisiones del universo social que implican la presencia de poderes grupales diferenciados y privilegiados, transformado el carácter inicial de esos instrumentos: de su necesario propósito de racionalización social a una racionalización afín a intereses particulares y, por lo mismo, a una irracionalidad respecto de lo social.
Ahora bien, puesto que las lógicas de la economía de mercado son las que permiten privilegios y poderes jerárquicos particulares, en uso de esos poderes los grupos privilegiados han extendido esas lógicas a la condición de lógicas válidas para todo el ordenamiento social. Las críticas socialistas a la economía de mercado se orientan en tal sentido:
1. Son específicas a las formas mercantiles que el capitalismo impone. No hay un rechazo doctrinario absoluto al concepto y práctica de mercado, en el entendido de que el modelo actual de mercado no es único y exclusivo.
2. Se dirigen a la negación terminante de que el conjunto de relaciones y ordenamientos sociales se subordinen a las leyes y prácticas libremercadistas. El socialismo es “anti-mercado” en cuanto la operatoria indiscriminada del mercado irradia más allá de lo económico y deviene en determinante cultural.
3. Interroga a la economía de mercado toda vez que su implementación contemporánea introduce elementos irracionales en la finalidad social de la economía y que, a la postre, conforman una permanente amenaza a la funcionalidad global de la economía.
Ahora bien, en el plano propositivo, para el socialismo el meollo del debate económico está en el sometimiento de la economía a una racionalidad de contenido social, racionalidad dictada por eso propósito, es decir, desde una óptica socialmente totalizadora, y no desprendida del sesgado razonamiento de una economía de mercado.
Es claro que para el socialismo ya no puede estar planteado el dilema entre economía de Estado y economía de mercado. El quid es la racionalización social de la economía. Todo lo demás son discusiones sobre instrumentalización de ese fin. En el fondo, el sello socialista sobre esta materia ha sido siempre éste y no el de la economía estatizada. Si se observa, en el frustrado concepto marxista de planificación central lo que existía era una propuesta específica, técnica, de cómo racionalizar socialmente. El estatismo, tal como se aplicó, no podía rendir el fruto deseado, simplemente, porque los Estados socialistas no correspondían a un efectivo hecho de colectivización de la decisiones.
Incluso en las teorías sobre la economía de mercado está explícito el reconocimiento a la necesidad de racionalización social. En el liberalismo, viejo y nuevo, está la tesis de que el mercado cumple una función socializadora sobre las decisiones económicas.
Redistribución del poder
La racionalización social de la economía es, terrenalmente, un problema de poder. Es el cómo los diversos sectores sociales y los individuos se incorporan a las decisiones sobre demandas y ofertas económicas en uso de libertades y capacidades reales.
Los modelos modernizadores sustentados en el chorreo neoliberal y tecnoburocrático no observan este factor. Lo más lejos que llegan, particularmente en el segundo modelo, es a promover la regulación estatal del mercado, pero destinada a corregir abusos, anormalidades del libre mercado, nunca orientadas a una modificación de las esencias mercantiles que impiden la racionalización social del progreso.
El punto clave radica en que la inercia del mercado ha configurado una formidable concentración de poder en grupos restringidos y que ese poder determina el funcionamiento del mercado en una dinámica de reproducción infinita de tal poder. Sin alterar esas situaciones es evidente que la modernización seguirá sus caminos conocidos.
Modificar las relaciones de poder pasa, indudablemente, por transformaciones en las esferas propias de la política. Pero eso no es suficiente. En primer lugar, porque los poderes factuales son de tal magnitud y poseen tantos recursos extrainstitucionales para ejercerlos, que resulta inviable contrarrestarlos sólo desde normativas políticas. Y, en segundo lugar, porque los espacios de la política, aun bajo el imperio de una avanzada democracia, actúa siempre en planos en los cuales la incorporación ciudadana a las decisiones es sólo global y esporádica.
Es esto lo que exige que una modernidad socialista incluya una política de desarrollo de la sociedad civil. Concepto al que se ha hecho mucha referencia en los últimos años, pero sobre el cual no existe claridad ni menos acercamientos prácticos.
Puede concebirse la sociedad civil como el conjunto de instancias que, ubicadas en los niveles naturales de desenvolvimiento de la vida cotidiana, articulan lo corporativo y lo político en torno al primer momento. Vale decir, que son capaces de originar demandas/respuestas vinculantes de lo reivindicativo y de la conducción de los procesos en los que están directamente involucradas.
Dicho de otra manera, una concepción socialista de la modernidad debiera postular la competencia entre los sectores distintivos que componen cada instancia de la sociedad civil, por la dirección de sus espacios, de suerte que, de un lado, la diversidad social sea activa en la definición de la modernidad y en las prácticas modernizadoras y, de otro lado, el propio ejercicio competitivo contribuya a la realización extensiva de los valores de la modernidad: libertad, racionalidad social, opcionalidad e individualidad.
Las imprescindibles fuerzas sociales
La conceptualización socialista de la modernidad obliga a retomar el viejo tema de las fuerzas y bloques sociales. En efecto, las políticas pensadas sólo en relación a la condición de ciudadanos, son idóneas para las fórmulas modernizadoras que se mueven dentro de las esencialidades del estatus. Por el contrario, si se piensa en una modernidad intrínsecamente conflictiva y disputada en su conducción, y si se entiende que esa disputa comprende a la cotidianidad de la sociedad civil, entonces ha de recurrirse a un activismo social estructural y permanente.
Al seno del propio socialismo actual, algunas corrientes ven con sospecha la tesis de reponer la idea de “vanguardias” sociales. Por cierto que hay sobradas muestras históricas que legitiman esas sospechas. Para los efectos de este artículo no procede entrar a la discusión en torno a las clases sociales y a la existencia o no de roles históricos para ellas. Bastan, por lo pronto, los datos empíricos: desde el advenimiento de la modernidad ningún grupo social había dispuesto de tanto poder concentrado como el que posee hoy el empresariado de punta. Es decir, tácticamente la tendencia modernizadora hegemónica tiene una “vanguardia social” identificable. Cuestión indicativa de que las “vanguardias” subsisten y que el curso de la modernidad depende de cómo se ordenan las fuerzas que compiten en su interior.
En esta materia no es difícil despejar un tema: ni la clase obrera tradicional ni los trabajadores tradicionales en general, conforman el mejor universo social potencial para cumplir papeles de soportes sustanciales y suficientes para una política de modernidad socialista. Principalmente por dos razones:
• porque no se ubican en las estructuras definitorias y dinamizadoras de las modernizaciones; y
• porque las modernizaciones que entraña el estado presente de la modernidad en sí, aún con la impronta socialista, afectan en lo inmediatamente corporativo a esos conjuntos.
Pero paradojalmente, ese universo social es imprescindible para el proyecto socialista. En primer lugar, porque sus conflictos con la modernización configuran una resistencia espontánea a las tendencias modernizadoras hegemónicas. Y en segundo lugar, porque su mundo socio-cultural constituye una de las principales fuentes de reclutamiento del trabajador moderno.
Es este último, ciertamente, el que empieza a reunir las condiciones estructurales sobre las cuales erigir una modernidad socialista. Quizás si la demora en el asentamiento de un proyecto socialista de la modernidad tenga que ver, precisamente, con el desarrollo todavía incipiente, en términos sociológicos y culturales, de los nuevos tipos de trabajadores. Si es así, quiere decir que la consolidación del proyecto tendrá que marchar a la par con políticas que le den cuerpo de categoría social a los grupos de trabajadores emergentes.