Sección: Partido Socialista: Recomposiciones y debates
El PS y el aprendizaje de la historia
Eduardo Rojas
El reciente artículo de Antonio Cortés Terzi titulado “PS histórico y la alianza interna mapu mir” ha abierto un debate que, a la luz de sus argumentos y contraposiciones, no puede sino considerarse necesario y relevante, buena oportunidad para discutir productivamente sobre temas que incumben a todo el espacio democrático.
Aún considerada la prudencia al uso en los pensadores progresistas chilenos de hoy, no parece aconsejable discutir sólo las afirmaciones menos polémicas o menos políticas de Antonio Cortés (AC), como puede recomendársenos. Pues aunque el autor no se toma la tarea de fundamentar algunos juicios, sus tesis en conjunto trascienden lo inmediato y comprometen la imaginación que socialistas y progresistas tienen o se hacen de su historia, la política y futuro del país.
¿Cuáles son esas tesis? Podría responderse que son de un doble carácter. Por una parte, la afirmación de una teoría implícita, según la cual ciertas culturas políticas, como las del Mapu y las del MIR, son en el PS una fuerza política actuante. Por otra parte, la afirmación política explícita que una de esas fuerzas, el ex mirismo, es un “partido paralelo”, elitista, que margina al “socialismo histórico” e impide que el PS se constituya en un factor de reconstrucción de una cultura de izquierda, en condiciones de disputar a la derecha la hegemonía de la sociedad.
En realidad hasta allí el discurso no es muy convincente ni en su aspecto de teoría ni en el de política. Las respuestas que ha suscitado así lo dejan ver. Por ejemplo, E. Águila resuelve la dificultad teórica de equiparar cultura y organización por la vía de transformar las ideas de AC en un programa cuyo objeto es salvar la “identidad actual y futura del PS”, ciertos valores y prácticas políticas progresistas, su carácter laico y su laicismo militante, su sensibilidad latinoamericanista y tercermundista y la interrupción y desnaturalización del proceso de “renovación socialista”, capturada por un ideario liberal y moderado producto del ejercicio del gobierno desde 1990. En el nivel de la política, Gonzalo Martner objeta el uso de la descalificación personal que, al explicar las diferencias por los orígenes militantes de cada cual, confunde la política interna partidaria con pugnas tribales y su motivación con intereses particulares o personales, impidiendo al partido debatir el interés general: un proyecto democrático e igualitario para el Chile de hoy. Para Oscar Garretón, en fin, postular la existencia de una “alianza Mapu Mir” es un exceso interpretativo ideologizante que dificulta al PS “agregar valor” a su historia con los aportes de esas experiencias partidarias y no le permite ser hoy, como fue ayer, un partido popular intérprete de sectores “subalternos” de la sociedad, tan distintos a los del pasado.
No obstante, interesa destacar que, si de la identidad y el proyecto del PS se trata, cabe esperar de la experiencia intelectual y política de AC mucho más que lo resaltado por sus tesis y las ayudas de sus sostenedores o críticos. Discutirlas productivamente, entonces, exige una referencia a propuestas que, sobre el mismo tema y quizás con la misma pasión, hizo en el pasado y que tenían una base argumental considerable.
Hace un año, el autor sostenía que luego de realizado el congreso del PS y elegida la nueva dirección se había instalado en ésta una “Santa Alianza” de las principales tendencias internas, en condiciones de restaurar el orden amenazado por la “rebelión de las bases”. Esa rebelión venía agrupando a militantes del “socialismo histórico” excluidos normalmente de la política partidaria y altamente críticos de los gobiernos de la Concertación. Un “fantasma plebeyo” recorría el PS y, en respuesta, las elites dirigentes cerraban filas e instauraban el orden requerido por el apoyo al gobierno del Presidente Lagos. Se consagraba así una especie de “obsolescencia de los socialistas históricos” e iniciaba una “reconversión del PS” que pondría en peligro su existencia futura.
La idea era que la elección de los dirigentes y del nuevo presidente, Gonzalo Martner, quien más allá de sus méritos intelectuales y técnicos carece del carisma de los líderes históricos partidarios, sólo se explica por las exigencias de la radical reconversión del socialismo chileno que está en marcha. El “socialismo histórico” ya no genera cuadros dirigentes y la valoración de la historia socialista, su signo de identidad, es cada vez más ritual, abstracta y retórica. La sociología del PS cambia, ya no gravitan en él los dirigentes sociales, ni la juventud ni las masas. El partido pierde el sentido popular, reemplazado por una práctica burocrática con los pobres, dominante en la nueva dirigencia, vanguardista, gobiernocentrista y concentrada en la “política de claustros”, donde negocia y decide elitariamente.
Como bien señaló Osvaldo Torres, uno de sus pocos críticos, la fuerte tesis de AC padecía de una ambigüedad teórica notable al dar a la categoría “socialismo histórico” un carácter “esencialista” y “ahistórico”, que impide apreciar las condiciones de vida, relaciones sociales, ideas, programas y actores que lo hacen protagonista o ausente de la historia del partido. Lo que queda, dice la crítica, es simplemente el objetivo político concreto de deslegitimar al nuevo presidente y dirección del PS.
A partir de allí, es posible una comprensión adecuada de las ideas expuestas por AC. En el plano de la teoría, antes que nada se echa de menos en ellas una explicitación de sus supuestos. Sostener que una “cultura política” (como la presumible en los ex mapu o mir o “socialistas históricos”) es por sí misma una fuerza política, exige una explicación racional y sistemática aceptable y de envergadura inhabitual, si es que es posible. Es cierto que las tradiciones culturales adquiridas en la historia pasada están en la base de cualquier saber, conocimiento, organización y sujeto político.
Sin ellas no hay política propiamente tal. Pero como señala J. Habermas cuando quiere enseñarnos a aprender de la historia, también es cierto que las tradiciones dan identidad pero el problema es que no podemos disponer de ellas a voluntad, no son transparentes ni podemos manipularlas a nuestro antojo, no son material político.
Transformarlas en un recurso, Vg. en una fuerza, presupone un esfuerzo de crítica del pasado que es una comunicación y un conflicto en que participan otros. Puede haber más de una fuerza con iguales raíces y pergaminos en la misma tradición, incluso opuesta a la que el analista destaca. Para el caso, no hay un “socialismo histórico”, o un ex mapu o un ex mir que hagan de su cultura una política, a menos que por una hermenéutica muy lograda construyan una narrativa “verdadera”, la validen y consagren como norma y la transformen en programa de acción pública. Y la argumentación que abone la hipótesis de ocurrencia de semejante proceso organizativo está ausente de los análisis conocidos hasta ahora.
Es sintomático ver cómo la dificultad de la teoría alimenta, así, la dificultad de la historia. Si, como puede recordarse, el MIR fue en su origen una iniciativa de militantes del PS de Concepción, si casi todos sus dirigentes fundadores (desde Miguel Enríquez hasta Edgardo Condeza, pasando por O. Waiss o Enrique Sepúlveda) provinieron de los sectores “históricos” de ese partido, si los programas y tesis que lo trajeron al mundo fueron producto de la discusión interna del PS a mediados de los sesenta y elaborados en esa discusión, en la cual permanecieron por años, por lo demás, ¿Hasta dónde los militantes que vienen del MIR no son o son menos “socialistas históricos” que otros?
En cuanto a la política partidaria, AC sostenía hace un año que la dirección de Martner compensa la disminución de las trazas populares del socialismo histórico con “el apoyo y lealtad” al gobierno del Presidente Lagos, que asegura. Hoy sólo mantiene como objetivo lo que Torres llamó entonces “deslegitimación de la nueva dirección”, en particular de los ex mir, objetivo necesario para evitar la deriva “cupular y elitaria” que ella habría impuesto en el PS.
Pero quedarse en la crítica al internismo o en la denuncia de una ideología que reemplaza, problemáticamente, a la teoría, impide un juicio más comprensivo sobre lo que verdaderamente está en discusión con tesis como las anteriores. Hay una experiencia intelectual colectiva, que creemos compartir y que permite leer a AC sobre el PS de modo que sus énfasis adquieren otra dimensión y valor. La primera es que hechos y testimonios notorios avalan la idea de que la herencia socialista histórica va a contrapelo de la política que el partido lleva adelante, no sólo ahora sino desde comienzos de los 90. La otra es que esa contradicción entre historia y política no sólo dificulta la renovación real del partido sino que entroniza en este un ideal dirigente que ya no es el de “hombre de Estado y luchador social”, como antes, sino sólo su primera parte. Con lo cual el PS puede ser más un partido conservador que un partido de cambio social.
Sobre las dificultades de la herencia histórica, al cumplirse los treinta años de la muerte de Salvador Allende, con base en datos y juicios acreditados, muchos pudimos hacer hincapié en la justeza y verdad de las críticas a una política que parece negar la historia popular del PS. Cuando el reformismo progresista de hoy rechaza las bases que le da el de ayer, es la relación vital entre memoria popular y política popular que resulta quebrada. El partido pierde así capacidad para aprender de la historia, básicamente, porque el aprendizaje político sólo adquiere sentido como un conflicto sistemáticamente procesado con la memoria, que no tiene fin. Por esta razón, y como bien insiste uno de sus “creadores”, J. Arrate, la “renovación socialista”, si quiere proclamarse aprendizaje como pretendió, es inseparable de la revaloración de la historia del partido y de sus contenidos que son “izquierdistas” por populares (1).
Un resultado no menor de ese corte histórico es que el PS termina desligando la memoria del pasado de su función ética para el presente. Ser socialista hoy es actuar como si la memoria de las luchas revolucionarias del pasado dificultara necesariamente los logros democráticos de hoy. Hay más voluntad política para olvidar que para recordar la UP, sobre todo en la dirigencia, sostiene Isabel Allende, ella misma parte de quienes critica. Cuando retornó a Chile, recuerda, se encontró con “un verdadero veto” de dirigentes del PS a la posibilidad de hablar sobre la UP o sobre Salvador Allende (2). El testimonio revela una idea colectiva profunda cuya actitud básica ante la historia es rechazar sin reflexión su herencia, privarse de aprender o, lo que es lo mismo, construir un “dogma”.
En otras épocas, la memoria popular era parte de la política. Militar en un partido como el PS permitía conocer y apropiarse de tradiciones culturales que definían códigos e identidad comunes a la militancia y su extensión en la sociedad. Salvo excepciones, hoy no existen ni las condiciones institucionales ni los procesos formativos que lo hicieron posible. Como bien afirma AC cuando intenta una sociología crítica de partidos y políticos al fin del siglo, estos “han abandonado la función de ser dirigentes de la sociedad, promotores de una educación y de un sentido cívico superior” (3).
Esta crítica abre espacio para otra comprensión del “choque de culturas” en el PS, que ha ocupado nuestro análisis. Durante los primeros años noventa son múltiples los testimonios de insatisfacción de los “luchadores sociales” sobre la concentración de la acción de los partidos progresistas y sus dirigentes en el estado. El dilema entre política de estado y sociedad civil que atraviesa a la izquierda de gobierno durante el período se expresa en la desmovilización política que, en comparación con dos años antes, perciben dirigentes de jóvenes, sindicales y del movimiento social de mujeres que movilizó la protesta popular en la fase decisiva del fin de la dictadura. A sus ojos, esa restricción societal de la política no sólo es dato de realidad, como parece y se alega, sino una intención real y operante. Carolina Tohá, dirigenta socialista de la FECH en las luchas de los ochenta, más tarde funcionaria y diputada del PPD, ve en ese giro de la izquierda gobernante hacia el orden del sistema la causa que impide renovar la práctica política y favorece su deriva hacia una “gestión” administrativa y tecnocrática. Es el momento de los antiguos políticos expertos, la juventud estudiantil que luchó contra la dictadura se retira del espacio público, la generación de líderes sociales que encabezaron la protesta democrática es ahora una generación de técnicos, más interesados en el manejo eficiente del poder que en el cambio de la sociedad:
“Este fue un proceso donde socialmente la gente participó muy poco y hubo, además, muy poca información. Quizás no había otra posibilidad, pero el costo de que fuera así fue muy grande, porque al final de esa vuelta muchos actores que habían sido claves hasta el 88, cuando llegamos al 89 ya no eran protagonistas [...] Primero, porque la política dejó de ser esta gran movilización social y volvió a ser una política de entendimientos y de acuerdos, en que los protagonistas y los expertos eran otros. En segundo lugar, porque fue una política orientada mucho más a hacer factible la conducción del país y menos orientada a cambiar las cosas, y para esto había gente mucho más adiestrada y dispuesta que los dirigentes más jóvenes. Y tercero, porque volvió a ser una política de disputa por el poder, cosa en la cual la generación nuestra era totalmente inepta [...] Toda la gente de nuestra generación no sabía hacer estas cosas, no le gustaba hacer estas cosas, les daba vergüenza y todos fueron de alguna manera expulsados o bien se sintieron más cómodos asumiendo roles en el ámbito profesional privado. De ser una generación de líderes sociales, pasó a ser una generación de técnicos” (4)
Que haya socialistas en el gobierno y en la movilización social, como los hay en los ministerios y en los sindicatos, no implica, todavía, una discusión que vaya más allá de la coyuntura. Las ideas sistemáticas y el modo de reflexión de la izquierda chilena, sus teorías explícitas e implícitas, están aún lejos de un rediscusión metódica de las relaciones contradictorias y complementarias que pueden tener la política y la razón del estado y la política y las razones de la sociedad civil.
Pasarán años para que sea comprensible a los intelectuales y dirigentes socialistas la necesidad de ir, en el tema, más allá de Gramsci, el “joven Marx” y las ideas que equiparan, irreflexivamente, lucha social con “disputa por el poder“5, como tan sugerentemente aclara C. Tohá en la cita precedente. Aunque señalarlo pueda parecer hoy muestra de “romanticismo” decadente, el testimonio de Tohá hace recordar que en los años ochenta, la “renovación socialista” había prometido una nueva política, de militantes a la vez “hombres de estado y luchadores sociales”, según la feliz fórmula de uno de sus impulsores en el exilio:
“Partidos que suponen la existencia de un nuevo tipo de militante, que vive la política como vocación de servicio público, como ciencia del estado y de la transformación social, como arte de masas, como moral de la historia,; militante que encarna todas las dimensiones de la práctica política-estado, sistema político, sociedad de participación- [...] militantes con todos los sentidos desplegados sobre la experiencia, con derecho a la alegría, capaces de reconocerse en errores y temores, fraternales, solidarios y cuyo sentido de trabajo colectivo permite reconocer la fecundidad de la vacilación y la duda: en una palabra, militantes integrales es decir patriotas, hombres de estado, luchadores sociales”. (6)
Hacia fines de siglo, la promesa de nuevos partidos y militancia que hiciera la “renovación socialista” en la década anterior no se había cumplido, no había ya jóvenes que quieran asumirla ni sumar sus razones a las de “viejos” y “viejas” como luchadores sociales. En los conceptos de A. Touraine que evoca la cita anterior, los dirigentes socialistas son ya “hombres de estado”.
La referencia a una teoría de las distinciones entre historia, sociedad y política, quizás la más rica que conoció el siglo XX, la de Hannah Arendt, permite sostener que ese sesgo estatalizante de la práctica socialista contemporánea trae aparejado un sesgo que la tecnifica y le disminuye representatividad de la plural realidad social chilena. En los marcos de nuestra discusión, la hace perder sentido popular. Arendt nos sugiere la sospecha de que el estatalismo de la acción induce un modo de decisión política, de elaboración del juicio sobre su adecuación o inadecuación a la situación social en que actúa, que más que un “juicio reflexionante”, cuya naturaleza toma en cuenta y discierne sobre las acciones e ideas dispares de todos los implicados, es un “juicio determinante”. Un cálculo estratégico técnicamente fundado de aplicación de un conocimiento supuestamente “profesional” a la situación particular. Y cuando esto ocurre el político “hombre de estado” opera según “el mero espíritu de negocio”, ha perdido esa característica esencial de la política que es la acción plural en el espacio público:
“Los seres humanos pueden actuar en tanto que seres políticos porque pueden situarse en los potenciales puntos de vista de los otros; pueden compartir el mundo con los otros al juzgar aquello que tienen en común, y el objeto de sus juicios, en cualidad de seres políticos, son las palabras y las acciones que iluminan el espacio de aparición”. (7)
Si el socialismo está dejando atrás su tradición histórica plural y societal está perdiendo capacidades de juzgar la historia, vale decir de aprender de ella y cambiarla. Está perdiendo también esa tradición popular antidogmática que le posibilitó incorporar siempre tradiciones “extrañas”. Se impone entonces discutir en serio.
Eduardo Rojas, Vicepresidente de la CUT 1970-73, fundador del Mapu en 1969, militante del Partido Socialista desde 1985, Magíster en Ciencias Sociales, es coautor junto a Jorge Arrate de “Memoria de la izquierda chilena”, Tomos I y II
Notas
1) ARRATE, JORGE: “Renovación, post renovación, ultra renovación”, Santiago de Chile, Rev. Rocinante, octubre de 2002.
2) ALLENDE ISABEL: Entrevista en El País de Madrid, publicada en Página 12 de Buenos Aires el 23 de junio de 2003.
3) CORTÉS T. ANTONIO: Progresismo: proyecto nacional o rendición histórica. En asuntospublicos.org Informe 102, Santiago, 2001.
4) En ORTEGA E. y MORENO CAROLINA: ¿La concertación desconcertada? Reflexiones sobre su historia y futuro. Santiago de Chile, LOM Eds., 2002.
5) Sólo iniciado el siglo XXI, sectores de izquierda “extraparlamentaria” (básicamente, “Fuerza Social y Democrática” y “La SurDA”) cuestionarán a la izquierda clásica tradiciones que llaman “estadocráticas” y desconocedoras de la “autonomía social”. En el plano intelectual, la crítica a una visión del poder como pura gestión sostendrá que la izquierda clásica, por obsolescencia de su teoría, está impedida de ver formas extrainstitucionales de poder político (los llamados “poderes fácticos”) decisivas en una sociedad compleja como la chilena (CORTÉS TERZI, ANTONIO: El circuito extrainstitucional del poder. Santiago de Chile, Eds. Chile América – CESOC, 2000).
6) SPOERER, SERGIO: América Latina. Los desafíos del tiempo fecundo. México DF, Siglo XXI, 1980.
7) BEINER RONALD: “Hannah Arendt y la facultad de juzgar”. En ARENDT HANNAH: Conferencias sobre la filosofía política de Kant, Paidós, Buenos Aires, 2003.