Sección: La Transición en Chile: Su devenir y sus temáticas

El socialismo en el gobierno y el socialismo frente al gobierno

Equipo AVANCE*

AVANCES de actualidad Nº 4
Marzo 1990

Que el socialismo forme parte hoy del gobierno es un dato más que relevante desde una óptica histórica.

A diferencia de los primeros tiempos de la dictadura, en los últimos años las mayores acciones punitivas no se dirigieron contra el socialismo sino contra otras fuerzas de izquierda.

No obstante, en el plano político-ideológico, el autoritarismo constantemente destinó sus acciones al menoscabo del socialismo. Quizás si lo más indicativo sea el hecho que el artículo 8º de la Constitución de Pinochet cobrara una sola víctima: el actual Presidente del Partido Socialista.

Con el mismo norte se manejó la propaganda oficial contra el gobierno de la Unidad Popular. La majadera difamación que se hizo de ese período pretendía afectar, por cierto, a todo el arco gobernante, pero dada la militancia de Allende y la de los personeros más identificados con el proceso UP, es obvio que se esperara un efecto más nefasto para el socialismo.

Aún más: el cinismo de la derecha y del autoritarismo llegó al extremo de calificar como “socialista” todo el pasado que se inaugura a finales de los años 30, hasta el 73, responsabilizándolo de cuanta lacra hereda la sociedad nacional.

Si esto ha sido así es porque el conservadurismo criollo percibió tempranamente la voluntad gubernamental realista y por ende, la posibilidad gubernamental efectiva del socialismo chileno.

Planteado en términos más generales; para una derecha medianamente lúcida no es un problemas mayor la existencia de una izquierda incluso con ciertos grados de desarrollo y solidez; incluso regímenes francamente autoritarios pueden dar márgenes de tolerancia para fuerzas de izquierda; son concesiones que no siempre ni necesariamente tienen que ver con anuencias de parte de las izquierdas para con el sistema imperante. La clave para la derecha es que estas fuerzas se mantengan en un plano contestatario, como simple proyección de situaciones corporativas y sin expresión, ni prestigio, ni cultura gubernamental. O sea, que no sean socialmente competitivas desde la lógica del poder.

Retrotraer al socialismo a esa condición contestataria, exponerlo frente a la luz pública como un movimiento incapaz de enfrentar idóneamente la “cosa pública”, fueron los propósitos de la derecha y la dictadura y para lo cual amalgamaron represión, propaganda, medidas políticas y de inteligencia. Y no era ésta una finalidad irracionalmente concebida. La derecha presuponía contar cuando menos con dos factores a su haber. De una parte, la crisis de 1973 cuya culpabilidad, merced a la propaganda, recaería en el gobierno socialista y sus funcionarios. Y, de otra, la inmensa masa juvenil que compone la estructura social y ciudadana y que tendría que resultar altamente sensible a la “historia oficial”. En suma, la estrategia derechista consistía en crear la imagen de un socialismo y una izquierda testimonial y que auto-eliminara su vocación realista de gobierno.

La presencia del socialismo en el gobierno posee esa primerísima connotación; la soberanía popular lo volvió a juzgar idóneo y legítimo para participar en la conducción del Estado-nación. El socialismo chileno continúa siendo – a pesar de los tiempos que corren en el mundo – una figura de dirección gubernamental popularmente aceptada.

Y ese logro, relevante si se le mide sólo por los 16 años de oscurantismo político, lo es tanto más si se observa la crisis del “socialismo real”.

PROGRAMA DE GOBIERNO Y SOCIALISMO

Algunas voces han expresado o insinuado que este regreso del socialismo al gobierno se debe al abandono o desperfilamiento de su condición de corriente de izquierda. Que las alianzas y el apoyo obtenido dentro de ella habría sido factible por su pérdida de radicalidad y por su renuencia a ser una opción revolucionaria.

Es cierto que el socialismo políticamente más tangible ha roto categóricamente con toda fórmula revolucionarista. Pero sólo desde ópticas muy anquilosadas y formalistas pueden plantearse dudas acerca de la ubicación del socialismo en la izquierda y acerca de su vocación transformadora de la realidad capitalista.

Sería lato, y además aburrido, insistir en la polémica acerca de qué y quién determina la ubicación de una organización política con estos parámetros casi geométricos y cada vez más vaciados de contenido. Y menos aún cuando infinidad de experiencias de la vida moderna demuestran que una misma organización o posición política puede ser, paradojalmente, revolucionaria en unos aspectos y conservadora en otros.

Para los efectos de la política concreta importa menos el carácter con que se autodefine – o que se le asigna – un partido o movimiento e importa más la actividad política específica que éstos desarrollan en las contingencias.

Ser izquierda, revolucionario o progresista es un rango que se delimita, entonces, en cada contexto político y por las formas de hacer política articulando el ahora con el eslabón siguiente de la larga cadena que precede a la realización de un proyecto social.

El programa de gobierno suscrito por el socialismo no es un programa revolucionario, si por tal se entiende el que se plantea cambios sustanciales, y en breve plazo, de todas las estructuras que definen un orden social. Sin embargo, la ejecución de ese programa es consustancial al socialismo como fuerza y proyecto de izquierda para el aquí y el ahora, o sea, habida cuenta del escenario en el que se desenvuelven los conflictos.

REVOLUCIÓN EN LAS REFORMAS

Alguna tradición ideologizada de la izquierda razonó como antagónica la relación entre reformas y revolución. Hoy en el socialismo, y también en otras izquierdas, esa tesis ha sido descartada (por lo demás nunca fue un pensamiento que orientara en los hechos a todo el socialismo). Sin embargo, el vínculo entre ambos momentos no se termina de comprender a cabalidad. Y es natural que así ocurra puesto que la propia categoría de “revolución”, por iniciativa de la realidad, se encuentra interrogada.

En lo que sí parece haber una aproximación consensual es que la revolución, la transformación cualitativa, en el caso chileno no puede ser pensada como resultado de una situación apocalíptica, o de un estado catastrófico desde el cual la sociedad y el poder pueden ser “sorprendidos” y “capturados”. La idea que tiende a imponerse es que el cambio social no puede ser sino la coronación de un proceso de reformas, cada una de las cuales es un momento de la transformación, y, a la vez, un momento que hace objetivos y sociabiliza la posibilidad de nuevos cambios, hasta el punto en que “la revolución como tal*, o sea, como transformación cualitativa y constructiva de un nuevo orden social, se convierte en un paso necesario y factible. La revolución deviene así en una suerte de acto connatural a la realidad social, cultural y política del pueblo-nación cuyo proceso ha involucrado activamente a la sociedad popular y cuya culminación no puede ser pre-establecida ni caracterizada apriorísticamente.

Las iniciativas propuestas por el programa de la Concertación y que deberán ser cumplidas por el gobierno democrático, ofrecen hoy el campo posible para las reformas requeridas por el socialismo para los efectos de generar una dinámica colectivamente progresista. Por cierto que tales reformas serán tanto más eficientes, en el sentido deseado, en cuanto más sea el énfasis político-cultural socialista que a ellas se les ponga.

DEMOCRATIZAR: LA GRAN TAREA SOCIALISTA

Insistir en la democratización como finalidad sustantiva del socialismo para el período gubernamental en curso, puede parecer perogrullada y una forma de soslayar la infinidad de otros problemas que enfrenta el universo popular. Y, efectivamente, tal fórmula podría devenir en un ejercicio retórico con escasas implicancias si la democratización no es definida ni realizada a la luz de una visión progresista. La democracia, como concepto y objetivo, es una categoría totalizadora. Es decir, no es un agregado o una simple derivación de un postulado teórico-político superior. Por el contrario, la noción de democracia sintetiza, al nivel de la realidad política, las concepciones globales que poseen las diversas corrientes que compiten por la dirección de la sociedad. De allí que precisar la idea propia acerca de la democracia es una precondición para hacer una política congruente al proyecto socialista.

Tan riesgoso como una indefinición frente al tema de la democracia es el suponer, por un lado, que el concepto socialista de democracia es siempre y enteramente antagónico al que proviene desde otras vertientes y, por otro lado, que la idea democrática es inmutable, ajena a la enseñanza histórica.

La democracia se lee de diversas maneras, pero – junto a la idea de libertad – es uno de los conceptos que ha ido siendo acotado por la historia de la humanidad, de suerte que tiene un espacio de lectura común, compartido por un colectivo mayoritario. En la actualidad, por ejemplo, el sufragio universal es una condición, entre otras, reconocida por toda filosofía que razona la democracia.

Con estos recaudos y sin intentar agotar aquí un tema tan amplio como lo es el de la democracia en la teoría socialista, nos interesa abordar algunos puntos específicos en cuanto a la presente tarea democratizadora.

INSTITUCIONALIDAD DEMOCRÁTICA

Desterrar las instituciones autoritarias legadas por la dictadura es de una prioridad obvia. Sin embargo, el proceso democratizador involucra otras medidas y de mayor complejidad. Una de ellas es definir el mecanismo institucional que ha de suplir tales herencias. Y otra, de suma importancia, es convenir en qué recursos institucionales debieran ponerse en debate en la doble mira de expandir la democracia y de asegurar su estabilidad y reproducción.

Por cierto que aquí no cabe más que anticipar algunos criterios ordenadores.

En primer lugar, una democracia progresista debe tender hacia un creciente sometimiento a la soberanía nacional de las instituciones estatales, cuando menos de las más significativas para la vida nacional.

En segundo lugar, si bien hoy por hoy es inimaginable una democracia que no opere sobre la base de la representación, o sea a través de la delegación del poder colectivo en determinadas instancias, sí es factible reflexionar acerca de sistemas que acorten las brechas entre representantes y representados, esto es, que impida que el poder delegado se autonomice a grados que le impliquen dejar de ser representativos.

En tercer lugar, y articulado a lo anterior, el progresismo democrático debe propender hacia una institucionalidad que facilite la existencia de instancias sociales con atribuciones de auto-gobierno o de co-gobierno, particularmente en aquellas esferas donde las relaciones sociales son más fluidas y cotidianas.

DEMOCRACIA Y CONSENSOS

El criterio de gobernar esforzándose por buscar consensos políticos es un criterio más que atendible, considerando la fase de refundación democrática que se vive. Pero no sólo por ello. En realidad ese tipo de política de concertación está recomendada por las recientes exigencias nacionales y latinoamericanas y por cierto “sentido común” casi universal.

Pero esto representa algunos peligros si no se atiende con cuidado la relación entre consenso y democracia. Peligros que no dicen relación sólo con la posibilidad de que los acuerdos consensuales – o algunos de ellos en ciertos momentos – sean desventajosos para los intereses perseguidos por las fuerzas gubernamentales. En realidad esos son peligros menores, casi anecdóticos y, además, intrínsecos a la política como actividad democrática. Lo preocupante proviene cuando los consensos pueden mermar la esencialidad democrática.

Una situación de esa naturaleza se crea en la medida que los acuerdos adquieren una dinámica propia y concentrada en los aparatos estatales y aparato-partidos. A tal fenómeno lo llamaríamos lógica “estadolátrica”. Los consensos así practicados pueden derivan en una indiferencia social respecto del acontecer general y de la democracia en particular. Y, extremando la hipótesis, en una crisis de representación, esto es, en una pérdida de representatividad social de las estructuras políticas, con la cual, naturalmente, el sistema democrático pierde base de sustentación social efectiva.

Un segundo aspecto riesgoso se plantea en términos de la eficacia de los consensos obtenidos con ese enfoque “estadolátrico” (cupular estatal y partidista). Si, por un lado, los acuerdos involucran a agentes sociales significativos y activos y, por otro, si éstos no han participado en la construcción del consenso sino a través de supuestas estructuras políticas representativas de sus intereses, nada asegura la realización efectiva de los acuerdos, salvo por vía coercitiva y, por ende, con costos para la democracia.

Una adecuada política de consensos debería sujetarse, cuando menos, a dos ideas fuerzas. De un lado, a que las formas para alcanzar acuerdos y los acuerdos mismos no aparezcan contrarios o lesionando la convocatoria democratizadora, es decir, que no debiliten el llamado a la reactivación y participación comunitaria; y de otro lado, a que los inevitables consensos a lograr en la esfera puramente política intenten conciliar siempre, y en los máximos grados posibles, la lógica política con la lógica imperante en la realidad del movimiento social. En otras palabras, la política de acuerdos debe tender a una correspondencia con lo que efectivamente ocurre en el universo social. Los consensos políticos, en definitiva, deben reproducir dinámicas sociales reales.

CULTURA DEMOCRÁTICA Y SOCIEDAD CIVIL

La reconstrucción democrática con miras a su perfeccionamiento no será posible o conllevará tiempos y esfuerzos mayores si no se recrea y profundiza una cultura democrática enraizada en la sociedad y, en especial, en la sociedad popular.

Ahora bien, culturizar en ese sentido no consiste sólo en la transmisión de ideas, ni en una cuestión que ataña exclusivamente al área propagandística, al mensaje ideológico, como tiende a pensarse con harta frecuencia cuando se trata el tema cultural.

Una cultura popular “orgánica”, es decir, internalizada como sentido común, se construye principalmente a través de prácticas ejecutadas por el sujeto popular y también por medio de la observación que el sujeto popular hace de otras prácticas, o sea del “buen ejemplo”.

Esto implica, para el gobernante socialista, un estilo particular de hacer política, que no se restringe únicamente al uso del diálogo y al respeto por las opiniones de los gobernados. Se extiende a la entrega de la información de las variantes que operan en la toma de decisiones, de suerte de hacerlas, si no siempre aceptables, comprensibles para el ciudadano; y se extiende también al estímulo permanente al desarrollo de instancias sociales con capacidad de representación y autogestión.

Para el socialismo en general, la culturización democrática obliga a un esfuerzo por difundir en la sociedad civil formas de organización y sistemas de relaciones bajo verdadero imperio de prácticas democráticas, entendiendo por ellas no sólo la elección de autoridades sino también la participación colectiva en las tareas del poder y de gestión en los espacios comunitarios.

DEMOCRACIA Y PROBLEMAS SOCIALES

El vínculo entre democracia y solución de las demandas sociales es otro de los tópicos que hoy aparecen enrarecidos. Tiende a predominar la noción de que la democracia no siempre coincide o, lisa y llanamente, se opone a las decisiones técnicas requeridas para la satisfacción de las reivindicaciones colectivas. Es decir, no se le concede a la democracia la cualidad de recurso eficiente para la administración de toda la problemática social.

En esta apreciación se entrelazan pensamientos conservadores o neoliberales con pensamientos de origen izquierdista. Ambos, por ejemplo, relacionan estabilidad democrática con determinados índices de bienestar económico, los cuales dependerían de factores técnicos “neutros”, distantes y distintos a la razón de ser democrática.

En el fondo de tal razonamiento – esencialmente burgués – está el equívoco de ver la democracia relacionada a la economía en sus aspectos exclusivamente distributivos. Y tan es así que cuando se supone que la economía no soporta juegos redistributivos, entonces se justificaría la suspensión de la democracia.

Con esta óptica se puede ser demócrata – feble, por cierto – pero con una concepción estática, formal y corporativa de la democracia. Una “democracia limitada” pero ya no por un poder militar más o menos autónomo sino por la (supuestamente) intrínseca incapacidad de la democracia para ser eficiente.

En la filosofía socialista, la democracia puede y debe ser un mecanismo idóneo para la administración global de la sociedad.

Pero ello significa, primero, reconocer que lo técnico no es unívoco, es decir que la técnica también está sujeta a opciones y que determinado instrumental democrático sirve mejor a los fines de optar eficientemente.

Significa, luego, aceptar que la democracia debe comprometer activamente a los colectivos en las medidas adoptadas, y que por ende incorpora a la acción el elemento voluntariedad que, hoy por hoy, es un componente cada vez más necesario e intrínseco a las funciones de organización y conducción social.

Y significa, por último, agregar mayor creatividad y pujanza social a la solución de los problemas acuciantes que, en muchos casos, no han sido resueltos por frivolidad gubernamental y por displicencia del colectivo. Este desplazamiento de funciones ejecutivas hacia esferas de la sociedad civil, además de ser un recurso “técnico” constituye una fuente insuperable de culturización democrática, tanto por el compromiso participativo que implica como por la auto-capacitación de los gobernados en gestiones del poder.

EL SOCIALISMO FRENTE AL GOBIERNO DEMOCRÁTICO

La actitud de un partido frente a un gobierno en el que participa no es un problema de fácil manejo, máxime tratándose de un gobierno de coalición.

Sin embargo, hay experiencias que, cuando menos, muestran lo que no puede ocurrir. La más dramática y aleccionadora es la relación establecida por el Partido Socialista con el gobierno de Salvador Allende. La dicotomía de facto planteada entonces entre ser partido del gobierno o virtual opositor, más que paradoja o error fue una insensatez.

Por otra parte, de las muchas enseñanzas que arroja la crisis del “socialismo real”, una de primer orden es la que demuestra los resultados catastróficos a los que lleva el no distinguir entre partido, gobierno y Estado.

Es de toda obviedad que por su naturaleza y funciones, gobierno y partido son instituciones distintas, y que tal diversidad persiste en el caso de un partido en el gobierno.

Un primer elemento distintivo se refiere a las esferas en que se desenvuelven ambas instancias. El gobierno opera en y desde la sociedad política, o sea, como parte del Estado-nación. Por consiguiente, está subordinado a una institucionalidad que marca rígidamente los límites de su poder y que está concebida para resguardar el “interés nacional”, definido histórica y políticamente por factores que ni siempre ni todos están bajo control gubernamental.

Los partidos en cambio, pueden y deben actuar también en y desde la sociedad civil, es decir, en el plano directo de la ciudadanía y de las relaciones sociales inmediatas. Y si bien la sociedad civil también está somerita a determinada institucionalidad, tiene un marco más flexible que permite la defensa y el desarrollo de los intereses sectoriales. Incluso en este nivel existe una enormidad de áreas no reguladas por leyes específicas y que intervienen o pueden intervenir en las relaciones políticas.

Un segundo elemento importante de diferenciación radica en el carácter y alcance de los proyectos. Un gobierno no puede – sin salirse de la legitimidad política – realizar otro programa que no sea el que la mayoría ciudadana ha definido a través del sufragio, condicionado, además, por la fuerza y actitud que asumen los otros poderes del Estado. (Dicho programa puede modificarse, pero, pero su eventual reformulación requeriría de alguna forma de aceptación y apoyo ciudadano, que de no lograrse cuestionará la legitimidad del accionar político del gobierno).

Un partido en el gobierno, por su parte, está en situación más compleja ante la cuestión programática. Obviamente que, en tanto gobierno, está forzado a respetar el programa gubernamental, pero, en tanto partido, su proyecto no se agota allí, y por lo mismo tiene el derecho a sostener no sólo la difusión de su programa histórico, de sus propósitos estratégicos, sino también a actuar en función de este último dentro de lo que le permita el compromiso con el programa de gobierno.

En términos precisos esto se traduce, al menos, en tres mecanismos de acción posibles.

Por un lado, enfatizando los aspectos programáticos inmediatos que más se condicen con el proyecto genérico. Por otro, activando medidas sobre puntos no contemplados en el plan gubernamental que no afectan la esencia del mismo. Y, por último, pugnando porque las formas de realización del programa se acerquen a los estilos políticos y propósitos de sus concepciones generales.

En el contexto actual y para la realidad socialista, es imprescindible asumir y aceptar que entre partido y gobierno, además de existir las distinciones señaladas, habrán de existir necesariamente momentos conflictivos. Y esto no sólo por tratarse de un gobierno de coalición sino, insistimos, por la diversa naturaleza y funcionalidad de ambos. Ahora bien, esa conflictividad no puede ser vista con temor ni como ajena a la conveniencia política. Por el contrario, es absolutamente congruente con el objetivo de reconstruir y re-crear el sistema democrático. El miedo a la discrepancia y al debate es propio de las nociones autoritarias de la política. Un concepto avanzado y moderno de democracia más que conceder la posibilidad de la discusión, la incluye como característica intrínseca. Lo que sin duda no puede suceder es que el conflicto sea tratado con criterio acusativo, negándole a la otra parte la racionalidad de su posición en cuanto instancia con personalidad y lógica propias. Y tampoco debe suceder que las discrepancias se oculten con la pretensión de ser resueltas elitariamente, con la idea falsa de que la apariencia de concordancia total fortalece al gobierno y a los partidos en él.

Somos de la opinión que cuando una sociedad sospecha de divergencias y de una pugna sorda al interior de un bloque político y gubernamental, ello resulta más dañino para el sistema que cuando esas divergencias son tratadas adecuadamente a la luz pública.

Por otra parte, la introversión exagerada de los cuerpos políticos conduce con facilidad a la generación de apatía y desconfianza social respecto de ellos. Y las soluciones introvertidas amenazan con más intensidad convertir la relación gobierno/partido en una relación de subordinación de una de las partes, perdiéndose o mermándose con ello las potencialidades complementarias de una o de las dos instancias.

Cabe hacer notar que la conflictividad de la que hablamos se refiere a un tipo de situaciones esporádicas, que se dan en el seno de un conjunto con sentido y auto-conciencia de ser una unidad. Ello implica que no puede haber ánimos ni propósitos destructivos en la contienda. A la inversa, si el conflicto se expresa es porque deviene en un recurso que debe aportar a la esencialidad dirigente de las fuerzas en el gobierno.

FORTALECER LA DEMOCRACIA DESDE ADENTRO Y DESDE AFUERA DEL GOBIERNO

Para concluir se impone una última reflexión. Que el socialismo sepa conjugar el espacio político-social que le es propio con su condición de partido en el gobierno, contribuirá notablemente tanto al proceso democratizador como al desarrollo de las políticas del Gobierno de la Concertación.

Constituiría un error de grandes proporciones si la política chilena se desenvolviera enfrentando, de un lado, a un bloque gubernamental cerrado – o sea al gobierno y a los partidos que lo componen alineados como simple prolongación del primero -, y de otro lado a una oposición (derechista) con variadas fuentes convergentes en lo sustancial. La derecha no hace ni va a hacer política sólo desde un partido o desde una sola alianza. Pondrá a su haber todos sus recursos, de manera diferenciada y con apariencias autónomas. Así, su poder y capacidad de presión sobre el gobierno será múltiple. Frente a tal disposición de fuerzas debe existir una contraparte con características similares. El poder empresarial, por ejemplo, no debería encontrar vía libre para presionar directamente a un gobierno que sólo disponga de apoyos políticos y sociales. Ese apoyo es necesario, pero no suficiente. Las energías sociales y políticas del progresismo deben ser activas y constituyentes de situaciones de poder. Un sindicalismo fuerte, por ejemplo, es un poder que la derecha ha de sentir y considerar en sus cálculos políticos.

Para que se dé este marco es imprescindible que los organismos políticos y los cuerpos sociales se desenvuelvan con sus peculiaridades y sus dinámicas. Una sociedad capaz de expresar su variada riqueza a través de instancias distintas, asienta la democracia en proyección histórica y perfecciona su eficacia. He ahí un universo de acción irrenunciable para el socialismo chileno.

*Guaraní Pereda, Osvaldo Puccio, Antonio Cortés, Ernesto Águila