Sección: Internacional: Reordenamientos y transiciones globales
Elección presidencial norteamericana
Genaro Arriagada
Se sabía que las votaciones de Gore y Bush serían parejas. “The New York Times” señalaba, en su editorial del día anterior a la elección: “La competencia es tan estrecha que algunos dicen que es posible que un candidato, más probablemente Gore, pierda el voto popular y gane en el Colegio Electoral”.
Pero nadie se atrevió a imaginar un empate que fuera el peor de los escenarios posibles.
Gore ganó el voto popular por 328.000 sufragios. Eso lo puso (sin considerar Florida) a sólo tres preferencias de las 270 necesarias para ganar en el Colegio Electoral. Sin embargo, en el Estado de Florida, Gore queda a una distancia de entre un máximo de 537 y un mínimo de 165 sufragios respecto de Bush, que equivalen a algo menos de una diez milésima parte del universo electoral de Florida, que es de 6 millones de electores. Como en Florida el triunfador obtiene la totalidad de los 25 miembros del Colegio Electoral, si Bush es reconocido como ganador, sería presidente de la república con apenas un voto más de los 270 requeridos en el Colegio Electoral. ¡Vaya embrollo!
Mala suerte + ineficiencia
Se dice que no hay sistema electoral perfecto y así es. Pero cuando las diferencias entre los candidatos son importantes, esas fallas no aparecen a la luz. La prueba para un sistema electoral tiene lugar cuando el resultado es estrecho. Enfrentado a esa realidad el sistema electoral norteamericano se ha mostrado plagado de fallas, debilidades, desórdenes, e, incluso, atraso tecnológico. Como alguien dijo en estos días, una nación con una economía del siglo XXI y un sistema electoral del XIX.
Primero, se ha puesto en duda la racionalidad de un sistema de elección indirecta de presidente, que bien puede llevar a que el elegido no sea quien obtuvo la mayoría electoral, rompiéndose un principio fundamental de la democracia, que es que la mayoría gobierna.
Segundo, no existe un proceso electoral nacional, de modo que la implementación de la elección presidencial queda a cargo de miles de autoridades locales, que usan distintos procedimientos, máquinas, sistemas de cómputos, diversas cédulas electorales.
Tercero, el sistema en muchos casos acude a equipos obsoletos que no dan confianza de recoger la voluntad electoral. Así, en Nueva York se usan para votar 20.000 máquinas cuya tecnología fue introducida en 1892; en Florida las máquinas de votación han sido elegidas en razón de ser las más baratas del mercado. El resultado de este atraso tecnológico puede ser grave, como ocurrió en Palm Beach, donde de los 462 mil votos emitidos, las máquinas invalidaron al 7% del total (30.000) cifra considerada como muy elevada bajo cualquier estándar.
Cuarto, no existe un sistema de justicia electoral, constituido por cuerpos independientes, suprapartidarios, lo que hace necesario acudir a la justicia ordinaria.
Quinto, en ausencia de esos cuerpos independientes la certificación de los resultados puede quedar en manos de una autoridad altamente partidista como Katherine Harris, Secretaria de Estado del Gobernador Jeff Bush, hermano del candidato republicano, y que había sido co-presidenta de la campaña de George Bush en la propia Florida.
Nunca se sabrá quién ganó
La acumulación de estas circunstancias han llevado a la convicción de que nunca nadie sabrá quien ganó la elección.
La diferencia de 600 ó 200 votos es mucho menor que el margen de error que un sistema electoral tan lleno de fallas puede tener. Es cierto que en una circunstancia como ésta determinar con claridad y legitimidad el ganador no es fácil, pero la política norteamericana de promoción y enjuiciamiento de las prácticas democráticas en los más variados países del mundo, exigía a su sistema político un nivel de excelencia que ha estado lejos de alcanzar.
La idea de que el sistema no es capaz de dar un ganador indubitado lleva aparejada una contrapartida peligrosa y es que ambos contendores pasan a tener razones fundadas para sentirse triunfadores. En ese caldo se cultivó una forma de encarar el problema que agregó nuevas dificultades a una situación ya delicada.
Jugando con fuego
Lo razonable habría sido una reunión entre los candidatos para convenir un procedimiento que relegitimara un proceso electoral en crisis. Ello no sucedió. Los candidatos optaron por dejarse arrastrar a una lucha en donde predominó la “no santa trinidad” de abogados litigantes, operadores de campañas y asesores de imagen que ha conducido a la decadencia de la política norteamericana. Este escenario equivalía a jugar con fuego y fue el que se impuso.
Sería demasiado extenso hacer un recuento de esta lucha que vino a agregar otro mal: la idea de que ninguno de los candidatos estaba interesado en la salud de la democracia, sino en obtener el cargo presidencial a cualquier costo.
A favor de Gore se puede argumentar lo sensato de su propuesta de un recuento manual de todo el Estado de Florida, incluidos condados con predominio republicano y demócrata, y el compromiso de reconocer esos resultados sin posteriores alegaciones. Sin embargo, su insistencia en acudir a los tribunales, aunque aceptada al principio, empieza a revivir las acusaciones que se le hicieron durante la campaña de ser un político extremadamente ambicioso. De paso, está erosionando lo que ha sido uno de los grandes atractivos de su vida política: su moderación.
Si las pérdidas para Gore han sido elevadas, las de Bush parecen mayores. Su rechazo al recuento manual propuesto por Gore, aunque difícil de aceptar, pudo tener un fundamento técnico: que aunque las máquinas cometan errores, ellos no son hechos con premeditación ni para obtener ventajas; el “recuento humano”, en cambio, es hecho por personas que son partidarios, que tienen prejuicios. Aunque feble, ése no podía ser el alegato de Bush, porque en 1997, una ley del Estado de Texas, firmada por él, había aceptado el recuento manual como una vía para resolver competencias electorales estrechas. Las acusaciones de hipocresía no se hicieron esperar y provinieron incluso de medios como The Economist, que antes de la elección editorializó llamando a votar por Bush.
Pero, sobre todo, Bush ha resultado dañado por una retórica agresiva en contra de las Cortes, especialmente grave por provenir de alguien que puede ser el próximo presidente. De este modo Bush, tanto o más que Gore, ha ido perdiendo su imagen de político moderado, de “un conservador con compasión” que fue la clave de su campaña y hoy, en su primera crisis, aparece entregado a la retórica guerrera del círculo íntimo de su padre (Cheney y James Baker).
Entre malo y pésimo
Dentro del marco que se ha descrito, los escenarios de salida de la actual situación que maneja la “no santa trinidad” de abogados, políticos y publicistas van de lo malo a lo pésimo.
El mejor escenario es que luego haya una decisión judicial que permita certificar un triunfador en Florida y que esa victoria sea reconocida por el perdedor. El resultado será, cualquiera que gane, un presidente que técnicamente es imposible saber si en los hechos tuvo o no más votos en Florida, pero que una autoridad competente le asignó una ventaja electoral por un margen infinitesimal. Ese presidente, al que la lucha posterior a la elección del 7 de noviembre le habrá quitado grandeza, deberá gobernar con una legitimidad quebrada, en un país dividido por mitades.
Pero hay escenarios francamente pésimos, que harían que esta crisis, que hasta ahora ha sido electoral, se transformara en una crisis constitucional.
El 12 de diciembre vence el plazo para que las gobernaciones indiquen quiénes son los representantes de su Estado que actuarán como miembros del Colegio Electoral. Por tanto, es necesario que antes de esa fecha estén asignados los 25 votos de Florida. Si no lo están, ¿podría reunirse el Colegio Electoral y determinar que Gore ganó por 267 contra 246 votos? Ciertamente, en ese caso estaríamos frente a una crisis constitucional no menor. Y a problemas de interpretación jurídica que harían la delicia de los abogados de una y otra parte, hastiando más al pueblo norteamericano y al mundo.
A esa posibilidad hay otra que compite en desgracia y que ha sido planteada por el sector de Bush: que el congreso estatal, con predominio republicano, aceptara como válida una certificación que entregue los 25 votos al gobernador de Texas y, con esto, su triunfo en el Colegio Electoral por 271 contra 267 votos. Esa acreditación de los 25 votos debería ir firmada por… Jeff Bush.
Otro escenario, aún más rebuscado es que lleguen al Colegio Electoral dos nóminas, una para Gore y otra para Bush. En estos casos quien debe resolver es el Congreso. Que un Congreso dividido pudiera sustituir al cuerpo electoral, como modo de resolver este conflicto, es ciertamente una crisis constitucional mayor.
¿Esperanzas?
Curiosamente las hay.
La clase política y la prensa norteamericana suelen distanciarse del sentimiento del pueblo. Sucedió hace más de dos años con el affaire Bill Clinton-Mónica Lewinsky. Al inicio del proceso la abrumadora mayoría de la prensa editorializó a favor del enjuiciamiento del presidente y pidiendo su renuncia. El partido republicano hizo del asunto una cruzada. Sin embargo, la sociedad desafió a los que supuestamente forman la opinión pública y a sus representantes. Hasta un 80% juzgo la conducta del presidente como lamentable, pero sobre el 65% consideró que el presidente hacía bien su trabajo y que no debía ser removido. Triunfó el pueblo. La línea editorial de la prensa debió variar hacia posiciones más balanceadas y menos partidistas. Los republicanos sufrieron una derrota cuando creían estar en camino de su mayor éxito. Y el presidente fue absuelto por más votos que los que tenía su partido en el Congreso.
Hoy, frente a la intemperancia que ha predominado en la actual crisis, el gran factor de sensatez ha sido la opinión pública. Ella ha visto este proceso como algo inevitable en una competencia tan cerrada. Ha expresado confianza en las instituciones y ha rechazado el camino de la agitación en las calles, sin haberse registrado un solo acto de violencia. Encuestas muestran que el 80% de los norteamericanos cree que es imposible que los resultados en Florida sean exactos o perfectos; pero el 70% sostiene que deben ser aceptados por todos, a pesar de las dudas. Una mayoría aun más importante rechaza la idea de que este asunto pueda ser resuelto o por el congreso de Florida o por el Congreso Nacional. El pueblo ha expresado paciencia, pero eso no significa que no esté dispuesto a exigir una solución de compromiso y a condenar la falta de consideración por el interés nacional.
Gore, aun por parte de quienes creen que fue el ganador también en Florida, debe estar sintiendo una enorme presión. El ha acudido a los tribunales y ha hecho bien. Pero el país mayoritariamente ya se ha cansado y piensa que es suficiente; que no tiene derecho a litigar hasta agravar la crisis política. Su partido tiene claro el recuerdo de la sanción que el electorado impuso al partido republicano hace dos años. El sentido común, a su vez, indica que hay ocasiones en que es mejor una derrota que un triunfo amargo. Además… el sistema judicial empieza a darle vuelta la espalda.