Sección: Política y modernidad: Cambios, instituciones y actores

“Encuestolatría”, “electomanía” y “fast politics”: ¿para dónde vamos?

Antonio Cortés Terzi

www.asuntospublicos.org
Mayo 2004

Desde hace algunos meses y, más intensamente, desde hace algunas semanas, el escenario político y político-institucional se ha tornado un tanto extraño, confuso, errático, casi inaprensible. En apariencia no ha ocurrido nada significativamente dramático, irruptivo o desordenador. Pero la sumatoria de pequeños hechos promueve la creación de un clima que se percibe raro, poco asible.

En realidad, climas de esta naturaleza – que no son sólo un fenómeno nacional – se han venido presentando con cierta recurrencia en los últimos años. Sus variaciones en notoriedad seguramente se deben a circunstancias, a sucesos temporales que lo resaltan. Pero su recurrencia no puede explicarse sólo por esas razones. Hay algo más permanente que impele hacia esos climas, un algo más estable que se potencia en circunstancias o momentos.

Una hipótesis al respecto es que la atmósfera que rodea hoy a la política (en su connotación más amplia), a sus principales actores, instancias e, incluso, instituciones, emana de una pregunta que ronda masivamente desde hace mucho en Chile y en el mundo moderno: “¿Para dónde vamos?”.

Lo que le confiere cualidad de extrañeza a la atmósfera es que los cuerpos dirigentes que deberían responderla – no importa si con varias opciones y hasta con opciones opuestas – están auto preguntándose lo mismo, algunos de manera inconfesa, otros de manera inconsciente.

¿Cómo no va a ser raro un clima social y político en donde todos preguntan y nadie responde?

El no saber: rasgo de la política moderna

En las sociedades modernas la política y sus instituciones están cada vez más sometidas a las “leyes” de lo casual y lo casuístico. La modernidad, con sus incesantes avances científico-tecnológicos, que rápidamente son incorporados a las esferas de la producción y del comercio y que, por esa vía, llegan prontamente a la existencia social e individual cotidiana, deviene en una gran maquinaria constructiva/deconstructiva que altera, con harta frecuencia, realidades, conductas y procesos conocidos, convirtiéndolos en dinámicas que, en sus comienzos y durante algún tiempo, se presentan sólo como eventos, como hechos autónomos, pero que repercuten “desordenadamente” en infinidad de variables que componen la vida en sociedad.

La globalidad, por su parte, es la “encargada” de mundializar y nacionalizar los eventos modernos, con independencia de dónde ocurran inicialmente. Por esa facultad de moverse por el mundo y de instalarse como factor activo y, en más de una circunstancia, como factor decisivo dentro de naciones y localidades, la globalidad torna extremadamente difícil identificar las fuentes de poder y los sistemas de toma de decisiones.

En los países, como Chile, que son más consumidores que productores de modernidad y más receptores que actores de la globalidad, el drama para la política y sus instituciones es enorme. Tienen que vérselas con hechos que sorpresiva y asiduamente trastocan lo que era previsible, con hechos que, además, en cuanto a posición de poder, no tienen domicilio conocido. Es decir, la política en este tipo de países, está condicionada, en gran medida, por fenómenos y procesos intempestivamente novedosos y casuales.

La incertidumbre es un rasgo propio de la modernidad. La política no podía escapar de ella y también se le ha internalizado. Ese es un cambio de una radicalidad mayor, porque tiende a modificar esencialidades de las instancias y funciones de la política.

En un pasado no muy lejano, la política, sus agentes y sus instituciones, en especial, el Estado, pero no sólo él, representaban la certeza, el refugio y la respuesta a las incertidumbres. Ya no es así. Por eso la situación crítica de la política es tan profunda. Dejó de ser una de las grandes “estructuras orientadoras” de los colectivos y, además, su propia interioridad está cruzada por elementos desorientadores.

En Chile – y seguramente, en muchas otras partes – el asunto ha sido escabullido por la política. Y es comprensible. A la actividad que por antonomasia se dedica al poder y a su ejercicio, no le debe ser fácil confesar que no siempre sabe qué hacer con el poder y menos todavía confesar que, en momentos, ni siquiera sabe si el poder del que dispone alcanza para intentar resolver situaciones sobre las cuales apenas barrunta.

Pero que esa conducta sea comprensible no significa que también sea la más razonable, profesional y proba. En efecto, la política no sólo se ha negado a enfrentar abiertamente el problema, sino que se ha socorrido en “fórmulas” que, si bien le permiten soslayarlo y paliar en algo su crisis esencial y funcional, a la postre ahondan tal crisis y profundizan las carencias de conducción en la sociedad.

De esas varias fórmulas, interesa destacar dos, elegidas porque son las más influyentes y porque, a propósito de la coyuntura pre-electoral que se vive se han manifestado con particular visibilidad.

Encuestolatría y fast politics

A uno de esos recursos bien se le podría llamar “encuestolatría y fast politics”. El uso y abuso de las encuestas juegan papeles relevantes en política que sobrepasan con creces su carácter de instrumento para el análisis. De facto, derivan en discurso, en publicidad, en factor activo en los sistemas de toma de decisiones, etc. De ahí la tendencia a la “encuestolatría”

Las encuestas, como se ha dicho profusamente, desempeñan roles similares a los del rating en la televisión y, por ende, son alicientes para el desarrollo de la política inmediatista y de la política-espectáculo, o sea, de un tipo de política que se define en virtud de mejorar el rating sobre la marcha.

La emergencia de la modernísima fast politics (émula de la fast food) se debe, en gran medida, a la evolución técnica y proliferación de las encuestas. En efecto, la “política rápida” es aquella que se condice con la necesidad de saciar las urgencias de sujetos o grupos modernamente ansiosos y que supuestamente son identificadas y develadas por las encuestas.

Digamos de paso, que entre encuestas y política se ha generado un “círculo gracioso”. Las encuestas ya no se hacen pensando en satisfacer requerimientos de las ciencias sociales, se hacen pensando en la política práctica. Y la fast politics no se hace pensando en la sociedad como tal, sino pensando en el próximo resultado de las encuestas.

La fast politics, tan en boga en estos días, refleja con exactitud un arquetípico fenómeno de la modernidad, a saber, lo constructivo/deconstructivo que resulta el empleo de la tecnología actualizada sobre determinados instrumentos o actividades. La tecnificación de las encuestas colaboró e hizo posible la nueva figura de la fast politics y simultáneamente atentó contra la figura de la política con sentido de totalidad e historia.

Ahora bien, es evidente que mientras la política-historia perviva subsumida y sin prestancia ante la avasalladora personalidad de la encuestolatría y de la “política rápida”, el político moderno contará con un buen refugio para seguir eludiendo preguntas como la de “¿para dónde vamos”?

Pero las encuestas – o más ampliamente, si se quiere – los “recursos interactivos”, también ayudan a la elusión de los temas trascendentes por otra vía. Esos recursos – y las encuestas dentro de ellos – tienen la “virtud” de invertir el asunto de las macro preguntas. De un lado, la interrogación ya no viene del ciudadano o la sociedad: es el circuito encuesta-político el que pregunta. Y de otro lado, la consulta ya no es “¿para dónde vamos?” sino “¿para dónde quieren ir”?

Con esa suerte de ardid tan “interactivo”, el político o el dirigente, en general, diluye su misión y responsabilidad de dirigente, las “comparte” con la gente. En algún grado, hace cómplice a las personas del no saber para dónde vamos y legitima de facto la fast politics. Si nadie sabe para dónde vamos, no resta más que conformarse con el carpe diem.

Electomanía: otro subterfugio

A mayor incertidumbre del deber ser de la política moderna, a menor profundidad de política-historia, más candidatos y más electoralización de la política. La política chilena ha establecido una relación casi maniática con lo electoral, porque las elecciones, sus pre-procesos, procesos y campañas son otro recurso para sustraerse del “¿para dónde vamos?”.

En Chile llevamos cuatro años de campaña electoral para las elecciones presidenciales a realizarse a fines de 2005.

Si la Concertación se ha enredado tanto en las negociaciones municipales se debe a que los negocios incluyen elección de alcalde, de concejales, de diputados, de senadores, de Presidente y de directivas de partidos.

A más de un año y medio de la elección presidencial cuesta retener el nombre de todos los candidatos o precandidatos y todavía hay tiempo para que se sumen más.

¿Qué son las encuestas políticas sino elecciones trimestrales virtuales?

¿Se condice esta obsesión electoral con la puesta en escena de cosmovisiones que nos hablen de “¿para dónde vamos?” en un número siquiera cercano al de los postulantes?

Claro que no. Lo que ocurre es que la electomanía es otro de los recursos con el que la política salva – o intenta salvar – su imagen de exclusivo apego a la fast politics. A las elecciones se les confiere de por sí un carácter de hito y se las presenta como regreso o expresión de la política-historia, como momentos en los que se juega y decide política trascendente. En el acto electoral, y en menor escala en los simulacros y ritos que lo rodean, la política y el político recuperan un protagonismo positivo. Es como si la mejor oferta de rango histórico que pudiera plantear la política y el político, es una elección.

Este subterfugio no estaría completo, por supuesto, sin la mitificación de los candidatos. Los candidatos o las candidatas pueden comportarse como esfinge, pero igual se les construye un aura de proyección histórica. Así, el candidato o la candidata es, en sí y de por sí, cosmovisión, proyecto-país, programa, o sea, respuesta al ¿”para dónde vamos.”?

Dos comentarios finales

El primero es que en este tipo de análisis es normal que arbitrariamente se generalice. En este caso, reconociendo políticas y políticos que escapan a lo descrito, la generalización corresponde a las prácticas promedio que son empíricamente observables en la política nacional. Por otra parte, la generalización alude principalmente a una tendencia de la política moderna, que tiene una oposición muy frágil y que crecientemente gana adeptos.

El segundo comentario es que si bien hasta no hace mucho había un claro distingo entre el tipo de política que dominaba en la Concertación y en la Alianza por Chile, hoy esa distinción es bastante más feble. La encuestolatría, la fast politics, la electomanía cuenta con adherentes dentro de la Concertación y las señales de los últimos tiempos no son nada halagüeñas.

Quienes disienten de esa neopolítica, lo hacen desde miradas, preferentemente, éticas y estéticas, poco traducibles a políticas alternativas. Sus promotores, en cambio, tienen a su haber las facilidades que otorga el practicar una política que sigue la inercia de lo moderno y que no se complica con visiones críticas ni proyectos que subviertan las tendencias del status. Son estos últimos los que parecen encontrarse en mejores condiciones para ganar elecciones y eso, caramba que es centrípeto.

Es admisible presumir, en consecuencia, que la pregunta “¿para dónde vamos?” continuará sin respuesta o, más bien, continuará siendo una no-pregunta.