Sección: Temas sectoriales: Diagnósticos y propuestas
Escuela pública: cohesión social, pluralismo e identidad cultural
Ernesto Águila Z.
Durante el siglo XIX y la mayor parte del XX, existió en la sociedad chilena un consenso mayoritario en torno a desarrollar y fortalecer la escuela pública. Las razones tenían que ver con formar una identidad nacional primero, y luego, con el avance del ideal liberal ilustrado de progreso social vinculado a la expansión de la educación.
La consecuencia de estas ideas permitió cimentar un fuerte sistema de educación pública, que tuvo sus puntos altos durante el siglo que acaba de pasar, con la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria a comienzos de los años 20 y la masificación de la educación secundaria durante la década del 60. La existencia de esta fuerte apuesta de la sociedad chilena por la escuela pública convivía con un amplio espacio de libertad para desarrollar proyectos educativos específicos asociados a credos religiosos, ideológicos o de innovación educativa.
Durante el régimen militar este consenso se rompió bajo el influjo de las ideas ultraliberales que pusieron en cuestión el rol del Estado, no sólo en aspectos productivos y regulatorios de la economía, sino más ampliamente en sus funciones de integración social y cultural. Incluso intelectuales conservadores como el historiador Mario Góngora dejaron constancia, a comienzos de los 80, cuando estas visiones se expresaron en toda su fuerza en el campo cultural y educativo, de su desacuerdo e hicieron ver el error y las graves consecuencias que las ideas ultraliberales podían tener para una sociedad construida y articulada en su identidad desde el Estado, y carente de raíces históricas y culturales muy sólidas. (1)
El comienzo de la democracia en 1990 encontró una educación pública abandonada y despreciada, reflejo de un fenómeno más amplio de una profunda fractura social y cultural de la sociedad chilena. La educación pública debía ahora convivir con una educación privada pagada que había copado prácticamente la educación de las elites, y un sector particular subvencionado por el Estado (con creciente copago por parte de las familias, particularmente a partir de la ley de financiamiento compartido del año 93) y desrregulado en su ideario público de educación. El sector particular con subvención estatal, se irá situando así crecientemente, en los estratos medios y medios bajos, generando en algunas comunas del país una desaparición de la oferta de educación pública. De hecho una nueva voluntad de fortalecer la escuela pública por parte del Estado debiera expresarse en una reactivación de la construcción de establecimientos educacionales, acorde con el crecimiento de la población, corrigiendo esta grave inequidad que significa la drástica disminución de oferta pública educativa en algunas comunas de estratos medios.
El impulso del proceso de reforma educacional llevada adelante por los gobiernos de la Concertación ha representado una importante recuperación de la educación pública, y de la educación en general, pero no ha cambiado de manera sustancial la realidad descrita anteriormente, y que ha conducido a concebir – con ciertas honrosas excepciones – a la educación pública como un subsistema dirigido, esencialmente, a los sectores más pobres y vulnerables de la sociedad. Para decirlo de manera clara: hoy los sectores medios, medios altos y altos no confían a la educación pública a sus hijos.
Con todo lo positivo que la reforma educacional ha significado, ésta no ha logrado revertir, aunque sí disminuido, la fractura social y cultural generada por las políticas educativas del régimen militar, y que se ha traducido en escuelas cerradas según grupos y clases sociales (incrementándose además el aislamiento ideológico y religioso de algunos sectores) ni se han podido cerrar las profundas brechas de la calidad educativa (el acceso a la educación superior sigue siendo extremadamente inequitativo, según muestran consistentemente todas las encuestas Casen al respecto, durante la década de los 90).
Para la derecha la existencia de las diferencias de rendimiento entre los sistemas privados y públicos constituye una prueba más de la eficiencia de las soluciones privadas y de las deficiencias congénitas de lo público para proveer una educación de calidad. Este razonamiento suele hacer abstracción de las grandes diferencias de inversión por alumno que implica la educación pública de la privada pagada, y en los casos de la particular subvencionada de los distintos equipamientos culturales de base con que niños y jóvenes de distintos estratos sociales acceden a cada una de estas modalidades de enseñanza. La propia realidad de escuelas públicas chilenas exitosas, así como la evidencia internacional, particularmente europea, donde existe una red de educación pública de excelencia, demuestra que no hay ninguna condición intrínseca a la escuela pública – si ésta es debidamente financiada – para que ella pueda ser de la más alta calidad.
Si el problema de la excelencia educativa no es básicamente un asunto de propiedad o gestión (aun cuando a veces los problemas de gestión también son críticos), el tema fundamental pasa por una opción política sobre cuál es el sistema educativo que se quiere, en consonancia con qué tipo de sociedad y país se aspira a construir. Seguir insistiendo en que la escuela privada es mejor que la pública por alguna razón inherente o derivada de su propiedad es una majadería que no se sostiene en ninguna evidencia empírica internacional. Lo que sí se puede demostrar es que las sociedades donde persiste un fuerte sistema de educación pública de excelencia son mucho más equitativas y cohesionadas socialmente.
La gran virtud de la escuela pública, tanto en el pasado pero con renovadas razones en el presente, la constituye la posibilidad que en su interior convivan personas de distintas condiciones sociales, culturales, religiosas e ideológicas; que expresen la pluralidad de una sociedad, y a la vez la viabilidad de la convivencia de esa diversidad en un espacio común cotidiano. La escuela pública es de esta manera un espacio donde una sociedad aprende a vivir en sus diferencias, y viabiliza a través de su propia existencia la democracia como realidad no sólo institucional y procedimental, sino esencialmente cultural.
Democracia y escuela pública son así dos factores estrechamente unidos en su destino. Para llegar a conocer al “otro como otro legítimo”, como diría Humberto Maturana, primero hay que encontrarlo físicamente en algún lugar. Si en una sociedad, como ha venido ocurriendo en nuestro país, cada sector social o que profesa alguna visión específica del mundo, se cierra en sus propios barrios, escuelas y parroquias; está inviabilizando en buena medida la posibilidad de un conocimiento de la diversidad social existente, lo que suele ser la base de intolerancias, actitudes autoritarias y aporofóbicas (2).
La escuela pública permite vivir de manera no resignada la pluralidad moderna, tratando de viabilizar lo que puede haber en común dentro de esa diversidad, a través del diálogo y las prácticas de la democracia. Si en el pasado la escuela pública fue potenciada para homogenizar, de cara al futuro aparece como la institución más adecuada para expresar la pluralidad y para tratar de arrancar de ésta aquellos mínimos éticos y culturales que pueden ser la base de una visión compartida de sociedad y país.
El otro camino – el de la educación estratificada socialmente y parcelada en proyectos cerrados de mundo – conduce a un país profundamente clasista, sin igualdad de oportunidades (hubo durante los 80, años en que prácticamente ningún joven de la educación municipalizada ingresó a la Universidad), temeroso y receloso de su pluralidad, y sin los espacios para explorar identidades comunes desde su diversidad.
Reconstruir un consenso mayoritario en torno a impulsar y fortalecer la escuela pública no es una empresa fácil pero para nada imposible en el Chile de hoy. Ciertamente no es un consenso que pueda afectar aquellas iniciativas privadas que tienen un sólido fundamento, de tipo doctrinario o de innovación pedagógica, y que cuentan con una reconocida trayectoria en el campo de la educación chilena. De lo que se trataría es de unir a un amplio espectro de la sociedad que cree necesario dar reales igualdades de oportunidades a las personas a través de la educación, que piensan que la educación pública ayuda a la cohesión de una sociedad, que ve en el creciente pluralismo y multiculturalismo de nuestras sociedades no una amenaza sino una oportunidad, que están dispuestos a poner en diálogo sus propias identidades y a construir proyectos en común con otros, y que piensan que fortaleciendo el espacio público de la educación se está ayudando de manera concreta a consolidar y profundizar la democracia.
Notas
(1) Esta interesante polémica al interior de la derecha se puede encontrar en los anexos de M. Góngora, Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX. Edit. Universitaria, 4ª edición, Santiago, 1992.
(2) La filósofa española Adela Cortina ha acuñado el término aporofobia (del gr. á-poros, pobre, fóbeo, espantarse), que significa “odio, repugnancia u hostilidad ante el pobre, el sin recurso, el desamparado”. Agudamente ha hecho ver que la hostilidad hacia el “xénos” (el extranjero) no es la misma según se trate de una persona rica o pobre. Volviendo a nuestro tema podría hipotetizarse que la falta de ese “cara a cara” entre las clases sociales que permite la escuela pública facilita – junto a otros factores – un aumento de las tendencias aporofóbicas en una sociedad.