Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos
Gobernabilidad, cohesión social y Estado-nación
Antonio Cortés Terzi
De entre los muchos efectos de la globalización, uno es que cada cierto tiempo se mundializa algún concepto que pretende identificar y sintetizar el principal conflicto o problema que aqueja en común a los países, al menos de una área geográfica y que resulta, precisamente, de las dinámicas globalizadoras y modernizadoras. Son conceptos que, claro está, generan lecturas distintas y reflexiones polémicas, pero que tienen el mérito de ofrecer una centralidad para los debates políticos y político-intelectuales y para la definición de políticas preventivas de situaciones que pudieran derivar en descomposiciones sociales e institucionales o en abiertas crisis.
La idea de gobernabilidad y sus carencias
Hasta hace poco y durante bastantes años, el tema común y mundializado fue el recogido en el término “gobernabilidad”. En lo sustantivo y muy en resumen, las preocupaciones y discusiones sobre gobernabilidad tenían que ver con el mundo nuevo que empezaba a configurarse post socialismos reales y post dictaduras, en el caso específico de América Latina.
Uno de los rasgos claves de ese “nuevo mundo” era la restauración del imperio de la democracia como el tipo de régimen político universalmente aceptado, sin alternativas ni competencias. No obstante, se asumía, a su vez, que la consolidación y estabilidad democrática no eran objetivos asegurados per se; que la sola ausencia de “enemigos externos” a ella no garantizaban su plena realización y funcionalidad. Se reconocía, de hecho, que la democracia presenta conflictos que le son intrínsecos y que si no se administran adecuadamente la vuelven frágil y, sobre todo, que se incuba la amenaza de la emergencia de contextos que dificultan o impiden el “buen gobierno”, sin el cual la democracia se deslegitima socialmente y se deteriora institucionalmente.
Gobernabilidad se entendía, entonces, como una condición de la democracia, de su desarrollo y estabilidad. En Chile, el texto probablemente más acucioso y valorable sobre la materia lo escribió el ex ministro y actual senador, don Edgardo Boeninger, Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad.
En los últimos años es evidente que el asunto de la gobernabilidad ha ido perdiendo el protagonismo que tuvo en las reflexiones y discusiones, lo que no deja de ser paradojal, puesto que las crisis de gobernabilidad se han vuelto habituales en muchos países y áreas.
El nuevo concepto en boga
El concepto que hoy se acuña y cobra fuerza es el de “cohesión social”. Sin forzar mucho las cosas podría decirse que el paso de un concepto a otro implica una suerte de reconocimiento del fracaso del término gobernabilidad y de las propuestas políticas que de él derivaron. A fin de cuentas, ambos apuntan a lo mismo: a la estabilidad política democrática dentro de las naciones y áreas. ¿Por qué, entonces, el cambio de concepto centralizador de las preocupaciones y discusiones?
A continuación se mencionan brevemente dos razones.
En primer lugar, el gran despliegue de reflexiones, polémicas y políticas que se originaron en torno a la gobernabilidad se dio en un escenario de inusual optimismo histórico. Quizá uno de los hechos que mejor reflejaron ese optimismo fue la difusión y la fama que cobró el libro de Francis Fukuyama El último hombre y el fin de la Historia
Ese es un libro optimista, pese a las insinuaciones en sentido contrario que irradian de su título. Tan optimista como la época en que se escribió. Fue una época en la que una atmósfera universal presionaba a pensar que democracia, globalización capitalista expansiva y modernización eran ofertas aprovechables por la humanidad entera, virtualmente por simples movimientos inerciales, casi por “destino manifiesto” (fin de la historia), y cuya materialización no contemplaba costos mayores.
El concepto gobernabilidad y sus derivados empíricos fueron víctimas de ese optimismo. Se derrumbaron junto con la pérdida de dinamismo de la capacidad integradora del capitalismo globalizado y con la nítida emergencia e irrupciones de fenómenos altamente conflictivos, contradictorios, dramatizadores que introducían los procesos globalmente modernizadores.
Una segunda razón se encuentra en que la cuestión de la gobernabilidad fue tratada de manera un tanto monista y sesgada, esto es, acentuando en sus análisis y proposiciones los problemas preferentemente macroeconómicos y político-institucionales y dejando relativamente de lado o subvalorando otras variables, como el estado real de la política, de sus elites, de sus organizaciones o como las atinentes a desintegraciones sociales, a deconstrucciones culturales valóricas, etc.
Para los efectos político-prácticos, el “pecado original” de la “teoría” de la gobernabilidad estuvo en el influjo que le ejerció el optimismo histórico de la época, en la confianza depositada en un desarrollo ascendente y per se de los beneficios de la modernización capitalista globalizada. Quiérase o no, la concepción gruesa que subyacía en la tesis de la gobernabilidad era que, asegurada la estabilidad macro-económica y la estabilidad política-institucional, el progreso social que ello acarrearía, merced al “natural” desenvolvimiento de la modernización capitalista, tendería de forma creciente a eliminar o morigerar las conflictividades sociales y socio-culturales heredadas de lo “premoderno” y las que la propia modernidad genera.
El tema de la cohesión social
La puesta en escena del problema de la cohesión social no suple las temáticas introducidas por el concepto de gobernabilidad. Más bien, las complementa y, por esa vía, tiende a corregir sus carencias. Gobernabilidad y cohesión social son propósitos entramados. La cohesión social es el principal sustrato y sostén de la gobernabilidad y ésta tiene como finalidad clave producir y reproducir cohesión social.
Ahora bien, teórica y analíticamente tal vínculo es evidente, pero esa evidencia no se expresa espontánea y naturalmente en el campo de la acción política. Y esto se explica por varias causas. Dadas las características propias de un artículo, aquí se aborda sólo una que se evalúa como medular.
Es obvio que la cohesión social comprende especialmente – aunque no exclusivamente – fenómenos que se desenvuelven en los niveles de la sociedad civil y que si bien muchos de ellos tienen orígenes y manifestaciones “materiales”, fundamentalmente se expresan y reconocen en la esfera de lo conductual-valórico o, más extensivamente, en la esfera de lo cultural.
Los ámbitos de la sociedad civil y de lo cultural-valórico son difíciles para la política. Lo han sido siempre, pero lo son tanto más en el presente por los grados de importancia y complejización que han alcanzado. En esos ámbitos dos son los efectos más típicos que produce la modernización capitalista globalizada:
i) el traspaso hacia la sociedad civil de posiciones y relaciones de poder y de procesos de toma de decisiones que otrora se encontraban casi exclusivamente en los espacios de la sociedad política, y
ii) una muy superior y más diversa capacidad de instancias de la sociedad civil en la creación o influencia en el terreno de lo cultural-valórico masivo.
En términos gruesos, el pensamiento y la actividad política todavía no se ha adaptado a los nuevos escenarios que implican esos efectos y que demandan readecuaciones significativas en ambos planos. De ahí que, siendo el tema de la cohesión social un tema estrechamente dependiente de lo que ocurre en la sociedad civil, la política – merced a las limitaciones señaladas – no ha logrado establecer una relación fluida con el problema, ni tampoco, por consiguiente, tiene respuestas precisas e integrales.
En definitiva, lo que se observa es que la política no termina de abordar los objetivos de gobernabilidad y cohesión social en su vinculación orgánica. Y lo que es peor, cabe la sospecha que, aun cuando el tema ronda en los círculos políticos y político-institucionales, tiende a ser soslayado por las complicaciones que representan tanto su asunción como su tratamiento.
El análisis de Cheyre
Considerando esto último, conviene llamar la atención sobre lo siguiente: en Chile, una de las personalidades que, probablemente, con más claridad y perentoriedad ha planteado el tema ha sido el general Juan Emilio Cheyre.
En ENADE 2003 presentó una ponencia que tuvo por título Pensando en la Sociedad. Cohesión Social y Globalización. Lejos de lo que prejuiciosamente pudiera pensarse, en su exposición no hay ningún sesgo – llamémoslo así – “militar-corporativo”, esto es, que estuviera inspirada en prevenciones sobre supuestas amenazas externas y de corte tradicional a la seguridad del país. Precisamente, lo más notable de ese trabajo es que uno de sus hilos conductores son reflexiones que bien pueden ser asimiladas a lo que Norbert Lechner definió como “dimensión cultural de la política”, es decir, son tipos de reflexiones que acentúan en la construcción o reconstrucción y fortalecimiento del colectivo social a partir de diagnósticos sobre los mayores espacios que la modernidad crea para la subjetivización y pluralización y sobre propuestas o ejes que apuntan a reformulaciones del “contrato social” cultural valórico. En palabras de Lechner: “La dimensión cultural alude al carácter político de la convivencia social. No concierne al sistema político, sino a la constitución de lo social”.
Es fácil deducir que gobernabilidad y cohesión social son macro fines determinantes de la calidad y funcionalidad de la democracia y de las instituciones políticas. Pero tienen que ver con una cuestión todavía más totalizadora: ni más ni menos que con la consistencia y legitimidad del Estado-nación. Por doquier, la globalización y la modernidad interrogan a los Estados nacionales. De variadas formas y en distintos grados, dependiendo de los niveles de desarrollo, de las zonas geopolíticas que se trate, de los antecedentes históricos, etc. Interrogaciones que van desde la posibilidad de pervivencia hasta la simple eficacia como institución superior de un país.
El Estado-nación no es invulnerable
Sin duda que Chile cuenta con un Estado-nación sólido e, incluso, sobresaliente, si se le compara con los que existen en países de desarrollo similar. Pero tampoco cabe ninguna duda que sufre las presiones riesgosas que emanan de la globalidad y la modernidad.
Más allá de ciertos síntomas tangibles que hoy delatan incipientes procesos de deterioro del Estado-nación, hay al menos tres factores que en plazos mediatos pudieran tener repercusiones negativas para su fortaleza y eficacia.
Un primer factor es el relativo abandono de las preocupaciones por la cohesión social. Y esto tiene dos explicaciones principales:
- Quiérase o no, la verdad es que – por designios de nuestra transición – durante muchos años la política nacional se desenvolvió privilegiando la noción de gobernabilidad a costa de la cohesión social. En absoluto esto significa que nada se haya hecho en aras de esta última. Significa, simplemente, que en materia de lógica y voluntad política los esfuerzos se centraron en la gobernabilidad, dejando el problema de la cohesión social en manos de políticas focales o “agregadas” al eje central.
- La política chilena, en general, ha visto erosionarse seriamente su sentido de la “dimensión cultural de la política”. Su sensibilidad al respecto es cada vez menor y, por ende, también son menores sus facultades para actuar, con esa dimensión, en el tema de la cohesión social.
Un segundo factor alude a imperiosas demandas de modernizaciones del Estado y sus instituciones, algunas en marcha y otras que deberán realizarse en plazos mediatos. Esto plantea un conflicto al que no siempre se le otorga la merecida atención.
Dicho esquemáticamente: las modernizaciones del Estado tienen, por norma general, un componente inevitable de “desmantelamiento” del viejo Estado-nación, pero no necesariamente las innovaciones “técnicas” e instrumentales que entrañan reemplazar las funciones de rango político-estatal que cumplían – cuando las cumplían – las estructuras desmanteladas. En otras palabras, las modernizaciones del Estado bien pueden tener consecuencias debilitadoras del Estado-nación en tanto ente político-direccional, si no se prevén tales consecuencias. Y son previsibles sólo si se tienen en mente no sólo las funciones “técnicas” del Estado sino sus roles en la cohesión social.
Las nuevas generaciones
Y un tercer factor se presenta en el plano cultural-valórico y generacional. El Estado-nación chileno ofrece y, a la par, es fruto de cohesión social en virtud, dominantemente, de sus funciones tradicionales – en procesos de reemplazos – y de valores culturales masivos también provenientes de lo tradicional.
La creciente incorporación a la vida social activa de las nuevas generaciones, culturizadas en y por lo moderno, sugiere que el Estado está enfrentado y seguirá enfrentando problemas de legitimidad y valoración social y que no podrán ser resueltos con la sola apelación a los parámetros tradicionales.
Frente a estas nuevas generaciones, que serán socialmente protagónicas en plazos históricamente breves, no cabe la pasividad del Estado para cumplir papeles de cohesión social y para, simultáneamente, obtener respaldo de la cohesión social. La pasividad induciría al debilitamiento del Estado-nación. Ante las nuevas generaciones el Estado-nación debe buscar fórmulas relegitimadoras de su condición. Una vez más, entonces, la importancia de recuperar la “dimensión cultural de la política”.
Gobernabilidad, cohesión social, Estado-nación, conforman una trilogía de problemas ejes de las necesidades políticas trascendentes. Son problemas articulados y complejos que requieren de pensamientos políticos y de prácticas políticas de más calidad.
Por desgracia, se dejan pasar una tras otras las oportunidades para reponer ese tipo de políticas. La más reciente, por ejemplo, es la oportunidad que se ha creado en torno a la cuestión de la inscripción electoral y del sufragio. La voluntariedad u obligatoriedad del voto debió convocarnos a debates que pusieran en juego los conceptos de Estado-nación, las nociones sobre gobernabilidad y las valoraciones sobre cohesión social. Pero no fue así.