Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos

Historia memórica

Claudio Santis Acosta

AVANCES de actualidad Nº 33
Marzo 1999

I. Interpretar

Hace bastante tiempo que me despierto temprano. El artífice de esta frase es Marcel Proust y esta trivialidad textual – argumentan algunos – despierta cierta sospecha en la crónica de su escritura. Reparar en tal percance, acurrucan dudas sobre la cristalización de un hecho trivial, pueril y cotidiano. No obstante, M. Proust pudo a través de fragmentos de tiempo atrapados en hojas, vapores, aromas y utensilios, reconstruir los recuerdos que se le acercaban de manera imprevista desordenando su cristalería de acontecimientos. Mediante la presencia sorpresiva de aparatitos que lo invadían, fue capaz de oler tramos de su memoria y con sólo recordar las magdalenas untadas en el pan, parafraseó un pretérito poblado en artefactos y parajes con los cuales configuraba su presente preso de las impresiones extraviadas de su infancia.

Según muchos, Proust realizaba este gesto de manera involuntaria: su asombro explicaba la fragilidad de su presente y daba cuenta de la ingobernabilidad de aquellas impresiones que lo dominaban. Dificultoso resultaba para Proust describir alguna impresión, toda vez que estaba expuesto a hacer de ello un recorrido temporal hacia imágenes que cuajaban en su presente, diluyéndolo por la presencia de lo ausente.

A pesar de la belleza de imágenes que pasean por sus textos, muchos suponen que él era un cautivo del tiempo y que mientras hurgueteaba, no hacía más que ordenar los trozos dispersos de su memoria que lo anegaban. La relación entre esa pérdida de soberanía y la táctica de su escritura, hacen pensar en un Proust preso de la memoria involuntaria que instala la fantasmagoría del enigma en la representación del tiempo. Proust de este modo, adquiere belleza peculiar en su escritura, o una interpretación trágica sobre lo que escribe.

Pero supongamos que esa táctica no consecutiva del relato que es invadida por la indagación del aroma, del soplo, por la fisiología del chisme, no es más que la imperfección en el mismo saber (de las ciencias, de la historia, los interpretativos) que traducen así al pasado. Es decir, por una serie de imprevistos del tiempo que no pueden coleccionar del todo y que dejan una resaca – la de la memoria – en la operación que pretende dominar la historia, así como Proust la describe.

Esta presencia titubeante de la memoria no sólo desgobierna al sujeto, sino que al mismo saber que piensa que un día de pequeños acontecimientos nunca terminan de alejarse a las tramas resueltas. Una cosa es recordar, tal como nos detalla Proust, mediante una leve soberanía que se deduce de los indicios que descubre y que observa según la totalidad significante que los involucra y determina en un sentido de la memoria. Otra, como señala Canetti, es hacer de aquel proceso una desestructuración al intento de establecer lindes al relato. Canetti señalaba por ejemplo, que el Ulises de Joyce es la obra de un día entero que pretendía abarcar la totalidad. Difícil supuesto para pensar la totalidad, pero útil para explicarnos lo que realiza el irlandés Joyce: escribir sin reparo, abultar hechos sin proceso, detallar sin continuidad, ahondar sin explicar, etc. Esa totalidad se hace imperfecta para el saber y para el mismo sujeto que rastrea tal relato. La abundancia de operaciones sin hilvanar socava la pretensión interpretativa sobre la memoria, a menos que el saber pueda – sobre una imperfección de acontecimientos – abandonar su función clasificatoria en favor de la gratuidad. Pero esa precisión como tal no es posible en su artimaña.

Ya lo había intentado esclarecer Derridá mediante la figura del don, del dar sin retribuir a propósito de las técnicas indagadoras que realiza el antropólogo Mauss sobre comunidades primogénitas. (1) No se puede traducir lo lejano señala Derridá, por más inviolable que se presente el acto del saber. La traducción se transmite en las coordenadas del saber diluyendo su aparente gratuidad. La denuncia de Derridá mediante la cual instala el dar (don) distanciándolo del saber, repara en la traducción como tal, concluyendo en el indecible como experiencia trágica del saber (¿indecible se preguntarán?). Antepone incluso – en una apresurada lectura – la posibilidad trágica del saber, o el indeterminismo como tal.

Del don, saltemos a la iluminación profana de W. Benjamin para ver si podemos explicar con esta frase aquello de que el saber pueda interferir en su propia experiencia, es decir, en el conocer. Y dice Benjamin: ”La investigación apasionada por ejemplo de los fenómenos telepáticos, no nos enseña nada sobre la lectura (proceso eminentemente telepático) ni la mitad que aprendemos sobre dichos fenómenos por medio de la iluminación profana, esto es, leyendo. O también: la investigación apasionada acerca del fumar haschish no nos enseña sobre el pensamiento (que es un narcótico inminente) ni la mitad que aprendemos sobre el haschish por medio de la iluminación profana, esto es, pensado” (2)

Para Derridá, la conjetura que realiza la hace contra la pretensión de conocer bajo las cartografías de un sin-saber, o de una estrategia desprovista de utilidad. Benjamin por el contrario, pareciera remediar aquello por una noción de experiencia en el mismo sujeto, no en sus métodos. Pero ambas situaciones revelan que el acontecimiento del saber incorpora una voltereta de más respecto de la definición que realizan de su operación o experiencia como tal. Derridá piensa en la traducción como límite del don: traducir allí es una operación de fuerza. La colonización, la antropologización, el otorgar espontaneidad a la forma de los fenómenos, el llevar al lugar de lo inútil la figura del saber es más bien estratégico, verosímil. (3)

Superando este paréntesis sobre la operación del saber, podemos decir en el caso de la memoria, que Proust, a diferencia de Joyce, refina el proceso de la operación indiciaria (de los aparatitos minúsculos, de la mirada refinada, de los indicios como tales) y no por una suerte de involuntariedad, sino que por la necesidad misma de que sus impresiones se acoplen a la trama de su historia individual. Está ajeno a la desclasificación que opera en el Ulises de Joyce. Proust colabora de algún modo en remediar lo fragmentario. ¿Podría operarse de otro modo sobre los recuerdos? Se puede pensar que la desclasificación de la memoria se opone al interés de la historia de trenzar indicios a totalidades resueltas.

Esa inversión de la memoria respecto de la historia es posible toda vez que la política abandone su función sobre los recuerdos, o que éstos se les hagan indómitos para sus pretensiones. Pero también hay política en la desclasificación, ya que ésta opera a veces desde un lugar de manera inevitable. (¿Desde dónde se puede denunciar tal gesto?) O a veces actúa como un trascendental que supera la condición antojadiza de la relación política-saber, estableciendo su imparcialidad o su neutralidad codiciada en ese proceso. (4)

II. Reincidir

A veces se cree que precisamente existe un secreto en aquella discontinuidad y que esto explica la instalación de disciplinas para corregir con su aparataje de piezas rastreadoras, el sentido con el cual se encauza toda historia. Se nos ofrece de este modo, una dimensión capitalizable de la memoria con la historia, toda vez que se ha demandado el ordenamiento de los relatos a través de las cartografías disciplinarias que se ocupan del emplazamiento de la temporalidad.

Este encargo del saber sobre la memoria ocurre en la medida que antecede a lo disperso a través de la configuración de cadenas del sentido apropiadas al articulado de la historia. Es necesario observar que esto abre dos planos que tienden a oponerse de manera ilusoria. Por una parte, la veracidad de la interpretación del pretérito, y por otra, en el verosímil político que se le otorga a aquel canon del saber. Traduciéndolo de algún modo se obtiene así una propuesta por la fidelidad de la empresa del saber y otra, sobre el efecto práctico de ese capital.

Pero, toda continuidad se trenza mediante esta escalada del saber que retoma fragmentos al interior de las cadenas significantes que oficializan ese relato. No existe otro proceso ajeno a la inteligibilidad del saber que se materializa en la historia, es decir, historizando precisamente la cadena de lo significados.

Podemos observar esto en ejemplos a propósito de la dimensión ficcionada que ocurre en historia cuando pretende desprenderse de alguna política. Por ejemplo, el individualismo metodológico expresa un individualismo más bien ontológico, ya que allí se explica la necesidad de componer mediante fragmentos de vidas individuales la ambientación de una época. Esto es una metodología histórica distinta, además de una interpretación política útil.

Por otro lado, el gesto que realiza el psicoanálisis a través de la interpretación del secreto que detalla la trama ajena, acarreando la ilusión que el pasado contiene secretos que dan cuenta de la veracidad tal como ocurre en el cuento La carta robada de Poe que Lacan releva. Allí sucede que una misiva extraviada rearticula una sospecha sobre la intencionalidad oculta de la filípica; pero nada de eso sucede. Esa es la metáfora que Lacan atribuye a la supuesta fidelidad que se ocupa de la historización del relato: la ficción sobrepasa la pretensión de historia contenida en la estrategia indiciaria del pasado.

Producir memoria como historia, o confabular la historia como un proceso de la memoria es imprescindible para la conformación de marcos explicativos que den cuenta de la historicidad, eticidad, voluntad o soberanía. Asignar propiedades al recuerdo mediante una operación del saber, es producir un corte a través de un dispositivo que discrimina sobre el tiempo. No hay duda que no existe otro modo de hacerlo.

El saber allí da órdenes y genera cortes sin los cuales no soportaría el estado de penumbra de la melancolía que se deshistoriza en el recuerdo. Otra cosa es la ilusión política de realizar este gesto por el bien, o en nombre de las ciencias que comprenden el pasado. De allí que observamos además, que emerge un proceso de producción que no es exterior al método sobre el cual se funda la figura del sujeto que pretende conocer. Así, en el caso de la historia, cuando desnudemos su teatro y levantemos el telón que la cubre, no encontraremos en ella nada más que a nosotros, observándonos en nuestra idea de tiempo que sintetiza la conformación de presente. Hacer coincidir la idea con la historia deviene en una producción de realidad con el cual se configura el objeto de saber.

III. Conjeturar

En el caso de la operación histórica, la necesidad de actuar en nombre del alto valor de las ciencias, obliga a la disciplina a inventar volteretas con el objeto sobre el cual indaga. La ficción es la metodología, los modos de distribuir la operación del clasificar, pero es también la ilusión de las ciencias, es el núcleo negativo de las buenas intenciones en las disciplinas – discusión por lo demás ya bastante anclada en la relación saber y poder – que se da en la historia. Esto precisa Weber por ejemplo cuando se expone como uno de los instigadores sobre el lugar que ocupa el valor padeciendo tales supuestos.

Si bien se observa que la historiografía es un proceso de (re)construcción, la disputa que se establece con relación al saber enfrenta la ingenua neutralidad valorativa y su instalación tal como lo intenta esclarecer el autor de El científico (Alianza, España, 1987). Por una parte, señala Weber, si a las percepciones las ha cruzado el valor, la función de las ciencias se entorpece por una especie de irritación analítica.

En pocos espacios se puede superar tales ingenuidades e ironías respecto de la traducción del sociólogo alemán.

Por un lado, la conformación de realidad obedece a un proceso social, a una cosa de hegemonía política y editorial. El valor es quien las toca y es allí donde se encuentra la desgracia del pensamiento weberiano: su imposibilidad de intervenir, de transformar el mundo. Sus disputas metodológicas – con el materialismo histórico vulgar – y los compromisos de científico que denuncia, retumban en su producción de ciencia hiriendo así su integridad. Esa es una persistencia al “altísimo valor de la verdad” objetiva de las ciencias.

Así también la ingenuidad y la ironía con que ocurre la producción del saber operan de manera doble. Por una parte, separa los elementos que produce como una elaboración fuera de sí, es decir, exteriores al método, recomponiendo la lógica de la mercancía y del fetiche que afectan la producción del conocimiento. Por otra parte, pretendiendo distanciarse del valor – que afecta al sujeto del conocimiento -, mitifica la operación del método como excusa para actuar sobre sus propias percepciones. En esa lógica la superación antojadiza de los imperativos morales se instituye como realidad en cuanto un dato más de las percepciones. Sí claro – dirán algunos – ya no se trata de cambiar al mundo, sino de interpretarlo.

Así cuando hablamos de la ficción que ocurre en la historia, nos encontramos por una parte con la ilusión del saber sobre los hechos que recoge de un pretérito pasivo y que recopila a su favor. Ocurre así en la incrustación mecánica de tiempo que justifica el presente a su proceso explicativo. En ese sentido, la ficción que acontece surge de las trampas con las cuales se domina la continuidad de cualquier historia. Puede ser un archivo secreto o un documento inédito lo que compromete la pasividad acumulativa que se le asigna a tal edificación. Y esto, permite que emerja la sospecha por el elemento que recompone la cadena de significantes. En el caso del psicoanálisis, Lacan atribuye a La carta robada la articulación exploratoria del Dupin que busca superar tal dilema a través de las ciencias y del microscopio para actuar sobre lo ínfimo a través de un proceso minucioso de recomposición.

IV. Ejemplificar

Para entendernos mejor, ejemplifiquemos con la actual contingencia y su debate histórico. La aparición sorpresiva de los documentos secretos – el Libro Blanco – tal como lo describe el historiador Gonzalo Vial cuando defiende la vigencia del Plan Z, no es tan distinta de la estrategia que realizan los historiadores de manifiestos.

Mientras un imponderable como el Caso Pinochet agrieta nuevamente la cristalería histórica, la sofisticación de documentos mediante los cuales se interrumpe lo continuo acentúa la efectividad de los relatos entre facciones ajenas. Y esta disputa, propia de las arqueologías, redunda en las fuentes y la importancia de informaciones claves. Pensemos en el efecto del supuesto Libro Blanco y las traducciones de la situación política de los setenta. De ello nos queda una lección – que pareciera insinuarnos el historiador Vial – sobre la documentación que se pretende fidedigna y que representan las fuentes.

La documentación y los nuevos cortes pueden suplir esa falta de astucia de la plenitud del saber histórico mediante la política editorial. Cuando Pinochet es arrestado en The Clinic lo que se articula es la memoria como pequeño zancudo que aparece en nuestro plácido sueño y esa memoria busca su plenitud en el valor de la historia. La historia astuta de esta facción requiere articular raudamente el tiempo que demora explicarse el presente de Pinochet. La acción certera de G. Vial permite que aflore una serie de documentos que reordenan la secuencialidad dormida, pero sobresaltada.

Suponer que por un asunto de astucia es posible realizar un debate trivializado habla bien de la capacidad y de la asertividad de las políticas editoriales. Recortar fragmentos y configurar un pastiche – cierto o no – es un asunto de reconstrucción política de la historia y no sólo un gesto ilustrativo de parte de los recopiladores del tiempo.

Esta continuidad histórica abre la disputa por la verdad del pasado que es complicada de fundamentar desde el saber. La vigencia de su construcción discursiva es un hecho que no debe sorprendernos; tener los medios para divulgar mediante facsímiles y fragmentos esa historia sí que puede provocarnos. Observamos en este caso, que la imagen de tiempo – el “embrujo guevarista” como botón de muestra – articula una comedia en la tragedia de los setenta. Eso ya lo había anunciado Marx, cuando observa los hechos imponderables que agrietan nuestros cálculos históricos que obligándonos a una explicación por fuerza de los acontecimientos: esa es la comedia de la temporalidad.

Por otro lado, la denuncia que luego realizan los otros historiadores con su manifiesto, es parte de la treta del tiempo presa por la política de los sentidos, y éstos con el fin de conjeturar bajo una extensión de tiempo más largo dan muestra de cómo se comporta la estructura respecto del fragmento – al revés de G. Vial -, cómo se traspasa de la historia de largo aliento a la de corto respiro. Para extender este debate más allá de los círculos de los historiadores fue necesario que se enfrentaran despertando a las academias, dado que la memoria en cada una de estas interpretaciones no es capaz de reconciliarse con la ajena por más que exista en ella una justificación de pretensiones científicas o de análisis que estén por sobre ella.

Así ocurre incluso en la literatura – con Proust -, en el psicoanálisis – con La Carta robada de Edgar A. Poe que Lacan releva – y en lo que no interesa hoy: en la definición de verosímil político que se aplica a la historia.

Pero antes precisemos que esto tampoco es novedoso, y la espectacularidad con que ocurre en los periódicos este debate a raíz del imponderable “Caso Pinochet”, tiene más de revelación de fuentes, de reconocimiento de los compromisos políticos con el saber, de artilugios que se le demandan al valor del análisis científico, de la posición de los intelectuales con esta nueva escena que refleja la relación política-saber. Entendamos que desde un tiempo atrás que este tipo de reflexión sustentada en la temporalidad de la memoria – no de la historia – venía reconstruyéndose, pero no había alcanzado el impacto que se le demanda: actualizar, corregir y precisar la disputa por la verdad – verosimilitud, preferimos llamarla – del pretérito cercanamente acontecido.

Esto ocurría a nivel del ensayo, para llamar de algún modo cómo la distribución de los saberes tiene que pelearse un terreno – que colinda con la relación política-saber de manera más explícita – a diferencia del saber radicado en las disciplinas de la historia que hoy han visto alterada su uniformidad procedimental. El caso Pinochet despertó la pasividad, llamó a los historiadores a las pantallas y se les solicitó que expusieran sobre un tiempo indagado distanciándose de la memoria; pero algunos operaron con la prudencia de las ciencias, anteponiendo la rigurosidad explicativa o la causalidad al sentido del proceso. El hecho que era por muchos medianamente conocido, no aportaba del todo a esas buenas intenciones. Por el contrario, seguía alimentando la memoria de los propios bandos precisamente porque el canon de explicación se aojaba en la pretensión – siempre oficial, fidedigna – de la historia y de la experiencia del sujeto que conocen.

Luego, se ha resuelto nuevamente que la historia se transforme en el tribunal mayor de la rigurosidad. Mentira, patrañas. La historia tiene de autoreflejo de imagen de grupo tal como lo denuncian los historiadores del manifiesto, y ellos saben que esto les ocurre de igual modo a todos los bandos y que prefieren la política a la ilusión de albergar imágenes de complacencia para las distintas facciones involucradas.

Así estaba ocurriendo con la articulación del ensayo que buscaba re-politizar el problema en la historia con la intención de desmitificar los procesos de oficialización que ocurren en los bandos ajenos. Ese fue el caso de M. A. de la Parra y de Tomás Moulian – entre otras cartas abiertas y perplejidades – con una distancia tan cercana al texto del senador Canessa o a otro militar que pretenda retratar sus recuerdos. Su vinculación es narrativa. Su doxa: la pura memoria. Este tipo de narrativa – la del ensayo – nos develaba de este modo el potencial político de la memoria en la escritura mientras el senador vitalicio asumía el sillón o ennegrecía fechas en el calendario.

Es por eso que no cualquiera observaría el pasado como una cantera de verdades, o de reconciliación de las fases estructurales de la economía y la política burguesa, o de las responsabilidades estructurales, o de la documentación inédita y de los planes ocultos. Esto puede servir para que el saber ilustre nuevamente a la política, la ilumine, pero principalmente para que se actualice la política en el saber y se reconozca allí el campo de batalla. Por tanto, bien sea que la escritura se dispute en la memoria, luego, dispútese allí la batalla que no es por el pasado, sino por el presente. La reconstrucción en este sentido no puede ser un fragmento o residuo memorial. La reconstrucción es una batalla al interior del saber y debe distinguirse de la fundación fragmentaria de las escrituras “para nosotros mismos”. Es ahí cuando la síntesis puede sostenerse, es decir, cuando abandona su carácter de cuartada.

Otro hecho inquietante podría ser la desclasificación de los archivos que posee la CIA, tal como lo señalaba el embajador de EE.UU. en Chile: “Conocer la historia y entenderla en su contexto” (LT 15/3). Otro diálogo secreto entre los operativos del golpe – unos -, del pronunciamiento – otros -, pero imposible desde la ascepcis de las ciencias, o de la trascendentalidad que opera sobre el bien o el mal. Una crónica más ilustrativa del pronunciamiento militar, una incomodidad operativa del proceso, una carcajada del general, etc. Así retoma la espectacularidad propia de la política y cautiva, porque nos devuelve a esa hollywoodense imagen del “todo tiempo pasado fue mejor”, pero que está interrumpida por incesantes fracturas.

V. Registrar

Rápidamente podemos observar dos momentos similares que ocurrieron anteriormente. Por un lado el texto de Fukuyama, el cual tuvo una imprevista acogida más por su advenidazo título que por la definición precisa de plenitud histórica o de teodicea cumplida que pretendía desplegar. El fin de la historia ya nos provocaba un temor incalculable por el hecho de entorpecer el ciclo de una memoria nunca resuelta y que pretendía dirimir este dilema por las modas de las políticas editoriales. Así, la resolución hegeliana ya no se hallaba dividida entre su inversión, su plenitud, la otra culminación de la teodicea, la encarnación de los valores supremos, o incluso por su específica materialización, sino que se nos presentaba más descabezada y arrogante en su autoconciencia.

El título de Fukuyama para los medios de prensa nos indicaba además otra cosa: el modelo de país de latitudes inhóspitas accedía de manera cabalgante al poscapitalismo reinante. El último hombre se transformaba en la radicalización inversa a la “juventud embrujada” por las ideologías de la revolución, como le gusta describir al historiador G. Vial. ¿El último hombre era posible? ¿Dónde nos hallábamos para llegar de improviso a tal debacle sintetizadora? Acaso en la expansión del posmodernismo, poscapitalismo, capitalismo tardío, fin de siglo, estadio de lapsus epocal, o como queramos llamarlo. En fin.

Por otro lado se encontraba el Informe Rettig, el cual nos develaba una incompletitud del presente y politizaba la oficialización del recuerdo. Eso explica la respuesta de parte del General® por esos días. Su pretensión objetiva, estamentada, determinada – por el contexto de la guerra fría – molestaba su compromiso con su verdad sobre la historia. Casi incomprensible su posición, pero cierta. Él advertía que existía aún más política que la que se le pueda denunciar al saber. Una política explicable desde quien no desea enfrentarla, contrastarla. Esa sí que es la autoimagen del grupo que denuncian los historiadores del manifiesto. Al lado de eso, la ilusión de la verdad de los documentos que explican los contextos – los bultos cubanos, la última carta de Fiel Castro a S. Allende – de G. Vial es casi una parodia menor del gesto de Pinochet, es una posición decimonónica, incluso escolástica que se le asigna al saber histórico.

Frente a las declaraciones del General – bajo la luz de un salón imperial – la reconstrucción y caracterización del presente en virtud de ese pretérito es precisamente la política que lleva inscrita la fundación de la verdad en sí misma. Pensemos en la pesadilla de Orwell, 1984. Dominar el pasado para así posicionar en el futuro la actitud propia de los regímenes totalitarios. Su extensión no es sólo relativa a la fundación de un tejido que reúne los acontecimientos dispersos en una continuidad y que construye desde allí la documentación oficial en la historia. Es una develación de la verdad, tal como lo explicaba Weber en su definición sobre cómo opera el carisma.

Esa es una necesidad de cualquier asociación. Por el contrario, discontinuar – discutamos lo que interpela la traducción de Joyce, o la gratuidad en Derridá – el orden de los acontecimientos es precisamente prescindir del presente y a ello se le diagnostica como esquizofrenia. No obstante, puede observarse que la encadenación de fragmentos permite fundar una cultura de las percepciones, tal como lo denuncia Jameson (en El Posmodernismo o la Lógica Cultural del Capitalismo Avanzado) para dar cuenta cómo en el caso de la cinematografía, los fragmentos se incorporan realizando una historia provista de verosimilitud y que permite animar el pretérito, deshistorizándolo, o como dice Jameson: sin la posibilidad de vivir un pasado de manera más activa.

Por otra parte, en reflexiones sobre filosofía de la historia, W. Benjamin acuñó la frase de oro: la historia la hacen los dominadores. Desde allí se puede pensar sobre los hechos que esta abulta como punto de partida de la autoconciencia, de la instrumentalización del pasado y de ese saber. Los otros, operan de igual modo, pero con otra estrategia.

Pues bien, interpretado el debate periodístico en la historia, es evidente que el manifiesto de los historiadores es la constatación que la sensibilidad de los pensadores de izquierda fue dañada, pero con el ropaje de una crítica que no es ni será ni académica ni de gremios, sino que es estrictamente política. Lo que ocurre en la historia podemos afirmar, es una conjunción trágica de acontecimientos; sus relatos paralelos, discontinuos, seriados, o donde estos se ubiquen, están hechos para ser trenzados. Los intentos por determinarla, por hacerla presa han sido una cosa de énfasis a través de los cuales se hace evidente la oportunidad de acariciarla en beneficio de las facciones. Es por eso que pensar en la historia es pensar en una batalla. En ella, gestos de denuncia como los que realiza Benjamin, con su famosa frase, la historia la hacen los dominadores, no es nada más que denunciar el gesto colonizador de los relatos sobre el tiempo.

Para la escena política existe una vinculación con el saber y la memoria, y estos acercamientos se encuentran a la orden del día cuando citamos a la actualidad escritural.

En este sentido, dos cosas instalan una narrativa de este tipo: la escritura (el estilo) y los recuerdos (el fundar, el caracterizar lo otro). En este sentido, cuando se narran las últimas palabras de… el comunicado final ante la inminencia de… la crónica de un fragmento al interior de… esto deviene en un modo de conquistar en el presente el hiato de pasado que no se realiza en la actualidad.

Desde esta perspectiva, la escena compuesta por la escritura y la memoria puede permitirse instalar en ella su fragmentariedad y sus cuartadas correspondientes respecto de las invenciones de historia, de crónica, de pasado que en ella se realizan. Allí dos son los ejes en los cuales reparar: el fragmento (parte de las totalidades inconclusas) y la cuartada (parte de las indagaciones apresuradas del sujeto del conocimiento). Ambas nos muestran la existencia de una proliferación de la fundamentación del tiempo pretérito y a la vez, del mercado de la memoria cuando queda un quiebre de política no resuelto.

Otro asunto es revisar el carácter de las comunidades del saber. Es por eso que el Caso Pinochet actualiza los límites y las parcelaciones que los ghettos realizan – dicho rápidamente a lo Bourdieu – constituyendo sus propias comunidades. Sin embargo, esto no resuelve el problema ya que es posible que los fragmentos y los documentos transiten con trivialidad o importancia entre estos circuitos. Así es el mercado del saber también.

De este modo las comunidades sobre la temporalidad se ordenan según sus alcances: son pasivas siendo ghettos y trincheras cuando son irritadas.

El ghetto no es una trinchera a pesar de que están en el mismo lugar. Esta es la diferencia que se encuentra en los antagonismos que se producen en las fortificaciones de guerra. La trinchera es una línea que pretende avanzar frente a enemigos que nombra para eliminar. Un ghetto por el contrario, es un cerco que, extendiéndose, cotidianiza la diferencia con aquello que está por fueras de sus lindes. Es por eso que reduce la competitividad entre las lenguas que disputan su hegemonía. De este modo, la interacción del saber actúa de manera suavizada mediante diferencias que conviven por la peculiaridad que las distingue y que resultan claves para la conformación de diversidad. Y esto no es la política en serio por más que el saber se justifique en la ecuanimidad.

Notas
(1) J. Derridá, Dar el Tiempo. La moneda falsa, El tiempo del Rey. Editorial PAIDOS, Barcelona, 1995.
(2) W. Benjamin, El Surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea. Taurus, España, 1988, págs. 58-59.
(3) Bajo esa fórmula es difícil plantearse la posibilidad de conocer a gays, mujeres e indígenas sin que por ello no transcurra un gesto colonizador sobre el objeto que se indaga. Se conoce a través de las metodologías y a través de ellas se inventa una ilusión de distancia o prudencia. Pero, para divulgar lo disperso, lo gratuito, lo espontáneo – allí donde podría darse el don – esto no sirve para explicar las buenas intenciones el saber. Esa es la tragedia del pensamiento weberiano como veremos más adelante, y los cedazos que se incrustan en la operación del saber son más sutiles que los que se hallan en el objeto sobre el cual se funda una disciplina.
(4) Más adelante nos ocuparemos de aquello precisamente por la desclasificación de los archivos de la CIA. Por el momento introduzcamos la tensión entre la función política de la memoria que se ocupa – mediante la excusa del saber – de posicionar los fragmentos de la ilusión del saber que se sacrifica – así lo llamaremos – mediante sus operaciones.