Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos
Igualdad y crecimiento con equidad
Antonio Cortés Terzi
Presentación
Estas notas están motivadas por la constatación que en los debates al seno de la Concertación sobre crecimiento con equidad irrumpe reiteradamente la idea y el concepto de igualdad.
En estas irrupciones se observan dos cuestiones que se imbrican: de un lado, una cierta incomodidad con la noción de crecimiento y, de otro, una tendencia que de alguna manera pone en contraposición o, al menos, en alternancia las dos categorías.
La incomodidad no sólo se expresa en las preferencias por el concepto de igualdad que se manifiesta en algunas exposiciones, sino también en la larga cantidad de agregados que otros ponentes le hacen al concepto de crecimiento con equidad, convirtiéndolo, de hecho, en un concepto totalizador y modelístico.
El debate sin duda no es estéril y recoge además aprensiones, explícitas o implícitas, que rondan sobre estos tópicos. Cabe la posibilidad por cierto de eludirlo o postergarlo, en aras de lograr algunos progresos empíricos reclamados por un tema tan articulado al problema de la superación de la pobreza. Pero con ello se correría el riesgo de llegar a consensos sólo puntuales y específicos que pudieran verse diluidos rápidamente, si no hay tras ellos una mínima visión más global.
Por otra parte, esta suerte de dicotomía planteada entre equidad e igualdad no deja de estar inmersa en un fenómeno más genérico que afecta a los pensamientos progresistas y de izquierda. Las innegables interrogaciones históricas que se le han planteado a estas cosmovisiones repercuten, evidentemente, en el significado actual de sus conceptos. Está a la vista que las revisiones y readecuaciones que viven estas culturas políticas se expresan, en gran medida, en la necesidad de precisar no sólo sus principios y programas, sino algunas de sus más elementales categorías. Si se entiende que este inevitable proceso requiere de largos tiempos, resultaría poco eficiente intentar dar cuenta acabada, y ahora, de estas dificultades conceptuales.
Lo que aquí se sugiere entonces es la conveniencia de hacer un intento de clarificación acerca del porqué del uso de una u otra categoría, pero sin aspirar a priori a zanjar definitivamente las posibles discrepancias de fondo y que, efectivamente, pudieran responder a cosmovisiones distintas y acordes a las diversas filosofías políticas que convergen en la Concertación.
Esta sugerencia se ampara además en la convicción – surgida a la luz de los debates – que las diferencias sobre la elección del lenguaje más indicado está cruzada por algunas cuestiones menores que, siendo despejadas, probablemente aproximen más las posiciones. Sobre esto último quisiéramos abordar dos primeras precisiones.
Lo comunicacional y lo conceptual
En todas las culturas políticas progresistas se observan cautelas en el uso del lenguaje tradicional. El temor a que el viejo lenguaje no refleje los procesos renovadores por el que transitan dichas culturas, explican esas cautelas.
Pero el abandono relativo de los viejos términos también se debe a otras causas. En primer lugar, es evidente que la categórica aceptación de la economía de mercado por parte del progresismo ha modificado el auditorio para sus discursos. Ya no se trata de cubrir sólo a los llamados mundos populares, sino también de intentar permear discursivamente a fracciones empresariales y a otros grupos elitarios, históricamente enemistados con la fraseología progresista, otrora tan contraria a las lógicas mercantiles y a sus entornos prácticos e ideológicos.
Y en segundo lugar, es innegable que, por muchos y distintos motivos, la política en Chile se desenvuelve en un escenario cultural y comunicacional con predominio de discursos y de prejuicios ideológicos derivados del pensamiento neoliberal y neoconservador. La presencia de este escenario, que presiona fuertemente al ejercicio empírico y cotidiano de la política, deviene en un factor inhibidor del vocabulario progresista.
Básicamente por estas tres razones es que, en varias materias, el progresismo ha desarrollado un tipo de lenguaje elíptico, defensivo, impreciso y que, incluso, no siempre guarda relación congruente con sus raíces culturales.
Este fenómeno parece subyacer en algunas de las argumentaciones que optan por el concepto de equidad como excluyente y/o alternativo al concepto de igualdad.
El problema estriba, entonces, en distinguir entre lo conceptual y lo comunicacional a la hora de las reflexiones y de los debates.
Sería legítimo, por ejemplo, reconocer que la categoría de igualdad pudiera evocar pasados ideológicos de una radicalidad igualitarista que hoy convoca a espontáneos rechazos. Pero eso es estrictamente un problema comunicacional. Distinta es la cuestión conceptual. Es decir, si el imaginario social del progresismo se representa todavía en la idea de igualdad, ésta no puede ser conceptualmente anulada por su inconveniencia discursiva.
Lo gubernamental y lo político-histórico
Toda fuerza política gobernante tiende a sufrir una natural escisión en la lógica de sus reflexiones. En tanto fuerza gobernante, esa lógica enfatiza en el aquí y en el ahora, valora significativamente las contingencias y se auto presiona por lo urgente. A su vez, en tanto cultura política, el aura analítica se torna más proyectiva, intelectualmente más crítica y ambiciosa, menos sujeta a la terrenalidad de la coyuntura y a las demandas inmediatas que exige la administración de la cosa pública.
Este conflicto genérico está presente en las concretidades del debate en cuestión. Es perfectamente identificable que las posiciones más proclives a la categoría equidad provienen, de preferencia, desde personalidades más vinculadas al ejercicio gubernamental, mientras que la categoría igualdad es manejada con más energía desde sectores intelectuales y políticos relativamente distantes de los problemas de gestión. Diferencias que resultan del significado implícito de una y otra categoría: mientras la igualdad es percibida de forma más totalizadora y con fuerte correspondencia con temas filosóficos – y, por ende, poco tangible en lo que se refiere a la ejecución programática -, la equidad se observa como propuesta más modesta y empíricamente más atendible.
También, en este caso, en consecuencia, nos encontramos con discrepancias que surgen menos desde esencialidades y mucho más de condicionantes secundarias que circundan el debate.
Igualdad y equidad
Establecidas estas distinciones formales pueden plantearse interrogantes de contenido. ¿Es la igualdad una categoría filosófico-valórica intraducible a lo político y programático? ¿La idea de igualdad, en su sentido político y doctrinario tradicional, forma parte de las utopías dejadas atrás por la historia? ¿Igualdad y equidad son equivalentes en sus significaciones? ¿Ambas son categorías excluyentes entre sí? ¿Es el debate puramente semántico y por ende intrascendente para los efectos teóricos y también político-comunicacionales?
Lo primero a esclarecer es que ambos conceptos, por orígenes y usos históricos, son de naturaleza distinta. Mientras que la idea de igualdad forma parte de los mitos más fuertes de las culturas políticas progresistas desde, al menos, la Ilustración, la categoría de equidad aparece más recientemente y como agregado (adjetivo) correctivo de la implacabilidad social que entraña la teoría económica neoliberal. Lo que implica que la lectura e interpretación pública de estos conceptos no está sujeta al arbitrio pleno de las elites constructoras de opinión. Sus contenidos están, en gran medida, predeterminados, por un sentido común y un uso comunicativo preestablecido.
Así, el concepto de igualdad aparece insoslayable e insustituible para las culturas progresistas: está en sus matrices filosóficas-políticas fundantes y diferenciadoras del conservadurismo, y no sólo en cuanto pensamiento elaborado sino también en cuanto discurso asimilado masivamente.
Es evidente que el mito igualitarista de hoy no es el mismo, en sus representaciones ideológicas y prácticas, que el construido por la amplia gama de sus fundadores. Pero el mito subsiste como reclamo y como aspiración genérica y continúa vigente y reproduciéndose por elementos identificatorios de la cultura occidental.
Sobre la equidad
La equidad como proyecto deja dudas casi insuperables a la hora de los necesarios acotamientos. ¿Cómo se define y se constata lo equitativo en una sociedad de desigualdades? ¿Quién define lo que es o no es equitativo? ¿Respecto de qué una medida es más equitativa que otra?
La categoría equidad está asociada, tanto en el lenguaje culto como popular, a cuestiones de índole económico-distributivas. Así, por ejemplo, la propuesta más importante de la CEPAL, en los últimos años, lleva por título “Transformación productiva con equidad”. En Chile, por su parte, se ha acuñado, por los gobiernos de la Concertación, el término “crecimiento con equidad”, que constituye, a su vez, la fórmula supuesta para la superación de la pobreza.
En gran medida, y se descubre a través de su uso, la noción de equidad se corresponde con una suerte de consenso ideológico contemporáneo y universal en cuanto al rol determinante y primario que juega el crecimiento económico para todos los efectos sociales. El agregado “equitativo” tiene, en tal sentido, dos explicaciones.
De un lado, reemplaza al concepto de igualdad sin eliminar la preocupación por lo social que éste entraña, pero asumiendo el énfasis en el crecimiento que las viejas ideologías igualitaristas no asumían de igual manera.
Y de otro lado, hace culturalmente más aceptable, para los pensamientos progresistas y para las culturas masivas, la impronta del crecimiento, política e ideológicamente originada en experiencias neoliberales y autoritarias en América Latina.
Dado lo anterior, empíricamente la imposición del concepto de equidad tiene que ver con la imposición de un tipo de crecimiento que “técnicamente” no propende espontáneamente a generar situaciones sociales más igualitarias. Por el contrario, sistémicamente ese tipo de crecimiento es dinámico merced a la existencia y reproducción de determinadas desigualdades (ventajas comparativas salariales en el mercado mundial, transferencia de valores desde algunos sectores hacia aquellos más estratégicos, mercados elitarios, etc.). De allí que indagar e interrogar las desigualdades implicaría aproximarse a un cuestionamiento acerca del tipo de crecimiento vigente. Riesgo al que, por diversas razones, no se han aventurado ni los intelectuales ni las dirigencias políticas criollas.
El hecho es que la noción de equidad ha recibido su carta de ciudadanía porque es funcional a la ideología del crecimiento, sin rendirse a su ortodoxia, y responde bien al estado cultural y valórico que subyace hoy en la sociedad chilena. Parafraseando a don Patricio Aylwin, equidad es sinónimo de “igualdad en la medida de lo posible”.
De cualquier manera, el debate sobre este tema hará, más temprano o más tarde, insoslayable las discusiones acerca del tipo de crecimiento seguido por Chile. Porque, quiérase o no, los proyectos de mayor equidad estarán obligadamente encorsetados mientras persista, como ley de hierro, la idea que el actual tipo de crecimiento es el único viable.
Los límites de la equidad
1. Si se asume la categoría de equidad como parte de la teoría del crecimiento, al menos en su dimensión más gruesa, no son muchas las políticas imaginables para un esquema de sociedad más equitativo o igualitario.
Recuérdese que el pensamiento neoliberal tiene sus fuentes y raíces en el pensamiento económico neoclásico que partió proclamando el fin de la economía política. Lo que puede y debe leerse como una concepción que vindica la plena autonomización de lo técnico-económico respecto de otras variantes socio-políticas, o como la subsumisión de esas variantes a lo estrictamente económico. El neoliberalismo y su teoría del crecimiento es una suerte de monismo ideológico en lo que a economía se refiere.
Puesto el crecimiento como factótum de la vida social, es evidente que toda medida que afecte sus ritmos y cuantía tendrá que ser desechada o morigerada al extremo, sin importar demasiado el contenido social y valórico que ellas tengan, porque, en definitiva, la idea del crecimiento es, a su vez, totalizadora, o sea, incluye en sí misma los beneficios sociales y valóricos. Dicho de otra manera, la teoría neoliberal del crecimiento es circular y repelente a variantes extra-económicas desde el punto de vista técnico.
Así, difícilmente la crítica social del progresismo a la teoría del crecimiento puede realizarse sin penetrar en la crítica a su lógica infranqueable. Y el punto de quiebre en tal sentido radica en que, para la visión progresista, el crecimiento está inmerso y sujeto a otras variables que no son simples agregados a las dinámicas técnico-económicas, sino factores activos en la dinámica económica.
Tanto es así, que no resultaría imposible demostrar que la solidez y funcionalidad del modelo de crecimiento actual no se debe sólo a su eficacia técnica ni a la inexistencia de otras alternativas económico-técnicas, sino también a componentes de orden político, cultural y social que le dan cohesión y permiten su reproducción sistémica.
En suma, el trato adecuado de la cuestión de la equidad – en una óptica progresista – requiere tanto de su sustracción desde la lógica del crecimiento neoliberal – que en el fondo es una cosmovisión -, como de una mecánica de reflexión que no ponga en antagonismo per se equidad y crecimiento. Para esta óptica la equidad es una variable activa en las políticas de crecimiento, lo que induce forzosamente a incorporar al análisis el imaginario de figuras de crecimiento distintas, o, mínimamente, a replantearse los ritmos y formas que debe adquirir el crecimiento para dar satisfacción a procesos de desarrollo equitativo.
2. Aparte de sus compromisos con la teoría del crecimiento, el concepto de equidad está también inmerso en las lógicas que derivan de las novísimas visiones sobre gobernabilidad que, de por sí, tienden a constreñir las riquezas de los pensamientos y de las prácticas sociales contemporáneas.
En efecto, en los últimos años los grandes debates institucionales en América Latina (entre gobiernos y al seno de organismos internacionales) han privilegiado dos temas: crecimiento con equidad (o “transformación productiva con equidad”, al decir de la CEPAL) y gobernabilidad.
Ambos tópicos se imbrican al punto de constituir una suerte de discurso cerrado o circular que alcanza ribetes de una cosmovisión “oficial” sobre el problema del desarrollo latinoamericano.
El énfasis en el crecimiento, a partir de parámetros liberales y neoliberales – privatizaciones, disciplina fiscal, desregulaciones, apertura al comercio exterior, etc. -, y como base para políticas de equidad, crea cuadros de transformaciones conflictivas, especialmente con conjuntos laborales y sociales tradicionales y/o de menores ingresos.
De ahí surge una situación muy peculiar para el progresismo devenido en gobierno. Otrora, en estos casos, o sea, de gobiernos progresistas – normalmente con acentos redistribucionistas – el eje de los conflictos era entre gobierno y grupos empresariales y de altos ingresos, y en donde el primero podía recurrir a un apoyo constante y activo de los sectores populares. Hoy, en lo general y a la inversa, las políticas de crecimiento cuentan con el respaldo empresarial y con resistencias desde conglomerados más modestos.
Este fenómeno anuncia el riesgo – o genera el hecho en algunos países – de una crisis profunda de representatividad de las estructuras políticas latamente liderales del progresismo popular. Y anuncia también una tendencia a modificaciones importantes en los sistemas de partidos y en los sistemas de alianzas político-sociales.
Así, los diagnósticos y las preocupaciones de los gobernantes sobre el problema de la estabilidad y de la gobernabilidad en América Latina, han cambiado sustancialmente. Antaño las principales amenazas a la estabilidad se preveían causadas por las oposiciones de las elites económicas a los procesos de cambios, oposiciones que regularmente concitaban el respaldo de las elites castrenses y de poderes económicos y políticos internacionales. Hoy, en cambio, se teme – en los análisis – que las potenciales desestabilizaciones provengan de mundos sociales masivos, afectados y/o postergados por las modernizaciones.
Presentadas las cosas de esta manera, pueden inferirse varias conclusiones:
a. Las políticas hacia la equidad pueden ser menos resultado de una voluntad igualitaria o de justicia social que de cálculos políticos en el ánimo de evitar expresiones conflictivas. Es decir, pueden ser medidas pensadas en su funcionalidad política (estabilidad y gobernabilidad) respecto de la estrategia de crecimiento y no como parte de una visión y voluntad para enfrentar la equidad o la igualdad como impronta de un proyecto social.
b. Dado lo anterior, o sea subordinada la equidad a una suerte de maniobra política, difícilmente podrá construirse una política planificada, global y de largo aliento para los efectos equitativos, puesto que los agentes conflictivos y sus capacidades negociadoras son variables, y esta variabilidad necesariamente termina condicionando las políticas equitativas concebidas principalmente como simples actos de gobernabilidad.
c. Puesta la gobernabilidad de la forma descrita, es inevitable que la lógica para obtener ese fin, en algún punto, siga una ruta “anti-popular”, puesto que son esos los espacios amenazantes y que no pueden ser inmediatamente neutralizados con los éxitos del crecimiento.
El aspecto más profundo que plantea todo lo anterior es que el afán por la gobernabilidad, tal cual se debate y se practica, entraña embrionariamente la desconsideración del conflicto social como cualidad funcional al desarrollo de las sociedades y como variante positiva en los procesos modernizadores.
Es cierto que una dosis de reparos frente a las expresiones activas de la conflictividad social se origina en la extemporaneidad e ineficacia de las formas tradicionales de éstas. Pero esa acertada interrogación acerca de las formas de expresión de la conflictividad no debería amparar una concepción de la gobernabilidad que se basa en la negación y/o en la animadversión de por sí hacia el conflicto social manifiesto.
El conflicto social abierto ha sido y continúa siendo una mecánica redistributiva y, en muchos casos, un acicate para las modernizaciones y el crecimiento. Para el progresismo, mediatizar o desechar esa mecánica implicaría depositar todos los desafíos de la equidad en el área de la gestión administrativa de los gobiernos y sustraerle a la sociedad civil uno de los instrumentos históricos a través de los cuales la humanidad ha avanzado en igualdad y desarrollo.
3. La equidad como proyecto deja dudas casi insuperables a la hora de los necesarios acotamientos. ¿Cómo se define y se constata lo equitativo en una sociedad de desigualdades? ¿Quién define lo que es o no es equitativo? ¿Respecto de qué una medida es más equitativa que otra?
Por semántica la palabra equidad denota una carga de significación subjetivable y valórica. El Diccionario de la Lengua Española dice: “Equidad:... Igualdad de ánimo. 2. Bondadosa templanza habitual; propensión a dejarse guiar, o a fallar, por el sentimiento del deber o de la conciencia, más bien que por las prescripciones rigurosas de la justicia o por el texto terminante de la ley…”
En el concepto “crecimiento con equidad” se trasunta esa connotación.
Como concepto, en el contexto de este análisis, o como lenguaje común, lo cierto es que equidad se presenta como un término más bien valórico (no por nada se usa también, para representar más o menos lo mismo, la idea de “economía solidaria”) y, por ende, con límites muy estrechos para los efectos normativos y objetivables. En sí y de por sí, crecimiento con equidad es una convocatoria que tolera ambigüedades considerables.
Acéptese, como paréntesis, la siguiente hipótesis. La idea de equidad se torna objetivable en tanto se encuentra en referencia a la idea de igualdad. Es decir, es objetivamente equitativo – en sentido político-social – aquello que aproxima las relaciones sociales a la igualdad, en el entendido que es posible un acto de equidad que, no obstante, reproduzca desigualdades sociales. (Actos “filantrópicos” habituales, por ejemplo, pueden graficar esta última situación).
Para profundizar en la hipótesis es menester plantearse: si la igualdad como finalidad objetiviza la equidad, querría decir que la idea de igualdad es objetiva. Y efectivamente la idea de igualdad desempeña roles objetivos.
En primer lugar, porque aun en su significado difuso posee contornos identificables colectivamente. Es objetiva porque resulta “universalmente subjetiva”. (1)
En segundo lugar, porque su sesgo abstracto y “utópico” deviene en parámetro y meta que objetiviza las acciones dispersas que se realizan en pos y en nombre de la igualdad.
Y en tercer lugar, porque la idea de igualdad es normable: existen derechos igualitarios universalmente reconocidos, pero, además, es normable porque lo igualitario es equivalente a una negación: no a los privilegios. Es decir, la tangibilidad de lo desigualitario hace mensurable y objetivable lo igualitario.
4. Ahora bien, dentro de la ambigüedad y subjetividad de lo equitativo, en el plano de las políticas son dos los principales elementos gruesos que tornan medible la cuestión de la equidad: la superación de la pobreza y el acortamiento de las distancias en la estructura distributiva.
En el tema de la escala distributiva de los ingresos se presenta claramente la diferencia entre políticas de equidad y políticas de igualdad. Superar la pobreza, por ejemplo, puede considerarse un alto logro en equidad, pero no necesariamente equivaldría linealmente a avances sustanciales en cuanto a igualdad. En efecto, si tal logro no se acompaña con modificaciones en las relaciones globales entre los diversos estamentos, pueden permanecer casi inalterables determinadas prácticas de privilegios y segregaciones.
Por su parte, la superación de la pobreza – probablemente el propósito más caro a la idea del crecimiento con equidad – contiene dos paradojas.
De un lado, el modelo de crecimiento seguido en Chile sustenta su mayor dinamismo en la exportación de productos primarios y de otros de escaso valor agregado. Así, la necesidad de expandir los mercados de consumo interno no es una demanda urgente ni orgánica al modelo de crecimiento. Dicho de otra manera, la superación de la pobreza, como mecánica expansiva de mercados de consumo, no es un aliciente importante para el fortalecimiento y desarrollo del modelo de crecimiento. Por lo mismo, no deviene en una finalidad que espontáneamente comprometa al funcionamiento de la economía ni a los principales agentes empresariales. Puede decirse que es una meta motivada en razones dominantemente extra-económicas (ético-políticas), lo que hace pensar en las dificultades y límites que encuentra su realización.
De otro lado, es sabido que los índices que indican la existencia y volumen de la pobreza son de corte arbitrario y medidos por ingresos monetarios. No se incorporan a esos índices otras variantes ni menos está contemplada una definición historicista de la pobreza. Lo paradojal aquí se encuentra en dos cuestiones:
a. El crecimiento sostenido va aparejado de ofertas crecientes de consumo y de calidad de vida, por lo mismo, la acepción de pobreza, que siempre indica carencias, deviene naturalmente móvil. En una década más, o sea, para cuando se anuncie el fin de la pobreza en Chile de acuerdo a los parámetros de ingresos que hoy cuantifican la pobreza, ¿serán esos ingresos los históricamente adecuados para calificar de no pobres a grandes conglomerados de la población?
b. Las modernizaciones de las sociedades contemporáneas, junto con abaratar productos, crean formas de vida social que encarecen la existencia colectiva, de allí que, para los conglomerados de menores recursos, el acceso a la modernidad vital les implica alcanzar ingresos cualitativamente distintos a los que hoy reciben y a los que el modelo de crecimiento actual les anuncia para el futuro.
La duda que asalta, en consecuencia, es si el crecimiento con equidad – tal cual se ejecuta hoy – no se asemeja, respecto de la superación de la pobreza, al castigo de Sísifo.
Notas
(1) “Una idea es objetiva en cuanto su conocimiento es real para todos el género humano históricamente unificado en un sistema cultural unitario”. (A. Gramsci “El Materialismo Histórico…)