Sección: Internacional: Reordenamientos y transiciones globales

Irán: revolución islámica en Taqiya (con y)

Rafael Berástegui

AVANCES de Actualidad Nº 36
Marzo 2000

La secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, anunció la reducción de las sanciones comerciales contra los iraníes, en un discurso a mediados de marzo en Washington, donde además criticó la participación de su país en el derrocamiento del Primer Ministro nacionalista Mohammed Mossadegh (1953), el respaldo al difunto Sha y a su “brutal represión”, así como el apoyo prestado al bando iraquí durante la guerra con Irán (1980-1988). El pronunciamiento de la funcionaria estadounidense ratificó que, después de dos décadas bajo sospechas de promover el terrorismo, acumular armas de destrucción masiva y obstaculizar la paz en el Medio Oriente, el régimen de los Ayatollahs comienza a ser percibido como factor de estabilización política en Eurasia Central y el Golfo Pérsico.

En importantes sectores del mundo islámico, el confesionalismo que siguió al derrocamiento del Sha emergió como alternativa a décadas de frustraciones bajo esquemas laicos de corte liberal o socialista. Sin embargo, algunas prácticas inducidas por las autoridades iraníes provocaron recelos en la comunidad internacional. Al respecto, fue emblemático el caso de Hizbullah (Partido de Dios), una agrupación de shiítas libaneses gestada y financiada por Irán (entre 60 y 100 millones de dólares anuales) con ayuda siria para combatir a Israel y a sus aliados en Líbano, que alternó atentados dinamiteros en Beirut con asesinatos de kurdos y disidentes iraníes en Europa. Al interior del propio Irán, inmerso entonces en un contradictorio proceso de modernización capitalista y bastante occidentalizado, las perspectivas libertarias de la revolución de 1979 quedaron pronto opacadas por una serie de medidas coactivas y severas restricciones, incluida la obligación para las mujeres del shador (velo para cubrir el rostro en lugares públicos).

El shador obligatorio entró en conteo regresivo desde que Mujammad Jatami ganó en 1997 las elecciones presidenciales con el 69% de los votos. Al menos eso piensa el electorado juvenil, mayoritario en el país, que determinó la amplia victoria de los seguidores del mandatario agrupados en un Frente de Participación Islámica (FPI), en los comicios de febrero último para el Majli, equivalente al Parlamento. El FPI incluyó a reformistas provenientes del régimen, de la talla del inspirador, en 1979, de la toma de rehenes en la Embajada de EE.UU., Mohammed Mussavei Joeiniha; el ex Viceministro de Inteligencia de la República Islámica, Said Hallarían; y el instructor de Hizbullah en Líbano, Alí-Akbar Mohtashami-pour. Por su parte, el Presidente Jatami, de 57 años, fue un cercano colaborador del Ayatollah Ruhollah Joemi (1902-1989). Se desempeñó como Ministro de Cultura y Orientación Religiosa (1982-93) hasta que fue tildado de liberal y obligado a dimitir. Aunque Jatami es un clérigo de nivel inferior a Ayatollah, porta el turbante negro de los Seyed, quienes reivindican descendencia directa de Mahoma y constituyen la aristocracia del shiísmo. Para reducir la elevada inflación, los altos índices de corrupción y la tasa de desempleo que supera el 20%, el programa del FPI contempla esfuerzos para remover la desconfianza hacia Irán en el exterior y, a la vez, fortalecer la sociedad civil a través de la libertad de expresión y la transparencia judicial. Se espera que, entre otras cosas, este nuevo clima atraiga a los empresarios e inversionistas que requieren los proyectos de desarrollo en los sectores petroquímico, eléctrico, minero y portuario, así como en acueductos y comunicaciones.

Poderes precarios

El rango, prestigio y adhesión popular de que dispone el Presidente Jatami, apenas le alcanzan para protegerse del asedio de sus poderosos opositores. Abdullah Nouri, el ministro que nombró para la cartera de Interior, cumple sentencia de tres años de cárcel por “ofensas políticas”, dictada por el antiguo Parlamento. El ex alcalde de Teherán, Gholamhussein Karbashi, también fue depuesto y pronto podría hacerle compañía en prisión. Peor suerte corrió el miembro del Consejo Municipal y principal organizador del FPI, Said Hayariam, baleado por desconocidos hace varias semanas, en pleno centro de la capital, una ciudad con 10 millones de habitantes. Desde que cesó en el Ministerio de Inteligencia, Hayariam dirigía un periódico donde denunciaba la participación de ex colegas suyos en los grupos paramilitares que han asesinado a varios intelectuales liberales.

Según la Constitución Islámica de 1979, que prohíbe la existencia de verdaderos partidos políticos, el Presidente de la República carece de autoridad sobre los poderes legislativo y judicial y, además, puede ser removido por el Imán o “Guía Espiritual Supremo”. Las decisiones parlamentarias son tomadas por comités controlados por clérigos conservadores, quienes también tienen las riendas de los tribunales. El texto constitucional establece que el jefe del Estado es el “Guía Espiritual Supremo”, cargo sin contrapesos, que no se elige y que tiene carácter de vitalicio, ideado por Jomeini, quien lo estrenó para perpetuar la supremacía de los clérigos más conservadores. El actual “Guía” es el Ayatollah Alí Jamenei, un Seyed de turbante negro, al igual que Jomeini y Jatami.

El Ayatollah Jamenei, un poco menos autoritario de lo que fue Jomeini, es el pilar del dispositivo de control compuesto por el Consejo de Pasdaranes o “Guardianes de la Revolución”, que coordina las operaciones de seguridad; el Ministro de Inteligencia, los comités parlamentarios y los tribunales: un mecanismo de “amarre” que evoca aspectos de la dictadura militar en Chile. Sin embargo, descerrajar el mecanismo resulta mucho más difícil, dadas las peculiaridades culturales de Irán y los obstáculos para la representación política. El FPI rechaza las movilizaciones luego que protestas estudiantiles contra la represión policial, en abril de 1998 y julio de 1999, generaron en la población temor al regreso del caos de los primeros meses de la revolución. Tales temores fueron canalizados en los recientes comicios legislativos por Agentes de la Reconstrucción (AR), la organización del ex Presidente de la República Islámica Alí Akbar Rafsanjani, de 65 años.

La exitosa campaña de AR resaltó la imagen de orden y progreso que el electorado iraní identifica con Rafsanjani desde que, bajo su mandato (1988-1997), un enérgico programa de reformas negociado con el Fondo Monetario Internacional saneó la economía. Rafsanjani forjó vínculos sólidos con Rusia, que ayudó a reparar plantas energéticas, instalaciones petroleras y ferrocarriles averiados durante la guerra con Iraq. Paralelamente, hizo saber que, si bien la República Islámica se opone al proceso de paz en el medio Oriente, no buscará impedirlo (postura ratificada por Jatami). Sin embargo, las relaciones de Rafsanjani con la Unión Europea se enturbiaron luego que un tribunal alemán lo involucró en el asesinato de kurdos residentes en Alemania. En Bélgica se prepara una investigación judicial que podría inculparle otra vez.

El arma del disimulo

En política, no se sabe quién es quién y qué desea en Irán. Reformistas y conservadores se escudan en la vieja práctica shiíta de la taqiya, un vocablo de origen árabe con raíz etimológica común con el chilenismo homónimo y significado opuesto: mientras el chileno “taquillero” busca a toda costa el máximo de exposición pública, la taqiya autoriza al shiíta a disimular y ocultar sus intenciones hasta que llegue la oportunidad de manifestarlas, sin caer por ello en hipocresía, considerada pecado grave en el código ético del Islam. Irán es el heredero del antiguo Imperio Persa, que en el siglo VI a.C. se extendió por Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán, Afganistán, Turquía, Iraq, Siria, Líbano e Israel. Pero el Imperio se había reducido al ser conquistado por los árabes islamizados (642-651 d. C.) La República Islámica de Irán comprende hoy un territorio cuyo interior es en gran parte un desierto y que es poco mayor que el doble de la superficie continental de Chile. En aquel país habitan 33 millones de persas, 20 millones de azeríes y otros 18 millones repartidos entre kurdos, baluchis, turkmenos, árabes y etnias menores: más de cuatro veces la población chilena. La principal fuente de ingresos es la extracción de petróleo en áreas aledañas a Iraq y Paquistán. La industria pesada y ligera se estableció hace tres décadas. En cambio, tanto la producción artesanal de bellas alfombras como el cultivo de trigo, frutas y algodón ya existían cuando los shiítas se mezclaron con campesinos y aldeanos pobres, en la confluencia de los ríos Tigris y Eufrates, e incorporaron a su religiosidad rasgos del misticismo tradicional de la cultura persa.

Los shiítas postulan que la sucesión legítima del Profeta Mujammad (Mahoma, 570?-632 d.C.) al Jalifato, la dirección de la Comunidad de los Creyentes, correspondía a su primo y yerno, Alí Ibn Talib y a sus herederos masculinos. El testimonio de Alí sobre una probable infidelidad conyugal de Aischa, la jovencísima esposa predilecta del Profeta, le granjeó a su primo la enemistad de la mujer. A la muerte de Mujammad, la viuda conspiró contra los derechos de Alí, dilató y redujo el período de la presunta jefatura legítima de éste y fue cómplice en su asesinato final. Los relatos shiítas dan cuenta del exterminio sistemático que, a continuación, diezmó a los parientes de Alí y a sus fieles del Shiat Alí (“Partidarios de Alí”, de donde procede el sustantivo “shiíta”). La mayoría de los musulmanes nunca respaldó las reivindicaciones shiítas y asumió la versión de las Escrituras Sagradas (Al-Qurán o Korán) recopilada bajo el Jalifato de Uthman (656-61 d.C): son los sunnitas, partidarios de la Sunna (“lo establecido” o tradición ortodoxa), quienes monopolizaron el poder político, económico y religioso. En rigor, el Islam original no estableció distinciones ni balances de poderes, derechos o deberes. Pero si se llama “fundamentalistas” a quienes propugnan la subordinación total de instituciones, leyes y costumbres a los preceptos de un texto sagrado, se encuentran corrientes de fundamentalismo islámico en shiítas y sunnitas.

En el siglo XIV, el caudillo Ismail Safavi, quien derrotó militarmente y expulsó a los sunnitas de Persia, hizo del shiísmo la religión oficial allí. Con una combinación de taqiya y protección estatal, varias generaciones de clérigos shiítas desplegaron niveles de proselitismo y organización jerarquizada sin precedentes, en cuya cúspide se situaron los Ayatollahs.

El Sha (“Emperador”) Mujammad Reza Pahlevi (1919-1980), un amigo de Israel y aliado de EE.UU. durante la Guerra Fría, reinó en Irán bajo una Constitución proclamada en 1906, que preservaba el carácter de religión oficial del shiísmo. Sin embargo, el Sha mantuvo a raya a los clérigos y gobernó sin dificultades en un frágil y excluyente sistema político, hasta el alza en los precios del crudo, decretada en 1971-73 por la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).

Los petrodólares que no ingresaron en la multimillonaria cuenta personal de un monarca sin mucho sentido de la probidad, financiaron una modernización capitalista acelerada. Los atropellos sociales del tipo del capitalismo adoptado por el Sha acentuó los perfiles represivos de su administración y produjo molestia en variados grupos. Una coalición de rechazo, liderada por clérigos, impulsó la ola de luchas callejeras que derribó al monarca, enfermo de cáncer. La coalición que neutralizó al Ejército y a la policía del Sha, los mejores equipados y adiestrados del Golfo Pérsico, sumaba religiosos de diferentes sensibilidades, comerciantes del bazar, estudiantes, nacionalistas laicos (“Muyajedines del Pueblo”), comunistas (“Partido Tudeh”) e izquierdistas revolucionarios (“Fedayines del Pueblo”). El ánimo exaltado de los participantes en las jornadas del 79 tendía a mezclar con la repudiada dinastía de Pahlevi los problemas seculares del país y el conjunto de valores e instituciones que oliera a cultura occidental. Ello facilitó la instauración del Estado ultraconfesional proyectado por Jomeini, que se consolidó durante la cruenta guerra con Iraq. La hegemonía final de los Allatollahs más conservadores significó marginación de los clérigos moderados y silencio, aniquilación o el exilio para los militantes laicos.

Petropolítica con sorpresas

A mediano y largo plazo, Irán tiene capacidades y voluntad nacional para ejercer influencia en un área de Eurasia Central estratégica e inestable en lo político. Se enmarca desde Crimea, en el Mar Negro, directamente hacia el Este, a lo largo de las fronteras del Sur de Rusia hasta llegar a la provincia china de Xinjiang. A continuación, baja hasta el Océano Índico, llega al Mar Rojo al Oeste, luego al Norte, hacia el Mediterráneo Oriental, y se cierra en Crimea. En esa zona viven 400 millones de personas dentro de unos 25 Estados que, salvo contadas excepciones, son heterogéneos en los ámbitos étnico y religioso. Teherán tiene vecinos molestos en el Kurdistán iraquí y, en particular, en la República de Azerbaiyán, donde percibe vocación de propiciar el desmembramiento de una porción de territorio iraní. Los azeríes de la República hablan una lengua derivada del turco en vez del persa. Pero profesan el Islam shiíta, están ricos en petróleo y son menos de la mitad de los azeríes que viven dentro de la frontera iraní.

Se calcula que la cuenca del Mar Caspio, cuyo acceso guarda Azerbaiyán, contiene al menos 100 billones de barriles de petróleo y una cantidad similar de gas natural. Las sanciones de EE.UU. obstaculizan la salida más rentable para los recursos energéticos de la cuenca del Caspio: por el sur, a través de Irán hacia el Golfo Pérsico para surtir los mercados de Asia Oriental. Una encuesta efectuada el año pasado por la Foreign Policy Asociation indicó que 72% de los estadounidenses desean eliminar las sanciones y 80% opina que se deben multiplicar las iniciativas para respaldar al gobierno del Presidente Jatami y mejorar las relaciones con los iraníes. El tema más delicado es el de los planes de la República Islámica para desarrollar armas nucleares, químicas y biológicas, a propósito de lo cual EE.UU. nunca ha precisado lo que considera programas militares inaceptables en Irán.

El ex consejero presidencial de Seguridad nacional Zbigniew Brzezinski, consultor frecuente de compañías petroleras, aseguró en 1997 que la elite política iraní “terminaría por convencerse de que un Irán fuerte, que aunque religiosamente motivado no sea demasiado occidental, resulta conveniente para todos”. El vaticinio de Brzezinski parece cumplirse poco a poco. En el marco de las concurridas oraciones de los viernes, el integrante del Consejo de los Guardianes de la Revolución Ayatollah Jannati, uno de los clérigos conservadores más importantes, insinuó su consentimiento para flexibilizar las relaciones con Washington.

Tratándose de Irán y sus perspectivas, vale preguntarse si el Presidente Jatami es realmente el indicado para llevar adelante los cambios. La mayoría obtenida en las elecciones legislativas de febrero carece de relevancia significativa en el sistema político iraní, el cual sigue pareciendo impermeable por las ideas y estilos de Jatami. La atención de los observadores está volviéndose hacia el ex Presidente Rafsanjani, quien suplió el hecho de no ser un Seyed con la construcción de una base social sólida entre los comerciantes del bazar de Teherán. La trayectoria de Rafsanjani en los poderes ejecutivo y legislativo, lastrada en ocasiones por la rudeza, demuestra, no obstante, que pocos iraníes se le comparan en fuerza de carácter, conocimiento del modelo político, discreción y habilidad para torcer la mano a clérigos conservadores en momentos claves. Algunos colaboradores del propio Jatami apuestan al mismo tiempo por Rafsanjani. El equipo de calificados asesores de que se rodea desde que asumió, hace un par de años, como titular del estratégico Consejo de Recursos del Parlamento, funciona como un virtual gabinete alternativo.