Sección: Internacional: Reordenamientos y transiciones globales
Irak la coartada para un golpe de Estado
Osvaldo Puccio H.
Con la toma de Irak por las tropas de EE.UU. el mundo en que vivimos es, desde el punto de vista del orden internacional, claramente peor.
Y no lo es, desde luego, porque haya una dictadura menos, aunque no deja de ser destacable, de manera crítica y muy crítica, que para sectores no insignificantes de la izquierda en nuestro país en su justa y correcta oposición a la guerra se haya producido una singular estilización del Irak de Hussein en una suerte de “Vietnam del siglo 21” haciendo gala de esa dialéctica banal y maniquea en que, se tiene comprensión, se afirma o simplemente se apoya lo opuesto a aquello que rechazamos o que estamos en contra.
Estamos en un mundo peor pura y simplemente porque con este conflicto el período posguerra fría concluyó de la menos deseable de todas las maneras, al menos para países como el nuestro.
A la hora de tratar de explicarnos las motivaciones más profundas de los EE.UU., o más rigurosamente de los sectores actualmente hegemónicos del país, para emprender una acción de esta naturaleza es necesario buscar razones más profundas y generales que las más evidentes.
Creo que no habremos comprendido cabalmente el significado de esta guerra si no la vemos como una acción de la más poderosa potencia contemporánea para lograr un cierto orden que asegure su dominio y enmarque a aquellos que podrían limitar o contrarrestar su poder y hegemonía a nivel internacional.
Tras ello hay un enmarañado y complejo nudo de razones de naturaleza muy diversa, las hay de carácter ideológico – desde el macartismo probablemente los EE.UU. no habían vivido un estado de cosas en donde el conservadurismo más simplón y agresivo tuviese una hegemonía tan incontrarrestable -, otras que tienen que ver con estados de ánimo e inseguridades de la mayoría de la sociedad americana luego de los atentados de septiembre de 2001, también y de modo muy relevante de intereses “suciamente materiales” al decir del joven Marx, petróleo, reconstrucción, control de significativas fuentes de agua y un etcétera tan largo como imaginación tengan los hijos de Mercurio que, como sabemos, desde tiempos de los romanos conducen el carro de Marte, pero lo central es, en nuestra opinión, la definición de un Orden Mundial distinto al que conocemos, porque luego de definido esto, así al menos lo suponen los estrategas, lo demás habrá de venir por añadidura.
Por ello más allá de la importancia que tiene para los americanos el tema de su seguridad y la presión popular que pueda sentir en este sentido el Gobierno de Bush, sobre todo teniendo en cuenta la ideología misionera de los sectores dominantes en Washington y más allá de la tentadora y plausible explicación a partir de la necesidad de cualquier país – más aún una potencia industrial de la magnitud de los EE.UU. – de asegurar sus fuentes energéticas, lo que realmente da sentido y explica más integralmente la acción del Gobierno de los EE.UU. es la decisión de sus sectores hegemónicos de imponer un orden mundial posguerra fría que afirme y confirme un dominio incontrarrestable de los EE.UU.
El Orden Internacional surgido de la Segunda Guerra se caracterizó por el equilibrio sustantivo de fuerzas de los dos países principales emergidos como victoriosos. En torno a esos países se consolidaron alianzas políticas, económicas y militares que fijaron claramente zonas de influencia y statu quo y delimitaron al mismo tiempo áreas indefinidas, pero perfectamente acotadas, de conflicto.
En prácticamente todas ellas se desarrollaron, en el casi medio siglo que duró ese estado de cosas, confrontaciones armadas que a las finales eran activa o tácitamente resueltas por las dos potencias principales acotándose ello de esa manera y no extendiéndose.
Era un orden basado, en lo que a la fuerza militar se refiere, en lo que podríamos llamar un equilibrio constante pero dinámico.
Junto con ese equilibrio de fuerzas se llevó adelante un fiero enfrentamiento político ideológico de cauces y resultados muy dispares en el tiempo, el enfrentamiento que se produjo en el plano económico – incluida la dimensión tecnológica – se definió, a partir de los sesenta, de modo claro y creciente cada vez más a favor del bloque occidental.
Esta situación en los hechos tuvo un complejo y sofisticado complemento en el orden político institucional internacional, donde el conjunto de los Estados reconocieron y se adscribieron a un sistema de normas y a una arquitectura institucional que daba cuenta en sus contenidos de las conclusiones más progresistas de los resultados de la segunda guerra y que iban en la línea de las concepciones más avanzadas de la teoría social: centralidad de los derechos humanos, valoración de la democracia, privilegio a la solución pacífica de los conflictos, no intervención en los asuntos propios y privativos de los estados soberanos, preeminencia del derecho internacional y de los organismos colectivos surgidos de él.
Este Orden Internacional tenía por una parte esta impronta progresista y daba cuenta al mismo tiempo de las realidades de hecho del mundo en que se desarrollaba.
El propio Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, la institución por excelencia de este periodo, daba cuenta de esta combinación, por una parte pensado como órgano jurídico y vinculante para el mantenimiento de la paz y el uso de la fuerza y por otro reconociendo las realidades factuales de la fuerza, otorgando a los países vencedores y de mayor poder efectivo una capacidad jurídica reconocida y en los hechos distinta a la del resto.
Al colapsar la Unión Soviética en 1989, y con ella toda su área de influencia, se produjo la paradoja que el sistema internacional siguió funcionando como si nada hubiese pasado.
Los organismos y la juridicidad internacional pervivieron sin solución de continuidad y claramente se enganchó en una ficción de reconocimiento e intangibilidad de un orden que era producto y resultado de una situación de fuerzas anterior.
Pero la situación internacional surgida en 1989 era a lo menos desde tres aspectos muy radical y sustantivamente nueva. En primer lugar había dejado de existir una de las partes militares, políticas, económicas, e ideológicas que la sustentaban, enseguida habían surgido, ya durante la guerra fría, nuevos actores y sujetos internacionales que adquirían un creciente poder de hecho, pero que el sistema no estaba en condiciones de asumirlos en ese carácter (las dos grandes potencias derrotadas, Alemania y Japón, habían recuperado e incrementado sus potencialidades y sin embargo no tenía esa consagración en el Consejo de Seguridad ni en ninguna otra institución internacional); y, finalmente, en un sistema hecho para una doble polaridad, “este-oeste” y “norte-sur” veía surgir una estructura de fuerzas claramente diferentes.
Desde luego la polaridad “este-oeste” dejaba de existir por la desaparición de una de las partes y la “norte-sur” como producto del desarrollo en vastas regiones del planeta que veía surgir un tercer grupo de países, el nuestro claramente en esa situación, que iban conformando un cuerpo intermedio sin espacio ni domicilio perfectamente claro en las instituciones preexistentes y que se debaten por largo tiempo en dudas acerca de su lugar y espacio en un sistema no necesariamente diseñado para ello.
Derrumbado el muro el 89 y no obstante los cambios evidentes que se incubaban en el orden mundial – el primero de todos el colapso mismo de los llamados socialismos reales – se produjo un singular estado de cosas que adquirió una cierta consagración teórica en el “best-seller” “El fin de la Historia”. En éste el autor daba cuenta de un estado de ánimo generalizado, expresado en la sensación de que habíamos alcanzado un umbral en el desarrollo de la sociedad tras el cual los conflictos y los intereses parciales o particulares estaban del todo superados y que la combinación de economía de mercado con democracia representativa era la clave no sólo del desarrollo pacífico e ininterrumpido de la especie, sino la garantía cierta e irrebatible de un estado de paz permanente.
La Globalización fue el concepto más o menos incontestado que describía la nueva situación, que no sólo tenía un fundamento ideológico o de expresión de deseo – algo de eso había, por cierto – pero no era siquiera lo más importante, sino y por sobre todo, una voluntad colectiva muy orientada en esa dirección y un estado de la economía signado por una coyuntura de crecimiento y estabilidad inédito.
Se trataba de un estado de cosas que, sin duda, permitía creer en el advenimiento de tiempos distintos: democratización como proceso más o menos generalizado en casi todas las regiones del planeta, explosión de nuevas tecnologías que aportaban fortunas gigantes y fulminantes a los emprendedores que las convertían en negocio, crecimiento de la economía de cotas que superaban a nivel mundial el 4%.
Pero, “la vida nos da sorpresas, sorpresas nos da la vida”, y más de un economista convertido en “moderno” hubo de desarrumbar sus viejos libros mejor olvidados por antiguos y releer a hurtadillas esto de que el capitalismo se comportaba cíclicamente en sus crisis.
La llamada “crisis asiática” al devaluarse la moneda tailandesa el 77 inician una serie de dificultades económicas, Turquía, Rusia, México, Argentina y también dificultades no menores en EE.UU. que van desde el delictuoso manejo de grandes empresas hasta dificultades en la estructura productiva o la detención del crecimiento de Alemania, el motor económico de la Unión Europea, genera un cuadro recesivo en muchos países con potentes señales de incertidumbre.
Los conflictos regionales tienden a aumentar y a hacerse más desconcertantes. Huntington nos anuncia en ese contexto “el choque de civilizaciones” una primitiva y maniquea manera de ver el mundo contemporáneo que cala hondo, sin embargo, en sectores no despreciables del conservadurismo internacional.
Pero por otra parte se ven potentes tendencias que indican la posibilidad de un desarrollo internacional más abierto y democrático que ponen en cuestión las visiones más unilateralistas del sistema político de los EE.UU.
En este marco es importante tener en cuenta que la victoria de Bush implicó una nueva hegemonía en EE.UU. y un quiebre, por tanto, en la postura más abierta e integradora a nivel internacional mantenida por los sectores que representaba el gobierno de Clinton que, no olvidemos, reconoció el protagonismo de NN.UU. en la solución de conflictos internacionales, buscó una alianza estratégica en la configuración del nuevo orden con la Unión Europea, hizo ingentes esfuerzos por una solución negociada en el conflicto palestino y estuvo dispuesto a firmar el tratado de Kioto – un avanzado acuerdo internacional que regulaba con no poco desmedro de intereses de la gran industria norteamericana delicados asuntos ambientales – y lo que es más importante ratificar el acuerdo que daba vida al Tribunal Penal Internacional lo que en los hechos es el sometimiento a un sistema jurídico que hace cesión del punto más sensible de las clásicas atribuciones soberanas de los estados.
Estos contenidos son en los hechos los representados en el concierto internacional principalmente por la Unión Europea que es probablemente el más interesante y progresista fenómeno contemporáneo donde a partir de un fundamento ideológico y conceptual muy claramente reconocible en la socialdemocracia y el socialcristianismo ha ido dando forma a un sujeto político y social de naturaleza desconocida hasta ahora y que va superando los estados nacionales, a lo menos, en la forma en que se han desarrollado desde el siglo 17 en adelante.
Bush revierte la tendencia progresista del Gobierno de Clinton y ve a la Unión Europea como una amenaza al tipo de orden internacional que quiere construir, orden al cual desde luego cualquier institución multilateral, desde la ONU hasta Kioto, le salen sobrando y lo desnaturalizan.
Más de una vez se ha dicho que tras cada guerra hubo una Conferencia de Paz que reguló la situación y correlación de fuerzas entre los vencedores y entre éstos y los vencidos del conflicto y que justamente luego de la guerra fría esa conferencia no se dio nunca o que la señalada regulación del estado de cosas de posguerra discurrió paradójicamente en forma de conflictos parciales.
No otra cosa fue la Guerra de los Balcanes donde se bombardeó Belgrado para ordenar la correlación de fuerzas en Europa, luego de esta guerra quedó claro el rol de Rusia en la arquitectura de seguridad, Alemania pasó a ser una potencia internacional legitimada y de plena capacidad, incluida la militar, y EE.UU. se convertía al mismo tiempo en partner y garante de la naciente UE.
Esta guerra en todo caso y más allá de cualquier juicio sobre ella, estuvo avalada por NN.UU., complaciente abstención de Rusia en el Consejo de Seguridad de por medio, y buscó consensos políticos internacionales que la legitimaran.
La guerra de Irak ha sido en lo sustantivo lo mismo, una manera de regular un orden internacional aún no del todo definido, pero esta vez clara y positivamente destinada a imponer un poder unilateral y excluyente de mecanismos de consenso y legitimación colectiva.
Y hasta ahora pareciera que, en una primera vuelta, los sectores hegemónicos de los EE.UU. han obtenido no pocas victorias.
Lo primero, la toma de Irak donde la avanzada norteamericana en el golfo en rigor no alcanzó a ser una guerra, sino y por razones que los expertos desentrañarán, fue más una serie de escaramuzas con una débil y desordenada resistencia del agredido, al punto que a Washington le quedaron ganas de seguir buscando de inmediato “armas de destrucción masiva” en el vecindario al no haberlas encontrado donde las buscaba.
Lo segundo fue inferir a NN.UU. a una más que peligrosa derrota política reduciéndola a la mayor marginalidad.
En tercer lugar, haberse deshecho de todo atisbo de mando colectivo en la OTAN imponiendo un incontrarrestable unilateralismo militar al mismo tiempo que una militarización de las relaciones internacionales.
Enseguida la consagración práctica del concepto de “ataque preventivo” como centro de la nueva doctrina de seguridad americana, concepto que en los hechos niega toda la concepción moderna de regulación de conflictos y promoción de la paz.
Y en quinto lugar, logró tensar con impredecibles resultados el proceso de construcción europea.
En este contexto los peligros para América Latina, inmersos, por lo demás, muchos de sus países en grandes dificultades, son enormes, el primero de todos la completa insignificancia internacional resultado de la desaparición de los sujetos colectivos del orden internacional y por ello se plantea con tanta fuerza la necesidad de priorizar visiones y sujetos que en el nuevo contexto estén por desarrollar políticas de integración, apertura, alianza y vinculación que se opongan a las tendencias unilateralistas, pero que al mismo tiempo no den cabida a visiones conservadoras que busquen idealizar o mantener un orden internacional que el desarrollo de las cosas superó.
Pero, “la vida nos da sorpresas, sorpresas nos da la vida” y más de un economista convertido en “moderno” hubo de desarrumbar sus viejos libros mejor olvidados por antiguos y releer a hurtadillas esto de que el capitalismo se comportaba cíclicamente en sus crisis.