Sección: Sociedad Civil: Transformaciones socio-culturales

La Concertación y el agotamiento de la transición (¿cuándo comenzó el desorden?)

Genaro Arriagada

www.asuntospublicos.org
Junio 2002

No en estos días, sino desde hace varios años, la Concertación viene presentando un cuadro lamentable de falta de orden y disciplina, además de una progresiva sequía de ideas y programas.

Lo anterior se debe, en parte importante, al agotamiento de la transición como idea fuerza y cemento de la coalición. Si la Concertación desea – y debe – sobrevivir como alianza, no puede continuar haciendo de la transición el eje ordenador de su acción política. Nuevos conceptos y programas deben sustituir a aquellos a los que, por demasiado tiempo, han continuado aferrados una parte significativa de sus dirigentes.

La transición como fuerza

Por muchas décadas en la vida chilena no ha habido un proyecto político más notable que el de la transición a la democracia.

Esa idea fuerza se empezó a construir desde fines de los años ’70. Se hizo carne, primero, entre los intelectuales, luego en los máximos dirigentes de los partidos opositores al régimen militar, enseguida se difundió a través de los diversos actores sociales y se internalizó en la conciencia colectiva de la Concertación.

De este modo, al momento de asumir el poder, la coalición no tuvo que enfrentar la tarea de construir la idea fuerza de su gobierno, sino que pudo operar de acuerdo a unos elementos ya identificados cuya conversión en doctrina gubernamental era relativamente inmediata.

La transición era una épica. Había nacido bajo el sufrimiento y la represión de la dictadura, se nutría de la amistad y el reencuentro entre los adversarios – DC y socialistas – de los años ‘60 y hasta el ‘73. Se le había visto crecer en las grandes manifestaciones convocadas por la Alianza Democrática y había encontrado la plenitud de su entusiasmo y poder de convocatoria en la epopeya de la campaña del “NO”.

Pero la transición era también un marco ordenador de la política. La ordenaba en cuanto le fijaba límites y una disciplina. Una disciplina que era una auto restricción voluntaria y alegremente aceptada tanto durante las campañas de los años 1988 y 1989 como, lo que sería más importante, durante los primeros años de gobierno de la Concertación.

Respecto del gobierno, la transición, en cuanto marco conceptual, establecía un orden de prioridades, permitía precisar el cuadro de alianzas requerido, señalaba límites a la propia acción, administraba temores e inspiraba confianza en un resultado concreto y posible.

El orden de prioridades era un conjunto de “bienes intangibles” – como los definió, en su momento, Ángel Flisfish – que aludían a valores altamente apreciados por un país que había estado sometido a 17 años de dictadura. Esos bienes eran la transición en sí misma, la verdad, la democracia, la reconciliación, la justicia, el perdón, la tolerancia, una política de respeto y acuerdos, la reconstrucción de confianzas entre empresarios y trabajadores, entre civiles y militares, entre gobierno y oposición, entre los empresarios y el gobierno.

La conquista de esos bienes intangibles suponía partidos de gobierno y una alianza de gobierno graníticamente unida, una apertura hacia sectores moderados de la oposición, y el respaldo de la CUT y de los trabajadores.

La idea fuerza de la transición señalaba límites a la propia acción y a cada uno de los sectores que componían la coalición. A los grupos de derechos humanos les planteaba verdad, reconciliación y “justicia en la medida de lo posible”. A los trabajadores, tripartismo y prudencia en sus reivindicaciones. Al gobierno, equilibrios macroeconómicos; a los partidos disciplina, y a los parlamentarios, disciplina de voto en el Congreso. En la relación con las Fuerzas Armadas, respeto a la Constitución de 1980 y a las prerrogativas ahí establecidas en favor de sus comandantes en jefe y de los mandos institucionales.

Los temores eran claros. La posibilidad de una regresión autoritaria, desde luego. A continuación, el que se pudiera revivir el peligroso nivel de conflictividad social de fines de los ‘60, de los años 1970-73, y de gran parte de los ‘80. También, el riesgo de volver a la política de intolerancia y de “los tres tercios irreconciliables”.

El resultado concreto de todo esto sería una democracia avanzada, una economía con un mayor acento en la equidad y una sociedad reconciliada en la verdad.

No cabe duda que, a lo menos, los primeros tres años de gobierno de la Concertación estuvieron marcados por un notable disciplinamiento de los diversos actores sociales y políticos. Tras el cuidado de la transición, la sociedad en su conjunto, los partidos y las bancadas concertacionistas del Parlamento, se sometieron a una disciplina rigurosa proveniente desde el gobierno, y que alcanzaba al propio gabinete – al que se le reconocía como el “partido transversal” – y que se extendía a los diversos actores sociales, especialmente los trabajadores.

Sin embargo, este disciplinamiento no fue siempre fácil ni fluido y, a medida que se llegaba al término del gobierno de Aylwin, su capacidad de cohesionar – de ser el cemento de la coalición – mostraba signos de agotamiento.

Con todo, la transición ha sido una de las más poderosas ideas fuerzas que haya conocido la vida política chilena de los últimos 50 años. La transición le daba a la Concertación una identidad clara y una no menos marcada diferenciación con la derecha que, precisamente por haber sido parte del régimen autoritario, no podía asumir la transición como bandera propia.

La transición era un sueño y una expresión de idealismo que llevaba a la renuncia a legítimos intereses corporativos o partidistas, en beneficio de un común interés nacional.

Todo lo anterior contribuyó a resultados gubernamentales notables. Lo obtenido por la transición chilena es muy favorable si se le compara con las experiencias sudamericanas que tuvieron lugar en la segunda mitad de la década de los ‘80 y con aquellas otras que surgieron en Europa del Este y en los territorios de la ex-Unión Soviética en los mismos días del triunfo de Aylwin. Ella no se asoció a la creación de profundos desequilibrios macroeconómicos, como los de Brasil bajo Sarney, o la Argentina bajo Alfonsín, que condujeron a hiperinflaciones que, en sus momentos extremos, superaron el 4.000% en 12 meses. Tampoco llevó a fenómenos contradictorios como los que vemos en Rusia.

El bizantinismo: ¿ha terminado la transición?

Pero si la transición chilena ha sido tan exitosa ¿por qué no seguir con ella como idea fuerza y como factor de disciplina?

La respuesta tiene diversos elementos, de los cuales vale la pena destacar dos.

El primero es que exactamente porque ha tenido éxito, ha terminado agotando su propio programa y obligado a caminar hacia nuevas etapas y desafíos. El segundo es que las transiciones son momentos mágicos, épicos, que duran tal vez un par de años, no más.

La afirmación anterior no significa que estemos tomando partido en el debate acerca de si la transición ha o no terminado. En julio de 1994, al inaugurar el II Congreso de Ciencias Políticas, planteé que no tenía sentido este debate bizantino. Esa es una polémica que conduce a un dilema de blancos y negros y cuya respuesta depende de qué se defina por término de la transición.

Si una transición – como creen algunos – está terminada cuando desaparece el riesgo de una regresión autoritaria, entonces la transición chilena terminó hace mucho tiempo.

Si, por el contrario – como creen otros -, la transición no estará terminada mientras existan “enclaves autoritarios”, entonces la transición está inconclusa y para constatar ese hecho basta leer la Constitución del ‘80.

Finalmente, si la transición no estará terminada – como sostiene una tercera posición – mientras existan casos pendientes en materia de derechos humanos, esa etapa, entonces, durará muchas décadas, tal vez medio siglo.

La discusión sobre el término de la transición es, a estas alturas, un asunto meramente académico. Focalizar el debate en este tema es tan ocioso como inconducente. Desde la política y la dirección superior del Estado, lo que corresponde es analizar si las instituciones democráticas funcionan, si son compatibles con los objetivos del desarrollo nacional y de la ética democrática, y buscar la oportunidad y el tiempo de hacer las correcciones necesarias en aquellos puntos donde hay carencias e imperfecciones. Lo que resulta relevante para la política del país es asumir que hay tareas pendientes, tanto en lo institucional como en materia de derechos humanos, y que ellas deben ser enfrentadas, más allá de esta discusión bizantina.

La existencia de la democracia, hoy, en Chile, no es una cuestión de blanco o negro. Es cierto que muchos problemas propiamente de la transición y sus ramificaciones, no han tenido una solución integral a pesar del largo período que va de 1990 al presente. Pero ha habido notables avances en todos ellos. Restan situaciones vinculadas a las violaciones de derechos humanos que no están resueltas. Subsisten “enclaves autoritarios”; y ya volveremos sobre la vigencia del término más adelante. Con todo, es claro, también, que esta herencia del pasado no significa que no vivamos una democracia, aunque ella presente imperfecciones derivadas de la solución parcial de esos asuntos. Nuestra transición – cualesquiera sea la toma de posición en el debate bizantino – ha sido exitosa.

Por supuesto, la Concertación debe asumir esos temas pendientes y reconocer en ellos una parte de su patrimonio moral. Existe un compromiso con esas causas, procesos o reformas, al que no es dable renunciar; y el propósito de progresar en su solución es un componente de la identidad de la alianza. Pero también, desde hace años, se ha venido haciendo evidente que esos temas pendientes han ido perdiendo vigencia, de modo que no pueden continuar siendo la esencia del proyecto político concertacionista ni ocupando, al menos en la forma en que hasta ahora han sido formulados, un lugar central en su programa.

¿Dónde deben ser ubicados? ¿O deben ser abandonados?

Es necesario distinguir entre el tema de los derechos humanos y el de los “enclaves autoritarios”, pues ambos presentan desafíos diferentes.

La “despartidización” de los Derechos Humanos

La lucha por los derechos humanos va a ser plenamente exitosa el día en que deje de ser un tema partidista y pase a ser parte de la cultura nacional, un elemento esencial de nuestro ser como nación.

Tratando de ilustrar la afirmación anterior se nos ocurren dos ejemplos históricamente muy cercanos. Uno en Alemania; el otro en Estados Unidos.

El nazismo y el antisemitismo fueron crímenes que dividieron hasta sus cimientos a la Alemania, en los que estuvieron comprometidos millones de ciudadanos alemanes y que costaron a la Humanidad decenas de millones muertos. Hoy, la lucha contra el nazismo y el antisemitismo no es asunto que provoque confrontaciones ni diferencias políticas entre los partidos alemanes que representan más de un 90% de los votos de ese país. Ello es, en la actualidad, un rasgo cultural y espiritual de la Alemania contemporánea que nadie se atrevería a desafiar sin ser condenado a la marginalidad política y moral y cuya promoción no es tarea de un partido, sino de todos los partidos y de decenas de miles de organizaciones religiosas, cívicas, culturales, intelectuales.

Otro símil es el de los Estados Unidos y la lucha por los derechos civiles. De nuevo, la segregación racial y la discriminación contra los negros es el rasgo más aberrante de la historia norteamericana y algo que fue sostenido por sectores muy significativos de ese país. Hoy, en cambio, la condena a la discriminación racial es un valor absoluto en el debate y las políticas públicas norteamericanas, y algo que nadie se atrevería a desafiar sin arriesgar la más dura condena.

Esta aceptación suprapartidista del respeto a los derechos humanos no ha sido construida, en ninguno de esos dos países, sobre la base de la impunidad respecto de los crímenes del pasado. Por el contrario, son todavía frecuentes los juicios en Alemania a personas acusadas de cometer asesinatos bajo la dictadura nazi. La semana pasada un jurado norteamericano condenó a cadena perpetua a un ex miembro del Klu Klux Klan al que se le probó responsable del asesinato de cuatro niñas negras, en Alabama, hace 40 años.

Tampoco esta valoración suprapartidista ha significado una disminución del activismo en la causa de los derechos humanos; por el contrario, la ha hecho más vigorosa. Recientemente, Alemania ha construido un monumento sobre el Holocausto y en Estados Unidos, en estos días, uno de los más importantes museos exhibe unas fotografías que muestran la brutal violencia – tortura, linchamientos, la exhibición pública por días de los cuerpos para amedrentar a la población – de los grupos supremacistas blancos en contra de los negros.

Quiéranlo o no los partidos, el curso más probable y, lo que es más importante, el más deseable y beneficioso para el país y su futuro, es que la causa de los derechos humanos salga de la égida de los partidos para ubicarse como un rasgo cultural de nuestra sociedad. Aunque sea obvio y sólo para prevenir lectores descuidados, o mal intencionados, ello no significa que el compromiso con los derechos humanos no sea un rasgo esencial de todo pensamiento y acción política progresista. Tampoco pedir este suprapartidismo significa desconocer que en la lucha inicial por la defensa de los derechos humanos, los partidos y sus dirigentes cumplieron una función esencial.

La desaparición de los “enclaves autoritarios”

Al tema de los “enclaves autoritarios” corresponde una aproximación distinta.

Como es sabido, la Constitución de 1980 estableció una vasta gama de controles no democráticos, para, si no impedir, al menos domeñar al gobierno de las mayorías. De todos ellos, el más obvio, el menos sutil, fueron los senadores designados. La mayor parte de los trabajos de ciencia política define esta institución como un “enclave autoritario”, vale decir, un mecanismo que sirve a las fuerzas que sostenían al régimen militar para conservar cuotas de poder e influencia que el juego democrático no les permitiría. En este caso, el “enclave” cumplía el propósito de permitir a la derecha ser mayoría en el Senado, aun constituyendo una minoría electoral. Ciertamente, esta institución contradice principios esenciales de la democracia, pero lo que estuvo fuera de dudas fue su sentido y su eficacia en términos de poder.

Sin embargo, al producirse la renovación de estos parlamentarios, a fines de 1997, la institución cambió, haciéndose, para la derecha, muy cercana a la inutilidad en términos de poder. En efecto, esas designaciones indicaron que ya no se podía seguir hablando de una bancada uniforme, aliada sempiterna de las fuerzas que habían sostenido al régimen militar. Un tercio de la segunda oleada de senadores institucionales está integrado por miembros activos de la Concertación (Boeninger, Parra y Silva Cimma). Enfrente de ellos, sólo dos senadores continúan representando una posición política categóricamente de derecha (Martínez Bush y Canessa). Los restantes cuatro se ubican en una posición de mayor independencia respecto de los dos grandes bloques que existen en el Parlamento, aunque con una mayor proclividad hacia la derecha. La institución dejó de ser un grupo políticamente homogéneo para constituir uno compuesto por una variedad de opiniones que tienden a neutralizarse entre ellas. Dicho de otro modo, dejó de ser un enclave autoritario.

Pero que haya dejado de ser un “enclave autoritario” no significa variación en su naturaleza no democrática. Un “enclave autoritario” es siempre antidemocrático, por ser un mecanismo que, de modo injusto, impide o limita el gobierno de la mayoría. Pero también hay instituciones no democráticas que pueden servir para lo opuesto: para privar injustamente a las minorías de sus derechos. Por ejemplo, sería el caso si los nueve senadores designados fueran activos militantes de aquellas fuerzas que son la mayoría electoral. Claramente, no estaríamos en presencia de un “enclave autoritario”, ya que ahora no obstaculizaría, sino que facilitaría – aunque de un modo injusto – el gobierno de la mayoría. Sin embargo, ello no haría a la institución legítima ni democrática.

De los llamados “enclaves autoritarios”, el de los senadores designados ha sido el único que la Concertación ha objetado de un modo absoluto. Tratándose del Tribunal Constitucional o del Consejo de Seguridad Nacional, ha concordado en que esas instituciones deben existir, pero ha cuestionado su forma de integración, que le entrega un poder desmedido a la Corte Suprema y a los comandantes en jefe. Obviamente, en la medida en que la composición de la Corte Suprema y la orientación de los comandantes en jefe esté más distante de la derecha y de Pinochet – lo que, inexorablemente, ha venido ocurriendo -, el carácter de “enclave autoritario” se ha ido perdiendo. Lo que no variará nunca, en cambio, es su contradicción con la teoría constitucional democrática.

Se puede decir, por tanto, que los “enclaves” han dejado de existir, pero no la necesidad de reformas constitucionales.

En rigor la Constitución del 80, que alguna vez se calificó de “pétrea” por su supuesto carácter inmodificable, ha sido una Carta sujeta a constantes enmiendas. El tema no está, pues, en las reformas, sino en la forma como ellas han sido abordadas. En esta materia, hasta hoy, la derecha ha impuesto, durante más de dos décadas, un enfoque moralmente equivocado y contrario al interés nacional.

La Constitución del 80 fue construida en la década del ‘70 y luego “remendada” en 1989 a partir de un crudo designio de poder.

El articulado permanente original fue diseñado para hacer posible el gobierno de Pinochet aun en contra de una oposición que fuera una mayoría electoral, incluso abrumadora.

Cuando Pinochet fue derrotado en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, se hizo claro que no podía ser aplicada la arquitectura constitucional creada por ese articulado permanente – que debía tener vigencia a partir del gobierno que asumiera en 1990, pues hasta ese momento sólo habían regido los artículos transitorios – ya que resultaba peligrosa para quienes habían sido sus autores y defensores. Dicho con franqueza, ellos estaban por un enorme poder presidencial si Pinochet iba a ser el presidente; pero, ahora que el 5 de octubre había dejado claro que el próximo presidente sería una persona de la Concertación, estaban por la posición opuesta, vale decir, por un presidencialismo débil.

No es el caso de entrar en este informe al análisis pormenorizado de la Constitución. Baste indicar algunos poderes que el presidente de la república perdió en las reformas de 1989, cuando la derecha pasó de defensora de un “presidencialismo exacerbado” al de un “presidencialismo débil”. Primero, el de decidir por su sola firma y la de su ministro de Defensa, los ascensos y retiros de los oficiales de las Fuerzas Armadas; segundo, el derecho a disolver la Cámara de Diputados por una vez bajo su mandato; tercero, que en caso de haber desacuerdo entre el presidente y el Congreso acerca de la necesidad de legislar, predominaría el criterio del presidente si contara con el respaldo de la mayoría de una de las cámaras y del tercio más uno en la otra.

Hoy, es la misma lógica la que ha llevado a la derecha a cambiar de posición y a encabezar ella la demanda por algunas reformas a la Constitución. La UDI y los sectores más vinculados al lavinismo miran con preocupación lo que puede ser la bancada de senadores institucionales a partir del 2006. De continuar, en esta materia, la Carta tal cual está, y dado que en ese año tendrán derecho a ser senadores vitalicios Eduardo Frei y Ricardo Lagos, es seguro que, de un total de 11 senadores no elegidos, la Concertación tendrá una clara mayoría; incluso, en un cálculo pesimista, “El Mercurio”, en el mes de marzo de este año, advirtió que la Concertación podría tener 9 de esos 11 senadores.

Por muy pragmáticas – oportunistas, sería más apropiado decir – que sean las razones para este cambio de opinión de parte de la derecha, es un avance que se esté alcanzando un acuerdo sobre este punto. Pero sería una simplificación inaceptable reducir el debate a la composición del Senado y no entender que el problema alcanza a varias piezas esenciales del sistema político, que son imperfectas, bajo muchos conceptos injustas o poco transparentes y, lo más grave, con severas fallas e insuficiencias democráticas.

Lo anterior obliga a abandonar la perspectiva mediocre con que se han analizado los temas constitucionales: ¿A quién favorece y a quién perjudica la actual disposición o la nueva reforma que se propone o intenta? ¿Quién gana y quién pierde con ellas? Una Constitución no se construye ni se analiza ni se reforma desde esa perspectiva.

Causa principal de desorden

El agotamiento de las ideas fuerzas y programas de un proyecto nacional no es un asunto académico, sino uno de enormes consecuencias políticas. Si se excluye un manejo autoritario de partidos y coaliciones, los factores que determinan su disciplina y unidad son, básicamente, dos: aquello que son sus propuestas, sueños y utopías; segundo, aquello en contra de lo que están.

Desde el punto de vista propositivo, la Concertación no puede seguir centrando su programa y lucha política en las reformas constitucionales, las relaciones cívico-militares y los juicios sobre violaciones de derechos humanos. La enorme mayoría del país, ya en los momentos finales del gobierno de Aylwin, dejó de considerar que los objetivos centrales de los programas políticos debían ser esos “bienes intangibles” como democracia, transición, reconciliación – a los que, sin embargo, ha continuado valorando – como lo muestran todas las encuestas. La ciudadanía consideró que había llegado la hora de dar paso a una nueva etapa, en la que se pusiera el acento en atender la demanda de “bienes tangibles”, directamente relacionados con la calidad de vida de las personas y sus familias, esto es, educación, salud, mejoramiento del Estado, descontaminación, mejores ciudades e infraestructura.

Desgraciadamente, en estos nuevos campos no se han elaborado propuestas comunes, de modo que, cada vez que la coalición incursiona en temas como la salud o la educación, aparece dividida e incapaz de transmitir un mensaje coherente que las fuerzas que la respaldan la puedan percibir como una “idea fuerza”.

En cuanto a lo segundo, el agotamiento de la transición es también equivalente a la pérdida de relevancia política de Pinochet. Las fortalezas sitiadas – es la vieja máxima – tienen una natural tendencia a la mayor disciplina y a seguir militantemente a sus líderes. La pérdida de credibilidad de Pinochet como amenaza abrió paso a disensiones en la coalición que en los inicios de los años ‘90 habrían sido inimaginables y, de haberse producido, consideradas como traiciones al bien común concertacionista.

En la medida que la transición se ha agotado – y ello es un proceso que ha venido ocurriendo desde 1994 -, la Concertación ha debido enfrentar una realidad caracterizada por una mayor criticidad de sus partidarios, una menor disciplina en los partidos y sus bancadas parlamentarias, cierta desafección ciudadana y la emergencia de fuertes y contradictorios intereses corporativos.

La transición ha dejado de ser el elemento socialmente compartido que puede operar como marco conceptual de ordenamiento sociopolítico y socioeconómico. Las renuncias de legítimos intereses privados o corporativos en beneficio del interés nacional no encuentran ya, en ella, un argumento eficaz, provisto de potencia cohesionante.

Más bien, se observa un cansancio al disciplinamiento, la afirmación de identidades particularistas, y una cierta compulsión al protagonismo personal o grupal y a la discrepancia, a la competencia por liderazgos en todos los “mercados” posibles, sean ellos comunales, regionales, políticos, parlamentarios, sindicales o gremiales.

Se expresan, ahora, las más variadas identidades y, perdido el miedo a una vuelta a la dictadura, se ejercen los derechos sin muchas consideraciones por el bien general.

Es cierto que de la transición hay tareas pendientes, pero ella se ha agotado como idea fuerza que le daba coherencia a la acción del gobierno, que era cemento de la coalición y que establecía un orden de prioridades para el conjunto del país. En su ausencia o, más importante, en ausencia de un nuevo sueño colectivo que la reemplace, surgen, cada vez con más fuerza, una variedad de intereses corporativos, estamentales y políticos que presionan al Estado por sus demandas prestando poca atención al interés general y amenazando con dejar al país vacío de un proyecto nacional.