Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos
La crisis de la izquierda latinoamericana: Diagnóstico y perspectivas
Clodomiro Almeyda Medina
Comenzaremos por decir que es ocioso remarcar la existencia de una crisis de la izquierda en nuestro subcontinente. A ojos vista, cual más, cual menos, los actores ideológicos y políticos de esa izquierda se encuentran perplejos ante las grandes novedades de los tiempos recientes, que han derrumbado toda una mitología de seudo verdades y llegan a cuestionar aquellas certezas sobre las cuales se sostiene el pensamiento de izquierda. Pensamiento animado por el ideario socialista y su principal fuente de inspiración, el marxismo. Esta perplejidad y desorientación de nuestras izquierdas las sume en un vacío ideológico que les dificulta concebir una propuesta alternativa, tanto frente al neoliberalismo, como frente al neopopulismo de izquierda y de derecha, que son los principales protagonistas de nuestras luchas políticas.
El neoliberalismo con ribetes autoritarios constituye la cubierta ideológica para racionalizar las formas renovadas que asumen las fuerzas de conservación social para prolongar su hegemonía en la sociedad. Y el neopopulismo, en sus varias versiones, es la respuesta fácil, superficial y cortoplacista a la compleja situación que viven nuestros pueblos.Frente a estos dos actores de nuestra escena política – incapaz el primero de resolver de manera radical la problemática que aflige a la sociedad contemporánea e infecundo el segundo para adelantar propuestas que vayan más allá de dar un respiro momentáneo y contraproducente a las manifestaciones de esa problemática -, hay necesidad de levantar un proyecto de izquierda, progresista, popular y nacional que retome por una parte el camino hacia formas justas y humanas de convivencia social y que trascienda, por la otra, el simple reivindicacionismo sectorial, que pierde de vista al conjunto y al mañana, agravando los problemas en vez de resolverlos.
Para comprender esta problemática que vive la izquierda, hay que contextualizarla en el marco de la situación que vive el mundo contemporáneo.
Atravesamos, en estos últimos decenios del siglo XX, por una etapa profundamente conservadora, en la que las fuerzas reaccionarias que se empeñan por sostener el orden establecido, han tomado la ofensiva, intentando desprestigiar, no sin éxito, a los movimientos de izquierda, motejando a sus ideas y valores de arcaicos y fracasados.
Estamos en presencia de un periodo de reflujo en el desarrollo de la humanidad – como los ha habido otros en la historia – pero que son a la larga simples paréntesis, que no logran ni pueden lograr poner diques definitivos al proceso de autotransformación del hombre y de la sociedad en procura del despliegue de las virtualidades latentes en la condición humana. Virtualidades que, por cierto, son negadas por las fuerzas conservadoras, que quieren congelar la historia en la era del capitalismo, con todas sus irracionalidades e injusticias.
Nos encontramos, pues, ante un período de reflujo, semejante a la llamada época de la Restauración, que vivió la Europa tras la Revolución Francesa y las gestas napoleónicas, signada por la vuelta en gloria y majestad del absolutismo luego del Congreso de Viena en 1815.
Este retorno del “ancienne régime” no fue tan efímero y sólo luego de treinta años, en 1848, la historia recuperó su cauce y las conquistas democráticas y liberales de la revolución burguesa lograron permear profundamente a las sociedades europeas.
Ahora también, a la manera de Metternich a comienzos del pasado siglo, las Thatcher y los Reagan han querido detener la historia –incluso haciéndola retroceder -. Pero hoy en día, después de transcurrido el “boom” neoconservador y neoliberal de los años 70 y 80, se asoman ya por doquier las señales de agotamiento de esta etapa reaccionaria y se insinúan los síntomas de que para ella ha llegado también la hora del “Manen, Thecel, Phares”.
Pero no nos alejemos de nuestro tema. La crisis de la izquierda latinoamericana se inscribe, pues, en el cuadro de este reflujo histórico mundial, que la sobredetermina e influye sobre ella.
¿Cuáles son las causas que han hecho posible esta nueva Restauración, este período de reflujo, traducido en lo espiritual en este sofocante clima de arcaísmo y esterilidad ideológica que hoy abruma a la sociedad contemporánea?
En primer lugar, ha contribuido a configurar este cuadro el fracaso histórico de las experiencias sociopolíticas del llamado “socialismo real”. Estas ambiciosas empresas habían encendido las esperanzas durante la primera mitad del siglo de centenas de millones de hombres, que creían que a través del forado abierto por la Revolución de Octubre en el mundo capitalista podía avanzar el género humano hacia modalidades superiores y justicieras formas de convivencia colectiva.
Este fracaso y la forma súbita y estrepitosa con que se manifestó, anonadaron las conciencias de los hombres de izquierda en todo el mundo – y por tanto, también en América Latina -. No escaparon a este impacto ni siquiera aquellos que desde la izquierda habían asumido una posición crítica y en algunos casos beligerantemente crítica frente a esas experiencias, puesto que no podían negar su afiliación cultural al movimiento ideológico y social nacido a mediados del pasado siglo como socialismo, y del cual se reconocían tributarios los autores de la Revolución Rusa y los responsables de lo que fue y como fue la Unión Soviética.
No es del caso referirse aquí circunstancialmente al porqué del fracaso de estos ensayos socialistas. Bástenos dejar constancia de que ellos se produjeron en escenarios caracterizados por el retraso económico y cultural y en condiciones de un cerrado aislamiento en el seno de un mundo cada vez más internacionalizado. No estaban, pues, presentes los supuestos para que esas experiencias fueran exitosas.
Se ha querido inferir por los ideólogos reaccionarios que el colapso de los “socialismos reales” involucra también la caducidad del marxismo, en tanto teoría inspiradora de aquellas experiencias. En realidad, es todo lo contrario. El colapso de los “socialismos reales” confirma las tesis marxistas acerca de las precondiciones necesarias para que el capitalismo en crisis pueda ser reemplazado exitosamente por el socialismo. Y el hecho de que esas experiencias hayan colapsado se debe al olvido de aquellos supuestos y al afán voluntarista de hacer caso omiso de las limitaciones colocadas por la realidad a los intentos de alcanzar en breve plazo objetivos ambiciosos que son tarea para muchas generaciones, lo que se inscribe en una lógica idealista que nada tiene que ver con el realismo característico del pensamiento marxista.
Paralelamente a este fracaso del llamado “socialismo real”, la conciencia del hombre de izquierda en las postrimerías de este siglo, fue duramente golpeada por otro hecho de no menor envergadura. El régimen capitalista imperante en la mayor parte del mundo, lejos de haberse debilitado luego de la segunda guerra mundial y de haberse precipitado en crecientes crisis estructurales, como lo preveían y anunciaban sus agoreros, demostró una sorprendente capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias y una no menos admirable aptitud para aprovecharse rápidamente de los avances de la revolución científico-técnica de la postguerra, lo que le permitió incrementar a ritmos insospechados la productividad del trabajo. El capitalismo se mostraba en la práctica más eficiente y creativo que los socialismos reales, los que luego de un período de notables progresos, habían ido cayendo en el estagnamiento, la inercia y la rutina. Se desvanecía así también otra de las creencias mitológicas del arsenal ideológico del socialismo tradicional: su fe en la necesaria y cada vez más próxima crisis terminal del capitalismo, al que se presumía incapaz de enfrentarse a sus contradicciones internas, y perdiendo terreno frente a los avances del campo socialista, al que se visualizaba carente de las limitaciones que caracterizaban al capitalismo. La realidad andaba por otro lado y la fuerza y progresividad del capitalismo contemporáneo dejaron a la izquierda con un palmo de narices, sin poder explicarse cómo un régimen que creía casi moribundo gozaba de no sólo buena, sino de excelente salud.
Y, como si esto fuera poco, el llamado socialismo democrático europeo, o sea la social-democracia, artífice del Estado benefactor, que tanto ayudó a hacer compartir por las clases trabajadoras los frutos del incremento de la productividad del trabajo, entró en los años setenta en un período de agotamiento de sus potencialidades. La detención del crecimiento económico, la inflación y la ineficiencia productiva, que comenzaron a manifestarse en los países regidos por los social-demócratas, sirvieron también de pretexto para que el neoliberalismo proclamara la bancarrota del intervencionismo estatal, de los proteccionismos y del Estado asistencial, como asimismo del ideario keynesiano que le servía de inspiración teórica. Se asestó así otro golpe a la confiabilidad del socialismo, en este caso su variante reformista y moderada.
En América Latina, casi coetáneamente con el agotamiento de las virtualidades del modelo social-demócrata en el Viejo Mundo, y en alguna medida interrelacionado con este fenómeno, se produjo también la pérdida de las potencialidades progresivas del modelo desarrollista “cepaliano”, teñido de un fuerte matiz populista. En todos los países donde se llevó a la práctica ese modelo, también llamado de desarrollo “hacia adentro” o “sustitutivo de importaciones”, se desató durante los años sesenta y setenta una violenta e incontrolable inflación, con sus secuelas de desorden social y de anarquía política. En la mayoría de los casos esa crisis del desarrollismo populista desembocó en dictaduras militares contrarrevolucionarias, como respuesta al temor a una revolución social y al desorden caótico en que se sumieron los países víctimas de esas desafortunadas políticas.
Esta serie de desilusionantes experiencias a nivel planetario y subcontinental, dejó a la izquierda latinoamericana desconcertada y sin proyecto. No cabía insistir en el populismo (salvo para los más porfiados, que por desgracia los hay), cuyos amargos frutos ya se conocían. Pero tampoco podía convertirse en seguidora de las recetas neoliberales que afloraban por doquier, estimuladas por los vientos que en esa dirección soplaban desde Europa.
De esto han pasado ya algunos años. El neoliberalismo comienza a agotarse, pero la izquierda latinoamericana no logra levantar todavía la alternativa a las recetas neoliberales y al populismo demagógico, aunque elementos para ello existen y se perfilan, pero más como producto de la práctica que como resultado de la reflexión teórica.
Del análisis crítico de estas frustraciones, que han impactado la conciencia de la izquierda y que la mantienen en lo grueso, morosa de con su obligación de gestar una propuesta política popular, avanzada y renovadora, pueden extraerse ya algunas promisorias enseñanzas.
Desde luego, hay que destacar que la empresa de construir sociedades socialistas a corto plazo – en países pobres e insuficientemente desarrollados y en el marco de aislamiento del resto del mundo -, ha demostrado ser inviable, por cuanto degenera en regímenes represivos y burocráticos, a la larga cada vez más ineficientes y conservadores.
La práctica ha demostrado que para querer construir esa sociedad justa y libre, racional y democrática, a la que llamamos socialista, hay que tener paciencia y perseverancia, porque ello es una empresa larga y dilatada que ha de prolongarse por todo un período histórico y, a la vez, es mucho más compleja y difícil de como se la imaginaba. Esa misma práctica ha demostrado que el Estado no puede suplir todas las carencias de las condiciones necesarias para que el socialismo pueda sustituir al capitalismo. Y si se pretende que el Estado asuma todas las tareas no cumplidas por el capitalismo en cuanto al desarrollo de las fuerzas productivas y a la modernización de la sociedad, a lo que ello conduce es a la gestación de un gigantesco aparato estatal, pesado e ineficiente, costoso y burocratizado, que pasado un tiempo se muestra incapaz de promover el progreso de las sociedades. Su intento de dirigir, controlar y gestionar todo a través de una planificación centralizada y desde arriba, se torna ineficaz, ya que un plan global, completo y pormenorizado que tenga éxito supone un nivel muy avanzado en el desarrollo económico, tecnológico y cultural, que todavía la humanidad como conjunto está lejos de alcanzar. Mucho menos los países en desarrollo, como los de América Latina.
Por eso mismo, es misión fundamental de la izquierda favorecer la generación de esas avanzadas condiciones económicas, tecnológicas y culturales para que pueda hacerse realidad la utopía libertaria y justiciera del socialismo.
De las consideraciones anteriores fluye que ingredientes propios de las sociedades de clases y del capitalismo, acompañarán por largo tiempo todavía la trayectoria de la humanidad en su marcha sin fin hacia la utopía socialista. No sólo en cuanto a resabios de una sociedad que no se pueden proscribir ni ignorar por decreto, sino porque todavía esos ingredientes cumplen una función muy importante como incentivadores del desarrollo económico y social, como es el caso del mercado, de la propiedad privada de medios de producción, de la libre empresa, y sus correlatos jurídicos, institucionales y valóricos
El empeño por establecer avanzadas relaciones de producción de carácter socialista, que no se corresponden con el atraso de las fuerzas productivas, lejos de incentivar el desenvolvimiento de éstas – como ocurriría en una crisis terminal del capitalismo -, convierte a esas relaciones instauradas antes de tiempo en frenos y obstáculos para que aquellas fuerzas puedan desplegar todas sus potencialidades en el marco de las relaciones de producción preexistentes. Así se infiere, por lo demás, de un correcto manejo de las categorías marxistas para entender el funcionamiento y desarrollo de las sociedades.
Pero estos reconocimientos y estas lecciones que debemos recoger de la experiencia, que importan rectificar errores voluntaristas y apresurados optimismos, y tomar más en cuenta a los porfiados hechos, no deben conducir al otro extremo, de que por un exceso de realismo, rayano en el pragmatismo oportunista, se termine por emprender una retirada ideológica vergonzante, que llega hasta implicar un abandono del ideal socialista y una pérdida de la fe en la posibilidad de construir en la tierra una sociedad distinta y mejor que el capitalismo. Ha surgido así un socialismo “realista” y “renovado” que ha renunciado a esa posibilidad, y al que lo único que le resta de progresista es su propósito de corregir los excesos de un “capitalismo salvaje”, pero sin pretender afectar sus parámetros fundamentales, por cuanto éstos habrían demostrado en la práctica que la sociedad capitalista apoyada en ellos, pese a sus limitaciones, sería la mejor de las posibles. En otras palabras, se tendría que comulgar con el esquema de Fukuyama: con el capitalismo habríamos alcanzado el fin de la historia.
La Nueva Izquierda, aquella que se reconoce en la milenaria lucha de los pueblos por la libertad y la justicia, que se renueva en cuanto asume lo inédito de la siempre cambiante realidad y en cuanto recoge críticamente las experiencias de triunfos y derrotas, pero que no abjura de sus principios ni renuncia a sus símbolos, negándose a sí misma, esa Nueva Izquierda en su versión latinoamericana, debe en nuestro entender fundamentarse en un conjunto de afirmaciones que, por una parte, reiteren su carácter crítico y contestatario frente a la realidad actual y proclamen la necesidad de transformarla, y que por la otra, aspiren a hacerlo tomando en cuenta los cambios producidos en el entono social y las enseñanzas que arroja la experiencia, todo lo cual enriquece su patrimonio ideológico y político y hace de ella un mejor instrumento para revolucionar la sociedad en la dirección del socialismo.
En un provisional intento identificamos a continuación las ideas que a nuestro juicio constituyen las vigas maestras de una propuesta alternativa de la Nueva Izquierda latinoamericana:
Primero. El socialismo continúa estando plenamente vigente como única respuesta válida para resolver los problemas de la sociedad contemporánea insolubles en los marcos del capitalismo. No es efectivo, por tanto, que el capitalismo sea el régimen económico-social mejor de los posibles ni el que más se aviene a la condición humana, tal como lo sostienen ahora desde los neoliberales, pasando por el Papa Juan Pablo II, hasta el llamado socialismo liberal utrarrenovado.
Ello porque los hechos demuestran que la actual sociedad capitalista ha generado una serie de contradicciones y puesto de manifiesto un conjunto de limitaciones suyas, insuperables dentro de sus propios límites. Se trata de la creciente brecha que separa cada vez más al mundo desarrollado de los pueblos del llamado Tercer Mundo, que concentra la mayor parte de la riqueza en un quinto de la población del planeta y la pobreza de las otras cuatro quintas partes de ella. Se trata de la contradicción entre una población humana creciente a ritmos exponenciales y una oferta cada vez menos dinámica de alimentos, lo que preanuncia para el próximo siglo un colapso de la vida social en el planeta. Se trata de la existencia en los países del capitalismo avanzado de un tercio de su población marginada, excluida y rechazada por los otros dos tercios que se aprovechan exclusivamente de los frutos de su prosperidad. Se trata de la irracionalidad que significa el que habiendo alcanzado la humanidad como conjunto un nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, potencialmente capaz de eliminar la pobreza del mundo, la injusticia del orden existente mantiene a la inmensa mayoría de los habitantes del planeta en la indigencia y la ignorancia. Se trata de que la mayor parte de la capacidad productiva de la humanidad se aplica a satisfacer necesidades artificiales creadas por una perversa cultura consumista, o en sostener gigantes e inútiles establecimientos militares, en detrimento de la satisfacción de las auténticas y elementales necesidades naturales del hombre. Se trata del creciente deterioro del entorno natural del hombre y de la calidad de la vida producida por el irracional despliegue de un capitalismo voraz, que no reconoce límites en su afán de lucro, devenido en motor decisivo y principal de la existencia humana. Se trata, en fin, de la contradicción entre el progreso material de la sociedad –surgida de la cristalización de los valores individualistas que brotan espontáneamente de la práctica del capitalismo- y la miseria espiritual de esa misma sociedad . Ello se traduce en un vacío en las conciencias que ha llevado a que para centenas de millones de personas, tributarias de los desvalores engendrados por el capitalismo, la vida haya perdido todo sentido y sea así fácil presa del amoralismo, la drogadicción, el violentismo, el nihilismo espiritual y otras tantas plagas del cuerpo y el alma, todo lo cual afecta especialmente a la juventud, comprometiendo el futuro de la humanidad.
La única respuesta válida para resolver las aludidas contradicciones generadas por el capitalismo, pasa por superar progresivamente sus límites estructurales, que dan origen a la injusticia y la irracionalidad prevalecientes todavía en el mundo de hoy. Esto significa ir erradicando las explotaciones, desigualdades, marginaciones y represiones que agobian a la sociedad contemporánea. Y esa respuesta tiene un nombre: socialismo, cuya vigencia plena deriva de las contradicciones que afligen al capitalismo y que sólo él está en condiciones de resolver. Socialismo que quiere decir formas de propiedad, de trabajo, de orientación de la actividad productiva y de utilización de los excedentes económicos, que garanticen al género humano igualdad de oportunidades, condiciones de vida decorosas y dignas y una participación de todos y cada uno de los integrantes del cuerpo social en las decisiones que los afectan.
Sólo en el socialismo podrán realizarse plenamente las ideas de justicia y libertad que constituyen el contenido de la democracia.
Segundo. La planificación progresiva de la actividad social y en especial de la económica, en función de los objetivos humanistas del socialismo, es el instrumento más idóneo para lograrlas, en la medida que asciende el nivel de desarrollo cultural, científico, tecnológico y productivo de la sociedad. No es efectivo que sea el libre mercado el único y principal instrumento de una asignación racional de recursos y la condición imprescindible para que pueda manifestarse la creatividad humana.
Desde luego, porque el libre mercado determina que lo que se produce es lo requerido por la demanda efectiva, la que no refleja las necesidades reales del hombre, sino la capacidad adquisitiva de los dueños del dinero. Y, además, porque el libre juego de las leyes del mercado conduce necesariamente a generar desigualdades e injusticias de todo tipo. La llamada libre competencia siempre favorece al más fuerte, acumulando la riqueza, el saber, la salud, el prestigio y el bienestar en un lado de la sociedad, y la pobreza, la ignorancia, la enfermedad, los desvalores y las privaciones en el otro.
Esto es tan evidente que nadie se atreve a negar que hay que corregir y atemperar las inequidades a que conducen el libre mercado y la libre competencia. La “mano invisible” de los clásicos no nos encamina al bien común, sino beneficia particularmente a una parte de la sociedad.
Para los apologistas del libre mercado, la función del Poder Público debe ser fundamentalmente el sostener el marco jurídico e institucional para que aquél funcione. Y a lo más, y a título subsidiario, debe el Estado corregir las más irritantes desigualdades a que pueda conducir la libre competencia, evitando así demasías que puedan generar un clima de conflictividad social que ponga en peligro la existencia misma de la economía de mercado.
La realidad latinoamericana, donde campea hoy en día el liberalismo económico es la más elocuente expresión de esas demasías. En Chile, que no es el país latinoamericano más desequilibrado al respecto, el quintil más bajo de la población dispone del 5% del ingreso familiar total, mientras el quintil de rentas más altas recibe el 55% de dicho ingreso. Estos guarismos hablan por si solos.
Si el mercado no conduce espontáneamente al bien común, no basta con atribuir al Estado la misión de atemperar las injusticias. Es menester generar una lógica diferente, que sitúe al mercado en un rol que permita al Estado promover ese bien común, con relación al cual el mercado es ciego. Y ésa es la lógica del plan y de la planificación.
No es efectivo pues tampoco que la planificación sea un instrumento intrínsecamente perverso como orientador de las economías, como lo sostienen los neoliberales y quienes han devenido en discípulos suyos, aunque no se den cuenta de ello.
En primer lugar, el actuar conforme a un plan – en economía como en cualquier otro ámbito de la sociedad -, es lo propio de la condición humana y del comportamiento racional, ya que ello significa esencialmente actuar en pos de fines conocidos y queridos. El dejar que el mero mercado determine totalmente el sentido de la actividad económica, dejando de lado toda meta, todo propósito y todo plan, equivale a querer que subsistan y prevalezcan en la esfera humana, formas de comportamiento más propios y característicos del mundo biológico que de la naturaleza del hombre. Lo que no quiere decir que el recurrir a esa libre competencia no pueda ser el medio más idóneo para condicionar el avance y el progreso en la economía en determinadas épocas, como ha ocurrido en todo un largo período de la historia y sigue ocurriendo todavía, como lo atestigua elocuentemente la experiencia contemporánea.
Pero dejando estas consideraciones filosóficas de lado, la práctica y la razón nos llevan a considerar que plan y mercado pueden y deben coexistir en la presente etapa de la historia, y particularmente en América Latina. Para la izquierda la primacía estratégica debe estarle concedida al plan. Sobre todo en cuanto éste debe relevar la satisfacción de las necesidades reales de todos los hombres y su dignidad, como el objetivo central que debe perseguir la actividad económica. El plan, por tanto, debe asignar recursos y fijar metas que converjan a esa finalidad. Lo que no obsta que para lograr aquellas metas del plan pueda y deba en determinadas condiciones otorgarle al mercado, a la empresa privada y al lucro el papel central como promotor privilegiado de esos procesos. Esto quiere decir que en el nivel que podríamos llamar táctico en sociedades como las nuestras, la primacía le debe estar concedida la más de las veces al mercado, en el marco de los grandes objetivos estratégicos del plan.
Tercero. El Estado y las demás instituciones públicas, en cuanto representan los intereses colectivos y los valores humanistas hacia cuya realización hay que esforzarse por conducir a la sociedad, desempeñan y deben continuar desempeñando el papel decisivo en la promoción del bien común, hasta que el desarrollo económico, tecnológico y ético de la sociedad alcance un nivel tan elevado que vaya haciendo posible paulatinamente el autogobierno democrático de la comunidad y vaya desapareciendo el carácter autoritario de las entidades públicas. No es efectivo, por tanto, que el Estado deba en la sociedad cumplir sólo un papel subsidiario de la actividad privada.
Desde luego, porque al Estado compete fijar las metas estratégicas que debe alcanzar la actividad económica en función del mejoramiento de la calidad de vida de todos los hombres. Y porque al Estado conviene también la tarea de orientar por medios directos e indirectos a la actividad social, a fin de que esta converja hacia el logro de los grandes valores humanistas del socialismo: la justicia y la libertad.
Por otra parte, la corrección de los desequilibrios sociales originados por el libre juego de las leyes del mercado – que todos reconocen como faena que corresponde al Estado -, se inscribe en el esfuerzo por promover la justicia y la racionalidad en la sociedad, lesionadas por esos desequilibrios. Este esfuerzo no tiene nada de subsidiario, sino que constituye la línea central de la lucha secular de los hombres en función de aquellos valores, lucha que lejos de ser algo marginal, es el contenido esencial de la historia humana.
De manera que la tan defendida subsidiaridad del Estado, debe ceder su lugar, en el ideario del hombre de izquierda, al reconocimiento de que el Estado es el instrumento privilegiado – no exclusivo – para promover el imperio de los grandes valores humanistas en la sociedad, sobredeterminando a la actividad de los otros agentes sociales. Ello en la medida que su quehacer refleje el interés, las ideas y los valores de quienes se empeñan por conquistar una vida más digna para sí y para toda la humanidad.
El Estado, para acometer su trascendente rol, debe ser fuerte y legitimado por el apoyo popular. Que debe ser fuerte no quiere decir que debe ser autocrático, ni burocratizado. Debe, además, ser una entidad ágil, eficiente y receptiva a las demandas populares, a las que debe integrar en un plan de acción que trascienda las particularidades sectoriales – cualesquiera que estas sean -, para poder así interpretar y promover el interés del conjunto de la sociedad, identificable con el interés de quienes quieren hacerla más justa, más racional y más participativa.
La asunción por el Estado del punto de vista de quienes padecen las limitaciones del orden social imperante, y que constituyen la inmensa mayoría de la sociedad – lo que los cristianos llaman la opción preferencial por los pobres -, nada tiene que ver con un Estado que deviene en mecánico intérprete de intereses segmentarios y de demandas corporativas inmediatistas, los que no pocas veces difieren y antagonizan con el interés del conjunto de la sociedad y con el contenido de una demanda global por el cambio social que resuelva de raíz los problemas planteados. Un Estado que cede a la tentación populista no hace sino sacrificar un porvenir consistente en aras de un efímero presente, haciendo realidad aquello del adagio de “pan para hoy y hambre para mañana”. Lo que la historia reciente latinoamericana demuestra hasta la saciedad. Así como de que de estas situaciones generadas por el populismo siempre sacan partido a la postre las fuerzas reaccionarias.
Por otra parte, en un mundo crecientemente internacionalizado, en el que los pueblos y naciones más débiles corren el peligro de que su soberanía, su cultura y sus intereses nacionales se diluyan en una trama universal dominada por los poderosos, el Estado debe ser también el sujeto en quien encarnen la autonomía, la cultura y los intereses de las diferentes naciones. Esto es particularmente válido para América Latina, amenazada como la que más por la influencia polifacética que ejerce sobre ella su gran vecino del Norte, que tiende a debilitar y desvanecer la sustancia política y cultural de nuestro ser nacional latinoamericano.
Cuarto. Las fuerzas populares, democráticas y progresistas de la sociedad deben empeñarse porque el Estado asuma la representatividad de sus intereses comunes y de los valores humanistas insitos a ellos, a fin de que ese Estado ponga en juego su poder para colocarlo al servicio de esos intereses y valores. No es cierto, por tanto, que el Estado deba ser neutral. Por lo mismo que se reconoce que el Estado debe regular, controlar y corregir desequilibrios, sólo puede hacerlo si está inspirado en su accionar por ciertos valores.
Estos no pueden consistir sólo en las garantías para el libre accionar de quienes disponen de lo suficiente para poder hacerlo, sino que deben encarnar las metas humanistas y solidarias consustanciales con el pensamiento de la izquierda y en especial de los socialistas.
Esta afirmación es particularmente válida en el orden de las ideas y su reflejo en la política relativa a los medios de comunicación. Si en el plano económico el libre mercado ha jugado y juega todavía un rol importante como agente del progreso social, no es menos cierto que esta misma lógica aplicada al ámbito de las ideas y de los valores, conduce a la mayor de las insanías, puesto que en último término no son las ideas y valores mejores los que logran conquistar las conciencias, sino aquellos que pueden ser difundidos por los medios de comunicación de masas, en su mayor parte de propiedad y al servicio de los grandes intereses económicos y de los beneficiarios del orden social imperante.
Los medios de comunicación, y por su intermedio, los poderes dominantes en una sociedad, son los reales creadores de la llamada opinión pública. Opinión pública que reflejada en los eventos electorales generadores de las autoridades, no es, como se pretende, la libre expresión de la soberanía popular, sino es un producto fabricado por los “medios” y que cumple su rol de favorecer la reproducción del orden existente.
El Estado, en cuanto intérprete del interés común, no puede ni debe ser neutral, sino debe estar lleno de contenido valórico y humanista y debe, por tanto, incentivar todo lo que conduzca a la realización de esos contenidos.
Sin que el Estado trascienda su compromiso con el orden establecido, encubierto en una aparente neutralidad valórica y política, no es posible que exista una verdadera democracia, sino sólo una mera caricatura suya, que no da lugar para que el pueblo y las gentes puedan tener conciencia de sí mismos y de sus reales intereses, ya que se lo impiden los mitos y lugares comunes con que los medios de comunicación conservadores obscurecen su entendimiento.
La democracia no está, por tanto, limitada en su desarrollo sólo por las desigualdades económicas que hacen de los ricos la fuerza más poderosa en el ámbito político y en la vida cotidiana, sino también porque la conciencia de los más vastos sectores populares está alienada a los intereses y a la ideología de las clases dominantes, a través del dominio de éstos sobre los medios de comunicación de la opinión pública.
No corresponde, por tanto, idealizar la democracia, tal como se vive y se practica en América Latina, pensándola como una etapa terminal de nuestra evolución política. Hay que visualizarla más bien como un proceso en desarrollo, en el que la lucha por la equidad y la justicia social y el desenvolvimiento de una conciencia soberana y desalienada, van haciendo posible progresivamente que los pueblos puedan ejercitar en los hechos las libertades que la formalidad democrática les reconoce.
Quinto. El partido político es el medio a través del cual se hacen presentes en la sociedad las demandas políticas y programáticas de los movimientos populares y luego las hace gravitar en la sociedad civil y en el Estado para hacerlas realidad. No es efectivo, por tanto, que el partido político como institución, esté quedando obsoleto, y deba limitarse solamente a trasladar las demandas que surgen espontáneamente de la sociedad civil al sistema político.
Si lo que se quisiera fuera sólo reproducir el orden social existente, el partido político como agente de transformación y cambio social no tendría objeto alguno, y su rol debería reducirse a procesar demandas sectoriales reivindicativas, de manera no muy diferente a como lo hacen los grupos de presión.
Pero si lo que se quiere es influir en la sociedad civil y en el Estado a fin de lograr determinados cambios en la estructura social, el papel del partido político es fundamental. Al partido de izquierda le corresponde recoger las aspiraciones que brotan de la sociedad para transformarlas en función de los intereses globales de las clases perjudicadas por el orden existente, en una demanda de cambio social estructural. Y luego le compete al partido de izquierda esforzarse por permear a la sociedad civil con las ideas contenidas en ese proceso de cambio, a fin de que aquellas puedan influir en la acción del Estado y la de los otros agentes públicos regionales y locales.
En una sociedad abierta y crecientemente democrática, el partido debe ser cada vez más un agente productor y difusor de proyectos políticos y cada vez menos una entidad clientelística como ha devenido en América Latina. Aquí el partido político ha ido convirtiéndose en un mero trampolín para favorecer el ascenso social, económico y político de las personas que se acogen a su amparo, y es esta deformación la que ha determinado principalmente su descrédito y su pérdida de prestigio.
Si la nueva izquierda quiere recuperar audiencia y poder de convocatoria en la sociedad civil, es menester que se proponga alterar la matriz orgánica tradicional de los partidos populares y sus hábitos perversos, a fin de evitar sus deformaciones que facilitan la corrupción y la desnaturalización de sus funciones, con el fin de hacer de ellos reales promotores del cambio social por la vía de la producción ideológica y de su impacto en la sociedad y en el Estado.
Sexto. En el mundo en general, y en América Latina en particular, los Estados nacionales que heredamos del pasado van deviniendo cada vez más en estructuras obsoletas, que no dan cuenta del proceso internacionalizador en todos los ámbitos del acontecer humano ni de la exigencia de una perspectiva universalista e integradora, como condición ineludible para lograr un óptimo aprovechamiento en beneficio de toda la humanidad, de los logros contemporáneos de la economía, la ciencia y la técnica. No es efectivo, por tanto, que la forma actual que reviste el orden estatal en América Latina y el Caribe, sobre la base de la existencia de una treintena de Estados seudo-nacionales, esté destinada a permanecer intocada en el tiempo, como si esa modalidad estatal surgiera de la naturaleza de las cosas.
Por el contrario, abundan los hechos que denuncian la crisis de la forma de Estado nacional, de factura napoleónica, en todo el mundo. No es necesario acumular argumentos ni pruebas al respecto. Y si esto es verdad en general, lo es mucho más en América Latina y el Caribe, donde los Estados nacionales forjados en el pasado siglo van progresivamente perdiendo sustancia política frente a la transnacionalización económica, política e ideológica que caracteriza a la sociedad contemporánea.
La tarea de favorecer el proceso de conformación de un nuevo sujeto político, que exprese los intereses y refleje la realidad del conjunto de América Latina y el Caribe, debe también ser un rasgo distintivo de la respuesta con que la nueva izquierda latinoamericana enfrente a los desafíos de la contemporaneidad. El ideal bolivariano de unidad latinoamericana está dejando de ser una utopía romántica, para irse convirtiendo en una exigencia de nuestros pueblos para poder subsistir con identidad en el próximo siglo y poder así, mancomunados, insertarse plenamente en un concierto de naciones cada vez más integradas e interdependientes.
Y no deja de ser relevante que asumir un punto de vista integracionista latinoamericano, es también una condición importante para trasformar nuestros costosos e inútiles establecimientos militares en entidades funcionales con las nuevas características del orden internacional. Ello significa no sólo ahorro de recursos, sino también dejar de lado una de las amenazas más peligrosas para el desarrollo y afianzamiento de la democracia en América Latina, como lo son el militarismo y el chauvinismo seudo-nacionalista.
Séptimo. En las condiciones creadas por el fin de la guerra fría, y pese a la tendencia de los Estados Unidos a monopolizar el poder mundial, el desarrollo general de la humanidad coloca cada vez más a la orden del día la necesidad de luchar por la racionalización de las relaciones internacionales, por un nuevo y más justo orden mundial, en una perspectiva de alcance humanista y universal. No es efectivo que el ideal de un mundo de paz, sin guerras, solidario y unido, que pueda racionalmente disponer en beneficio humano de los recursos del planeta, sea una utopía trasnochada y carente de viabilidad alguna.
No es así. Por el contrario, la humanidad marcha en aquella dirección. No en línea recta, sino experimentando avances y retrocesos, pero siempre en ese sentido.
Una fuerza política que se pretenda constructora de un porvenir liberador para el hombre, como lo es la izquierda, no debe perder de vista este trasfondo histórico humanista y ecuménico que ha acompañado desde su nacimiento a los movimientos populares y democráticos de las clases y pueblos oprimidos.
Por otra parte, para que el socialismo pueda desplegar todas sus potencialidades, es menester que se realice a escala universal. Una de las razones del fracaso de los llamados socialismos reales, fue la creencia de que podían esperarse de experiencias socialistas parciales y aisladas, los frutos que teóricamente debiera producir esa forma de sociedad. Se puede, pues, afirmar que el socialismo será universal, o simplemente no será.
En una hora de pragmatismos cortoplacistas y de agotamiento de todos los ideales, las fuerzas preñadas de futuro, como son las izquierdas y el socialismo, deben levantar en alto las banderas ecuménicas del internacionalismo y la solidaridad de los pueblos.