Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos
¿La democracia es inexorable?
Ángel Flisfisch
Sin que se requiera mirar al mundo, basta con la historia latinoamericana reciente para concluir que la democracia es en general un asunto problemático: Argentina, Perú, Bolivia, Ecuador. Adicionalmente, en razón de las traumáticas experiencias de las últimas décadas del siglo pasado, se hace muy difícil para muchos latinoamericanos no sólo abordar con inteligencia, desprejuiciadamente, con objetividad analítica, la problematicidad del fenómeno democrático, sino aún reconocer esa problematicidad.
En general, lo que predomina es un optimismo ramplón, convocatorias a una disposición voluntarista de la que se exige estar dispuesta a soslayar lo posiblemente endeble de sus fundamentaciones, si es que se apela a alguna fundamentación. Un análisis desapasionado que desemboque, a partir de la lógica misma de las situaciones, en conclusiones calificables de pesimistas, es automáticamente rotulado de pecaminoso, expresivo de fallas y vulnerabilidades básicas y profundas de la personalidad del observador.
La fe del carbonero
Curiosamente, y pese a las experiencias aleccionadoras posteriores a la euforia inmediata al “fin de la historia”, hoy lo socialmente y políticamente correcto parece consistir en recuperar, de manera ingenua y radicalmente afirmativa, la fe decimonónica en el progreso indefinido. En el largo plazo, un largo plazo por lo demás indefinido pero que, sobre todo para fines políticos, pareciera estar a la vuelta de la esquina en cualquier caso nacional específico, todos los países se acercarán, cuál más, cuál menos, a las condiciones de prosperidad propias hoy del Grupo de los Ocho, y todos los países funcionarán en términos de órdenes políticos democráticos estables.
En las circunstancias actuales parece desmesurado exigir de los gobiernos de los países menores visiones doctrinarias o ideológicas, expresivas de algo así como una filosofía de la historia, que ilumine e identifique el futuro más probable como un elemento para la acción política en el presente, y que señale qué sucede en ese futuro con la democracia. En el pasado, muchos de los gobiernos de los países menores se esforzaron por dar ese sentido histórico trascendente a su accionar. Hoy, no sólo no tiene sentido hacerlo. Cuando alguien lo hace, cae en el ridículo. Pero sí se puede exigir ese elemento del país hegemónico y de sus aliados europeos. De hecho, la administración Bush opera sobre la base de una visión de esa naturaleza, si bien, como sucede con Bush y su gente en general, es una visión particularmente ingenua y ramplona.
¿Democracia, un “estado natural”?
Para Bush y Cía. la democracia es algo así como el estado al que naturalmente propenden todas las sociedades: en coherencia con la visión neoconservadora, el valor primordial que persiguen los seres humanos, en toda latitud y longitud, es la libertad, y la expresión política de la libertad es la democracia. En el fondo, Bush y Cía. han hecho explícita la ideología wilsoniana, tal como emergió hacia fines de la Primera Guerra, una ideología que nunca dejó de inspirar la política estadounidense, en cuanto la respuesta ideológica al leninismo.
En esa ideología, la humanidad persigue tres objetivos básicos: libertad (democracia), prosperidad (libertad económica y libre mercado), y paz (resolución pacífica de conflictos y ausencia de guerra). Las mismas son las convicciones de Bush y Cía. Hoy por hoy, probablemente por necesidad, las convicciones de cualquier gobernante de buena fe de un país menor, con alguna inteligencia como para reflexionar de manera global sobre lo que procura hacer y sobre cómo discurre el mundo.
No obstante, la realidad se empecina en demostrar que este estado al que la humanidad propende naturalmente no se enseñorea universalmente de la faz del planeta y de las sociedades que lo habitan. Aún más, transitar desde la ausencia de la democracia a una situación razonablemente democrática, y lograr dotar de estabilidad en el tiempo a ese arreglo político, tampoco es un asunto fácil.
¿Qué explica entonces esa contradicción entre la realidad y esa propensión básica de la humanidad a la democracia?
La respuesta, menos sofisticada aun que la famosa explicación de Rousseau a esa contradicción entre el “hecho” de que los hombres nacen libres y por todas partes yacen encadenados – la culpa reside en las instituciones -, es que no hay democracia porque hay gobernantes y regímenes que se obstinan en impedir que la haya. Si se remueve a los gobernantes y se transforman los regímenes, se tendrá la democracia.
De hecho, es aparentemente lo que los Estados Unidos se empeñan en hacer en todas partes. De esta manera, el futuro de la democracia, como fenómeno universalizable, está garantizado. Hay una potencia benévola lo suficientemente poderosa, a la que nadie es capaz de oponer suficiente fuerza, cuya misión en la tierra es generar regímenes y gobiernos que hacen realidad la democracia. Finalmente, todo es cuestión de ejercicio sabio de poder, de poder “blando” o de poder “duro”, si es necesario, y de ingeniería político-institucional adecuada. El futuro pertenece a la democracia.
Un postulado demasiado debatible
Mi convicción es que esa visión es profundamente errónea. Que la humanidad propenda “naturalmente” a la libertad, cuya expresión política es la democracia, es ya de por sí un tema de teoría o filosofía política altamente debatible. Voces destacadas han privilegiado otros valores – por ejemplo, Hobbes y la prioridad que otorga a la seguridad – y las corrientes liberales contemporáneas son críticas de visiones monistas y reductivistas, que simplifican los tejidos culturales humanos en términos de atribuir un sentido primigenio a un solo valor, y esa crítica ciertamente tiene un respaldo no menor en la realidad y en la experiencia.
Más discutible aun es la postura que atribuye la obstaculización del libre, esplendoroso y espontáneo florecimiento de la democracia a los malos regímenes y a los malos gobiernos y gobernantes que instrumentalizan en el propio interés esos regímenes, como asimismo el corolario implícito en esa postura: potencialmente, hay agentes más que suficientes capaces de llevar a cabo el tránsito hacia la democracia – las grandes mayorías cuya vocación libertaria es inherente a esa naturaleza humana que sus miembros comparten – y desalojar del poder a los gobernantes corruptos. La presencia potencial de esa agencia prodemocrática masiva es lo que explica la viabilidad de una intervención exógena orientada a implantar un régimen democrático.
Errores
Esa postura y su corolario implícito son erróneos. Toda transición a la democracia razonablemente exitosa, es decir, toda transición cuyo desenlace es un régimen democrático consolidado y estable, es un proceso usualmente complejo, históricamente de duración variable, pero en todo caso no corto. El proceso en cuestión constituye siempre el desenvolvimiento o desarrollo de un conflicto protagonizado por varios actores principales y un número importante de actores secundarios, que, a su vez, fusiona otra cantidad de conflictos parciales cuyas interacciones van gobernando la dinámica, ritmos y velocidades del conflicto global.
Cuando hay éxito es porque, finalmente, el desarrollo del conflicto global ha conducido a un desenlace consistente en una situación o solución de equilibrio aceptable para un número crítico de actores relevantes, capaz de sustentar en el largo plazo una institucionalidad política, usualmente asociada a otro conjunto relevante de acuerdos, compromisos o equilibrios económicos, sociales o culturales, que en un comienzo es simplemente un artefacto que aparece como conveniente en términos de los intereses coyunturales de los protagonistas.
Un primer punto que vale la pena subrayar es que los casos en que ese desenlace es atribuible simplemente a la voluntad de un actor, expresada en un proyecto racional y premeditado, de modo tal que el desenlace democrático puede ser concebido como la puesta en obra de una idea o designio por un agente, o son casos muy raros, o simplemente inexistentes. El desenlace es siempre un producto explicable por la contribución de varios, si no de muchos, debiendo añadirse que los intereses e intenciones de estos actores nunca son armónicos y frecuentemente ni siquiera convergentes, al menos por períodos largos.
Un problema de correlación
Por consiguiente, las democracias no son el producto de una voluntad bienintencionada, sino el producto de un conflicto o enfrentamiento de voluntades. Además, y en esto reside el carácter paradójico de las transiciones a la democracia, la probabilidad de que el desenlace sea la democracia aumenta considerablemente en la medida en que las bases de poder de las voluntades enfrentadas sean razonablemente similares o equivalentes. Si la correlación de fuerzas es profundamente asimétrica, de modo tal que uno de los actores es capaz de imponerse a los restantes, dictando la naturaleza del conflicto como uno de suma nula, lo más probable es que el desenlace no sea la democracia.
El segundo punto que hay que destacar es que, coherentemente con lo recién señalado, el rol que juega la intencionalidad de los actores en los procesos de transición a la democracia es muy limitado. Tanto el desenlace mismo, los tiempos y condiciones en que ocurre, sus características más específicas, con alta probabilidad no calzan con los designios específicos de ninguno de los actores, ni tampoco son completamente funcionales a los intereses de ninguno de ellos en particular. Como regla general, desde el punto de vista de cualquiera de los actores el desenlace que se “obtiene” no pasa de ser algo menos malo de lo que se tenía previamente, o menos malo de lo que era esperable en el futuro próximo.
Incertidumbre
En relación con lo anterior, hay un tercer punto que conviene señalar. La lógica en términos de la cual se desenvuelven estos procesos encierra componentes aleatorios importantes, en medida no menor derivados de la incertidumbre generada por la interacción inteligente de los mismos actores. Tomando en empréstito un concepto de la teoría de probabilidades, estos procesos se aproximan, más o menos acentuadamente, a un random walk, una trayectoria, curso o “caminata” aleatoria. Adicionalmente, el carácter aleatorio del proceso se refuerza en tanto aumentan la divergencia de intereses de los actores y la equivalencia de sus bases de poder. Así, la democracia y su estabilidad constituyen trayectorias históricas particulares o altamente específicas.
Si bien no es el tema de estas reflexiones, conviene al menos una referencia a la cuestión de la eficacia de lo que podríamos llamar la intervención de actores exógenos en estos procesos. Por ejemplo, lo que acontece con Estados Unidos y su actual política en Medio Oriente (intervenciones para democratizar Iraq, Egipto, etc.).
Mandelbaum ha señalado que en los procesos históricos que han hecho efectivos los tres grandes objetivos del programa wilsoniano – democracia, libre mercado y paz – la importancia de los países centrales, hegemónicos o cuasi hegemónicos – lo que Mandelbaum llama el core (1) en términos de su agencia al menos en la propagación de las ideas es muy distinta de la que asumen los países de la periferia (2) -. La observación parece válida en términos en esa dimensión: el origen de las ideas o los modelos. Tanto el concepto de democracia como su desarrollo teórico y doctrinario ha sido y es un privilegio de los países centrales.
No obstante, en lo que se refiere al origen de los procesos históricos de democratización y al rol político de países centrales en esos procesos, las cosas son muy distintas: las posibilidades de ese protagonismo son en la realidad más bien débiles, y en la medida en que el proceso interno no genera por sí mismo las condiciones que favorecen un desenlace democrático y su consolidación, aún una potencia hegemónica tan poderosa como los actuales Estados Unidos poco puede contribuir a una transición exitosa.
Predicciones imposibles
¿Quién se atrevería a pronosticar el Iraq del año 2015 y asegurar que, pese a las dificultades, lo que se tendrá es una democracia consolidada? La intervención de países centrales no despoja a estos procesos de las características esenciales que se han descrito (3), y por consiguiente no hacen de la ingeniería política que ellos puedan practicar algo menos limitado que la ingeniería política en general.
De esta manera, toda democracia es el producto de una trayectoria histórica altamente singular – si se prefiere, particular, específica -, que encierra componentes aleatorios importantes, y que como desenlace estable, dotado de continuidad en el tiempo, no es la expresión de ningún proyecto atribuible a un agente bien individualizado, puesto en obra por la voluntad política de ese agente.
Puesto de otro modo, las democracias no son productos de una lógica universal y determinista de desarrollo político, y sí son productos colectivos en el sentido más riguroso de la expresión. Puede decirse también, en la medida en que la democracia es considerada valiosa, quizás de las cosas más valiosas, que la democracia es un privilegio de quienes la gozan y un privilegio que no lo es de muchos: el privilegio de países a los que la historia les ha hecho este don. Esta afirmación puede parecer irritante y políticamente no demasiado correcta, ¿pero acaso no sucede lo mismo con el desarrollo económico? Pertenecer al G8 es un privilegio histórico, al que se ha accedido tal como se arriba a la democracia.
¿A qué se puede aspirar?
¿Qué cabe entonces avizorar hacia delante, a medida que el siglo XXI transcurra? Pese a que aspirar tiende a connotar elegir, y de acuerdo a lo dicho no son muchos los márgenes de elección que en sentido estricto hay en estas materias, resulta obvio preguntar a qué tipo de orden político pueden aspirar los países que aún no gozan del privilegio de haber consolidado una democracia.
En el fondo, la tesis postulada por Fukuyama en El Fin de la Historia lo que afirma es que en la nueva época inaugurada por el fin de la Guerra Fría la democracia no enfrenta modelos alternativos de orden político que compitan con ella, y la afirmación parece válida. La afirmación de que no hay alternativas a la democracia hay que entenderla no en el sentido de que no sea posible para un país darse un orden político no democrático, sino como implicando que contemporáneamente a esos países no les es posible dotar con éxito a ese régimen u orden político de legitimidad, ni menos postularlos como dotados de una legitimidad con capacidad de universalizarse.
En la medida en que un país en esa situación se atenga a un discurso razonablemente honesto, a lo más que puede aspirar es a alegar una necesidad histórica singular, o un rasgo cultural idiosincrásico que le es propio, de manera similar a cómo aconteció con los llamados “países parias” durante la guerra fría. No obstante, recordando que más que algo generado internamente, la legitimidad es otorgada por la potencia hegemónica y los restante países que integran el núcleo o corazón de la vida interestatal globalizada contemporánea, los países en esas situaciones experimentarán reiterada y regularmente presiones para que desarrollen esfuerzos en pos de mayor legitimidad, con las correspondientes exigencias de progresos en cuanto a democratización.
Puesto de otra manera, un mundo donde coexiste un conjunto de democracias auténticas con un resto quizás mayoritario de países que simplemente se mantienen como casos de dominación no legítima, sin ni siquiera esfuerzos por parte de sus grupos dominantes para progresar hacia una mayor democratización u otorgar una cierta pátina de legitimidad a esas situaciones o regímenes, es un escenario poco plausible.
Legitimidades aparentes
Un escenario dotado de más plausibilidad resulta de considerar que las demandas por progresos hacia más legitimidad no tienen por qué tener como respuestas esfuerzos efectivos en ese sentido, sin que ello implique pasividad. Tal como en el ámbito personal es perfectamente posible construir toda una vida en torno a algunas mentiras básicas, aparentando lo que no se es, los países también pueden generar y consolidar una apariencia de legitimidad y regímenes aparentemente democráticos, estabilizando una existencia colectiva aparente.
El recurso a esta categoría de apariencia, cuya relevancia política es bastante mayor de lo que podría suponerse – hay casos, y no pocos, de Estados aparentes, en el sentido que lo estatal es sólo una ficción sostenida eficazmente en el tiempo -, permite avizorar un futuro caracterizado por la coexistencia de democracias relativamente auténticas con democracias o democratizaciones aparentes.
A la inversa de lo que sucede con el escenario anterior, este segundo escenario es estable, puesto que probablemente armoniza de mejor manera tanto los intereses de la potencia hegemónica y los restantes países del núcleo de la vida interestatal globalizada, como los intereses dominantes en muchos países periféricos. Es también estable en cuanto el núcleo dispone de una estrategia político-comunicacional eficaz e históricamente probada tanto para contribuir a consolidar la construcción de las apariencias requeridas en los países periféricos del caso, como para neutralizar las disonancias domésticas que con certeza este escenario genera para las democracias auténticas: la hipocresía.
Retornando a la pregunta inicial, cabe destacar las dos conjeturas más relevantes expuestas. Primero, no hay ninguna inexorabilidad en los procesos de desarrollo político que lleve hacia la democracia. Como corolario, los países que han llegado a disfrutar del privilegio de consolidar una democracia tienen como principal desafío histórico preservarla. Segundo, lo que finalmente se obtenga como escenario en términos del desarrollo político interestatal global contemporáneo probablemente será más complejo que un simple cuadro que enfrente a democracias versus no democracias, pero en todo caso distante de un mundo feliz habitado sólo por democracias.
NOTAS
1) Núcleo, corazón. La referencia es a Michael Mandelbaum, The Ideas that Conquered the World, PublicAffairs, 2003.
2) Globalización no implica desaparición de la condición de periférico. Son países periféricos aquellos cuya base de poder es lo suficientemente reducida como para que su política internacional, o frente a intervenciones de países ubicados en el núcleo, sea significativamente inefectiva. Lo cual no implica que, por otra parte, esas intervenciones sean recíprocamente altamente efectivas. Depende de lo que se persiga. Estados Unidos puede ser muy eficaz en acabar con Sadam Hussein, pero claramente encuentra dificultades de varios órdenes de magnitud superiores en el esfuerzo por democratizar Iraq. En todo caso, la observación de que los países periféricos en cierto modo “imitan” a los países centrales es válida.
3) Se puede argumentar que casos como el de ex colonias británicas como Australia, Nueva Zelanda o inclusive los mismos Estados Unidos muestran conclusivamente que el rol de los países centrales al menos puede ser crucial. Lo único que estos casos muestran es que los procesos de desarrollo político están provistos de una fuerte singularidad histórica. Los tres casos en cuestión son casos de colonizadores o settlers que traen consigo su propio modelo de organización política al que ajustan su vida colectiva excluyendo de membresía en la asociación política a las poblaciones originarias.