Sección: Política y modernidad: Cambios, instituciones y actores
La libertad no es de los liberales
Sergio García
¡Atentos! Liberales. ¡Por fin! Se ha definido el paradigma. Podemos caminar tranquilos. Abran el corazón para la ética renovada: ser potencia en conectividad para insertarse en el cambiante mundo, sentirse excitados y dignos en la desafiante ruta de Internet, organizar redes de amistad (o clientes), enfocar las conversaciones para abrir posibilidades, ser expertos en conversaciones para desencadenar acciones. Cultivar la capacidad emprendedora (incluso formar clubes). Restablecer la perdida vocación de servicio público, trabajar sin recibir indemnizaciones, recordar los sacrificios personales en los momentos de zozobra, hacer renunciamientos “políticos” para preservar el clima de entendimiento. Estar orgullosos de ser chilenos, distinguir una afirmación de un juicio cuando se critica a otro. Nunca hacer juicios infundados, incluso de uno mismo. Santificar la transparencia y el Estado regulador. No desear a la mujer del prójimo sólo por el valor del erotismo (ni menos al prójimo, así sólo por jugar) y, muy importante, consagrar la “causa” política a las libertades públicas (no a las del público).
Esto es parte del borrador-cibernético que se está fraguando en el seno de la comisión de ética, modernidad y democracia, compuesta por lo más selecto de la intelectualidad-emprendedora de la sociedad chilena. La intención es aplicarlo como un upgrade (con antivirus incluido) del nuevo código de conducta eficiente del ciudadano moderno, tolerante y liberal, amistoso, bondadoso, aunque no siempre piadoso.
Entre sus partidarios se cuentan a notables figuras de la renovación intelectual de la patria (así con minúscula), figuras promisorias, liberales-liberales y liberales-conservadores. Todos aquellos que han aprendido suficiente de tolerancia y de las oportunidades que se abren a quien soporta con oído atento al ente que conviva, puntual o estructuralmente, a su lado.
Entre sus detractores (porque los hay) se cuenta también a intelectuales, reciclados, jóvenes snobistas e “irreverentes” de bagaje más deportivo que cultural, amigos de la bohemia comercial y, por cierto, del desprejuicio sexual. La decadencia del humillado la miran como un fenómeno que merece ser considerado y, de libertad, tienen sólo una versión simple: “hacer lo que me da la gana” (dicho así, en terminología semi adolescente, ¿sin “adornos”?).
Unos y otros se desprecian, pero también se respetan (que contrasentido), cuando polemizan en público sienten la emoción (íntimamente) de estar hablando de cosas trascendentes e iluminadoras (¿para quién? Para los incautos que comparten el “sueño” de ser libres sólo por pensar en la libertad). Se esmeran en que la discusión cobre notoriedad.
Se muestran, para ser vistos y reconocidos por los pasivos, por los más tolerantes, por aquellos que siguen interesados estas polémicas sin mayor expectativa que “participar” de un debate menos técnico y más intelectual.
Gracioso y funcional espectáculo este remedo de creación socio-cultural, donde la forma prima, donde la estética manda sobre la búsqueda de la verdad (o de la auténtica mentira), aunque sea la propia… la más íntima. Aplastante parodia de la lucha entre posiciones (aunque sólo locales, jamás universales).
¿Dónde está el bien-mal en éstos? ¿Dónde está el bien-mal en ellos? Ahhh! cómo hemos disminuido los dominios de la verdadera egolatría, esa que nunca se debe mostrar. El devenir, conectado en red de los conspicuos polemistas ya no deja respirar. Por favor sáquenme del correo. Renuncio a llamarme @ punto cl, no más mensajes reenviados que sigan configurando, en red, los paradigmas de esa libertad.
Intelectuales, liberales, conservadores, snobistas, escritores biográficos con walkman, críticos de todos, socialistas y pequeños individualistas, ¿qué pecado pretenden redimir con semejante espectáculo?, ¿qué virtud pretenden imponer? Por qué mejor no se ocultan en la oscuridad de la noche. Decretan un período de silencio total. Que no se opine de nada, que sólo es escuche el correr de la abarcante brisa de primavera (sin que nadie pretenda hacerle un poema).
Incluso no salgan, que nadie se encuentre en una calle con el otro, jueguen a desaparecer voluntariamente, imaginen que mueren ya (pero sin gozar de los beneficios) y que nada más ocurre entre nosotros.
Lo trágico (o lo mágico) sería que en nuestra ausencia las cosas siguieran fluyendo igual, que el pensamiento recobrara un impulso más libre, que la vida se llenara de nuevos y más profundos contenidos (pero sin maestros) o quizás que naturalmente se inflamara una arrolladora nada (pero sin tragedia).
Simplemente vivamos interiormente nuestro verdadero peso, talvez de tan livianos aprendemos a volar y aprendemos a ver la vida desde arriba… un poco más arriba, para saber con más certeza donde caer. Así el daño será consciente, y por eso, más propio y resplandeciente. Ese es el vuelo de la libertad.