Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos
Las exageraciones de la neointelectualidad progresista
Antonio Cortés Terzi
En artículo anterior intenté ordenar y sintetizar algunos de los conceptos y líneas reflexivas fundamentales que identifican lo que puede denominarse neointelectualidad progresista, basándome en dos textos de relativa reciente publicación, uno de Pablo Halpern y otro de Eugenio Tironi. Pretendo, ahora, adentrarme en la crítica y réplica de las categorías y cosmovisiones que, en mi opinión, son las más relevantes en el pensamiento de esa intelectualidad y las que más influyen en corrientes y conductas políticas. Precisamente es esta influencia la que más estimula a debatir con la neointelectualidad.
Pero antes de entrar en asunto son convenientes dos aclaraciones.
En primer lugar, la elección de los textos y autores no significa en absoluto que los debates sobre neoprogresismo y neointelectualidad se reduzcan a ellos. Fueron seleccionados por el hecho contingente de la publicación de los libros y de su impacto, pero la verdad es que su conformación como tendencia atendible es de bastante más larga data e incluye un amplio número de personalidades del mundo intelectual y político-intelectual.
En segundo lugar, el uso que hago del término “neointelectual” tiene una connotación conceptualizadora. No es una ironía ni un recurso retórico, ni, mucho menos, una calificación medida en parámetros ético-académicos.
Mi opinión genérica es que las ciencias sociales tradicionales y sus cultores están interrogados en su esencia y en su funcionalidad por fenómenos contemporáneos. Y aunque no comparta la respuesta que han dado los neointelectuales, reconozco que sí ofrecen una búsqueda de alternativa, representan atisbos reconstructivos que apuntan a devolverle a las ciencias sociales una funcionalidad puesta en duda desde hace tiempo.
Breve defensa de la neointelectualidad
En tal sentido, algunas de las críticas que contra la neointelectualidad han levantado intelectuales adscritos a la dimensión tradicional de las ciencias sociales son injustas o incongruentes, puesto que no parten de constataciones claves, a saber, i) que la neointelectualidad es – o quiere ser – una categoría distinta de intelectuales y ii) que sus preocupaciones y reflexiones se inspiran y se mueven dentro de lógicas también distintas a las tradicionales.
El cientista político Alfredo Joignant, por ejemplo, escribió: “Ciertamente estos dos libros no merecen mayor atención desde el punto de vista de las ciencias sociales (no resistirían discusiones racionales entre universitarios), de modo que sólo cabe interrogarlos desde la perspectiva de sus supuestos políticos” (Siete+7 28/6/02)
Los dos libros fueron – y son – “éxitos editoriales” y produjeron y siguen produciendo, como lo confirma el propio artículo de Joignant, debates en los mundos intelectuales. Sin embargo, según él mismo, no merecerían “mayor atención desde el punto de vista de las ciencias sociales”.
Curiosa afirmación, por decir lo menos. Hasta los libros de Corín Tellado fueron preocupación de las ciencias sociales, como lo han sido también las telenovelas; y en ninguno de ambos casos las discusiones “entre universitarios” fueron irracionales.
Pero, aparte de curiosa, es una afirmación confusa y contradictoria. Joignant reconoce que “se trata de dos libros importantes”, que sus autores tienen una “considerable visibilidad social” y que sus análisis y supuestos políticos sí “cabe interrogarlos”. Si estas tres razones no son suficientes para que los textos sean atendidos por las ciencias sociales, entonces, ¿cuáles razones harían que un libro o un autor se hicieran merecedores de la preocupación de las ciencias sociales y de los universitarios?
Lo que pareciera molestar a Joignant – molestia elocuentemente compartida por una parte del mundo académico progresista – es que ni los autores ni los textos comentados se rigen por cánones tradicionales y convencionales bastante afiatados en las ciencias sociales criollas y que son los que “oficialmente” acepta y exige la intelectualidad progresista chilena.
No sería pertinente extenderse aquí sobre el conjunto de esos cánones. Atengámonos a sólo tres de ellos.
En primer lugar, no siempre ocurre, pero lo más habitual es que los cientistas y las ciencias sociales tradicionales ofrezcan productos más o menos acabados sobre ciclos, fenómenos o procesos después que éstos históricamente han concluido. Por ejemplo, la mayor literatura sobre los populismos en América Latina se produjo hacia mediados de la década de los 60, o sea, cuando, el populismo, como fenómeno actuante, ya no existía. Y, sin ir tan lejos, la proliferación de reflexiones y textos sobre la transición chilena se hizo presente en los años 1997 y 1998, es decir, a diez años de haber comenzado y cuando lo más visible de ella eran sus síntomas de extinción.
Estas conductas, que parecieran emular a la actividad forense, son las que en gran medida le han restado presencia y gravitación en la vida nacional a la intelectualidad y a las ciencias sociales tradicionales y han facilitado el rápido crecimiento de la influencia de la neointelectualidad, la cual, con menos pruritos academicistas, se atreve a reflexionar sobre el aquí y el ahora y se aventura con posiciones traducibles a la política contingente.
Los pesados análisis tradicionales
En segundo lugar, la producción intelectual tradicional tiende a estar sometida al menos a los siguientes ritos:
- a una larga exposición acerca de los “marcos teóricos” que comprende una tediosa explicación de infinidad de conceptos;
- al seguimiento histórico de las discusiones sobre los conceptos, seguimiento que normalmente se inicia en los clásicos griegos para terminar polemizando o adscribiendo a las reconceptualizaciones formuladas por el o los intelectuales de moda;
- al uso y abuso de citas de autores de renombre, lo que deviene, de hecho, en la verdadera argumentación. Es decir, más que creación argumental, lo que se hace, en esas producciones arquetípicas, es ordenar los argumentos de quienes se consideran autoridad en la materia.
Y, en tercer lugar, es también una impronta del cientista social tradicional el asumir una actitud distante, pudorosa o elíptica frente a las cuestiones terrenales de la política y de las relaciones de poder en general. Al intelectual progresista tradicional le incomoda la facticidad del poder. Por eso es que, endopáticamente, tiende a llevarse mal con los mundos de la política, de la economía, de los mass media y de los militares. De allí que, con demasiada frecuencia, sus opiniones y sus escritos referidos a esos mundos sumen a la carga naturalmente crítica de los análisis un criticismo ético, una resistencia valórica apriorística.
Los tres anteriores son algunos de los parangones que ha venido rompiendo la neointelectualidad. Ruptura intelectualmente legítima porque sus visiones incluyen una crítica a las ciencias y cientistas sociales tradicionales.
En consecuencia, los comentarios y réplicas que se desarrollan a continuación sobre aspectos del pensamiento de la neointelectualidad tienen en cuenta los considerandos señalados, a saber, que es un tipo diferenciado de intelectualidad y que la lógica que siguen sus reflexiones es también distinta y, por ende, deben ser interpretadas asumiendo tales diferenciaciones.
Concepción y concepto de modernidad
Modernidad es un concepto clave en la construcción teórica de la neointelectualidad progresista, puesto que alcanza ribetes de categoría ordenadora, sintetizadora y totalizadora del conjunto de su pensamiento. No obstante, y pese a esa importancia, el concepto y su uso se presta para varios reparos.
El primero de ellos tiene que ver con un fenómeno más general que ha afectado a las corrientes político-culturales progresistas (socialistas, socialdemócratas, socialcristianas). La crisis que las han aquejado – y aquejan – tuvo, entre otros efectos, la apertura de procesos, a veces acelerados y dramáticos, de reconstrucción, renovación o readecuación de sus cosmovisiones y lenguajes, que, a la par, y sobre todo en sus inicios, estuvieron condicionados, presionados y distorsionados por otras dinámicas colaterales:
a) Por las urgencias de orden estrictamente políticas. Las tendencias progresistas estaban forzadas a responder, ante los embates críticos, con la rapidez que demanda la actividad y eventos políticos. Urgencias que, por cierto, no se compadecían de los tiempos intelectuales requeridos para las reformulaciones de orden doctrinario y político-histórico. La contraposición entre tiempos políticos y tiempos intelectuales se resolvió, en lo inmediato y en lo fundamental, con improvisaciones discursivas.
b) Por las resistencias naturales y espontáneas de los ancestros político-culturales. En momentos de crisis de instancias y culturas políticas es inevitable que surjan tendencias extremas, especialmente si la crisis es vista como amenaza catastrófica. Esquemáticamente dicho, los extremos se organizan en torno a “ultraortodoxos” y “liquidacionistas”, es decir, entre quienes postulan resistir la crisis amparándose en la “pureza” de lo sabido y conocido y quienes promueven la total o casi total renuncia a las esencialidades del pasado y la creación de una alternativa absolutamente nueva. La pugna termina con un proceso de renovación que acentúa y tiene como sello, ante que todo, la negación de muchos de los componentes y conceptos más importantes de las visiones de ataño que se consideran responsables del estado crítico. Es decir, en general, lo que se ha llamado renovaciones dentro de los progresismos han estado signadas por una suerte de lucha maniquea entre ultraortodoxos y liquidacionistas, con la victoria de estos últimos, pero a costa de postergar los progresos efectivamente reconstructivos de las culturas políticas.
c) Por los efectos que produjeron los derrumbes de los socialismos reales y los cuestionamientos empíricos que sufrieron los desarrollos de los Estados de Bienestar. Dos de los efectos son los más destacables:
- La desconfianza y el escepticismo que se generaron respecto de los pensamientos en los que se amparaban estas experiencias históricas.
- La presunción del agotamiento de las cosmovisiones que resaltaban la crítica al sistema capitalista y que se orientaban a la búsqueda del cambio o superación de tal modelo de sociedad.
Ambos efectos tuvieron como corolario el que los pensamientos progresistas autoinhibieran sus miradas críticas (anti o contra capitalistas) y que tendieran a abandonar los lenguajes y conceptos indisolublemente ligados a ese tipo de miradas.
d) Por el gran despliegue hegemónico (cultural y político) que adquirieron los pensamientos neoliberales y neoconservadores, especialmente desde comienzos de la década de los noventa. El triunfo del capitalismo, en sus versiones más cercanas a la impronta neoliberal, naturalmente que se hizo acompañar de una expansión culturalmente hegemónica de las ideas y del léxico que le son propios. Es innegable la influencia que alcanzó esa expansión hegemónica al punto que, de facto, alteró radicalmente y en gran medida los conceptos y el lenguaje de la intelectualidad progresista.
En definitiva, los comienzos de los procesos intelectualmente renovadores del progresismo estuvieron condicionados por improvisaciones intelectuales, producto de las premuras políticas; por cierto maniqueísmo introvertido merced a las necesidades de dar cuenta de sus propios pasados; por una autoinhibición intelectual nacida a la luz de frustraciones políticas y por la presencia de un período de expansión avasalladora de los pensamientos neoconservadores y neoliberales
El concepto de modernidad que emplea la neointelectualidad surgió en ese marco de condicionantes degenerativas. No es un concepto que se haya construido o reconstruido a partir de un proceso evolutivo sano y natural del pensamiento progresista. Ha resultado de una mezcla confusa e híbrida que tiene múltiples ingredientes, algunos provenientes del racionalismo estructural, otros del sentido común, pero, sobre todo, de una ideología que irradia vivencialmente desde lo más avanzado del capitalismo contemporáneo y que se organiza, reproduce y amplía a través de un discurso “oficializado” mundialmente.
Réplicas a la idea y concepto de modernidad
1. La modernidad es modernidad capitalista
Una tendencia cada vez más evidente de la neointelectualidad progresista es la de construir o adoptar categorías socialmente neutras. La neutralidad social rige en casi todos sus conceptos más caros.
En el caso específico del concepto modernidad, la neointelectualidad se ha socorrido en una gran argucia para exponer la modernidad como situación neutra. Si se hace un poco de memoria, se podrá descubrir que con los términos modernidad, avances modernizadores, sociedad moderna, etc., se está aludiendo a cuestiones que en otro lenguaje significan (aquí es donde hace falta la memoria), “purificación” de las relaciones capitalistas, “capitalismo avanzado”, “desarrollo del capitalismo”, etc. O sea, se está hablando eufemísticamente de procesos y paradigmas capitalísticos.
¿Por qué no decirlo derechamente? Porque capitalismo no es una palabra grata a los oídos históricos del progresismo y, sobre todo, porque no es fácil ocultar o soslayar las contradicciones del capitalismo, máxime si se ha sido gran lector, discípulo o seguidor de pensadores que han acumulado críticas al capitalismo por casi dos centurias: pensadores no todos asimilables a escuelas anti capitalistas.
En el fondo, con su amplio y vago concepto de modernidad, la neointelectualidad se permite eludir o soslayar análisis y pronunciamientos – intelectuales y políticos – sobre las conflictividades intrínsecas al capitalismo. Lo que deriva en dos gruesos errores:
Primero, la modernidad se presenta como proceso y momento inconflictuado en sus dinámicas internas.
Segundo, precisamente, por ese carácter inconflictuado que le asigna, la neointelectualidad deja al progresismo en muy precarias condiciones para erigir un discurso modernizador propio, puesto que no reconoce que el capitalismo (y su modernidad) se mueve contradictoriamente empujado por el choque, con manifestaciones múltiples, entre sus tendencias expansivas y socialmente progresistas y sus tendencias hacia una autoconservación elitista. Es obvio que al desconocer ambas tendencias, al concebir una modernidad unidimensional, la modernidad no sería un proceso ni un propósito que se prestara para competencias intelectuales y políticas por su conducción.
2. El avance científico y tecnológico tampoco es neutro
La neointelectualidad sobrevalora los componentes científico-tecnológicos de la modernidad, al menos en tres sentidos:
- Les concede un protagonismo y una centralidad extrema como factores ordenadores y reordenadores de la sociedad.
- Autonomiza el significado y los papeles de lo científico-tecnológico, independizándolos exacerbadamente de variantes de carácter socio-culturales y políticas.
- Subordina o subsume las relaciones sociales a supuestos dictámenes inalterables de las modernizaciones tecnológicas.
En gran medida esta sobrevaloración yace como sustrato de sus apreciaciones acerca de una modernidad socialmente neutra.
En efecto, puesto que existe y predomina el viejo y falso dogma de que las ciencias y las técnicas son neutras respecto de lo cultural, lo social y lo político y puesto que la modernidad sería, en lo esencial, resultado del desarrollo de las ciencias y tecnologías, su impronta natural sería la neutralidad derivada de los factores que la originan e impulsan.
Pero, en realidad, las ciencias y las tecnologías no son neutras ni menos, sus aplicaciones, simplemente, porque son actividades sociales inscritas en relaciones económicas y de poder. ¿Acaso son las ciencias y los científicos los que definen por sí mismos qué se investiga, qué se inventa, dónde y para qué se emplean las invenciones, etc.?
Este equívoco matriz conlleva a tres consecuencias político-culturales de envergadura:
En primer lugar, limita los debates sobre la modernidad misma, toda vez que excluye de ellos los atinentes a modernizaciones científico-tecnológicas y, de alguna manera, a una serie de otros de temas que las rodean. (De hecho, la supuesta neutralidad de las ciencias es un argumento de la economía neoliberal para imponer, sin discusión, sus principios y conceptos).
En segundo lugar, induce a cierta pasividad en el trato de las cuestiones de orden político y social, en virtud que les asigna a éstas un escaso (o pasivo) protagonismo o funciones subordinadas a las ciencias y tecnologías en el progreso de la sociedad moderna.
Y, en tercer lugar, sugiere altos grados de conservadurismo en materia de organización y culturización colectiva, dado que considera a las estructuras y conductas valóricas vigentes como productos naturales de una modernidad científico-tecnológicamente diseñada.
Mitos sobre el ciudadano consumidor, los malls y la TV
En el artículo anterior decía que tres de los fenómenos y/o conceptos claves para el pensamiento de la neointelectualidad son el ciudadano consumidor, la televisión y el mall. Para ese tipo de pensamiento, el primero daría luces sobre la actividad más vital, importante y formadora del sujeto moderno, mientras que la segunda sería la instancia reflejo de las demandas de la ciudadanía consumidora y la mecánica más potente de interlocución entre los cuerpos dirigentes de distinta índole y los conglomerados de ciudadanos consumidores. Los malls, por su parte, vendrían a ser algo así como el “consumidor colectivo”, el lugar de encuentro de consumidores amalgamados, la “nueva plaza pública”. En una palabra, espacio símbolo de las nuevas relaciones sociales intrínsecas a la modernidad.
Estas definiciones, análisis o categorías de la neointelectualidad trasuntan con elocuencia algunos de los puntos descritos más arriba. Por ejemplo, su visión neutral acerca de la modernidad. Consumidor, malls, televisión son conceptos neutros que, en apariencia, no aceptarían ser interpretados como portadores de conflictos sociales.
Pero vamos a críticas más desmenuzadas.
Es innegable que en una sociedad de masas el consumo deviene una práctica social relevante y que su ejercicio y el entorno que crea pasan a ser un componente culturizador de los sujetos. Pero es tanto o más evidente que el consumo coexiste con muchas otras prácticas sociales educativas o culturizadoras y tan cotidianas como aquél.
El consumo es un ejercicio social que efectivamente forma parte del sistema cultural informal a través del cual se crea y desarrolla el sentido común y la media de la opinión pública. Pero sólo forma parte, no es la totalidad del sistema.
El asunto es todavía más complejo, porque, dado el hecho de que el público masivo internaliza y se apropia subjetivamente de las apreciaciones, conductas, valores emanados desde distintas fuentes, discursivas y prácticas, lo normal es que la opinión media del público sea difusa y contradictoria. Así, por ejemplo, una misma persona puede ser “consumista” y, a la par, católica observante; por ende, sus conductas concretas serán resultado de una inevitable tensión cultural-valórica.
¿Por qué, entonces, caracterizar, uniformar, homogeneizar a los sujetos sociales a partir de sólo una de las experiencias que influyen en las conductas y valores, a saber, la del consumo?
El ciudadano consumidor, tal como lo concibe la neointelectualidad, efectivamente existe y en número considerable. Pero su existencia masiva no es resultado de una ley inexorable de la modernidad. Se debe, principalmente, a tres razones:
- Las relaciones de mercado – lugar en el que se “realiza” el consumidor – son formidables redes empíricamente influyentes en formación de percepciones y conductas colectivas.
- Los procesos formativos que desde la empiria impulsan las relaciones de mercado están acompañados de infinidad de discursos que, elaboradamente, tienden a legitimar y extender los valores y conductas consumistas.
- Frente a ambas realidades se halla el consabido debilitamiento de la sociedad civil, particularmente de aquellas instancias que promueven experimentalmente lo asociativo, la condición de ciudadanía, lo republicano, etc. Debilitamiento que no significa extinción, pero que se agrava porque a su factualidad hay que sumarle un debilitamiento comunicativo, es decir, carencias en los discursos requeridos para fortalecer los movimientos culturizadores que emanan de esas instancias de por sí deterioradas.
En definitiva, si el ciudadano consumidor gravita en la sociedad chilena actual es porque i) en la competencia por reconstruir una ciudadanía que se corresponda con la modernidad, la opción progresista no ha sido capaz de contrarrestar la tendencia inercial que la origina, subyacente en las prácticas mercantiles y promovida comunicacionalmente por las corrientes acríticas del status, y ii) porque el progresismo no pareciera haber descubierto los espacios nuevos, ofrecidos también por la modernidad, que factibilizan la recomposición y actualización de cualidades ciudadanas más integrales.
¿Y dónde están los mallistas?
La neointelectualidad le asigna a los malls la dimensión de arquetipo representativo de las relaciones sociales modernas, de principal lugar de interlocución entre los ciudadanos consumidores.
Este es, sin duda, uno de los conceptos más frágil, menos asible, menos respetable, de entre todos los que la neointelectualidad emplea.
Lo único que indican los malls es que el mercado y el consumo convocan y reúnen masas. Pero las ferias – antecedentes históricos de los malls – concitaban el mismo interés ya desde el nacimiento o resurgimiento de las ciudades medievales. ¿Y qué son los malls sino vulgares ferias modernas?
Considerar que en los malls se realizan las relaciones sociales modernas es casi aberrante, salvo que se confunda relación social con vida social. ¿Existe en los malls interacción social significativa, estable, orgánica y con funcionalidades precisas y permanentes? ¿Son los malls instancias de por sí influyentes en la culturización masiva o desempeñan roles, por ejemplo, de integración social?
Las relaciones sociales, conceptualmente asimilables como tales, continúan encontrándose allí donde existen intereses grupales compartidos, nexos de cooperación y de interdependencia, vínculos cotidianos y sostenidos en el tiempo, etc.
Hasta donde llega mi conocimiento no existen organizaciones que agrupen a los mallistas, ni hay conductas ni valores comunes que permitan identificar a los mallistas como grupo con personalidad propia.
A la inversa, no obstante la intensidad de los fenómenos deconstructivos de relaciones sociales tradicionales todavía son identificables conductas comunes en los trabajadores de la “constru”, en vecinos de una población, en los médicos o profesores, en los empresarios, etc., y que se gestan, precisamente, porque son grupos ligados por verdaderas relaciones sociales.
En su afán obsesivo por estudiar, a veces muy sesgadamente, lo modernamente nuevo, la neointelectualidad no siempre logra diferenciar entre lo relevante o irrelevante de lo nuevo y tampoco logra siempre observar adecuadamente que, en momentos, lo “viejo” sigue vigente y funcional al devenir social moderno.
Esos sesgamientos o confusiones participan en la visión casi sublimada que tiene sobre el papel de la televisión en la interlocución entre dirigentes y dirigidos y en la creación de opinión pública.
La TV: nunca tanto
Por ejemplo, Eugenio Tironi escribe: “Las campañas políticas de estos tiempos no se dirigen a los electores, sino a los públicos y audiencias de la televisión, radio y prensa”.
Por supuesto que la televisión es un recurso electoral de primer orden. Sin embargo, no necesariamente alcanza los rangos que le atribuye Tironi ni tampoco excluye la importancia de otras mecánicas comunicacionales.
Dos casos bastan para ilustrar esta afirmación. El diputado Carlos Montes está lejos de ser un asiduo de la televisión. No obstante, se halla entre los diputados que obtiene notables éxitos electorales. El diputado Pablo Longueira, en su condición de presidente de la UDI, es un personaje que cuenta con una gran y frecuente cobertura medial. A simple vista pudiera pensarse que eso le ha jugado en contra, pues en las encuestas aparece entre los personajes con las más altas evaluaciones negativas. Pero resulta que en la última elección fue primera mayoría en un distrito en el que la Concertación, hasta entonces, había doblado.
Ergo, la televisión no es el factótum que supone la neointelectualidad en lo que respecta a los circuitos de creación de opinión masiva y en la mecánica de construcción de liderazgos.
Negar o subvalorar la importancia de la televisión sería un error analítico imperdonable, pero no lo sería menos el desconocer la existencia de un sistema comunicacional informal, que incluye, pero que no se agota, en la televisión, y que comprende redes, mediaciones y vocerías múltiples y moleculares.
La verdad es que la sobrevaloración de la televisión tiene que ver con una suerte de hermetismo analítico con el que trabaja la neointelectualidad. En efecto, es congruente sublimar el papel de la televisión si se piensa en una sociedad compuesta por consumidores y por relaciones sociales concentradas en los malls y que aspira y se conforma con una modernidad predeterminada y preestablecida por inexorables leyes científicas y mercantiles.
Y con relación a esto cabe una última réplica sintetizadora. La neointelectualidad ha aportado al reconocimiento de la sociedad chilena contemporánea. Pero ha pecado de unilateralidad en sus análisis y, sobre todo, ha pecado al indagar sobre la sociedad actual tratándola como una sociedad consolidada en su modernidad (o en sus tendencias modernizantes) y no como lo que realmente es: una sociedad sujeta a procesos modernizadores inacabados que han abierto una etapa transicional presumiblemente larga y caracterizada por una infinidad de fenómenos deconstructivos/constructivos. Por consiguiente, el tipo de modernidad que predominará en la sociedad chilena es todavía extremadamente opcional. Desafortunadamente, la neointelectualidad no está pensando las opciones.