Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos
Liberales progresistas: mucho ruido. Pocas ideas
Antonio Cortés Terzi
Pasados que advierten
En la segunda mitad de la década del sesenta, gran parte de los debates intelectuales de la izquierda chilena giraban en torno a la preocupación por descubrir si la historia de Chile había configurado una sociedad caracterizada por relaciones semifeudales o por relaciones tipificables como capitalistas. Durante el trienio 1970-1973, las discusiones se centraron en la duda de si lo que ocurría en Chile era una revolución, un proceso revolucionario o un proceso reformista-desarrollista. Instalado el régimen militar, las polémicas pretendían indagar si éste era fascista o una dictadura militar de derecha. Recuperada la democracia, y por largos años, se ha discutido acerca de qué es la transición y, sobre todo, acerca de cuándo puede considerársela concluida.
En términos gruesos y considerados en su totalidad medular, estos debates han servido poco o nada. Ni influyeron de manera significativa en las dinámicas políticas reales que, finalmente, se impusieron en el decurso de los momentos histórico-políticos sobre los cuales querían dar cuenta, ni tampoco dejaron un legado relevante para el desarrollo de las ciencias sociales nacionales, entendiendo por tal desarrollo una continuidad orgánica, ascendente y acumulativa de conocimientos y, a su vez, convergente en un estadio superior del pensamiento social criollo.
Lo anterior no implica negar la existencia de progresos en las ciencias sociales chilenas. Hay autores que, individualmente, hicieron aportes que profundizaron el saber sobre determinadas áreas. Pero estas evoluciones no fueron resultado directo de las polémicas reseñadas. Sólo tangencialmente se les podría reconocer alguna participación. Y tampoco esas evoluciones redundaron en la consolidación de una ciencia social que, como cuerpo, se encuentre en una fase más avanzada. Por el contrario, en varios campos se viven situaciones que revisten síntomas regresivos.
Es conveniente recordar este pasado de las ciencias sociales chilenas porque hoy, una vez más, aparece una polémica que ya se insinúa con rasgos muy similares a las de antaño: de apariencia polarizadora, imbricada a definiciones políticas, mediáticamente sobredimensionada, convocante de una atención desproporcionada en comparación a la calidad de sus contenidos intelectuales, etc.
Obvio: se alude a la polémica entre liberales y sus detractores, entre liberales y unos otros inidentificables en una sola categoría porque provienen de diversas culturas políticas, muchas de las cuales todavía están tras la búsqueda de una nueva identidad.
La relativa inutilidad teórica y político práctica de los debates que ocurrieron en el pasado se debió, en alto grado, a que estaban más sujetos al influjo de una apasionada necesidad política que al influjo de la también apasionada libertad intelectual. Si bien se exponían como reflexiones para orientar decisiones políticas, en realidad estaban subordinados a decisiones políticas ya adoptadas. Servían más para darle un tinte ilustrado a formulaciones políticas que como antecedentes teóricos previos al arribo de esas formulaciones.
Así, por ejemplo, el anhelo por emular la experiencia de la Revolución Cubana, y no la Teoría de la Dependencia, fue el verdadero sustrato inspirador para el nacimiento de las nuevas izquierdas en América Latina y en Chile.
Las controversias que recientemente se han inaugurado en torno al liberalismo bien podrían ser una reedición del fenómeno descrito. Sospecha que se incrementa al constatar que varios de los protagonistas de las polémicas actuales, instalados en uno y otro bando, formaron parte de la generación de jóvenes que otrora se afanaron por darle contenido teórico al voluntarismo revolucionarista de los sesenta. Tienen escuela, tienen oficio en eso de edificar marcos de ideas a posteriori de haber asumido posiciones político-estratégicas a partir de una mezcla compuesta de información puramente empírica y de estímulos subjetivos. Afortunadamente también hay otros protagonistas que son ajenos a ese pasado y cuyas apreciaciones intelectuales, por ese sólo hecho, resultan más confiables.
Valoración del debate
A todas luces, el debate en sí y de por sí, es altamente positivo. En primerísimo lugar, porque – ¡por fin! – se pone en discusión un tema relevante y distinto al extenuante, hasta el hastío, tema de la transición. En segundo lugar, porque la participación en él de políticos e intelectuales de la Concertación y de personeros de la derecha le confieren efectiva cualidad de debate nacional, en el sentido que expresa preocupaciones compartidas por diversas y opuestas culturas políticas y que, por lo mismo, crea interlocuciones que no transforman las diferencias en competencias argumentales maniqueas. Y en tercer lugar, porque es un debate que, en el fondo, atañe a una cuestión un tanto intangible pero de suma trascendencia: a un necesario proceso de reculturización política de la sociedad chilena.
En efecto, el profundo y célere proceso, que abarca varios lustros, de purificación y tipificación capitalista de las estructuras y de las relaciones sociales en Chile coexiste con la pervivencia de fuertes rasgos ideológicos y culturales heredados de períodos anteriores (Vg. agrario oligárquico, dirigismo desarrollista). El desfase entre ambos momentos produce desde incomodidades valóricas respecto de lo moderno hasta dificultades, tanto en los colectivos como en las elites, para reconocer los fenómenos contemporáneos y para actuar sobre ellos con conductas idóneas. Es decir, la pervivencia de ese tipo de rasgos tiende a crear disfuncionalidades conductuales, a niveles masivos y dirigenciales, que obstaculizan el abordamiento adecuado de los conflictos nuevos que derivan del nuevo estadio de desarrollo del país.
Como se sabe, la existencia y el devenir del pensamiento liberal están íntimamente asociados a las dinámicas históricamente más depuradas del capitalismo, por ende, su difusión y la discusión sobre sus postulados pueden ser valiosos aportes para la superación de los mencionados retrasos ideológicos y culturales.
Traumatizados y apodícticos
Precisamente, dada la importancia reconocible que reviste el debate en cuestión es que debería cuidársele. En el Chile de hoy las controversias se banalizan con extrema facilidad. El académico Carlos Peña ya lo ha advertido: “Me parece que es una muestra simplemente de la vulgaridad del debate en Chile pensar que ese tipo de temas puedan trazar a liberales y conservadores”. (El Mercurio, 16/04/2001)
Por otra parte, el riesgo de la vulgarización es tanto mayor debido a las resistencias prejuiciosas y emocionales que provoca, en algunos círculos concertacionistas, la sola mención de términos como capitalismo, mercado, liberalismo. Prejuicios y emociones que aconsejan mal a la hora de la reflexión y que inducen a socorrerse en cualquier clase de argumentos – incluidos los triviales y pueriles – a la hora de la discusión.
La verdad es que estos círculos viven dramática y traumáticamente sus relaciones con la realidad chilena contemporánea, con su liberalización económica, con su purificación capitalista. Durante más de 12 años y desde posiciones de gobernantes, han cohabitado con esa realidad, han disfrutado – y disfrutan – de sus bondades. No obstante, asumen esos vínculos de manera sufriente, como si resultaran de una suerte de amasiato culposo. Tienen paternidad en las criaturas llamadas modernizaciones capitalistas, pero las tratan como hijas putativas o como nacidas de un embarazo no deseado.
En suma, la apesadumbrada confusión intelectual y existencial que aqueja a estos círculos hace prever reacciones hostiles, vehementes, poco meditadas frente al despliegue discursivo del liberalismo. Hay que comprenderlos. No están en buenas condiciones para polemizar: primero requieren autoconvencerse de sus propias resistencias.
No es menos riesgoso para la calidad de los debates y para que éstos efectivamente enriquezcan el pensamiento social y las prácticas políticas, el que difusores de las ideas liberales se erijan en una suerte de guerreros victoriosos y, emulando al legendario Breno, le espeten a sus adversarios un “¡Vae Victis!” (“¡Ay, de los vencidos!”), como frase final y zanjadora de las disputas.
Con frecuencia se escucha o se lee que así como el capitalismo ha quedado sin competidores, también el liberalismo se ha convalidado como la única corriente político-cultural con asiento en la realidad moderna. Confiésenlo o no, ciertos liberales consideran a sus rivales como representativos sólo de resabios, de tradiciones, de folklore y los enfrentan con la certeza de estar bendecidos por los dioses de la historia empírica, o sea, los mismos dioses que han maldecido y sellado el sino de los otros: la extinción. Y frente a un rival moribundo sólo cabe la compasión o el desdén.
Estas autoconfianzas históricas y estas certidumbres intelectuales (paradojalmente, tan contrarias a los signos de lo moderno) amenazan con extender la tendencia a exponer el liberalismo en lógica neopositivista y a polemizar lanzando juicios apodícticos.
Pudiera ser nada más que una muletilla, pero si uno presta atención a los escritos y dichos de José Joaquín Brunner – baluarte intelectual del liberalismo progresista – descubre que una de sus frases más reiteradas es “qué duda cabe”, habitualmente puesta entre signos exclamativos. ¡Qué mejor forma de empezar un juicio apodíctico!
El liberalismo: ¿una cultura política “oficial”?
Si se escarba en las consecuencias que puede acarrear el sostenimiento de una tendencia como la esbozada, surge más de una razón para que se despierten temores. Ante todo, el temor que los liberales – ¡oh, curiosidad del destino! – estén postulando para Chile la conveniencia de adoptar una sola y exclusiva cultura política oficial, el liberalismo, merced a la obsolescencia, al fracaso, a la frustración, a la diáspora de cuanta otra cultura política haya existido y merced, podemos suponer, a la absoluta imposibilidad de que sea factible reconstruir una cultura política no-liberal y post liberal. De partida, José Joaquín Brunner explicita la exclusividad que debería tener el liberalismo al seno de las corrientes políticas progresistas: “Los liberales somos los únicos que tenemos el entusiasmo de pensar dónde están las posibilidades, las fisuras, la innovación y de hacerlas” ( www.asuntospúblicos.org., 12/04/2001).
Una sugerencia y señal similar, pero esta vez referida al país entero se encuentra en el publicitado documento, “Recesión Sicológica”, que firmaron Andrés Allamand y Jorge Schaulsohn, identificados ambos como liberales progresistas, en sus respectivos mundos políticos. El contenido del documento no es más que una reiteración de añejas proposiciones de liberalización del espacio económico, incluido dentro de él, según los autores, la educación. Su real importancia estriba en el simbolismo que irradia el documento: dos connotadas y representativas figuras públicas, una de la Concertación y otra de la oposición de derecha, envían un mensaje al país advirtiéndole “que Chile necesita una nueva visión política… que sea capaz de generar entusiasmo en quienes repudian las formas políticas tradicionales”. Obviamente, la nueva visión es el liberalismo y todas las demás son repudiables por sus “formas políticas tradicionales”, proclamación hecha de consuno desde la derecha y desde el progresismo.
En estas convocatorias subyace un simple silogismo: El capitalismo ha triunfado y frente a él no quedan alternativas. La ideología propia del capitalismo es el liberalismo. Ergo, frente al liberalismo no hay alternativas.
Nadie podría acusar a estos autores, ni a otros políticos e intelectuales que adscriben al mismo pensamiento, de autoritarios, intolerantes, faltos de convicciones sobre el pluralismo. Pero desde Freud sabemos de las malas jugadas que le hace el inconsciente a las personas y desde Malraux sabemos que: “El sueño o secreto de la mayoría de los intelectuales es una guillotina sin guillotina”.
Por lo demás, siendo liberal, la cultura política oficial ofrecida permite el pluralismo, valora la discrepancia y la discusión, siempre y cuando, por cierto, no sea inútil, es decir, no provenga desde corrientes repudiables u obsoletas.
En suma, si las polémicas abiertas por el despliegue del pensamiento liberal son llevadas a un campo de batalla donde combatan sólo los traumas de la izquierda y del progresismo versus las soberbias apodícticas entrañadas en el liberalismo criollo, entonces, no debería esperarse más que una competencia de frases repetidoras de precarias ideas.
Un liberalismo livianito
Lo que ha mostrado hasta ahora el liberalismo, especialmente el liberalismo progresista, es bastante poco denso en teoría, incluso en ideología. A los liberales de hoy se les debe exigir más. Téngase en cuenta que son depositarios de una cosmovisión que sentó sus bases doctrinarias ya en el siglo XVII. (A Carlos Marx se le desahució por viejo, cuando es, comparativamente, un joven del siglo XIX) Han tenido suficiente tiempo para elaborar ideas más novedosas y actualizadas.
Hoy por hoy, aparte de algunas ideas asertivas muy genéricas, el liberalismo es, fundamentalmente, un discurso negativo. Más allá de afirmar la eficacia de la economía de libre mercado y la superioridad política y ética de la democracia, el resto de su discursividad son puras negaciones: no al estatismo, no al socialismo, no a la sistematización de regulaciones, no al Estado dirigente, etc. Debido a esta cualidad negativa es que, en traducción política, la condición de liberal en Chile es de una enorme vaguedad.
Los problemas de las sociedades contemporáneas no terminan con el advenimiento de la economía de mercado y con la consolidación de los sistemas democráticos. Los problemas modernos son, precisamente, los que emanan desde la internalidad del funcionamiento de la economía de mercado y de la democracia. Las conflictividades al seno y entre ambos deberían constituir el núcleo central de los debates contemporáneos. Pero nuestros liberales tienden más bien a soslayar esos conflictos y prefieren la comodidad de polemizar con pasados ideológicos en extinción y que factualmente ya no representan opciones políticas viables, ni siquiera concursables. Si las visiones resistentes a lo moderno conservan alguna racionalidad se debe, en gran medida, a esos soslayamientos.
En efecto, los principales voceros del liberalismo progresista, instalados dentro de la Concertación, tienden a hacerse los lesos respecto de los lados oscuros del capitalismo y de la modernidad. Virtualmente han renunciado a la crítica, al reconocimiento de las contradicciones y los límites obvios que entrañan ambos momentos. En sus exposiciones predomina el acriticismo, la exaltación, casi hasta el panegírico, sólo de sus virtudes. Es como si la crítica fuera exclusiva de concepciones anti-capitalistas o anti-modernas. Al eludir una mirada crítica – que, por lo demás, resulta de una simple mirada objetiva de la realidad contemporánea – le ceden innecesariamente espacios al criticismo tradicional y, de paso, tornan poco fiable su cualidad de progresistas, porque es muy difícil sostener que se es progresista y, a la vez, acrítico.
Los liberales progresistas chilenos se harían intelectualmente más respetables y políticamente más aceptables si dejaran de entretenerse discutiendo con los pretéritos y se abocaran a enfrentar el verdadero anti-liberalismo del presente y del futuro, a saber, el neoconservadurismo de derecha, ante el cual, al menos en materias económicas y sociales, no han erigido un discurso claramente diferenciador, pudiendo erigirlo si abandonan sus miedos a reasumir la antigua fórmula de la “duda metódica” cuando se trata de evaluar las dinámicas del capitalismo moderno. Entonces, también darían cuenta satisfactoria y positiva de las posiciones del criticismo nostálgico.