Sección: La Transición en Chile: Su devenir y sus temáticas

¿"Longueirismo" versus "Lavinismo"?

Antonio Cortés Terzi

www.asuntospublicos.org
Junio 2003

El “nuevo” Longueira

“Esto me ha cambiado la imagen muy negativa que yo tenía del señor Longueira, la de un político muy apasionado y cerrado, porque este gesto me parece que revela mucha madurez… Yo reconozco que es un gesto honesto y lo valorizo”. Estas son declaraciones de don Patricio Aylwin formuladas en entrevista a La Tercera, el 11 de mayo recién pasado.

Son palabras que sintetizan y grafican la renovada imagen que se ha granjeado el presidente de la UDI de manera casi abrupta. En muy poco tiempo pasó de ser percibido como el belicoso e intransigente guerrero derechista a la de un político de fuste, encomiablemente responsable y con dimensiones de estadista.

¿Se trata sólo de un cambio de imagen, de una reconversión puramente comunicacional, de conductas temporales motivadas por una coyuntura específica o se trata de la expresión de algo más profundo, del despliegue de una personalidad política que subyacía, de la manifestación de convicciones?

La duda es legítima. No obstante, si se la plantea sin prejuicios, lo natural sería inclinarse a pensar que es un cambio real o, más estrictamente, que resulta de la decisión de asumir un nuevo tipo de liderazgo y de comportamiento político.

Las conductas de los sujetos políticos, al igual que las de las instancias políticas, están condicionadas por los contextos y escenarios en los que se desenvuelven. Por cierto que son condicionantes que actúan sobre un núcleo de identidad permanente del sujeto y que le define un marco conductual relativamente continuo y uniforme en el tiempo. Los cambios en las conductas dependen, en consecuencia, de la evolución del sujeto, de su capacidad de desarrollo, pero también de los entornos móviles en los cuales al sujeto le ha tocado desenvolverse y a los cuales ha debido ir respondiendo.

En las generaciones políticas adultas del Chile de hoy, el cambio conductual debería ser más una norma que una excepción. No sólo por las evidentes, relevantes y aceleradas transformaciones contextuales que ha vivido la sociedad nacional e internacional, sino también por el hecho de que, en los últimos casi cuarenta años, Chile ha tenido vivencias socio-políticas extremadamente distintas, que han resultado estremecedoras y que le han dado un sello dramatizador a varios momentos de cambios. Es decir, lo que impele a modificaciones conductuales proviene de la diversidad de contextos que en un plazo breve, en términos históricos, ha experimentado la sociedad chilena y, a su vez, de las “situaciones límites” o dramáticas que, en algunas circunstancias, acompañaron esas experiencias.

Visto lo anterior, no debería causar extrañeza – ni tanta suspicacia – el que un dirigente político o una instancia política renueve de manera más o menos significativa sus comportamientos. Y como la existencia política y social no es una Tabla Periódica, no se encuentran en ellas “elementos puros”; indagar acerca de si la renovación, de quien quiera que sea, obedece o no también a un cálculo político, a una estrategia comunicacional, a tal o cual interés particular, es un ejercicio inútil y ocioso. Estamos hablando de políticos y de política, no de querubines ni de filantropía. Interrogar la veracidad y la ética del cambio de conductas de un sujeto político porque tal cambio le reporta también beneficios políticos personales o grupales, o es una ingenuidad o una estulticia. Lo que, en verdad, importa evaluar, es el cambio conductual que injiere en lo público.

El “fenómeno Longueira”

Cuando Joaquín Lavín emergió como un peligroso rival electoral para la Concertación y para lo cual hizo malabares transformadores de la personalidad que se le conocía, se habló del “fenómeno Lavín”. No obstante, “el fenómeno Longueira” es, lejos, mucho más relevante, tiene mucho más densidad porque se inscribe claramente en perspectiva histórica orgánica. Representa la consolidación de un proyecto de construcción de una nueva derecha política. Y “nueva” en un sentido bastante lato y radical.

“El fenómeno Lavín” fue – “fue”, porque ya no es ningún “fenómeno”, sino una rutina – básicamente, producto de una estrategia comunicacional y electoral novedosa para los parámetros nacionales, pero made in USA, o sea, basada en el uso y abuso de una gestualidad y discursividad colorida, regida por las formas y lógicas publicitarias. Por lo mismo, fue un “fenómeno” inorgánico, esto es, sin sustento en dinámicas socio-políticas estructurales importantes que garantizaran la despersonalización y permanencia del fenómeno. Lavín existe como figura política sólo en tanto candidato y sin el candidato Lavín el lavinismo es nada.

El “fenómeno Longueira” es casi lo contrario. Su prestigio y creciente popularidad proviene de un trabajo molecular, tesonero y estrictamente político; de un trabajo que se ciñe a convicciones ambiciosas sólo realizables a través de la creación y conducción de colectivos. A diferencia de Lavín – y de tantos otros – es un político que no aspira a seducir, sino a dirigir.

Itinerario de la “longueirización”

Hoy, a la luz de sus últimas acciones, se torna más entendible el camino seguido por Longueira y hacia dónde lo conduce.

Para los efectos analíticos, arbitrariamente se pueden distinguir tres etapas en la estrategia “longueirista”.

La primera, durante la cual hizo gala de su “dureza”, consistió en asegurar que la UDI se erigiera en el incuestionable partido de la “derecha grande”, es decir, en el partido elegido por el empresariado hegemónico, las clases altas y por los variados círculos de poder factual de las que éstas disponen. Dado el “pinochetismo” de esos estamentos, la política de la UDI no podía evitar ser intransigentemente defensiva de lo obrado por el régimen militar y de la persona de Pinochet y, ergo, inclaudicable opositor al gobierno y a la Concertación. Longueira no fue la cara visible durante esa fase. Pero estaba en una tarea no menor para que tal objetivo se lograra: construir partido y fuerza electoral.

La segunda etapa también implicaba confrontarse. Pero ahora ya no tanto con la Concertación y su gobierno. Su blanco era RN. Debilitarlo política y electoralmente era condición sine qua non para consolidar a la UDI como el partido de la derecha en todos los planos. En esa misión encontró – paradojas de la política – dos grandes aliados – amén de Onofre Jarpa -: a Andrés Allamand y a Sebastián Piñera.

Piñera y Allamand: chocando contra la realidad

Sin ningún lugar a dudas, ambos dirigentes de RN fueron facilitadores de los propósitos estratégicos de Pablo Longueira. Los dos cometieron errores sustantivos, pero lo que más ayudó al éxito de Longueira no fueron los errores en sí y de por sí, sino la personalidad de ambos que, en el fondo, fue causal relevante de los errores.

Los dos ex “jóvenes promesas” para la derecha chilena, tozudamente, intentaron transformar a RN en un partido “liberal”, “progresista”, “moderno”, de “centro”, etc., sin tener muy en cuenta y sin mucho respeto por la realidad ancestral, ideológica, socio-cultural, del partido-masa y de sus principales estamentos liderales; y, por sobre todo, sin asumir y considerar a cabalidad las criollísimas características del principal sustento sociológico de un partido de derecha: las elites económico-sociales. Es decir, idearon e impulsaron un proyecto de partido de “centro-derecha” que contradecía la esencialidad sociológica e ideológica de la “derecha grande”, la cual, en todas partes del mundo, es la que “autoriza” la existencia y el desarrollo de los partidos de derecha.

¿Por qué cometieron e insistieron en ese equívoco? En términos weberianos, por vanidad. Y dejemos que sea el propio Max Weber quien nos lo explique: “El político debe superar íntimamente, a diario y a cada hora, un enemigo bastante trivial y muy humano: una vanidad más bien vulgar, enemigo mortal de toda devoción realista a una causa y de todo distanciamiento, en este caso del distanciamiento de sí mismo.”

A estas alturas está más que claro que ni Allamand ni Piñera fueron realistas en el proceso de implementación de su proyecto y que tampoco supieron tomar distancia de sí mismos. Pensaron que bastaba que el proyecto se encarnara en ellos para hacerse realidad, pues, pensaron también – vanidad de por medio – que eran ellos la mejor oferta de poder para la derecha chilena.

Se puede suponer, con poco margen de error, que Longueira percibía los “pecados” de sus rivales y que los incluía en su planificación.

Derruido RN, ratificada la UDI como el partido de “la derecha grande” y convertida en la primera fuerza electoral, estaban las condiciones para abrirse a una tercera fase.

Pero para desarrollarla en toda su potencialidad era menester alcanzar dos objetivos previos: “extinguir” a Pinochet y al pinochetismo y demostrarse como fuerza con opción de gobernar. “El fenómeno Lavín” coadyuvó a instalar el segundo de los objetivos y Longueira fue protagónico en la consecución del primero.

El nuevo Partido de derecha

En cambio conductual de Longueira está muy determinado por el hecho de que – superados los escollos – ha iniciado la marcha definitiva para la edificación de un nuevo y novedoso partido de derecha, varios de cuyos rasgos ya son visualizables. Por lo pronto, interesa destacar dos de ellos.

El partido como “Estado Mayor” de la derecha. Tal vez una de las transformaciones de carácter más histórico que pretende Longueira es la de superar la endémica tendencia a la “dispersión de mandos” al seno del mundo derechista, acompañada de falta de institucionalidad dirigente. Tendencia cuya manifestación mayor no necesariamente ha radicado siempre en la existencia de más de un partido de derecha.

Los verdaderos problemas han estado en las centrifugacidades e indisciplinamientos que le han producido sus propios “poderes fácticos” y en la recurrente emergencia de caudillos díscolos, posibilitada por las cualidades “naturales” (poder, riqueza, status) que ostentan sujetos de sus principales sustratos socio-económicos. Terminar con esas prácticas implica concentrar e institucionalizar el poder derechista en una instancia y mando único – un partido – que deviene, además, en el cuerpo encargado de definir y ejecutar las políticas del sector. En el fondo, la Unión Demócrata Independiente concebida por Longueira pretende terminar con los políticos “independientes” y con la “independencia” de los políticos de derecha.

El Partido Popular. La insistencia de Longueira en transformar a la UDI en un Partido Popular encierra otro dato novedoso y visualizable de su proyecto. Una de las novedades radica en la táctica ideada para ampliar las bases de apoyo social y electoral del partido, sin necesidad de hacer demasiadas concesiones doctrinarias y programáticas, o sea, protegiendo la “pureza” y “dureza” esencial de una organización derechista.

A diferencia de las políticas implementadas por los “liberales” de RN, que consistió en salir en busca del centro social y electoral sin asegurarse con antelación la hegemonía dentro de los segmentos socio-culturales claves que componen el mundo derechista, la UDI siguió la ruta contraria y en cuyo diseño y ejecución Longueira fue un personaje decisivo.

Lo que primero hizo la UDI fue asegurar su condición de partido hegemónico al seno de esos segmentos. Consolidada esa posición, ganada la confianza casi incondicional de las elites del universo derechista, obtuvo un importante espacio de autonomía para maniobrar en los planos políticos y comunicacionales y para comenzar a flexibilizar discursos y conductas políticas.

Una alianza poco exigente

Pero ni siquiera contando con esa mayor maniobrabilidad puso los esfuerzos en conquistar a los arquetípicos sectores del centro socio-político. Optó por ampliar sus espacios de influencias en los universos populares, en particular en aquellos más precarizados desde el punto de vista socio-económico, cultural, organizacional y político. Dicho de otra manera, se dedicó a forjar una “alianza” entre “clases altas” y masas populares precarizadas. Donde más se evidencia esa táctica es en los escenarios municipales. En general, las alcaldesas y alcaldes más emblemáticos e instalados en comunas populares, descendieron, cual filántropos o conquistadores, desde los barrios altos.

Dos son los grandes méritos de esta táctica. De un lado, demanda poquísimos costos en materia doctrinaria, política, programática y discursiva, puesto que la clientela electoral elegida para crecer es fácil de convencer con un exacerbado criticismo hacia el gobierno, de satisfacer con “cosas” y exige virtualmente nada en aspectos sustantivos de la política. Y de otro lado, es una táctica que permite, a la postre, penetrar en los sectores medios, en el centro social y electoral por el “respeto” y seducción que en esos sectores ejerce la imagen de fuerza y de éxito. El avance electoral y político de la UDI es de por sí un factor de atracción hacia ella de parte de sectores medios. Y dado que se dejan conquistar casi pasivamente, merced a ese atractivo, para la UDI no es necesario ofrecerle políticas y discursos significativamente condescendientes, aunque sí requiere de algunos maquillajes y de dos o tres gestos que se condigan con la estructura mental de la gente de centro.

Longueirización y antinomias potenciales

El proyecto político y partidario de Longueira obviamente no está exento de riesgos conflictivos.

Uno de ellos – y sobre el que ya ha habido atisbos – surge del potencial choque entre su voluntad de erigir a su partido en el Estado Mayor de la derecha y la gravitante tendencia histórica hacia el independentismo que ha existido siempre en sectores y sujetos del mundo socio-cultural de la derecha. Situación que se hará tanto más tangible en la medida que progrese la conversión de la UDI en Partido Popular, en su sentido profundo y no solamente de nombre.

Es enteramente previsible que ese propósito es y será resistido por algunos de los círculos extrainstitucionales que conforman la “derecha grande” y que no están ni estarán siempre dispuestos a verse doblegados por la aplicación de políticas que, aun siendo de derecha, se inspiren en intereses nacionales y/o en intereses derivados de las lógicas políticas.

Ahora bien, ese conflicto potencial e inevitable en momentos – dada la recurrente y frecuente contradicción entre políticas de Estado e intereses corporativos – no es o no será de carácter puramente exógeno, es decir, entre el partido y las fuerzas “fácticas”. Al interior de la UDI existen grupos y liderazgos que adhieren a cosmovisiones tradicionales que dan amparo al independentismo y que le reconocen una suerte de derecho político autonómico a las instancias corporativas y de poder factual. No es que no concuerden con la conveniencia de un Estado Mayor, pero lo conciben no como Longueira, sino radicado en coordinaciones extrainstitucionales de entes de poder entre las que el partido es un integrante más.

Dada tal situación, se anuncia otro conflicto que deriva de ella. Para enfrentar exitosamente las resistencias internas a su proyecto, Longueira se verá forzado a actuar tras la acumulación de más poder interno y tras respaldar ese poder interno con mayor legitimidad social. Deberá ser política y comunicacionalmente más competitivo.

Los peligros de lo “popular”

Una segunda fuente de conflictos probables deriva de algunos cambios políticos, programáticos y discursivos que entraña la idea y la práctica de un Partido Popular.

Una ampliación relevante de las bases electorales y de la heterogenización de las mismas no puede conseguirse ni mantenerse sin incorporar propuestas – y hasta improntas – que den cuenta de ambos fenómenos. Casi por antonomasia, la figura del Partido Popular invoca acercamientos al socialcristianismo y/o a la doctrina social de la Iglesia. Por mucho que se puedan escabullir algunos de sus postulados, hay uno imposible, puesto que está en la matriz de esos pensamientos: las críticas o reparos a la ortodoxia neoliberal y al tipo de capitalismo y sociedad que ésta tiende a edificar. ¿Estarán la UDI y sus elites socio-culturales, en su conjunto y sin contradicciones, dispuestas a revisar siquiera someramente lo que tan apasionada y convencidamente han promovido y defendido por años?

En un sentido similar se plantea otro problema. Resguardar la masividad y heterogeneidad de su influencia requiere hacerse cargo de la movilidad valórica de la sociedad chilena y cuya tendencia ostensible es hacia la reconstrucción de escalas de valores y conductas más liberales. El dogmatismo y la intolerancia neoconservadora que han lucido en esas materias liderazgos de la UDI y de sus mundos anexos hacen presagiar las dificultades y conflictos que acarrearían los intentos de morigerar su intransigencia valórica y sin los cuales se verían muy contaminados los aires de nuevo partido y de nueva política contemplados en el proyecto de Longueira.

Y una última causal de previsibles conflictos se encuentra en el distanciamiento objetivo del “lavinismo” que conllevaría el desarrollo del modelo “longueirista”.

De partida, ya está instalado empíricamente un potencial conflicto. La independencia de Lavín y del “lavinismo” no se condice en lo absoluto – por el contrario – con el objetivo de institucionalizar y unificar el mando de la derecha. Si se piensa en rigor lo que es un partido y no se le entiende sólo por sus formas, el “lavinismo” está muy cercano a comportarse como partido. Las estrategias, las políticas, los programas, los discursos de Lavín no los define institucionalmente la UDI, sino el grupo “lavinista”.

Que ambas instancias se coordinen, es otro cuento. Lo concreto es que el “lavinismo” es un precedente para la perpetuación del ancestro independentista de la derecha chilena, ergo, se opone a las concepciones de Longueira. Hasta ahora el conflicto se mantiene con bajo perfil, en sordina, pero se hará más elocuente en la medida que avance el proyecto de Longueira y que se acerquen las elecciones presidenciales. Las diferencias ya no podrán arreglarse con un simple llamado telefónico. Cuando están en juego posiciones de poder, la amistad no basta.

¿Lavín empequeñecido?

Y una última cuestión conflictiva importante entre Longueira y Lavín es que el primero ha empezado a ensombrecer al segundo. Ensombrecimiento objetivo, seguramente no buscado ni deseado por Longueira. Lo claro, no obstante, es que cuanto más se agranda la figura de Longueira más se empequeñece la figura de Lavín.

Lavín nunca ha sido el líder político de la derecha, pero eso no se notaba porque no había nadie que apareciera desempeñando ese papel. La emergencia de Longueira en ese rol ha desnudado las carencias de Lavín hasta un punto que ninguno de los esfuerzos de la Concertación logró siquiera aproximarse. Huelga decir que Lavín continúa siendo el más popular de los dirigentes derechistas y el candidato presidencial indiscutido. El asunto es que su amigo Longueira, con su sola presencia, ha iniciado un incipiente proceso de interrogación y descrédito de su personalidad política que hoy se restringe a pequeños círculos dirigentes de toda índole, pero que, mañana, quién sabe.