Sección: La Transición en Chile: Su devenir y sus temáticas

Los jóvenes y la democracia que estamos construyendo, la política que estamos realizando y la República que estamos edificando

Sergio Micco A.

AVANCES Nº 35
Septiembre 1999

El 13 de agosto se ha sellado momentáneamente un drama para la política democrática y republicana de nuestro país. Más de un millón de jóvenes chilenos no se inscribieron en los registros electorales. Ellos parecen no querer ser ciudadanos, que no quieren elegir a sus representantes políticos ni participar en la tomo de decisiones colectivizadas.

De la participación y su estado actual ya una vez hablamos, junto con José Joaquín Brunner, en la revista AVANCES. Propongo en estas páginas reinsistir en este diálogo.

Tras casi dos décadas de lucha democrática y a sólo ocho de la recuperación de nuestros derechos políticos, entre los cuales está el central de elegir y ser elegido representante del pueblo, parece que la participación y la ciudadanía política no interesan mayormente, especialmente entre los jóvenes. Un 34,82% de ellos no se encuentran inscritos en los registros electorales; los que piensan hacerlo ascienden a un 29,62% y un 37,29% de los actualmente inscritos declaran que de tener la posibilidad de inscribirse de nuevo no lo harían. Ello lo hacen porque “no me interesa” (47,99%), “el trámite es inútil” (12,65%) o por falta de tiempo (10,82%).

Hay quienes, entre otros, que sostienen que esto no nos debe alarmar. En primer lugar, porque Chile después de Uruguay es el país donde más se votaba a 1995. En segundo lugar sostienen que hay que recordar que en 1973 sólo cuatro millones y medio de chilenos tenía derecho a voto y hoy somos ocho millones, a pesar que la inscripción en 1973 era obligatoria y hoy es voluntaria. En tercer lugar, en los años 90 en el ámbito mundial las tasas de participación electoral han bajado. En cuarto lugar se sostiene que los jóvenes se irán inscribiendo a medida que maduren en edad y experiencia cívica. En quinto lugar, habrían otras formas sociales, ciudadanas y culturales de participación. Por último, sería propio de una modernización exitosa el que la gente se preocupe menos de la política. Normalmente se pone el caso de Estados Unidos.

Si bien lo anterior es parcialmente cierto, requiere de ciertas precisiones. Es cierto que las de votación han bajado en el mundo entero, pero levemente de un 64 a un 61%. En segundo lugar, los países de más alto desarrollo humano son los que cuentan con más altas tasas de participación electoral en promedio. En Estados Unidos la gente vota masivamente a nivel local y tiene una riquísima vida en la sociedad civil.

Pero más allá de lo anterior. No compartimos las ideas anteriores pues:

a) El hecho macizo como una catedral es que en 1988 votaron millones de chilenos y hoy están dejando de hacerlo más desilusionados que satisfechos.

b) En 1988 el 35% de los inscritos eran jóvenes. Hoy día son menos del 19%.

c) La fuerza de los partidos democráticos de Chile reside en el voto. Las balas y el dinero están en otro bando.

d) Desde la mirada de una democracia participativa, no elitista o que se agota en la representación, de suyo democracias adorables y respetables, lo cierto es que estamos frente a una involución y no a un progreso.

Pero más allá de estas argumentaciones, quisiera centrar en una mirada desde la ética política democrática republicana.

Pensamos en la ética ya no como disposición o carácter, es decir, el conjunto de las características y actitudes distintivas, creencias, hábitos de un grupo o de un individuo sino que como lugar, hábitat, morada que se convierte en habitual y eventualmente característico de sus habitantes. Se trata entonces de pensar en nuestro ethos común.

Cuando pensamos en la participación ciudadana en política estamos pensando en los ethos de la política, la democracia y la república.

¿En qué consisten estos ethos?

El ethos republicano se basa en la tradición cívico-humanista que sostiene que una sociedad libre, es decir no despótica, requiere de condiciones bastante difíciles de darse y mantenerse. Toda sociedad política requiere sacrificios, deberes y disciplinas no despreciables desde pagar impuestos hasta integrarse a un ejército. En una sociedad libre el aceptar esta carga de restricciones a una libre espontaneidad humana depende no de la coacción sino de la libre adhesión. Ella se logra sólo y en la medida que la sociedad y sus instituciones sean percibidas por la ciudadanía como expresión de ella misma. Esta adhesión política, para Montesquieu se dar por “una preferencia continua del interés público sobre el interés de cada cual”. (1)

Sé que las ideas de patriotismo y amor a la patria podrán parecer distantes para los lectores de AVANCE. En efecto, en la Concertación de Partidos por la Democracia convergen distintas vertientes del pensamiento, todas ellas universalistas. Por lo pronto ser católico es reclamar la pretensión universal de la iglesia. Ser cristino es señalar que somos todos hijos de un mismo padre sin distinción de raza, nación, género o estrato social. Ser socialista es proclamar la unidad de los pobres y oprimidos del mundo. Sin embargo, sin amor a la patria, que no es contradictorio necesariamente con la aspiración cosmopolita de amor a la humanidad, las democracias, sustentadas hasta hoy en el Estado-Nación, no podrían sobrevivir.

En efecto, en la tradición cívica-republicana se sostiene que se es libre en la medida de tener voz y voto en las decisiones colectivizadas que conforman la vida de cada uno. Sólo así, mediante este sentido de pertenencia y esta libertad activa, estaremos motivados a luchar por la manutención de la república. Reaccionamos abiertamente contra la amenaza despótica o la invasión extranjera justamente porque consideramos valiosa y buena la forma de gobierno republicana. Tal reacción no se nutre en un egoísmo ilustrado que ve las amenazas a los intereses propios o a una adhesión abstracta a los valores democráticos. Si sólo fuese así, en caso de invasión extranjera o despotismo interno intolerable, no lucharíamos, sino que simplemente nos iríamos de nuestro país, que nunca fue nuestra patria.

Si no hubiésemos amado Chile y nuestras libertades y derechos, ni hubiésemos combatido el régimen militar. Ante la agresión injusta del dictador siempre nos hubiese quedado el recurso de irnos a otros países o de no meternos en política. Lo que diferencia, entre otras cosas, el autoritarismo del totalitarismo es que el primero hace del uso de la violencia algo previsible. Si el estudiante no se mete en política y estudia, lo más probable es que nada le ocurre. Cientos de miles de chilenos, que no eran afectados ni perseguidos directamente por el régimen militar, lucharon en contra de éste por amor a su patria y a sus compatriotas. Así de simple.

Por todas las razones anteriores, el ethos republicano o cívico, reclama como ideal al ciudadano activo y virtuoso, valorando la vida dedicada a la participación pública. No se trata de un politicismo extremo. Más bien su exigencia es que debe ser parte del bien de cada persona el estar involucrado en algún sentido en el debate político, de modo que las leyes y políticas del Estado no aparezcan ante ella simplemente como imposiciones extrañas, sino como el resultado de un acuerdo razonable del cual ha formado parte.

Pasemos a hablar del ethos político.

Si bien, la teoría política está lejos de alcanzar un consenso a la hora de definir su objeto, entendamos la política, siguiendo al pensador inglés Bernard Crick, como “un proceso por el que un grupo de personas, cuyas opiniones o intereses son en principio divergentes, toman decisiones colectivas que, por regla general se consideran obligatorias para el grupo y se ejecutan de común acuerdo”.

Destacamos este concepto porque define la política como actividad humana que supone una sociedad en la cual existen diferencias y conflictos, lo que lleva a buscar un acuerdo que tome una decisión que será obligatoria para todos.

Pongamos el acento en que la política supone el conflicto y el acuerdo, pero no la violencia. La acción y el discurso político suponen dejar al margen la violencia, la que es muda. Así, Hannah Arendt nos dirá que “para el modo de pensar griego, obligar a las personas por medio de la violencia, mandar en vez de persuadir, eran formas prepolíticas”. Hannah Arendt, dirá al analizar las revoluciones americana y francesa, que la política es distinta a la violencia. “Allí donde la violencia es señora absoluta, como por ejemplo en los campos de concentración en los regímenes totalitarios, no sólo callan las leyes – les lois se taisen, según la fórmula de la revolución francesa -, sino que todo y todos deben guardar silencio” (…) (…) Lo importante aquí es que la violencia en sí misma no tiene la capacidad de la palabra (…)” (2)

Los latinoamericanos lo sabemos bien. Cuando fracasa la política democrática que se funda en la voz y en los votos, es la violencia y las balas las que los reemplazan. La alternativa a la política, buena o mala, son las balas. Una mala política debe ser reemplazada por una buena política y no por un vacío de poder impolítico que nos lleve a una toma del poder eventual por parte de los autoritarios de siempre.

El Ethos democrático se estructura a partir de un conjunto de valores que le dan sustento a sus reglas y procedimientos. La política democrática supone la igualdad, es decir, ella constituye un proceso de deliberación, persuasión y decisión entre pares. La democracia sólo puede darse en un marco de libertades negativas, que sirven de barrera a todo poder despótico, y la libertad positiva consisten en el derecho de participar en la elaboración de toda ley y decisión. Tal proceso de deliberación y decisión se da respetando estrictamente el pluralismo y tolerancia, es decir, es el respeto absoluto del derecho del otro a expresarse y participar.

Si analizamos cada uno de estos valores, veremos que ellos son tremendamente difíciles de darse. De hecho, muy pocos países gozan de ellos. Y la historia de la humanidad es un largo relato de imperios, reinos y repúblicas autocráticas y no democráticas.

Ethos republicano y democrático. En ello están empeñados los pueblos latinoamericanos. Actualmente nos preocupamos y nos ocupamos en construir nuestro hogar público en torno a estos ideales.

Si tomamos esta perspectiva, es claro que la república y la democracia chilena no sólo requieren el mayor número de ciudadanos comprometidos con ello, sino que requiere de ciudadanos que están dispuestos a realizar sacrificios de legítimos intereses personales en aras del bien común.

De ahí que la no inscripción de cientos de miles de jóvenes sea una triste noticia para los republicanos y demócratas de Chile.

Es tarea de nosotros conversar con esos jóvenes e invitarlos a participar en la política. Y si nos reclaman que no le gustan los políticos actuales, simplemente tengamos la libertad de espíritu de decirles. “Disciernan bien y compárennos con los otros y con 1989. ¿Estamos peor o mejor? ¿Los que reclaman no ser políticos y que dicen preocuparse de los problemas de la gente son sinceros y creíbles? Si tras esa reflexión, que ojalá la hagas con tus amigos y en forma crítica y reflexiva, aún crees que los políticos son malos. Entonces cámbialos, que la democracia es el único sistema político que permite el cambio en libertad y en paz. Joven, participa, es tu derecho y tu deber.

Notas
(1) Taylor, Charles, La política liberal y la esfera pública, en Argumentos filosóficos, Paidós, Barcelona, 1997, pp.334 y ss.
(2) Arendt, Hannah, Sobre la revolución
, Alianza Editorial, Buenos Aires, 1988, Pág. 19,