Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos
Nueva etapa en el debate socialista
Antonio Cortés Terzi
Más de un dato indica que se han reabierto debates en el socialismo universal. Algunos resultan de la continuación de las polémicas que se suscitaron a propósito del proceso conocido como “renovación”. Otros, no obstante, derivan de cambios acaecidos en los escenarios nacionales e internacionales y que abarcan la totalidad de materias que comprende y que intervienen en la teoría política. Los nuevos panoramas obligan a la revisión, incluso, de algunos de los tópicos que la renovación supuso enteramente superados y de otros que llegaron a adquirir la categoría de concepciones casi absolutas.
Puesto que se trata de una primera aproximación a estas nuevas realidades, los puntos aquí tratados se hacen, de preferencia, de manera general, aludiendo a los fenómenos globales más que nacionales. Sin embargo, y naturalmente, estas reflexiones están fuertemente influidas por el cuadro en el que se desenvuelve el socialismo chileno.
CRISIS DE IDENTIDAD
Aproximadamente durante los último tres lustros, el socialismo ha vivido un acelerado período de transformaciones doctrinarias y empíricas, signadas, en lo ideológico, básicamente por lo defensivo.
Algunas de las razones que explican el carácter defensivo de los cambios en el socialismo han sido ampliamente constatadas. Pero conviene resaltar algunos alcances.
a) La abrupta y catastrófica desintegración del “mundo socialista”, repercutió fundamentalmente en el abandono y/o escepticismo de las fórmulas estatistas de desarrollo. Es decir, los diversos socialismos, aun cuando desde tiempos muy pasados estuvieran distantes de los regímenes comunistas, no dejaron de padecer sus derrumbes en la medida que estos implicaban también el derrumbe del único modelo económico que aparecía como alternativo al esquema libremercadista. Sin duda que la caída de los países comunistas implicó el desprestigio y el abandono no sólo del paradigma que representaban, sino también de todo activismo estatal en la economía. Así, el socialismo quedó sin respuesta sobre cuestiones económico-estructurales.
b) El fracaso de los países comunistas se observó también como un fracaso de la ideología “marxista-leninista” en la que se ampararon tales experiencias. Pero a partir de este dato verídico se hicieron inferencias teóricamente “perversas”. Se incluyó en el rechazo a la ideología comunista a Marx y al grueso de los intelectuales clásicos (escuela de Frankfurt, Gramsci, Luckács, Mariátegui, etc.), de suerte que se produjeron dos efectos palpables. De un lado, el socialismo quedó, ya no digamos sin cuerpo doctrinario, sino simplemente sin antecedentes teóricos propios. Se produjo de hecho una suerte de postmodernismo en el sentido de que se hacía aceptable sólo “lo nuevo” y sospechable toda la herencia cultural, a pesar de que “lo nuevo” estaba bastante lejos de responder satisfactoriamente a las necesidades de proyección socialista. Y de otro lado, lo que constituye una curiosidad histórica, los pensamientos que pretendían reemplazar la tradición cultural no tenían (y no tienen) la racionalidad crítica de esa tradición. Así se generó un tipo de cultura socialista que podía hablar de lo nuevo pero no criticarlo radicalmente. Por cierto que la falta de sentido crítico y el vaciamiento doctrinario previo, generaron un aroma intelectual pasivo dentro del socialismo, más dado a dar cuenta de su propio pasado que de la fabulosa ofensiva cultural impulsada por el neoliberalismo. Aunque parezca exagerado, no deja de ser real que el socialismo se ha venido oponiendo al neoliberalismo recurriendo al viejo liberalismo más que con argumentaciones propias y modernas.
No todos los socialismos nacionales se han percatado de la orfandad intelectual que se les produjo como consecuencia de la virtual abjuración que se hizo de Marx y de las corrientes marxistas no comunistas. Quizás porque muchos de ellos tampoco habían percibido cuán impregnados estaban sus pensamientos de esa cultura y cuán ligada está la razón socialista al tipo de lógica y razonamiento del que Marx, si bien no es el único, es uno de los exponentes más sólidos. En suma, la virulencia que desató buena parte de la dirigencia socialista contra Marx y su entorno teórico y la indiferencia con que la intelligentzia socialista asumió los ataques contra ese antecedente doctrinario, terminaron por configurar un cuasi suicidio teórico.
Pero a estas dos razones que explican lo defensivo del socialismo en los tres últimos lustros, se agrega una tercera, menos analizada, pero tan importante como las anteriores. Con el tipo de cambios vividos, el socialismo se ha visto forzado a demostrar, y a demostrarse, que no ha sido cooptado por el capitalismo, o cuando muy menos, por el neoliberalismo. En efecto, el abandono de un proyecto de sociedad anti-capitalista, la asunción casi plena y acrítica del liberalismo político, la inexistencia de un discurso critico global al status, etc., interrogan, más allá de toda intencionalidad, el sentido actual del socialismo.
Esta verdadera crisis de identidad no se contradice con la fuerza que el socialismo conserva en algunas latitudes, aunque sí tiene que ver con las grandes crisis políticas que vive en otras. En gran medida el socialismo se ha mantenido como fuerza política y social, primero, merced a una identificación histórica que mantienen con él estratos y grupos sociales y, segundo, gracias a las confrontaciones álgidas que se han vivido en determinados países entre autoritarismo y democracia, prestigiándose el socialismo como fuerza antidictatorial y democrática. Dos casos ilustran esta última situación: España y Chile.
¿HACIA EL FIN DE LA CRISIS DE IDENTIDAD?
Cada vez se hace más evidente que los éxitos neoliberales(1) , cuyo apogeo se ubicó en la década anterior, están llegando a su término. No sólo en cuanto a los límites para la expansión social de sus logros. Estos límites han sido hasta ahora los que han inspirado las mayores críticas del progresismo hacia las políticas neoliberales. Quizás la excesiva atención prestada a ellos ha conducido a una falta de atención sobre otros fenómenos más globales y que anuncian un agotamiento relativo y más profundo de tal esquemas. De estos fenómenos interesa destacar tres:
Primero, la dinamización económica que impulsó el neoliberalismo, a escala mundial, se sostuvo básicamente en la aplicación de las llamadas “economías abiertas”. Con ellas pudo resolver una de las contradicciones claves de las modernizaciones económicas: la altísima capacidad productiva con mercados nacionales saturados y con tendencias a su achicamiento. Un mercado internacionalizado, por consiguiente, devenía así en una respuesta apropiada. Sin embargo, también el mercado mundial tiene fronteras. Máxime cuando, gracias al aperturismo internacional, se incorporaron nuevos países como ofertantes a ese mercado, y cuando el auge exportador implicó, en muchos casos, el empequeñecimiento de los mercados de consumo interno, cuya suma en el plano internacional conforma, en definitiva, el mercado mundial. Por cierto que no estamos ad portas de una crisis catastrófica del modelo de economías abiertas. Pero sí nos encontramos frente a dos tendencias críticas. De un lado, el mercado mundial se acerca a un punto en el que reproducirá la situación que se plantea en los mercados nacionales, esto es, en las limitaciones para absorber la potencialidad de producción. Y de otro lado, estas restricciones mercantiles si bien no afectan a la totalidad de la economía sí afectan a naciones y empresas en particular, y esas crisis locales sin duda que repercuten en el esquema general del funcionamiento económico.
Segundo, en los niveles domésticos, el neoliberalismo alcanzó sus éxitos, particularmente en los países en desarrollo, merced a políticas de disminución del gasto público y de privatizaciones. Es decir, con políticas correctivas de los errores o excesos del desarrollismo o del Estado benefactor, estrategias iniciadas en el período de entreguerras y fortalecidas con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial. Este hecho no siempre se tiene en cuenta a la hora de analizar el período de apogeo del neoliberalismo. No obstante, constituye una de las explicaciones sustantivas acerca de sus éxitos. En gran medida, la etapa neoliberal puede concebirse como un estadio de transición de economías distorsionadas por políticas exacerbadamente estatistas, con sus respectivos corolarios de burocratización y paternalismo, hacia economías de un libremercadismo adecuado a las demandas de expansión empresarial. El carácter transicional aludido se simboliza, en primer lugar, en el hecho de que, una vez superadas las etapas de privatizaciones y de liberalizaciones, el ímpetu inicial de los avances neoliberales se morigera o se detiene. Pero también se manifiesta este carácter transicional en la falta de alternativas de parte del neoliberalismo para proseguir en una tendencia de crecimiento. De facto, los estretagas de esta corriente sólo proponen, casi majaderamente, “más de lo mismo”, en momentos en que las posibilidades de privatizaciones y de disminución del gasto público son escasas o nulas. Y en las áreas en las que todavía esto es posible, su implementación tendría implicancias sociales y políticas de difícil previsión en lo que se refiere a conductas colectivas y al orden social.
Para abreviar, concluida o próxima a concluir la transición liderada por el neoliberalismo, no están en absoluto claras las opciones para proyectar su esquema central, y esto se vuelve cada vez más un dato empírico y no sólo discursivo.
Y tercero, el neoliberalismo ha introducido conflictos radicales en los sistemas de organización político-social, a los cuales no puede responder congruentemente sin afectar su propia lógica intrínseca.
La acelerada y profunda internacionalización económica tiende a agudizar un conflicto, latente desde hace mucho, entre esa internacionalización y los Estados-naciones. En lo esencial, este conflicto plantea la inexistencia de una instancia que vele por el “bien común” a escala mundial en circunstancias que sí existe una economía privada que opera en ese nivel. De una u otra manera, esta contradicción tiende a debilitar, de facto, las funciones del Estado-nación dentro de su propio espacio nacional, muy en especial en los países de menor desarrollo en los que la forma-Estado arrastra debilidades históricas.
Por otra parte, la altísima concentración de poder en manos privadas, connatural a las políticas neoliberales, afecta factualmente a los poderes públicos. No es difícil señalar la presencia de problemas trascendentes para la sociedad en los que el Estado resulta impotente para actuar, más que por la privación de facultades, que es uno de los datos, por la lógica que impone la concepción de liberalización de atribuciones y derechos para los privados y por la presencia de una fuerte imbricación, que recuerda etapas precapitalistas, entre riqueza y poderío político-cultural.
El desarrollo de tales poderes trae como consecuencia una creciente formalización de la democracia tal cual hoy se practica. Para ser más precisos: la formalización de la democracia es un fenómeno que ha acompañado siempre a esta forma de organización política. Sin embargo, antaño, merced a la mayor relevancia de los poderes públicos y al mayor rol y extensión del Estado, el sufragio, el derecho ciudadano, el activismo social y gremial, factores decisivos en la conformación de los poderes públicos, configuraban un cuadro que hacía que los mecanismos democráticos aportaran cierto contenido real a la democracia. La pugna por “democratizar la democracia”, se daba, esencialmente, entre las figuras estatales y la sociedad civil, por lo mismo era un proceso y un conflicto casi plenamente sometido a la dinámica de la democracia y sus recursos.
El orden socio-político que ha venido consolidando el neoliberalismo, rompe esa lógica al agregar una suerte de corriente de poder “paralela” y competitiva a la que emana de la democracia. De allí entonces la superior formalización de ésta. Para la opinión pública de hoy es cada vez más evidente que existe “una zona oscura” en el proceso de toma de decisiones en la que el ciudadano y el ejercicio de su soberanía en poco o nada influye. El tan comentado y universal fenómeno de alejamiento de la política respecto de la gente, está estrechamente vinculada a esta realidad. El político contemporáneo no puede obviar esa “zona oscura”, oscureciendo con ello su propia actividad.
El contexto descrito ha dado lugar a concepciones escépticas que sostienen que el funcionamiento social tendrá definitivamente esas características. Y que, aparte de lo valórico, no significan drama alguno para el ordenamiento social, mientras el aparataje económico sea capaz de mantener logros y expectativas de mayores satisfacciones de consumo. Con independencia de lo que ocurra con las perspectivas de crecimiento económico, esa “optimista” visión no da cuenta de otra contradicción que entrañan las modernizaciones neoliberales. La formidable expansión del mercado y del consumo de masas alcanzado en las últimas décadas, presiona para la extensión de una ideología “libertaria” del individuo, producto de la libertad de opciones, reales o anheladas, que el mercado le ofrece al ser humano. Ideología que configura dos tendencias colectivas: o ese hombre “libre” proyecta su “libertad mercantil” hacia todas las esferas de su existencia o se refugia en la libertad unidimensional del mercado. Ambas tendencias contradicen los requerimientos neoliberales. En el primer caso, porque ello implicaría un superior reclamo por el manejo de la vida colectiva y ello necesariamente conlleva a una revitalización de la figura estatal o, si se quiere, del poder público. Y en el segundo caso, porque una sociedad así de individualizada promueve hacia una imprevisibilidad del hecho social y del destino de las estructuras societales, con las consiguientes amenazas para la administración y conservación del status.
En el plano cultural e ideológico, y siguiendo el mismo orden de ideas, el neoliberalismo también empieza a declinar su fuerza. La simplicidad de su discurso logró asentarse masivamente merced a que empíricamente podía mostrar el fracaso del socialismo y, simultáneamente, podía lucir progresos económicos. Pero, como toda ideología que se respalda en la economía, su agotamiento comienza cuando esa economía deja de ser socialmente integrativa. No obstante, el inicio del flaqueamiento cultural se origina, principalmente, en la incongruencia entre su discurso economicista y los conservadores valores políticos y éticos que promueve. Su apología al capitalismo libremercadista no se compadece con sus convocatorias moralizantes, con su relativismo democrático y con sus propuestas puramente coactivas al momento de enfrentar conflictos sociales.
No está ajena, por último, a esta declinación cultural lo que acontece al seno de la Iglesia. Como fuerza político-cultural, el neoliberalismo pudo aparecer amparado por El Vaticano mientras éste concentró sus energías en combatir los regímenes comunistas. Hoy, sin embargo, las políticas de El Vaticano se reorientan – lo que, por lo demás, era esperable – a contrarrestar los efectos conductuales que incentivan las políticas neoliberales. La reciente encíclica “Veratitis Splendor” marca un hito en este sentido.
ESCENARIOS RECONSTRUCTIVOS PARA EL SOCIALISMO
El relativo agotamiento y la mayor conflictividad interna generada en las prácticas neoliberales, abren de por sí una perspectiva distinta para el socialismo. Cuando menos, ya no existe la misma racionalidad explicativa del fenómeno defensivo que ha afectado al socialismo en los últimos años. Por cierto, el debilitamiento neoliberal no garantiza per se la reaparición de un socialismo robustecido y ofensivo. El neoliberalismo dispone de espacios para reaccionar y corregir algunos de los factores que más influyen en su deterioro. No puede abandonarse la hipótesis de que se reconstituya como alternativa extremando sus lógicas. Esto es, avanzando en un modelo de sociedad descaradamente timocrática, escindida en una suerte de apartheid, con una democracia extremadamente formalizada y con un poder estatal fuerte y concentrado corporativamente. Discursiva y empíricamente son detectables tendencias que se deslizan en esa dirección.
Un cuadro de esa naturaleza parece hoy de difícil concreción, porque se supone que no hay condiciones político-culturales que lo permitan. Sin embargo, sí existen sustratos sociológicos, ideológicos y políticos que lo sustentan y que mañana pueden nutrirlo con más energía. Un gobierno timocrático, de ricos, tiene ya, de hecho, una aproximación aceptable por la vía de la legitimidad y prestigio alcanzado por el empresariado como figura gubernamental. Tal vez el caso de Perot sea el más ilustrativo. La articulación que se da en muchos países entre corporaciones militares, gremiales, empresariales y comunicacionales en el ejercicio factual del poder, hablan de una tendencia a la corporativización y centralización del mando estatal sin alterar las formalidades democráticas. En muchas partes, las urbes, los sistemas escolares, los sistemas y representaciones políticas, etc., aceptan cínicamente la existencia de un universo marginal irreversible.
En suma, el camino del progresismo no está libremente abierto aun cuando el actual estadio del neoliberalismo alcanzara un punto crítico culminante.
Pese a lo anterior, es evidente que la pérdida de dinamismo y el desarrollo de contradicciones palpables en las fórmulas neoliberales, permiten con más facilidad retomar la crítica socialista al status. Y no sólo en aspectos puntuales, como ha sido en los últimos años la orientación que el socialismo le ha dado a sus críticas. Es la esencialidad de la lógica del funcionamiento del capitalismo contemporáneo lo que puede y debe ser criticado.
Valga un alcance sobre este tópico. La crítica radical al sistema no tiene por qué ser entendida como el maximalismo de la izquierda de otrora. La vieja izquierda ordenaba y subordinaba la crítica a su tesis y postulado esencial: la revolución. Su crítica era, a su vez, una oferta al término absoluto de todo conflicto. No es ese el sentido que fatalmente deba tener hoy la crítica radical al ordenamiento social vigente. A vuelo de pluma, puede decirse que hoy la crítica socialista debe consistir, primero, en la exposición llana, desencubierta, de las contradicciones del sistema y, luego, en la asunción de que el conflicto mismo sugiere soluciones que no necesariamente implican su extinción.
Volviendo al tema, el alternativismo crítico del socialismo está facilitado, pero requiere, al menos, de tres procesos.
a) De la revisión al seno del propio socialismo de las influencias ideológicas que el neoliberalismo le introdujo en los momentos de mayor desorientación intelectual. Fenómeno particularmente intenso en aquellos partidos que han accedido al gobierno. No se trata de ver en esto una “infiltración ideológica”, sino de reconocer, de un lado, la tentación de adaptarse a políticas económicas “exitosas”, enajenándolas de una cosmovisión integrativa de la totalidad de variantes sociales, y de otro, de aceptar que la imaginación socialista en esa área de problemas ha sido no sólo escasa, sino además, hasta pusilánime.
b) Del posible y conveniente retorno a sus tradiciones intelectuales. Resulta paradójico, por ejemplo, que Marx circule con propiedad entre intelectuales de variadas escuelas del pensamiento y que vuelva a ser un interlocutor válido y respetado por el neoconservadurismo, mientras se mantiene en relativo exilio dentro del socialismo. Los antecedentes de origen marxiano del socialismo pueden ser hoy recuperados sin las dificultades de antaño, precisamente, porque la desaparición del “marxismo oficial” permite lecturas “nuevas”, desideologizadas y que redescubren un bagaje cultural absurdamente desperdiciado. Marx y los pensadores que influyeron en él – Hegel, Ricardo, Rousseau, etc. -, y que por él fueron influidos – Bernstein, Luckács, Lefevre, Benjamin, Adorno, etc. -, y aquellos que, siendo sus contradictores pertenecen al mismo gran movimiento racionalista crítico –Weber, Croce, Sartre, etc. -, mantienen en la actualidad una vigencia insospechada, respecto de los debates nodales de la contemporaneidad, a saber, en torno al modernismo y al postmodernismo o, si se quiere, en torno a los problemas de la “era postindustrial”. La concepción de Weber acerca de la sociedad burocratizada, o la teoría de la desvalorización del capital en Carlos Marx, o el existencialismo de Sartre, son aproximaciones magistrales a conflictos que en el presente se expresan con dramatismo.
Es patético, en consecuencia, persistir en la actual blandura doctrinaria del socialismo –que para algunos se ha convertido en un propósito -, con la correspondiente falta de identidad sustancial, teniendo a su haber una acumulación intelectual de la que categóricamente no dispone ninguna de las otras corrientes político-culturales y que dista mucho de hallarse caducada.
c) De la reinstalación de las prácticas teóricas, respetando sus lógicas intrínsecas y autónomas. Por diversas razones, el socialismo ha venido desarrollando una política cultural de la que siempre fue enemigo: la instrumentalización del pensamiento y de la intelectualidad. Quizás la razón más importante se encuentre en el hecho de que los cambios al interior del socialismo consistieron, en algún momento, en una acelerada, casi abrupta, adscripción al status y a un compromiso con la democracia que se confundió con un exagerado compromiso con el poder. De allí que se demandó y se originó una intelligentzia de poca audacia y vuelo crítico y requerida más que todo para responder a las exigencias de tecnificación de la política que entraña la vida moderna. La pervivencia de una intelectualidad socialista, en sentido estricto, se ha mantenido de manera marginal y con escasa injerencia en las prácticas políticas del socialismo. Al trabajo de la intelectualidad se le impusieron los ritmos y las formas de la política, cuando, a diferencia de ésta, la práctica teórica no pude desarrollarse en los límites de la “realpolitik” ni del maniqueísmo connatural a la acción política.
Es factible que estos procesos avancen positivamente, particularmente por dos hechos negativos: los vacíos que va dejando de manera creciente el agotamiento de la política y del discurso neoliberal y, a su vez, del propio agotamiento y hasta frustración a la que va induciendo la figura “neosocialista” predominante en los últimos años.
Nota:
(1) Se tiene presente aquí que muchas naciones o no han practicado la ortodoxia neoliberal o se le han incorporado mecanismos correctivos. No obstante, se tiene también la firme opinión que los ejes sobre los cuales se han erigido las modernizaciones económicas, los patrones culturales, los cambios políticos e institucionales, etc., corresponden a conceptos esenciales del neoliberalismo. Por consiguiente los comentarios y críticas, formuladas en abstracto, aluden a esos ejes y esencialidades neoliberales.