Sección: Partido Socialista: Recomposiciones y debates
Partido Socialista y nuevo ciclo político
Antonio Cortés Terzi
El otro ciclo
La reciente elección parlamentaria es un dato que afirma una tesis importante que ha venido sosteniendo el Centro AVANCE en el último tiempo y que se ha sintetizado y graficado con la idea del “fin de la transición”. Y la sosteníamos sobre la base de un juicio bastante empírico: los cambios transicionales son tales cuando se realizan en virtud de acuerdos nacionales a los que concurren las fuerzas en disputa. Por lo mismo, las transformaciones transicionales son cancelables unilateralmente, es decir, cuando cualquiera de las partes gravitantes del conflicto da por terminado el proceso de readecuaciones. Esto último ya venía ocurriendo en Chile como quedó categóricamente establecido con el fracaso de tres intentos de reformas constitucionales.
Lo que no le permitía a algunos constatar esta realidad era la sobrevaloración que se hacía de un sector de la derecha identificado como “liberal” y con el cual, se pensaba, seguía abierto el camino para negociaciones arquetípicas de una transición.
Las elecciones, el espectacular éxito de la UDI y la bancarrota de los últimos “liberales” de la derecha, concluyeron con esa ilusión. De ahora en adelante, los grandes temas democratizadores y liberalizadores que siguen vigentes son cuestiones a abordar dentro de las lógicas habituales, “normales” de la política. Es decir, dependen estrictamente de las correlaciones de fuerzas y no de los buenos oficios de nadie.
Y hay que prestar suma atención a otro dato. El grado de estabilización que ha alcanzado el sistema político-institucional chileno está acompañado de un fenómeno político-cultural de enorme trascendencia. La elección como senadores de dos figuras emblemáticas del régimen militar – Rodolfo Stange y Sergio Fernández – alteran sobre el proceso de pleno “blanqueo” de la dictadura al seno de su mundo socio-cultural (y no sólo allí). Dato que debe asumirse en todo su doloroso significado: las inmoralidades del autoritarismo estremecen a ámbitos cada vez menores de la chilenidad.
Recomposición de la derecha
La derecha, después de 9 años de su derrota en el plebiscito, se reorganiza en torno de los hombres y acólitos de la dictadura, recompone el mismo bloque con el que gobernó y retorna ordenada a la arena política, ahora hegemonizada por el neoconservadurismo.
Es probable que, recuperada su hegemonía, esa derecha “dura” ya no sea tan intransigente en algunas materias. Su dureza intrínseca se potenciaba por la competencia que sostenía con la derecha “blanda”. Extinguida ésta y devenida aquélla en dirigente de la oposición deberá guardar otras conductas, particularmente en lo que respecta a responsabilidades con la gobernabilidad del país. Quizás se hagan viables reformitas a la composición del Senado (sin término de los designados) y al sistema binomial.
Es obvio, sin embargo, que con tal oposición la sociedad chilena pierde virtualmente toda esperanza liberalizadora en el ámbito cultural.
En el plano económico y social la situación será todavía más conflictiva. El neoconservadurismo tenderá a “purificar” el modelo neoliberal en aspectos sustantivos, pero también tenderá a protecciones corporativas de sectores empresariales, merced a la necesidad de perpetuar su bloque socio estructural. Tal vez lo más grave en el terreno económico productivo sea la cancelación de la búsqueda de una estrategia de desarrollo que supere la actual, cuya fragilidad y declinación futura es una posibilidad cierta.
Por cuestiones doctrinarias, empíricas y corporativas, el neoconservadurismo tenderá a no ceder en nada que implique reformas en las relaciones laborales, precisamente, porque el tipo de relaciones actuales es uno de los factores a incluir en las “ventajas comparativas” del sector exportador, es decir, del sector devenido en factótum del crecimiento y de la modernización criolla que enorgullece al neoconservadurismo.
El neoconservadurismo tendrá capacidad y voluntad ahora de acentuar su divergencia respecto de las políticas sociales. No va a soslayar el tema ni tampoco subordinarlo a la “teoría del chorreo”. También en ese espacio será ofensivo. Se puede apostar que la derecha desarrollará una campaña propositiva y comunicacional destinada a inundar al país con iniciativas privatizadoras de la cuestión social. El drama de los pobres, las carencias en salud, en educación, en políticas contra la drogadicción, contra la delincuencia, etc., tendrán propuestas “concretas” desde el neoconservadurismo, que se revestirán de cientificidad (véanse a futuro los “estudios” del Instituto Libertad y Desarrollo, de Paz Ciudadana, et.al.) y de empirismo (véase a futuro la conversión de Joaquín Lavín en el Santero de Las Condes).
Estos son sólo algunos de los augurios para, al menos, los próximos ocho años: no hay ninguna posibilidad que la Concertación por sí misma pueda cambiar la correlación de fuerzas en el Senado en la elección de diciembre de 2001.
El esquema político-institucional que se diseña de aquí en adelante y por casi dos lustros, es el de una amenazante y competitiva hegemonía neoconservadora. Las fuerzas progresistas, por consiguiente, están desafiadas a pensar y pensarse en esos ritmos históricos.
Los nuevos ejes
Cancelado lo transicional, dado el nuevo cuadro parlamentario y la reestructuración de la derecha, queda demandada con más fuerza la reorganización de los ejes de la política nacional.
El primer cambio relevante se refiere a la revalorización esencial y funcional de la conflictividad. Es decir, ya no pueden mantenerse los énfasis sobre consensos y gobernabilidad tal como se impusieron y manejaron en el ciclo anterior, signado por lo transicional. Ciertamente que la conflictividad no es antagónica a la negociación, componente intrínseco a la política. La diferencia con la mecánica del consenso y la gobernabilidad estriba en que se negocia por y con el conflicto y no para evitarlo o soslayarlo a priori.
El segundo cambio es de mayor complejidad y significado histórico. El acento en lo transicional obligaba, de una u otra manera, a morigerar o subordinar discursos y políticas de contenido progresista histórico, en el entendido que la meta histórica era concluir el tránsito en una democracia consensuadamente satisfactoria. Lo que el nuevo ciclo exige es la clarificación de las cosmovisiones puestas en juego por las distintas culturas políticas.
No hay que menospreciar la capacidad discursiva y conceptual del neoconservadurismo. Por el contrario, debe reconocerse que ha sido esta corriente la que, en los últimos años, ha fraguado, comparativamente, la cosmovisión más compleja y sólida. Tanto es así que puede decirse que el progresismo, en más de un momento y respecto de más de un tema, ha actuado más como corriente contestataria a la agenda del neoconservadurismo que como corriente propositivamente alternativa.
El neoconservadurismo tiene dos peculiaridades respecto de la derecha de viejo cuño. De un lado, ha expandido socialmente su hegemonía cultural, al menos en algunos de sus aspectos. Y de otro lado, es una derecha con ofertas transformadoras que encierran un diseño de sociedad.
Como corolario de ambos cambios, el nuevo ciclo suma una tercera característica y que se corresponde con un cambio conceptual y estratégico del progresismo de centro y de izquierda, aglutinado hoy en la Concertación.
No cabe ninguna duda que la Concertación está siendo afectada por una crisis larvada y de irrupción potencial. El proceso, iniciado ya desde hace algún tiempo, de término factual de la transición y de normalización institucional, está en el trasfondo de esa crisis. (1) El cambio natural de escenario que este proceso implica y la no asunción plena del mismo han sido factores decisivos en la introducción de elementos desordenadores y críticos al seno de la Concertación. Para decirlo muy brevemente. La Concertación ha estado subsumida en una paradoja: mientras sostiene el discurso de la permanencia en la transición, muchos de sus principales actores operan con una extrema desaprensión respecto del futuro de la misma. Es decir, actúan dando por superado el drama transicional, pero con recurrentes evocaciones a él para efectos de impulsar o explicar determinadas políticas.
Pareciera ser que la Concertación no ha reconocido el verdadero drama profundo, con transición o sin ella, de la sociedad chilena: la instalación estructural de un bloque político-social oligarquizante, timocrático, conservador e intolerante, con formidables y omnipresentes redes orgánicas de poder y dentro de las cuales las institucionales son sólo una más.
Cambio estratégico
A riesgo de simplificar, el primer cambio de énfasis conceptual al que está impelida la Concertación es su conversión de “fuerza democrática para la transición” en “fuerza social y popular para el cambio progresista”. Debe reponerse como representación y liderazgo de la “patria subalterna”.
El consolidado estancamiento de las cuestiones institucionales evidencian la necesidad de abrir el “teatro de operaciones” a toda la sociedad civil, espacio en el que la derecha neoconservadora se ha desenvuelto con bastante eficacia merced al abandono que de él se ha hecho por parte de la Concertación.
Siempre simplificando, la nueva estrategia implica revertir la lógica hasta ahora empleada y que consistía en democratizar la institucionalidad para, desde allí, democratizar la sociedad. Limitada esa opción, sólo la “subversión democratizadora” de la sociedad civil recrea las posibilidades para una alternativa transformadora (Véase al respecto en este mismo número el sugerente artículo de Ernesto Águila “Democracia y desobediencia civil”).
Salta a la vista que una estrategia de esta naturaleza obliga a revitalizar los esfuerzos por reconstruir los campos sociales, comunitarios, populares y por recomponer los lazos entre estos campos y la Concertación y el Gobierno. Pero sería un error entender lo anterior como un simple “acercamiento de la política a la gente”, a través de atenciones que rayan en la filantropía y el paternalismo, conductas más propias del conservadurismo que de las concepciones progresistas. Casi se podría decir que se trata de lo contrario: del acercamiento de la gente a la política. Esto es, de la dotación de capacidades para el desenvolvimiento activo de la ciudadanía organizada dentro de sus universos específicos que son, en definitiva, donde se ponen en ejercicio los poderes factuales.
Una estrategia como la aquí sugerida supone, además, acentuar la competencia cultural y comunicacional. Es un absurdo, por ejemplo, que sea Joaquín Lavín quien está imponiendo la imagen arquetípica del político moderno. Y es un insólito que liderazgos de la Concertación empiecen a emularlo, como Jaime Ravinet y Ricardo Lagos. El prestigio de Lavín implica uno de los éxitos más contundentes de la cultura neoconservadora: su imagen pública se corresponde con la del “fin de la historia”, con la obsolescencia de la política y de las ideologías, con la del término de las cosmovisiones y de los conflictos sociales y políticos trascendentes. Es incomprensible que desde el progresismo se tiendan a legitimar esos significados.
Precariedad concertacionista
No es nada fácil avanzar en un lineamiento como el que aquí apenas se esboza. A la crisis racional y comprensible por la que pasa la DC hay que agregar la sospecha que allí existe un sector, minoritario pero influyente y díscolo, que no lo abruma la amenaza neoconservadora y que más bien empieza a buscar puntos en común con ella, como, por ejemplo, el combate contra “el materialismo relativista”.
El PPD, por autodefinición (partido temático) y por sociología, es refractario a las cosmovisiones, a las estrategias históricas y al activismo de lo “popular-no-moderno”.
El PS – junto a los sectores del PDC y del PR – pudiera ser el más sensible en estas materias. Sin embargo, ha devenido en un partido anquilosado y cuyo discurso de izquierda sólo tiene, básicamente, dos temas: Pinochet y Lagos. La verdad es que, como colectivo, es un partido intelectualmente agotado e institucionalmente desarmado.
El “laguismo”, por su parte. Que se ha transformado en el verdadero partido de la izquierda de la Concertación (por la vía moderna de la digitación, de lo factual y de lo virtual), es una oferta ambigua, que pareciera guardar grandes secretos alternativos en un casco, y que, lejos de acercarse a la vindicación de un proyecto socialmente movilizador, genera la percepción contraria: un movimiento extremadamente cauteloso y conspirativo.
Las poderosas señales enviadas por los resultados de la última elección quizás hagan reaccionar a los liderazgos concertacionistas y opten por readecuaciones estratégicas que, muy probablemente, deban incluir readecuaciones liderales.
Notas:
(1) En honor a la verdad el Ministro Pérez Yoma fue el único dirigente relevante que anticipó esta situación hace más de dos años, pero fue mayoritariamente desoído.