Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos

Política, ética y valores

Antonio Cortés Terzi

AVANCES de actualidad Nº 18
Junio 1995

I. REACTUALIZACIÓN DEL TEMA: REFLEXIONES NECESARIAS

La relación entre estos momentos de la vida social ha originado debates que abarcan centurias. Sin embargo, como ocurre consuetudinariamente, en los últimos años ha cobrado una particular relevancia. Su reactualización aparece motivada por contingencias bien conocidas y cuya espectacularidad ha inducido a un tratamiento periodístico y público de alta notoriedad. Esta forma de abordamiento del problema, siendo positiva en sí, plantea el riesgo de que el debate se dramatice y se prejuicie en extremo, presionando o influyendo negativamente en el rigor de la lógica analítica.

Con el fin de evitar en lo posible aquello, es pertinente explicitar algunas reflexiones que ayuden a situar el tema en perspectiva propia las ciencias sociales.

Primero, la contemporánea preocupación social por lo ético en política tiene que ver antes que todo con la convicción del papel decisivo que desempeña la política en la vida pública. Si bien esta percepción es correcta, no tiene en cuenta un fenómeno clave en la modernidad: la relativa pérdida de influencia de la actividad política respecto de lo social. Pérdida relativa a favor de instancias y relaciones calificadas como “privadas” y que, no obstante, cumplen también roles sociales.

La inobservancia de este dato puede generar grandes frustraciones en la búsqueda de una mayor moralización de la convivencia colectiva. En primer lugar, porque no es suficiente sanear éticamente la política para asegurar conductas de poder éticamente sanas. Y en segundo lugar, porque una atención exclusiva o privilegiada a la ética en política, distrae o evita el control social sobre conductas morales de los poderes (extrapolíticos) que con igual o tanta más fuerza que la política repercuten en la vida colectiva.

Una segunda reflexión corresponde a la identificación de considerandos estrictamente políticos que explican la preocupación superior por la eticidad de la política. Algunos de ellos pueden ser puntualizados brevemente:

1. El menor poder de la política y de sus instancias abre posibilidades de mayor interrogación sobre las mismas desde espacios de la sociedad civil, pero también desde la propia sociedad política.

2. La actividad política no sólo ha perdido poder y estatus, sino también valores morales que le eran intrínsecos dadas las características que revistió desde los comienzos de la época moderna. Desde entonces, la política tuvo siempre una impronta épica y los políticos se sintieron poseedores – y se les atribuyó – una cierta aura heroica. La política y los políticos se ordenaban y estimulaban por hechos y confrontaciones de alcances históricos: conformación de Imperios y/o Estados nacionales, rupturas oligárquicas, revoluciones y/o reformas sociales, edificación de sociedades libres y democráticas, y todo ello acompañado de guerras nacionales o civiles, de liderazgos carismáticos, desventuras y sacrificios personales, de movimientos multitudinarios, mártires deificados, etc.

El fin de la política de objetivos irruptivos y dramáticos y requeridos de conductas excepcionales, le resta a la política moderna alicientes espirituales sublimados por la cultura occidental. El político ya no puede ser héroe, carece por tanto de la posibilidad de la admiración pública que antaño le estaba permitida en cuanto a aspiración. Pierde, por tanto, ascendiente, superioridad social, tanto como la perdería el sacerdocio sin celibato, es decir, sin rasgos de excepcionalidad respecto del común de los hombres.

De alguna manera, esta modificación no está enteramente asumida por la cultura social, de suerte que genera en la sociedad una crítica moral en base a los rasgos pretéritos del político y de la política. Pero, por otra parte, impele al político a la búsqueda de “compensaciones” por la pérdida de aquel prestigio excepcional, que van desde la fama superflua y frívola hasta el bienestar material.

3. El término de la bipolaridad, de la pugna catastrofista entre capitalismo y socialismo, merma el espíritu de cuerpo dentro de los bloques políticos. La inexistencia de un enemigo “mortal” torna muy débil o inexistente la justificación del ocultamiento de hechos reñidos con la ética por “razones de Estado”, por consiguiente, se crea espontáneamente un cuadro más favorable a la crítica moral.

4. El momento político universal muestra un escenario en que las competencias programáticas entre los distintos actores políticos son de baja intensidad objetiva, lo que da como resultado que se releven los temas morales como factores de diferenciación.

5. Por distintas razones y por diversos intereses, son cada vez, más amplios y fuertes los sectores que pugnan por una mayor individualización de la existencia humana. Frente a ellos, la política aparece de por sí, al menos en varias de sus manifestaciones, como un hecho moralmente discutible. A la par de ese fenómeno, la cosmovisión de origen neoliberal postula, de facto, un modelo de sociedad crecientemente “autorregulada” por relaciones libremente ordenadas por el mercado, en su sentido más lato. Ambas situaciones actúan interrogando en sí la eticidad de la política, en tanto que ésta aparece en contraposición tanto a la autorregulación de corte liberal como al acratismo, definido por algunos como propios de la posmodernidad.

Esta puntualización permite resumir esta segunda reflexión en lo siguiente: los debates sobre la ética en política están más vinculados a componentes de la política y a la crisis que la afecta que a una efectiva revalorización social de lo ético. Sin duda que este último elemento está presente, pero es más débil de lo que se supone.

Dicho de otra manera, sería un error de envergadura esperar una moralización de la política sólo a partir de correcciones impuestas desde una supuesta moral social.

Esto nos conduce a la tercera reflexión y que surge de la siguiente pregunta: ¿está la moral social en condiciones de juzgar y definir la ética en política?

Una negación inicial a esta consulta nace de una constatación más o menos consensual: la propia sociedad enfrenta una fuerte crisis de valores. Difícilmente, en consecuencia, puede esperarse del colectivo una fácil dictación de paradigmas que rijan la vida política.

Por otra parte, existe en la sociedad una limitante más trascendente para estos efectos. La moralidad colectiva, internada como cultura en la civilización occidental, tiene su origen en las tradiciones religiosas judeo-cristianas, es decir, tiene un sustrato esencial teológico y metafísico, con corolarios simples y dicotómicos en su concepción sobre la naturaleza humana. La política, empero, opera por y para la conflictividad, en el terreno de lo absolutamente secular y en medio de las complejidades de la condición humana. La dificultad para establecer vínculos orgánicos entre uno y otro momento es tanto más evidente si se tiene en cuenta que la sociedad tampoco vive o actúa la moralidad culturalmente difundida y aceptada.

En realidad, la moral social resulta de la acción de una suerte de “superego colectivo”, en sentido freudiano. Gran parte de ella es, en el fondo, un discurso ideológico elaborado a partir de autonegaciones y coacciones de la naturaleza humana. La política, por el contrario, es una actividad irrealizable sin tener presente al ser en su historia natural.

Por último, y este es un aspecto que se acrecienta con la modernidad, la política es cada vez más una actividad profesional, tecnificada, que como todo oficio especializado, no puede ser fácilmente juzgado en sus dinámicas internas sin primero adentrarse en ellas.

En definitiva, con estas reflexiones lo que se sugiere es que para tratar el tema de la ética y los valores en política, hay que, de un lado, constatar el período de crisis y transformación que vive tanto la ética social como la actividad política, y de otro lado, analizar esta actividad en su propia dinámica para descubrir allí los elementos que la conflictúan respecto de lo ético.

II. ELEMENTOS DE CONFLICTIVIDAD ENTRE ÉTICA Y POLÍTICA

La política como labor específica puede identificarse a través de tres de sus objetivos:

1. Asegurar un tipo de ordenamiento y de relaciones que permitan el funcionamiento de la sociedad, cuestión que atañe, desde el inicio de la modernidad hasta la actualidad, esencialmente a la pervivencia y reproducción del Estado-nación.

2. Adoptar medidas para satisfacer el llamado “bien común”, esto es, que respondiendo a los intereses heterogéneos y conflictivos entre individuo y sociedad y entre grupos dispares, resuelvan las conflictividades en beneficio de la integridad social.

3. Generar los poderes e instancias de poder que permitan la consecución de los objetivos anteriores, en el entendido de que más allá de la presencia de alternativas distintas para los mismos fines, es en la propia sociedad donde se encuentran y desarrollan intereses y contrapoderes que dificultan y conflictúan la realización de esos fines.

Se olvida con cierta frecuencia que es en esta propia lógica de la política donde deben buscarse primariamente los parámetros para medir la eticidad de la política y de sus agentes. Es decir, el primer juicio ético sobre esta actividad debe concentrarse en la idoneidad y eficacia de la política y de los políticos en relación a los fines de ésta.

Por cierto que, en esta perspectiva, el juicio debe distinguir entre error y falta de ética, No siendo la política una ciencia positivista, es difícil juzgar a priori el equívoco y aun cuando sus resultados no correspondan a sus propósitos confesos, no necesariamente ello implica inmoralidad. Empíricamente una política es falta de ética cuando su elaboración y práctica no contempla el logro integral de los objetivos de la política y/o cuando el cuerpo direccional encargado de realizarla muestra carencias ostensibles en cuanto a su idoneidad política.

Habría que reconocer que en lo general, pero no exclusivamente, esta situación se presenta en las propuestas políticas maximalistas o extremistas, que, en rigor, son antipolíticas, toda vez que introducen en su construcción elementos ajenos a la política, como el mesianismo o dinámicas belicistas, distantes de la demanda de conciliar e integrar intereses, y operativamente destinado al exterminio físico de la fuente social o política de los conflictos. Cuestión que ni siquiera se condice, por ejemplo, con la teoría más clásica de la guerra desarrollada por Clausewitz quien prefería el uso del concepto de “desarme del enemigo” antes que el de exterminio.

Fuera de estas situaciones, otro origen de la inmoralidad en política se encuentra en la recurrente contradicción entre el objetivo de acumulación y ejecución del poder y los restantes propósitos de “bien común” y consolidación del Estado–nación.

Malraux, a través de algunos de sus personajes, expuso la idea de que existen guerras justas, mas no ejércitos justos. Guardando las distancias, en política ocurre algo similar. El componente subjetivo de la política, es decir, el hombre político, constituye de facto un elemento objetivo por medio del cual se torna éticamente frágil la política. Hay que insistir, no obstante, que esto ocurre dado el carácter de agente de la política del sujeto político y no tiene que ver con una amoralidad intrínseca al individuo que hace política.

Los propósitos macros de la política, bien común y Estado, tienen una lógica relativamente despersonalizada, se ejecutan a través de mediaciones colectivas e institucionalizadas. La acumulación de poder, su uso e instrumentalización, en cambio, tiene ribetes mucho más personalizados. Por lo mismo, es en esta esfera donde la política se vuelve más sensible a la arbitrariedad ética.

La acumulación personal de poder es una de las lógicas más perversas de la política y de la cual el propio político es una víctima. Al igual que el empresario, el político está obligado a acumular poder para reproducirlo si no quiere perecer en la competencia. Es decir, la dinámica acumulativa se le impone como una necesidad “profesional”. Pero se le impone, además, por cuanto su accionar se enfrenta siempre a contrapoderes que resisten a sus políticas de cuya realización depende su propio prestigio y funcionalidad.

Ahora bien, puesto que la acumulación de poder es un proceso altamente personalizado, máxime en la contemporaneidad, se generan en él dos tendencias que abren caminos para las rupturas éticas. Primero, a enajenar el propósito del poder personal de los otros fines de la política. Y segundo, de hacer uso de mecanismos ilícitos y/o inescrupulosos, a distancia de controles sociales merced a la subterraneidad que entraña todo poder personalizado.

Ambas tendencias, disponibles para todo político, aunque en escalas distintas, sugieren un tipo de respuesta ética casi enteramente personal. Sin embargo, que esto sea así se debe, en una cuota importante, a un fenómeno curioso y paradojal, presente con gran intensidad en las culturas latinas: la visión y el discurso idealizado en torno a la política y el político.

“Vocación de servicio público”, o frases similares, son las empleadas para explicar la elección individual por la actividad política. Discursivamente esa explicación es demandada por la sociedad. Así, se postula al político, de hecho, como una suerte de ser alienado, destinado a servir y sin más interés que el de servir.

Huelga afirmar que el leit motiv del político es su vocación de poder. Obtenerlo y ejercerlo es su interés. Servir al interés público es o debería ser su tarea. El político, en definitiva, es un profesional.

La aceptación de este carácter eliminaría alguna de las fuentes del debate ético sobre la política. En primer lugar, porque cancelaría esa relación ideal y falsa entre el político y la sociedad, que obliga al político al ocultamiento parcial de lo que implica su oficio y de los intereses y demandas que legítimamente posee en virtud del cumplimiento de su profesión. Y en segundo lugar, porque entendida como profesión la política se torna mucho más susceptible a la normalización de sus conductas y al acotamiento de la personalidad política.

III. CRISIS DE LA ÉTICA Y DE LA POLÍTICA

La tensión o conflictividad permanente entre ambos momentos se ve agravada en la actualidad por la celeridad de las transformaciones que afectan a la sociedad y que someten a crisis a instituciones y pensamientos.

Tanto la política como la ética están sujetas a crisis particularmente agudas y por las mismas causas. La una tanto como la otra son especialmente refractarias a los cambios, por el simple hecho de que su funcionalidad tiene que ver con la mantención y perpetuación de conductas ordenadas. Ambas poseen una estructuración rígida que les impide asimilar modificaciones con naturalidad y sin sobresaltos.

La inaptabilidad tradicional de la ética y la política a las mutaciones alcanza con la contemporaneidad niveles históricamente excepcionales, por cuanto los cambios en casi todo el resto de las esferas sociales y culturales interrogan los roles ancestrales desempañados por ambas.

En efecto, ética y política han tenido como misión entregar certezas conductuales objetivas para la vida individual y social. Pero las nuevas sociedades emergentes y predecibles anuncian caracterizarse por lo volátil y heterogéneo, por las incertidumbres y las atomizaciones de las antiguas estructuras. En tal sentido, los espacios para la ética y la política, con sus rasgos tradicionales, no sólo son menores sino cualitativamente distintos. Por cierto que un desafío de esa envergadura tiene una connotación crítica tan profunda y radical que las instancias que concentran de preferencia esas funciones ni siquiera han entrado seriamente en el tema, lo que no hace más que intensificar y prolongar la crisis.

La función de ambas además están interrogadas desde un mismo fenómeno: la tendencia a la individualización de la libertad. Históricamente tanto la moral como la política han desempañado roles coactivos respecto de la libertad individualizada. Ambas por cierto han jugado roles positivos respecto de la libertad social e individual. Pero ello dentro de dos parámetros: limitando la libertad en función de lo colectivo, es decir, uniformando abstractamente las libertades y erigiendo los derechos a la libertad desde instancias reguladoras: iglesias y Estado, principalmente.

La sociedad moderna sugiere hoy espacios crecientes para el ejercicio de la libertad individual acompañado de propuestas societales autorreguladas, donde las relaciones sociales tienden a sostenerse sobre bases optativas para la libertad individualizada. Es decir, diariamente se desarrollan condiciones para la práctica multifacética de la libertad individual que no afectan el funcionamiento social y en donde los propios individuos establecen los parámetros de su libertad (por ejemplo, trabajo y familia).

Así, pierde relativa funcionalidad la forma de construcción tradicional de la moral, porque las conductas valóricas se heterogenizan, se individualizan sin alterar las relaciones básicas, aunque sí instituciones.

La política, a su vez, pierde funciones en amplios niveles de la sociedad civil. Y esto no sólo por el abandono de parte del Estado de roles económicos, aunque éste sea un factor determinante, ni tampoco exclusivamente por lo ya señalado en cuanto a la aparición y fortalecimiento de poderes extrapolíticos. La clave de ese fenómeno radica, tal vez, en que la expansión y perfeccionamiento de las relaciones mercantiles generan un cuadro en el que las relaciones sociales, aun cuando mantengan cualidades de relaciones de poder, se organizan cada vez más en aproximación al concepto gramsciano de hegemonía, de voluntariedad, que del concepto de políticafuerza desarrollado, por ejemplo, por Weber, que dio acertada cuenta de la políticas tradicional, hoy interrogada por la fase actual de la modernidad. (Tal vez el mejor acercamiento intelectual a este fenómeno se encuentre en Habermas con su “teoría de la acción comunicativa”).

Ducho de otra manera, un amplio y expansivo campo de relaciones en la sociedad civil, que, incluso, atañen al poder, revisten un carácter “voluntario” entre sujetos más o menos individualizados, relaciones que no aceptan ser reguladas por normas centralizadas y unívocas, propias de la política en su acepción tradicional.

Al caracterizar lo ético y lo político como en situación de crisis y transformación, se está insinuando de hecho una perspectiva de reencuentro tanto respecto de la funcionalidad dentro de cada uno de esos estamentos como entre ellos. Esa perspectiva se expone a continuación, de manera por cierto muy preliminar.

IV. HIPÓTESIS SOBRE LA ORGANICIDAD ENTRE POLÍTICA Y ÉTICA

La inexistencia de una moral objetiva, revelada, ahistórica y universal, es una premisa de la hipótesis que aquí se desarrolla. La negación de la existencia de una moral objetiva no se relaciona ni es exclusiva al ateísmo, como con harta frecuencia se insiste. Tanto así que muchas políticas amparadas en el ateísmo o en la indiferencia religiosa, han construido discursos y prácticas afirmándolas en rígidas concepciones éticas proclamadas como objetivas.

Tal negación se deduce de una concepción que identifica a la humanidad y a las sociedades como realidades con grandes y profundas escisiones y agrupaciones diferenciadas, cada una de las cuales o muchas de ellas postulan sus propias éticas universales. La inexistencia de una moral objetiva, en el sentido de una universalidad tangible, se asume aquí, en consecuencia, como dato empírico y no como una postura extraída de una ideología en particular.

La construcción de una ética objetiva forma parte del conflictivo devenir de la humanidad y configura el proceso cultural más interesante y ambicioso de la humanidad. La política se inscribe dentro de este mismo proceso y describe uno de sus momentos más activos y representativos.

Así, la organicidad de lo ético y lo político debiera concebirse como un propósito en proceso continuo, no lineal, pero continuo, de la dinámica histórica y, además, como un propósito susceptible de objetivizar, puesto que posee una raíz y una matriz objetiva y ahistórica, situada en una esencia antropológica y que no es otra que la racionalidad creadora del ser humano, para cuya realización es insustituible la libertad individual. Ahora bien, si se acepta que la libertad individualizada está en la esencia de una ética histórico-social a edificar, la eticidad de la política estará signada, naturalmente, por el aporte de ésta a ese fin. Sin embargo, dada la naturaleza intrínseca de la política, definida en gran medida por sus propios ancestros, y aun cuando esta apunte, en lo general, al desarrollo de la libertad individual, es imposible impedir contradicciones entre el desenvolvimiento político y el afán libertario de la ética social u objetiva. La diferencia o la peculiaridad en esta concepción es que el conflicto ética/política y su solución pasa a ser materia de la política misma.

Un primer conflicto se encuentra en el hecho de que la expansión de la libertad individual implica el ejercicio de la misma al nivel histórico cultural permitido, lo que choca con aquel punto de la función política que se refiere a asegurar el ordenamiento social, que siempre de una u otra manera conlleva limitaciones al ejercicio de la libertad individual. La conciliación del conflicto se halla en la figura de la democracia, entendida no sólo como mecanismo electoral, sino también como recurso de manifestación de las libertades individuales y como encuentro de las mismas para definir las pautas de conductas sociales. Esto quiere decir, a su vez, que la democracia es o debiera ser tan móvil en su desarrollo como lo es el proceso de individualización de la libertad.

Y un segundo conflicto mucho más significativo se vincula a la interrogación que de la política hace la individualización de la libertad. En el fondo, esta última afecta, disminuyendo, el rol de las relaciones de poder que explican la política y sus instituciones. De allí, que resulte al menos ingenuo suponer que la política como actividad profesional, es decir, restringida a la práctica de los políticos y sus instancias, estimule siempre espontánea y voluntariamente la libertad individual. Y esta duda no surge de un cuestionamiento de la moralidad subjetiva de los políticos, sino de la objetividad de la política. Sería demasiado azaroso confiar en que la política en sí, en manos exclusivas de sus profesionales, asegure la finalidad ética de la que se habla. Es en la sociedad y en sus individuos donde descansa la posibilidad de la realización de esa finalidad. Lo que nos retorna nuevamente a la cuestión de la democracia. En este caso, la democracia deviene también en fórmula contraria a la asignada tradicionalmente, a saber, la delegación de poder, y se convierte en recurso para restar poderes en la medida en que la conveniencia social progresa en relaciones sociales sustentadas en momentos superiores de libertad individualizada.