Ninguna duda cabe que las ex ministras Soledad Alvear y Michelle Bachelet se convirtieron en precandidatas y en las figuras más populares y de la Concertación por méritos propios.
Pero hubo un factor – públicamente inconfeso – que las ayudó muchísimo: el susto. No el de ellas en particular, sino el del mundo concertacionista y el de buena parte de su dirigencia. El susto a lo que se veía venir como casi incontrarrestable: el triunfo de Joaquín Lavín y de la derecha en diciembre del 2005. La popularidad de las ex ministras parecía la única tabla de salvación.
Los resultados de la última elección no sólo disiparon los miedos sino que han envalentonado a muchos dirigentes y a buena parte de los círculos de poder al seno de la Concertación. El optimismo ha retornado – en algunos casos, más allá de lo racionalmente recomendable – y se expande la certeza de un nuevo gobierno de la Concertación. El “factor susto” ya no está presente, ergo, también dejó de existir como factor que corría a favor de las ex ministras. El diagnóstico que se hace desde personalidades y sectores de la Concertación es que la popularidad, la empatía con las masas dejó de ser la cualidad previa más necesaria y prioritaria para la candidatura presidencial. Por consiguiente, las popularidades y empatías sociales que acompañan a las precandidatas ya no son imprescindibles, como lo eran bajo el imperio del susto. Si se hablara con franqueza, cualquier enterado sabe que las ex ministras nunca han logrado concitar un apoyo consistente de algunos sectores de las elites de poder de la Concertación. Tanto menos ahora que, con las certidumbres sobre el éxito que suponen para el 2005, pueden tomarse los tiempos y “descubrir” los mecanismos que tranquilamente permitan seleccionar una candidatura. Para evitar confusiones y malos entendidos, es menester precisar dos cosas.a) No se está hablando aquí de operaciones de otras precandidaturas, visibles o eventuales, para neutralizar las ventajas adquiridas por las ex ministras. Sería un error y una injusticia poner bajo sospecha- como se puso al ex Presidente Frei por decir una frase de sentido común- a quien quiera que piense o argumente que las precandidatas no reúnen las mejores condiciones para ser presidenciables y que la candidatura más adecuada sería tal o cual. Discutir aquello es sano y legítimo. Es obvio que las precandidatas no están eximidas de la auscultación y competencia política.
b) Tampoco se alude aquí a alguna malévola conspiración tramada por oscuros poderes y privilegios. De lo que se trata es de un fenómeno que hemos abordado incansablemente en las publicaciones del Centro AVANCE, cuya tesis central es la siguiente: por causas enteramente racionales e históricamente explicables, se ha configurado en Chile un sistema de toma de decisiones políticas que le concede demasiada gravitación a círculos extrainstitucionales o factuales de poder. Círculos que están presentes en todas las esferas relevantes de influencia y poder de cualquier signo político-cultural y que, además, se vinculan entre sí configurando un circuito que toma decisiones o enmarca el proceso de toma de decisiones.
Como todo poder, ese circuito tiende a su reproducción, lo que implica que prefieran la proyección de sus integrantes o de personalidades que consideren afines. Ahora bien, aunque una más que la otra, ambas precandidatas son lejanas a ese circuito o, al menos, no tienen una pertenencia orgánica a él. De ahí que produzcan resistencias o reticencias. Lo que está ocurriendo, en resumen, es que, visto el nuevo escenario político-electoral, confluyen espontáneamente en la búsqueda de alternativas a las ex ministras varios conjuntos:i) personalidades y grupos de la Concertación que, por apreciaciones políticas y electorales, tienen reparos respecto de sus condiciones como candidatas y/o gobernantes;
ii) algunos de los sectores y dirigentes que forman parte de las redes y circuitos tradicionales de poder al interior de la Concertación e incluidos en el sistema general de toma de decisiones que opera en el país y que, naturalmente, no desean perder su lugar en esas instancias;
iii) conjuntos del mundo socio-cultural de la derecha, en particular empresarios, que han perdido la fe en el éxito de la postulación de Joaquín Lavín y que están dispuestos a colaborar con una candidatura de la Concertación en la medida de que se les garantice que el candidato definitivo adscriba o tenga nexos fáciles y fluidos con el circuito de poder tradicional, para así no arriesgar la ruptura de un proceso ya conocido de toma de decisiones y de un sistema de interlocuciones y confianzas entre las elites que se ha mostrado funcional al ordenamiento general del país.
Este estado de cosas no debería extrañarle ni menos escandalizar a nadie medianamente informado de lo que sucede en las esferas de los poderes, porque forma parte de las crudas realidades que rigen el “negocio político” (Weber) y, en la especificidad nacional, forma parte de los mecanismos y secuelas de la transición política. Quiérase o no, el tema que las precandidatas están develando es una conflictividad más profunda en la sociedad chilena y en la propia Concertación, a saber, la conflictividad que se da entre, de un lado, la emergencia de liderazgos y movimientos que apuntan a remover los sistemas de poder y a las elites que los integran y, de otro lado, las resistencias naturales que opone el status del poder tradicional y su personal a las propuestas transformadoras. Lo que se está enfrentando hoy tras las precandidaturas son dos tipos de poder: el poder transversal de las elites que no tienen o que han perdido popularidad y representatividad y el poder de liderazgos emergentes en base a la popularidad y la representatividad, pero con muy frágil poder en el plano elitario y factual.Las respuestas inmediatas y habituales que derivan de esta conflictividad – en un plano puramente teórico – son dos:
a) La imposición de uno de los tipos de poder sobre el otro, sin que el vencedor supere sus debilidades.
b) La cooptación del liderazgo representativo de parte de la elites tradicionales, lo que implica arriesgar popularidad y producir desafecciones.
Pero, todavía resta una tercera opción: Que los liderazgos inicialmente basados, en lo fundamental, en la popularidad y representación social se demuestren capaces de construir elites propias, rodeadas de un aura de legitimidad social, merced a la irradiación legitimadora del nuevo liderazgo, y con calificaciones suficientes para enfrentar a las elites tradicionales.
Debatir sobre estas opciones de liderazgo pasa por discutir también el porqué y el para qué la Concertación postula a un cuarto gobierno. Si se piensa, por ejemplo, que la misiones sustantivas de la Concertación son impedir que gobierne la derecha y continuar desarrollando la esencialidad de las líneas programáticas y de las políticas públicas que se han venido implementando en los últimos años, entonces resultaría natural pensar que la mejor candidatura sería aquella que se encuentre más ligada a esa dinámica y que menos interrogue el status y a las elites tradicionales.Por el contrario, si el diagnóstico enfatiza en el agotamiento de un ciclo político- histórico y en la necesidad de inaugurar un etapa ordenadora e impulsora de los cambios ya ocurridos y por ocurrir en la sociedad chilena, entonces se tendría que estar pensando en nuevas figuras liderales, en la renovación de los sistemas de poder y en la configuración de cuerpos elitarios ad hoc a los recambios liderales.
En definitiva, las férreas leyes de la política están demandando de las ex ministras –para el sólo hecho de permanecer como las mejores alternativas presidenciables- demostrar competencia en el plano estricto de la construcción de poder, proyectando el poder que les concede la popularidad y representatividad.