Es más que evidente que la campaña presidencial 2005 es y será una campaña que ofrecerá, comparativamente, varias peculiaridades. No sólo por el hecho de que las precandidaturas de la Concertación hayan recaído en mujeres y que una de ellas tenga, según las cifras de hoy, las mayores posibilidades de transformarse en presidenta. Tampoco las peculiaridades se agotan en el hecho que quien, la noche del 12 de enero del año 2000 fuera proclamado por Pablo Longueira futuro Presidente, hoy se encuentre tercero entre las opciones presidenciales.
De entre las otras varias peculiaridades, una que llama la atención – y que ha pasado un tanto inadvertida – es la excesiva, casi sublimadora discursividad que gira en torno a preocupaciones por las ideas y los programas. Pareciera que de pronto el electorado chileno hubiera sufrido un shock de sofisticada culturización política y que, por lo mismo, estuviera a la espera que le presenten completos y detallados programas de gobierno para decidir su preferencia presidencial.
Esa persistente discursividad ha corrido, principalmente, por cuenta de los comandos de Soledad Alvear y de Joaquín Lavín, a los que se han sumado algunos medios y un coro de articulistas y analistas.
¿De Qué Programa Hablamos?
Lo peculiar aquí no es la preocupación en sí por lo programático, sino el grado y el tono en que se manifiesta esa preocupación. Y es peculiar también que las candidaturas que con más recurrencia y vehemencia plantean el asunto, todavía no muestran más que exposiciones programáticas muy modestas y que no salen de una cansadora reiteración y rutinización temática.
En definitiva, la peculiaridad radica en que la “valoración” o “sobrevaloración” de lo programático se ha convertido en un recurso retórico político-electoral.
Bastan dos dedos de frente para inferir que el uso desproporcionado de tal recurso resulta de una objetivada coincidencia entre los comandos de Joaquín Lavín y de Soledad Alvear para mermar la popularidad de Michelle Bachelet. Ambos buscan instalar a sus respectivos candidatos como portentosos estadistas enfrentados a la “rubia tonta” o a la “graciosa del curso”.
Esta jugada comunicacional –un tanto infantil y poco estética- es un indicio de que la tendencia de la campaña no será la de relevar sesudas cuestiones programáticas, sino que marcha hacia un diseño prosaicamente operativo y publicitario. Por supuesto que los aspectos programáticos van a estar presentes, pero subsumidos o condicionados por los requerimientos publicitario-comunicacionales. Lo que terminará difundiéndose como programas(1) serán iniciativas y medidas sectoriales ingeniosas, seductoras, enfocadas a parcialidades del electorado. Y el desafío principal para los estrategas será el lograr que su candidato dosifique el lanzamiento de las iniciativas, las haga en un momento comunicacionalmente oportuno y anticipándose a sus rivales.
Algo Cambia en la Concertación
Es un síntoma de la política moderna que las campañas tiendan a ser subsumidas por las lógicas publicitario-comunicacionales. En Chile, ese fenómeno ha venido ocurriendo y con evidente mayor intensidad en la derecha desde la emergencia de Joaquín Lavín y el lavinismo, pero se había mantenido dentro de márgenes prudentes, fundamentalmente merced a que las campañas de la Concertación se han manejado con reparos y reticencias a la política-espectáculo, reparos y reticencias que provienen, a su vez, de una conceptualización más respetuosa de la política que incuban las culturas tradicionales de las fuerzas de centro y de izquierda. Pero esas conductas concertacionistas se han venido trizando.
Como ya se dijo, los indicadores existentes acerca de la actual campaña presagian una acentuación en lo comunicacional-publicitario.
La candidatura de Michelle Bachelet tiene responsabilidades en ese cambio, pero son responsabilidades de orden “pasivo”, por llamarlas de alguna manera. La popularidad de Michelle Bachelet no es resultado de una estrategia comunicacional preconcebida y prolijamente manejada. Es difícil desentrañar “el fenómeno Bachelet”, pero lo que debería estar claro a estas alturas es que no se trata de una ficción o artificio o “milagro” mediático. Quizás la hipótesis explicativa que más se aproxima al “fenómeno” se encuentre en algunos de los rasgos que Max Weber le asigna al origen del “poder carismático”. Dos de ellos parecen ser los más cercanos. Escribe Weber en Economía y Sociedad:
a) “En su forma genuina la dominación carismática es de carácter extraordinario y fuera de lo cotidiano, representando una relación social rigurosamente personal, unida a la validez carismática de cualidades personales y a su corroboración”
b) “La dominación carismática se opone, igualmente, en cuanto fuera de lo común y extracotidiana, tanto a la dominación racional, especialmente, la burocrática, como a la tradicional.”
Propiedad “Rigurosamente Personal”
En otras palabras, la popularidad de Michelle Bachelet se explicaría porque:
- La ciudadanía le atribuye cualidades especiales para ejercer el poder de manera distinta a como se ejerce burocrática o tradicionalmente.
- Esos atributos –percibe la ciudadanía- son personales y detectables a partir del establecimiento de relaciones sociales “rigurosamente personales”
- Al ser develados esos atributos de líder a través de “interrelaciones personales”, se tornan sólidamente confiables para los universos colectivos.
En definitiva, en Michelle Bachelet, expresión mediática y contenido lideral se articulan orgánicamente, pues lo mediático es lo que “personaliza” sus relaciones con el público y su imagen y personalidad espontáneamente transmiten virtudes confiables y que, además, son virtudes que no responden a parámetros políticos tradicionales o burocráticos, sino más bien a parámetros de rangos emotivos, generadores de confianza y credibilidad.
Esa armonía natural que logra Michelle Bachelet entre comunicación medial y confiabilidad en su liderazgo político y que es, probablemente, la base de su sólida popularidad, es lo que impele a que las candidaturas rivales se afanen – más allá de lo habitual- en desarrollar estrategias mediático-publicitarias.
Bitar y Trivelli: Poco o Nada de “Políticos”
El hecho más elocuente que confirma lo anterior es que el generalísimo y la generalísima del comando de Soledad Alvear y de Joaquín Lavín, respectivamente, son expertos en comunicaciones y que – aunque Marcelo Trivelli está un poco más calificado – ninguno de los dos reúne las características ni la experiencia que se supone requiere el cargo, que es eminentemente político y en la connotación más “animalesca” del término. Y tan es así que El Mercurio en la semana Política del 20 de febrero, dice, refiriéndose al significado de “generalísimo”: “título que en las campañas se confiere tradicionalmente a la segunda persona en importancia después del candidato”. ¿Qué se puede pensar acerca de la orientación de las campañas cuyos segundos en importancia son expertos publicistas? ¿Qué la impronta de esas campañas va a ser “el debate de ideas”? Ruedas de carretas grandes, muy grandes.
Por supuesto que en el caso del lavinismo, es insólito en extremo el nombramiento de Cristina Bitar como generalísima. Es un nombre que no le dice nada a nadie. (No es casual que durante dos o tres semanas después de su designación, su modesta biografía fue difundida con tanta frecuencia que parecía ella la candidata y no Lavín). Por otra parte, es una ingenuidad, que frisa en la estulticia, pensar que por apellidarse Bitar el votante concertacionista se va a desorientar y que los universos populares van a apreciar el sofisticado gesto de independencia, de pluralismo y de concesión al liberalismo que habría hecho Joaquín Lavín al elegirla como su mano derecha.
Cristina: Símbolo de la “Privatización” en la Política
Las señales que envía ese nombramiento son bastante importantes e identificatorias de tendencias. Téngase en cuenta que Cristina Bitar no cuenta con ningún antecedente de activismo político. Ni siquiera se puede tener certezas acerca de una efectiva vocación por el servicio público: su desempeño profesional – salvo un breve paso por la administración pública – ha sido en el área privada y es en esa área dónde ha obtenido sus éxitos y prestigios. Incluso su juventud y su larga permanencia en el extranjero plantean dudas sobre su capacidad de reconocimiento intuitivo, endopático de las complejidades socio-culturales de la sociedad chilena. Es decir, sus méritos están, exclusivamente, en que es una eficiente experta en el negocio privado de las comunicaciones y la publicidad.
Ese dato – que se podría adjuntar a otros – sugiere que la derecha o el lavinismo están experimentando con un proceso de profesionalización no política de las elecciones, con una profesionalización mercantil, “privatista” de los eventos electorales, al menos en las campañas presidenciales. Es cierto que un proceso de esa naturaleza está insinuado por la derecha desde hace algún tiempo, pero el que se contrate a una profesional “apolítica” para comandar una campaña presidencial es un salto cualitativo, una radicalización de las dinámicas “privatizadoras” de la política.
En efecto, la profesionalización mercantil de las elecciones, que es lo que está en el fondo de la contratación de Cristina Bitar, implica de suyo y en lo inmediato dos cosas:
i) que las ideas e idearios políticos, los programas y proyectos basados en esas ideas e idearios, pierden su valor intrínseco, su “valor de uso” y pasan a ser evaluados por su “valor de cambio”, por su valor en el mercado, y
ii) que los actores políticos son reemplazados, en gran medida, por empresas y gerentes: son empresas las que hacen los diagnósticos (encuestas, focus group, etc.) y son empresas las que definen y dirigen lo fundamental: las estrategias comunicacionales.
Los “Errores” de las Campañas
Las consecuencias que entrañan procesos de esa índole para la política y para la salud pública del país son muchas y nada halagüeñas. Pero aquí el propósito analítico no son esas consecuencias. Lo que aquí interesa es la crítica pragmática a las lógicas “modernas” que tienden a subsumir la política en una concepción que sobredimensiona y autonomiza lo comunicacional y en la que lo comunicacional, a su vez, se subordina a las normas del mercado publicitario.
Claramente esa lógica es la que se está imponiendo en la candidatura de Joaquín Lavín. Pero también hay atisbos de ella en la campaña de Soledad Alvear. En ambos casos, la aplicación de esas lógicas ha inducido a errores serios que no se habrían cometido si la lógica hubiera sido la de la política simple y pura.
A continuación se describen algunos de los errores más ostensibles.
Un primer error que es detectable en ambos comandos es que sus expertos comunicacionales, merced a sus sesgamientos analíticos, insisten en ver el “fenómeno” Bachelet como resultado de una estrategia puramente mediática y comparable a la usada por Lavín en 1999. No comprenden que la imagen y personalidad de Michelle Bachelet transmiten de por sí un mensaje político, que tiene, además, la gracia de transformarse en una multiplicidad de mensajes porque su forma llega a las subjetividades. Es decir, Michelle Bachelet es en sí su mensaje político y es tanto más eficiente porque permite lecturas variadas desde la subjetividad del elector.
Por otra parte, esa incomprensión se debe también, en un alto porcentaje, a que las mentalidades mercantil-comunicativas tienen dificultades para trabajar con los intangibles políticos y, precisamente, es en la representación de intangibles políticos en donde se halla buena parte de la popularidad de Michelle Bachelet.
En definitiva, el error práctico que cometen los comunicadores de las candidaturas rivales en que se esfuerzan por competir en un plano en donde Michelle Bachelet tiene las máximas “ventajas comparativas”.
La “Técnica” Versus la Ética
Este primer equívoco participa fuertemente en un segundo error de ambos comandos. Buscar afectar a Michelle Bachelet por la vía de adjudicarle supuestas debilidades “técnicas” para gobernar no va redituar los frutos deseados. Puestos en una balanza los conocimientos técnicos y los intangibles valóricos, como la confianza, la credibilidad, etc., la balanza social se inclina hacia estos últimos. Las sociedades modernas anhelan ansiosamente liderazgos éticamente fiables. Pretender contrarrestar con la “técnica” una popularidad sostenida en la ética es una muy mala pretensión. Y peor aun si para ello se recurre a apariciones mediáticas de los candidatos que delatan artificialidad.
Un error casi risible es el que han cometido los comandos con los desafíos lanzados a Michelle Bachelet sobre la presentación de propuestas programáticas. Según la encuesta Feedback-La Tercera, publicada el 5 de marzo, “más de la mitad de los consultados está de acuerdo con la crítica de que ninguno ha presentado su programa de gobierno a la ciudadanía” (La Tercera. 6/ 02) Al evaluar la crítica por candidatura el resultado es un empate entre Soledad Alvear y Michelle Bachelet (55,7 y 55,8) y un “triunfo” para Lavín, con un 59% que lo crítica por no hacer público su programa.
Obviamente que es un absurdo que una estrategia comunicacional fuerce la instalación de un tema tras el objetivo de lesionar a determinada candidatura y que no sólo no lo logre, no le haga mella, sino que, además, se le revierta contra su propia candidatura.
Las Acomodadas “Misses” de Lavín
Y un último error destacable –además reincidente- corre por cuenta de los estrategas de Joaquín Lavín. En Lavín y en su comando comunicacional actúa una suerte de obsesión por rodear al candidato de mujeres. La lista es larga: su propia esposa, Myriam Hernández, Marlene Olivari, Lily Pérez, Jacqueline van Rysselberghe y, ahora, Cristina Bitar. Todas tienen en común ser jóvenes, agraciadas (unas más que otras, claro está), exitosas, de clases altas o adineradas, etc. Es decir, el arquetipo justo para disgustar a la mayoría del electorado femenino popular. Y quizás no sólo a esa franja, atendiendo el rechazo que provoca en el mundo femenino en general la publicidad sexista, según lo revela el Observatorio de Publicidad y Género del Sernac.
De todo lo anterior se pueden colegir, abreviadamente, tres cuestiones:
En primer lugar, que el interés por lo programático, en su sentido riguroso y estricto, no es tal y que en lo esencial responde a un interés discursivo.
En segundo lugar, que en la candidatura de Joaquín Lavín se está experimentando con un modelo “publicitarista” de hacer campaña que subsume la racionalidad política en la racionalidad mercantil y que atisbos de ese modelo se observan en la candidatura de Soledad Alvear.
En tercer lugar y, como proyección del “publicismo”, se le ha concedido a los “expertos” roles que sobrepasan sus habilidades y capacidades y que los mitos que se han erigido acerca de ellos se derrumban por simple observación empírica.
Hay que reconocer, eso sí, que los “expertos” en comunicación y publicidad han demostrado su idoneidad y eficiencia al crearse ellos mismos un aura mítica, para luego vendérsela a las candidaturas a vista y paciencia de avezados dirigentes políticos.
NOTA
(1) Hay que distinguir entre el “programa real” que se difunde socialmente y sobre el cual la ciudadanía toma conocimiento efectivo de algunas de sus propuestas y el “programa documento” que llega escasamente al público y cuya función es más bien la de conciliar ideas programáticas de los distintos actores que respaldan una candidatura y la de representar en lo posible las demandas de las elites corporativas influyentes.