La marcha del escenario electoral o preelectoral y la de cada una de las candidaturas o precandidaturas tienen visos “raros” y que son, precisamente, los que vuelven de suyo analíticamente interesante el momento político y sus dinámicas previsibles o imprevisibles.
Para soslayar disquisiciones, basta precisar que con el calificativo “rarezas” se alude simplemente a la presencia de situaciones que hasta hace poco no estaban previstas, o ni siquiera visualizadas, y cuya ocurrencia hasta ahora no resulta fácil de explicar. En lo grueso, dos de estas situaciones son las más expresivas:
a) Dos o tres años atrás era virtualmente impensable que la competencia presidencial se daría entre los nombres que hoy compiten.
b) Tampoco se pensaba que las cifras de apoyo a las candidaturas son las que hoy rigen.
Adicionalmente… otra “rareza”
Ahora bien, esas dos variables “raras” –más otras que se pueden omitir- conducen a una tercera “rareza”. En términos generales y aunque por razones distintas, lo cierto es que en porcentajes importantes de los componentes de las diversas elites hay síntomas significativos de insatisfacción o incomodidad con las candidaturas, tanto con las propias como con las ajenas.
En la mayoría de los diversos círculos elitarios todavía rondan murmullos nostálgicos que rezan: “debió ser tal” o “debieron ser tales”, refiriéndose a las candidaturas. Por supuesto que estos inconformismos varían de grado entre los distintos grupos, pero en casi ninguno de ellos su cuantía es menor. Como tampoco es menor el progresivo avance de la resignación.
La política y su “rara normalidad”
Las “rarezas” –las mencionadas y otras- no han escapado a las miradas de políticos y analistas. Volatilidad de la ciudadanía moderna, el papel de lo mediático, agotamientos y desprestigios de la política tradicional, demandas populares por cambios en la figura presidencial, los límites de la ingeniería política, etc., son algunas de las razones que se esgrimen para explicar estas “extrañezas”. Lo curioso es que después de muchas letras y tintas ocupadas en las explicaciones queda la percepción que continúan siendo “rarezas”.
Lo aconsejable, en consecuencia, parecería ser: i) asumir que se trata de “rarezas orgánicas”, esto es, que responden a un estado de cosas más amplio y complejo y ii) no intentar despejar su naturaleza “rara” con meras traducciones verbales, como si por darles nombres conocidos fueran a perder su naturaleza intrínseca.
En otras palabras –y esta es una primera hipótesis- las “rarezas” de marras conforman un fenómeno “normalmente raro” porque está inmerso en una dinámica social y de sociedad que se caracteriza por la presencia de una “rara normalidad”.
Hay cierto nivel de consenso en que esa “rara normalidad” se debería a un desfase entre la radicalidad y celeridad de los cambios ocurridos en las esferas socio-estructurales y socio-culturales y la lentitud y superficialidad o formalidad de los cambios acaecidos en las esferas de la política, de sus instituciones, instancias y relaciones.
Habría que agregar que el problema es un tanto más complicado, porque si el conflicto entre cambio social y relativa petrificación de la política se manifestara diáfanamente, entonces, se habrían hecho mucho más visibles crisis de representación y de funcionalidad de la política y, por lo mismo, se habrían acelerado sus procesos actualizadores.
La influencia de la política
En Chile, la política –en su sentido extendido- gravita bastante más de lo que suele pensarse en el ordenamiento social. Podría decirse que la esfera del poder en Chile desempeña roles con atisbos bismarquianos relativamente importantes. Y ese poder del Poder emana fundamentalmente de: i) su alta concentración en círculos que, en un gran porcentaje, acumulan y centralizan poderes de distinta índole (políticos, económicos, culturales, mediáticos, etc.) y ii) la fragilidad de espacios autónomos de representación social y de ejercicio de contrapoderes.
Las principales consecuencias que acarrea esta realidad se pueden sintetizar en los puntos que siguen:
a) Las transformaciones –fundamentalmente en el orden cultural, valórico y conductual- no generan de por sí ni con la misma espontaneidad con que se producen, expresiones sociales y de poder suficientemente estables u organizadas como para interlocutar, condicionar o presionar de manera relevante a las estructuras del poder.
b) Dada esa debilidad o carencia, la influencia de las transformaciones socio-culturales en el plano político queda demasiado sujeta a la voluntad y al interés que los agentes del poder tengan para abrirles puertas e incorporarlas a la actividad política.
c) La sumatoria de ambos hechos le concede a la política una enorme capacidad de maniobra frente a las transformaciones y que va desde la capacidad para resistirlas o soslayarlas hasta la de morigerar y manipular sus efectos políticos.
Precisamente, ha sido esta última “facultad” de la que goza la política chilena la que da lugar al peculiar fenómeno de la “rara normalidad”. Dicho escuetamente: la política en Chile funciona con “anormalidades” en referencia a las nuevas realidades sociales. Sin embargo, dado el poder que ostenta y la corporativización del sistema político, la política dispone de recursos y discursos para presentar como normales las anormalidades.
Las antinomias en las candidaturas
El contexto descrito es el que está detrás de las “rarezas” que luce el escenario político a propósito de las candidaturas o precandidaturas y que a continuación se analizan por separado.
JOAQUÍN LAVÍN
Lo “raro” en la candidatura de Joaquín Lavín es la cuantiosa e inesperada baja de su popularidad, según mediciones de las encuestas. Fiel a la hipótesis desarrollada aquí, tal baja tendría causas en las “anormalidades” ocultas que cruzan a la derecha y a su candidatura, lo que no significa desconocer otras causas que han sido profusamente discutidas.
La “anormalidad” clave en este asunto se encuentra en que los procesos reactualizadores que ha emprendido la derecha se han visto recurrentemente truncados porque se han desenvuelto acumulando y no resolviendo antinomias.
Sin ningún lugar a dudas que Joaquín Lavín encabezó, en su momento, el más relevante movimiento actualizador, “modernizador” de la derecha chilena. El lavinismo de 1999 fue el esfuerzo más exitoso que se ha hecho para intentar despercudir a la derecha de sus ancestros “momios” y autoritarios. En su apogeo, el lavinismo llegó a revestir aires refundadores.
Pero el fracaso o la decadencia del movimiento estaba anunciada por sus orígenes antinómicos: sus formas y discursos contradecían las convicciones ocultas de la derecha, las raíces de su socio-cultura y, sobre todo, contradecían el peso de su historia.
El lavinismo quiso superar con cosméticos y artificios –omitiendo reflexiones intelectuales y políticas- el pasado todavía vivo de la derecha, quiso engañar y autoengañarse. La estrategia del lavinismo fue la de “arrancar para adelante”, sin prever que, en realidad, corría hacia el encuentro del pasado que deseaba dejar atrás.
Probablemente, uno de los principales factores erosivos del lavinismo tiene que ver con la conjugación de dos circunstancias:
a) El retorno a la memoria colectiva del pasado dictatorial en una dimensión cualitativamente distinta. La conmemoración de los treinta años del golpe militar, el informe Valech, las cuentas del general Pinochet en el extranjero, el esclarecimiento de muchos casos sobre víctimas de violaciones de los DDHH, etc. han terminado por instalar en la sociedad chilena una percepción mucho más dramática y condenable de lo que fue el régimen militar, de quienes gobernaron y de quienes mantuvieron su irrestricto apoyo a él hasta muy avanzada la transición.
b) El desarrollo de miradas socio-culturales diferentes a las de ayer respecto del valor del respeto a los DDHH, de la convivencia pacífica, de la justicia, de los límites del poder, etc. Son miradas que se han nutrido de los temores mundiales que inspira la violencia y que han sido internalizadas por las personas sin influencias de ideologismos o sobrepolitizaciones. Son miradas más severas y categóricas y, por lo mismo, que le restan audiencia a la discursividad relativista que por años sostuvo la derecha.
Cuando ignorar es decaer
La “refundación” lavinista no tuvo en cuenta nada de esto. Creyó que con ignorar su propia historia bastaba. Y con ello selló su decadencia.
La sociedad chilena “modernizó” su visión sobre los DDHH y por ende ha hecho una relectura del período dictatorial, mucho más drástica y condenatoria. El lavinismo pasó por alto las posibilidades que tuvo de encontrarse con esas nuevas visiones. Con tal actitud no hizo más que delatar la superficialidad de su “refundación”. Le develó a la sociedad que tras el lavinismo estaba la vieja derecha, la misma que gobernó con Pinochet y que no dio –cuando correspondía – señales categóricas de haberse desprendido de los ancestros político-culturales que la alimentaban en esa época.
En otras palabras, la decadencia del lavinismo comenzó cuando, en las coyunturas en que se hizo otra vez presente, cultural y valóricamente, el eje democracia/autoritarismo, no fue capaz de mostrar ni discursos ni conductas creíblemente distintas a las que ha tenido la derecha en todos estos años, con lo cual volvió a ser claramente asociado a la derecha y por esa vía al pinochetismo. Lavín y el lavinismo, entonces, dejaron de ser un nuevo Lavín y una nueva derecha. En consecuencia, política y electoralmente se le cerraron las puertas que habían abierto en 1999 para acceder a franjas de un electorado anti-pinochetista y filoconcertacionista.
Entendamos que ese proceso regresivo del lavinismo se plasmó por efecto de sucesos ligados a cuestiones de derechos humanos, pero el tópico catalizador pudo haber sido otro. Lo que en el fondo importa constatar es que el lavinismo nunca fue un movimiento de renovación de la derecha que resultara de efectivas revisiones y renovaciones doctrinarias, conductuales y valóricas.
La descapitalización de Lavín
Fracasada su refundación formalista, todo el edificio del lavinismo empezó a derrumbarse, porque su pilar estaba en la popularidad de Lavín conseguida merced a esa frustrada refundación cosmética.
Joaquín Lavín perdió los niveles de credibilidad que había alcanzado y, dada su “reinserción” en el universo de la derecha, dejó de representar una opción de cambio.
Perdió también los altos índices de confianza, adhesión y expectativas que habían depositado en él los integrantes de las elites de la socio-cultura de la derecha.
Las desafecciones de esas elites le han quitado el piso al lavinismo para volver a ser el articulador de un sólo proyecto de la derecha, luego, su candidatura ya no cuenta con la capacidad disciplinadora que tuvo el 99.
En definitiva, lo “raro” en la candidatura de Lavín es que lejos de haber consolidado un proceso de reactualización de la derecha, terminó por ser un factor distractor y perturbador de otros procesos modernizadores menos altisonantes, pero más orgánicos y proyectivos.
SOLEDAD ALVEAR
La precandidatura de Soledad Alvear entraña varias “rarezas” que coinciden en un vértice antinómico: no convence.
Su precandidatura luce cinco ostensibles e innegables méritos:
En primer lugar, ella es lejos quien reúne más experiencias y probadas aptitudes que son afines a una postulación presidencial. Por currículo político y político-técnico tendría que ser la mejor calificada.
En segundo lugar, por biografía política y por las personalidades que la rodean, podría considerársele como la más legítima heredera de la historia de la Concertación.
En tercer lugar, pese a encontrarse en fase de precandidatura ha logrado aglutinamientos transversales de figuras y profesionales concertacionistas.
En cuarto lugar, en sus equipos políticos y asesores se encuentran nombres con prestigios políticos y político-técnicos difíciles de equiparar.
Y, por último, y más allá de evaluaciones cualitativas, en muy poco tiempo ha armado una campaña que, desde el punto de vista de lo organizativo, discursivo y estratégico, es, probablemente, la campaña más elaborada.
Sin embargo, la sumatoria de esos méritos no terminan de granjearle la representación social que requiere, ni siquiera logran entusiasmar a todos los cuerpos elitarios que hipotéticamente deberían adherir.
También aquí nos hallamos ante antinomias.
“Conservadora”
La primera de ellas radica en que las virtudes reseñadas y las maneras de expresarlas han hecho que Soledad Alvear esté siendo percibida como una presidenciable “conservadora”, como la que más se aproxima al imaginario popular del político tradicional, lo cual neutraliza o mediatiza las expectativas de innovación política que espontáneamente genera la condición de mujer-candidata.
Una segunda antinomia alude a la contraposición que se establece entre el “alma” mayoritaria del concertacionismo y la oferta político-cultural que irradia Soledad Alvear por su sola militancia política, pero también a través de uno de los ejes dominantes de su estrategia de campaña.
Desde el ángulo que se mire, el espíritu mayoritario en los universos de la Concertación no es “centrista”, en su sentido tradicional. La impronta político-cultural de esos mundos es más sensible a la apertura liberal, a la audacia, a la ruptura de las inercias políticas. Impronta que, por lo demás, conecta bien con tendencias socio-culturales que están socialmente en expansión.
La obsesión de la precandidata DC por el centrismo (¿influencia zaldivarista?) es antinómica porque no guarda relación con los universos de electores que debe conquistar. El centrismo y el conservadurismo concertacionista está con ella per se. Pero son conjuntos minoritarios. Ergo y obvio, sus esfuerzos deberían abocarse a las sensibilidades de “izquierda”.
Es cierto que algo ha hecho al respecto, pero por los carriles equivocados. Lo ha hecho por la vía de propuestas económicas (Vg. “Ley Reservada del Cobre”), cuando lo decisivo va por el carril de lo socio-cultural y en ese plano se ha acercado a una discursividad centro-derechista.
Una tercera antinomia –seguramente una de las más importantes- es que Soledad Alvear, al nivel de las elites que la acompañan, ha convocado a una masa crítica idónea para conducir un proceso de reactualización de la DC que le permita superar el estado estructural de incomodidad que ese partido tiene con la modernidad y que subyace como una de las principales causales de su debilitamiento. Pero lo obrado hasta ahora por la candidatura está en flagrante contradicción con lo que esa masa crítica representa. Soledad Alvear, presumiblemente sin quererlo, está incentivando a movimientos regresivos dentro de su partido.
Tal vez, sean estas antinomias las que hacen que la precandidatura de Soledad Alvear no convenza. Pero también cabe la posibilidad de que porque no convence se vuelvan inevitables las antinomias.
MICHELLE BACHELET
Sin duda que es ésta la más “rara” de las candidaturas, tanto por su génesis como por su desarrollo. En su actual fase la “rareza” que más destaca es que sigue siendo la candidatura con más adhesión popular y con menos aceptación convincente de parte de las elites. Y, al parecer, la candidata ha tomado nota del hecho. Cuando, en entrevista en “El Mercurio”, la periodista Raquel Correa le pregunta “¿Qué es lo que más le ha sorprendido?”, ella responde: “La diferencia entre la elite política y la ciudadanía”. Y ante la consulta “¿Qué ha sido lo más grato?”, responde: “La confianza que las personas depositan en mi”.
Está claro: el desamor entre la candidata y las elites es mutuo y mientras ese desamor perdure no se puede esperar mucho más y a lo sumo un “matrimonio por conveniencia”.
Pese a las elites
El asunto no es nada de baladí y cae dentro de las antinomias de las candidaturas.
Las malas o desafectas relaciones entre Michelle Bachelet y las elites tiene su punto de partida en el hecho de que su postulación se impuso por sobre el poder y la voluntad de las elites y sin que a ella le significara ni un costo, ni siquiera una mínima negociación. Pero con el correr de los días la desafección se ha ido asentando en cuestiones más “racionales”. La principal es que se mantiene el enigma alrededor del “fenómeno Bachelet” en cuanto a su contenido y proyección.
Hay que distinguir entre el enigma real y el enigma arbitrario e interesado que han construido mediáticamente sus adversarios. El enigma real es endógeno al “fenómeno Bachelet” y puede ser tratado en su mérito, omitiendo los agregados exógenos.
El “fenómeno Bachelet” está íntimamente asociado a una típica “revolución de expectativas”, es decir, a un fenómeno social muy propio de momentos históricos caracterizados por la acumulación de transformaciones modernizadoras que a la par acumulan incertidumbres y aspiraciones que la sociedad percibe pueden ser resueltas por el status estructural, pero modificando el status político.
Michelle Bachelet ha sido catalizadora de dos “revoluciones de expectativas”. Una referida al país, a la sociedad en su conjunto y otra que alude a su propio mundo político, esto es, a la izquierda de la Concertación y, por extensión, a la Concertación misma.
Esta doble catalización es la que explica el porqué la “revolución de expectativas” sociales no se expresa en la búsqueda de alternativas políticas fuera de la Concertación.
Los contenidos de Bachelet
Puesto el “fenómeno Bachelet” en esa dimensión, es enteramente racional que vaya en incremento la inquietud por conocer el contenido y sentido de la candidatura de Michelle Bachelet. O sea, las demandas en ese orden de cosas deben dejar de ser vistas casi de manera paranoica, para asumirlas como una necesidad intrínseca al propio “fenómeno Bachelet” (1). En el fondo los temas son:
- La candidatura de Michelle Bachelet ¿se va a hacer cargo de la doble “revolución de expectativas”? Y,
- si es así, ¿cuáles son los lineamientos políticos ad hoc a las expectativas “revolucionarias”?
Disipar estos temas se hará cada día más perentorio, porque las señales públicas que hasta hoy se han dado legitiman pensar que la candidatura de Michelle Bachelet está jugando con las expectativas, pero no preparándose para “revoluciones” en los status políticos. Y ese es un juego de riesgo letal y una antinomia muy seria.
Y otra antinomia relevante que encierra esta candidatura tiene que ver, precisamente, con las elites políticas o cuerpos dirigentes. Es una candidatura que está forzada a ofrecer nuevas elites y cuerpos dirigentes. En primer lugar, porque tal renovación está implícita en las expectativas que crea y, en segundo lugar, porque es una necesidad insoslayable si se aspira a renovar el status político.
Traducción del proyecto
Ahora bien, tal oferta es realizable sólo si el desarrollo del “bachelismo” incluye un proceso de creación y articulación de una nueva elite y cuerpo dirigente. El proyecto renovador que encarna Michelle Bachelet estaría incompleto o se tornaría incongruente si el movimiento social y cultural que encarna no tiene una traducción equivalente en el plano político, político-intelectual y tecno-político.
No se trata por cierto de propender a la subsumisión absoluta o extinción de las elites tradicionales ni a la emergencia de una nueva elite autosuficiente. Se trata, simplemente, de la asunción de una ley del poder y de la política: un movimiento socio-cultural y político con pretensiones innovadoras no puede plasmarse como tal ni ser competitivo, sin disponer de sus propios “capitanes” (Gramsci), de sus propios círculos dirigentes, para los efectos, precisamente, de poder enfrentar a los cuerpos dirigentes tradicionales en el campo de la construcción de hegemonía político-cultural.
La antinomia se encuentra aquí en el hecho de que los componentes de los equipos reclutados por la candidatura de Bachelet no reúnen, en general, los requisitos que exige la constitución de una “elite bachelista”. O bien, porque son agentes de círculos tradicionales en “comisión de servicios”; o porque son sujetos sin pertenencia a comunidad político-intelectual alguna y que tampoco, hasta ahora, dan visos de estar constituyendo una nueva comunidad; o porque son personas que provienen de círculos frágiles, informales y amateurs.
En definitiva, la magna antinomia que aqueja a la candidatura de Michelle Bachelet consiste en que cuanto más se aproxima a devenir en la candidata única de la Concertación, más se aleja de ser la candidata de la “revolución de expectativas”.
Si alguna conclusión sugiere todo lo escrito hasta aquí es que las antinomias y “rarezas” que develan las candidaturas expresan y, a su vez, delatan la porfía conservadora de la política chilena, en cuanto a sus negativas a revisar la vigencia de la actual estructura partidaria, a la luz de las nuevas realidades socio-culturales y estructurales del país y del mundo.
NOTA
(1) Esta carencia no se relaciona directamente con las definiciones programáticas, como le reclaman sus adversarios. Son carencias que se ubican más bien en el nivel de lo político-doctrinario, de lo político-histórico. Aluden a la necesidad de un mínimo marco conceptual que identifique el “fenómeno Bachelet” en su ideario.