El próximo 11 de marzo, cuando Michelle Bachelet se tercie la banda presidencial, habrá una atmósfera social con varias cargas de significados y simbolismos político-culturales y emotivos. Se podría pensar que en esa ceremonia de cambio de mando los emblemas estrictamente políticos se verán un tanto opacados o subsumidos por la irradiación de un clima más emocional.
Pero lo que en verdad estará ocurriendo es que los simbolismos políticos serán más integradores. Ese día, la palabra y el gesto político ceremonial será más pleno porque estarán expresando aquello que Norbert Lechner definió como la “dimensión cultural” de la política y porque también estarán dando cuenta de subjetividades, de identificaciones entre el acto político y el sentir individual e íntimo de grandes conglomerados de personas.
El contenido democrático que siempre entraña el cambio de mando, por ejemplo, tendrá un sentido más político-emotivo, simplemente, porque la democracia condujo a una mujer hasta la jefatura del Estado. La democracia se percibirá como más justa, más “democrática”.
Las razones que impelerán a la irradiación de atmósferas emotivas son muchas y provendrán desde distintos ángulos.
Uno es el ángulo de la historia social y política de Chile: que Michelle Bachelet haya accedido a la Presidencia de la República no es resultado exclusivo de una campaña electoral ni tampoco de una simple sucesión de eventos y explicaciones políticas. Tras ese hito hay una extensa historia. Ni más ni menos que la historia del proceso de avances en materia de los derechos igualitarios de las mujeres y, sobre todo, en los avances culturalmente legitimadores de esos derechos.
Y tal historia no es neutra, no es plana, no es puramente “natural” y evolutiva. Es una historia de luchas y dramas que evoca nombres, sucesos, movimientos, organizaciones, textos, represiones, sufrimientos, derrotas y éxitos.
Todo chileno podrá hacer orgullosamente suyo que el país tenga una primera mujer Presidenta. Pero, en justicia, habrá quienes tendrán más derecho a ese orgullo y satisfacción. Sería injusto olvidar que ese logro tuvo pioneras y pioneros y que no se edificó con la ayuda de todos. Por el contrario, se construyó venciendo los conservadurismos de ayer, de hoy y de mañana. Sus artífices fueron las expresiones diversas de las culturales progresistas históricas del país.
La emotividad surgirá, entonces, desde el convencimiento que Michelle Bachelet simboliza la trascendencia político-cultural de un éxito histórico de las culturas progresistas y cuyas raíces y procesos se encuentran desde los albores de nuestra historia de Nación independiente.
Pero también habrá emotividad social porque Michelle Bachelet es “leída”, “subjetivada”, “apropiada” por los mundos femeninos en general y no por una suerte de “chovinismo” de mujer, sino porque su imagen sintetiza los valores anti-discriminatorios, igualitarios, dignificadores, aspiracionales que esos mundos comparten. Pero, además, porque simboliza una de las fuertes realidades de la modernidad en lo que toca al mundo femenino: el protagonismo que ha alcanzado un elevado porcentaje de mujeres a partir de la combinación de dos cualidades: la de “jefa de hogar” y, simultáneamente, esforzada y meritoria trabajadora.
Y cómo no va haber emotividad cuando en la mente de la ciudadanía está muy nítida su biografía de perseguida y víctima política junto a las imágenes recientes de ministra de Defensa. Biografía e imágenes que la erigieron en emblema de un reencuentro nacional fiable, honesto, creíble y promisorio. Emblema que estará siendo observado el 11 de marzo y ahora con banda presidencial.
Pero existirá otra causa de emotividades de alcance menos masivo, más íntimo, referido a uno de los espacios colectivos más pequeños y particulares de Michelle Bachelet.
Al terminar la década de los sesenta Michelle Bachelet tenía 18 años. No podría decirse, en consecuencia, que perteneció a la generación sesentista. Su década generacional debió ser la de los setenta y más específicamente la de los jóvenes socialistas que hacia fines de los años sesenta marchaban con uniforme de secundarios, que fueron obreros juveniles en la campaña de Allende, que durante el gobierno de la Unidad Popular estaban en mil cosas y disponibles para todo, que creyeron que el 11 de septiembre era un llamado a la guerra, que vivieron – los que sobrevivieron- los primeros tiempos de la dictadura desde la clandestinidad o la cárcel, que ineluctablemente fueron pasando por la escuelas del clandestinaje, la tortura, la prisión y el exilio para, finalmente, con el correr de los años y las vicisitudes, irse extinguiendo hasta desaparecer como generación política.
A esa generación que no fue, pertenece Michelle Bachelet. A una generación política que no llegó a ser y cuyos integrantes, sin embargo, acumularon vivencias y experiencias que difícilmente pueden encontrarse en otras generaciones que sí lo fueron.
Esa fuente de emotividad, menos numerosa pero muy intensa, también estará presente este 11 de marzo. Será una emotividad dispersa, silenciosa, intimista y sanamente subjetivada, reflejando la realidad actual de aquella generación que no fue. Una emotividad probablemente poblada de remembranzas, pero – también probablemente – inclinada hacia sentimientos de autovindicación generacional, porque, a pesar de no haber podido permanecer como generación política, una de las suyas y sin renuncias a su espíritu generacional, sí llegó.