1. Ideas fuerza
Durante el último tiempo se ha repuesto públicamente y con cierta insistencia la conceptualización y el debate de la modernidad desde el tratamiento teórico realizado por el filósofo y sociólogo alemán Jurgen Habermas. No es de extrañar que dicha actitud comience a posicionarse en el espacio de la “intelectualidad progresista” de nuestro país puesto que la disposición de este teórico en el debate filosófico mundial ofrece múltiples alternativas para un momento epocal que muestra grandes ajustes y redefiniciones, sobre todo para quienes se ubican en el espectro progresista y tienen a la igualdad como idea motivadora principal.
Habermas se autodefine como un moderno, por lo que sus disputas están situadas en el campo de la defensa del proyecto de la razón, pero bajo el supuesto de que su modo de desenvolvimiento histórico concreto no ha sido coherente con sus propias definiciones esenciales. De tal modo, comparte amplias críticas al “proyecto moderno” pero en la intencionalidad de precisar su sentido primordial. De ello se desprende que su posición se ordenará como una acusación contra el tipo de razón “que sólo denuncia y socava todas las formas abiertas de represión y explotación, de humillación y extrañamiento, para implantar en su lugar la dominación inatacable de la racionalidad misma” (1), bajo cuyo prisma comparte posiciones críticas a toda forma de “constructivismo social” que intente generar legitimidad desde los principios modernos para imponer lógicas de opresión.
Punto de derivación necesario del argumento anterior es su segundo nivel de crítica, que se puede llegar a constituir en una plataforma de asignación de nuevos sentidos al universo teórico del progresismo. Sin duda que en este afán de rescatar justo la igualdad como base de un sistema social, la preocupación por los procedimientos de la representación de intereses debe ser de prioritaria atención y no sólo situar dicho discurso en la necesaria “politización de las estructuras económicas” como contenido crítico básico. Se debe avanzar con fuerza en el estudio de los sistemas de representación que permitan competir en igualdad de condiciones por la hegemonía y conducción del Estado. En ese sentido y para hacer explícita la crítica, Habermas complementa el oficio crítico que recorre la obra marxista al respecto y postula que el sentido de fondo del proyecto socialista no debe entenderse sólo como una forma histórica privilegiada de moral colectiva, sino primordialmente “como síntesis de condiciones necesarias para formas de vida emancipadas sobres las que los participantes tendrían que ponerse de acuerdo por sí mismos”. (2)
Como puede observarse, el posicionamiento habermasiano efectúa el doble proceso de crítica frente al actual sistema de cosas. Por una parte, rescata el sentido crítico sobre formas de modernidad represivas y excluyentes, y por otra marca distancias de supuestos condicionamientos históricos para el surgimiento de formas de organización social más justas. Con esto potencia el reconocimiento de la subjetividad operante socialmente como referente último de legitimidad de las construcciones sociales. En ambas inflexiones este autor alemán exalta lo que debe considerarse un principio o idea fuerza fundamental para la construcción de sentidos y políticas modernas en el contexto actual: el sujeto como sustrato básico irrenunciable de la política.
Si partimos de la base que el sistema social actual se caracteriza fundamentalmente por la autonomía de los sistemas de administración de poder y el económico, el desafío es crear los instrumentos para lograr reconectar el sentido originario de éstos con las actuales condiciones del desarrollo social, es decir, crear las condiciones para que esos sistemas tengan referencia al sujeto y su bienestar. El tema central podría ser encasillado como la definición del tipo de ciudadanía necesaria para estos tiempos, pero reconociendo la identificación con principios originarios del proyecto moderno que permitan a la vez modificar la autonomía de los sistemas – haciéndolos sensibles – y fortalecer la capacidad de los ciudadanos de hacerse escuchar por los sistemas sin renunciar al sentido de fondo de su representación.
2. Cierto concepto de ciudadanía
La pregunta que ronda como conclusión de los argumentos anteriores dice relación con la forma en que podrían traducirse estos principios en prácticas socio-políticas. Como primer signo de atención para responder a esta inquietud, debe afirmarse que lo primordial es construir instrumentos de gestión que ayuden a variar el modo de relación del sujeto – sea este colectivo o individual – con los sistemas autonomizados, autorreferentes y dominantes. En este sentido, el abordaje del desafío desde el sistema mismo es asumible y proyectable a partir de la necesaria reformulación de las formas de gestión pública, en tanto el desafío desde la sociedad civil pone fuertes metas al tipo de relación de los partidos políticos – y otras instancias agregadoras y coordinadoras de intereses – y de los propios actores sociales.
Para ambos puntos de tensión recién descritos, el paradigma de la autoorganización de la sociedad se impone como la idea general que es necesario expandir y corroborar en las prácticas sociales contemporáneas. Sin embargo, para no ser ingenuos, se debe reconocer que dicha idea es la que motiva todos los desarrollos teóricos sobre la democracia representativa en su opción radical-democrática. Al decir de Habermas, “el conflicto consiste en cómo puede compatibilizarse la igualdad con la libertad, la unidad con la pluralidad, o el derecho de la mayoría con el de la minoría”.(3) Por tanto, ¿qué de propio puede haber en esto para una propuesta progresista contemporánea? La respuesta dice relación con una revisión sincera de los errores cometidos y una resignificación radical de las promesas no cumplidas.
Una alternativa de solución a la disyuntiva se relaciona con la incorporación de los agentes de cambio al sistema estatal burocrático para, desde allí – mediando una alianza social-liberal -, lograr la expansión de derechos y bienestar para los sujetos excluidos. Sin embargo, la posibilidad más cierta de ello es que si bien este reformismo puede llevar “a la pacificación social por el camino de las intervenciones socio-estatales” ello produzca la burocratización y autonomización de los partidos políticos de sus bases de sustentación de la representación y los arrastre a “conformarse con el escándalo de un destino natural sentenciado por el mercado de trabajo, así como la renuncia a la democratización de la sociedad”. (4)
La otra alternativa de solución, nacida desde el otro polo y vinculada a las promesas no realizadas pero vigentes, dice relación con la utopía de la anarquía. La expresión más acabada de la autoorganización de la sociedad es aquella que privilegia los vínculos horizontales y las asociaciones por libre voluntad, pero que difícilmente podrían llegar a constituirse como componente central de una sociedad contemporánea tan compleja. La base de esta posibilidad descansa sobre formas de relación transparentes y fluidas, cercana a los mundos de la vida “que son lo suficientemente fuertes para asegurar la unidad a todas las otras instituciones en el estado de fluidez de la fase de constitución y, al mismo tiempo, preservarlas de la coagulación”. (5)
La utopía es poder construir una sociedad bajo el “dominio” de las asociaciones libres y conscientes dispuestas a escuchar y comunicarse con otras para producir espacios comunes de gestión que encaminen al progreso mutuo, una sociedad integrada sobre la base de asociaciones en vez de mercados que llegara a constituirse en un orden político que excluye la dominación como condición de posibilidad de su perpetuación.
Finalmente, tomamos como idea de fondo en cuanto a una estrategia de reposicionamiento de las prácticas progresistas el concepto de “suspicacia anarquista” que se posiciona en medio de las dos alternativas reseñadas en el párrafo anterior y que postula una crítica hacia ambos lados, intentando no caer en propuestas que eliminen como instrumento válido para la gestión política la normatividad del Estado, pero evitando el opacamiento burocrático de la base. A la vez, excluyendo también la tentación de “una teoría de sistemas que desecha todo lo normativo y excluye la posibilidad que la sociedad constituya focos de comunicación que traten de ella como un todo.” (6)
El núcleo básico y fundante de esta alternativa para generar nuevas formas de ciudadanía, dice relación con el intento de expandir operativamente el concepto de la acción comunicativa como elemento potenciador de un paradigma no dogmático. Se funda en la certeza y la condición de que la ciudadanía se construye desde el accionar consciente, informado y con intencionalidad, “que es un comportamiento que viene dirigido por normas que no son algo que acaezca, sino que rigen en virtud de un significado intersubjetivamente reconocido”.(7) El reconocimiento del sujeto como sustrato último de esta teorización es lo que la posibilita radicalmente como un programa teórico que entiende la sociedad como un conjunto interrelacionado en términos de sentido y no de asignación autoritaria de recursos, como “un plexo de manifestaciones y estructuras simbólicas que es constantemente generado conforme a reglas abstractas subyacentes”. (8)
Notas:
(1) Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid, 1993, págs. 74-75.
(2) Habermas, ”La soberanía popular como procedimiento”, Letra Internacional, Nº 15/16, Madrid, 1989.
(3) Ibid., pág. 47.
(4) Ibid .
(5) Ibid.
(6) Ibid.
(7) Habermas, Teoría de la acción comunicativa. Complementos y estudios previos, Cátedra, Madrid, 1994, pág. 21.
(8) Ibid., pág. 25.