El Estado y la sociedad chilena se han modificado profundamente en los últimos 20 años – tanto en sí mismos como en su interrelación -; sin embargo, otros dos actores fundamentales – los movimientos sociales y los partidos políticos – han permanecido esencialmente inermes a estos cambios. Ello se ha traducido en una inadecuación estructural de ambos, uno de cuyos rasgos más visibles en su pérdida de importancia relativa en las nuevas configuraciones y dinámicas de poder.
Resulta conocida la descripción de la matriz sociopolítica latinoamericana predominante hasta comienzos de los 70 que situaba al Estado, partidos políticos y actores sociales en una relación de fuerte imbricación o “correa de transmisión”: “…ya fuera el caso de la identificación partido-Estado absorbiendo la sociedad civil; ya fuera el caso de la imbricación entre partidos y actores sociales presionando hacia el Estado; de presión directa de masas a través de liderazgos carismáticos eliminando el sistema de representación; o de Estados a través de regímenes militares controlando la sociedad civil”.(1)
Esta estrecha relación entre Estado-partidos políticos–actores sociales, se sustentaba y reproducía por un modelo de crecimiento económico “hacia adentro” que propendía a la ampliación del mercado interno, y a un sistema político conocido como “Estado de compromiso”, que buscaba resolver la conflictividad interna vía integración de las demandas sociales, privilegiando el consenso y la negociación intra sistema. Esta realidad otorgaba al Estado una centralidad tal que ninguna decisión económica o social significativa podía pensarse al margen de éste y cualquier estrategia de poder debía tener como eje acrecentar el poder propio al interior del Estado.
La política era así una actividad fácilmente ubicable y definible: su fin era el Estado, y partidos políticos y actores sociales se interrelacionaban para acumular fuerza en pos de ese objetivo.
De manera más general se puede señalar que esta centralidad del Estado no sólo era un sello distintivo de la realidad latinoamericana sino una tendencia mundial. Desde fines de la Segunda Guerra mundial hasta mediados de los 70, el desarrollo económico y social se hizo bajo la impronta del Estado, tanto en el capitalismo occidental como en el “socialismo real”, las ideas socioeconómicas dominantes en occidente, durante esos 25 a 30 años fueron las de un capitalismo encuadrado por el Estado: “Todas las reformas se dirigen (en ese período) a corregir los excesos del mercado y a temperar las violencias del capitalismo. El Estado aparece como el refugio contra lo arbitrario y lo injusto y es él, bajo la presión de las luchas sociales, quien mediante leyes y decretos, humaniza las brutalidades del capitalismo por la legislación del trabajo, el aumento continuo de la fiscalidad y los sistemas de redistribución. El Estado no sólo regula lo social, sino que bajo la influencia de las ideas keynesianas opera sobre la economía para asegurar pleno empleo”. (2)
El rol que asignaban al Estado todos los países y tendencias políticas de distinto signo, se refleja en la propia nominación de los proyectos políticos impulsados en ese período: Estado de Bienestar o Welfare State por parte de la socialdemocracia europea, el New Deal y el Full Employment Act en Estados Unidos, Estado desarrollista en América Latina, Planificación centralizada bajo los socialismos del Este. Existía entonces la idea dominante que el Estado debía garantizar el bien común, encauzando y enmarcando una actividad económica privada que por sí misma no resguardaría el interés colectivo. Pero más allá de esta preocupación, había una condición estructural que permitía esa centralidad al Estado: la existencia de economías y de un capitalismo a escala nacional.
Esta etapa histórica puede ser considerada de mucho éxito, pues la economía mundial creció entre los años 40 y 70 a un ritmo de un 5 a 6%.(3) Incluso el historiador inglés Eric Hobsbawm la ha denominado “la época de oro” de este siglo.(4)
Ese mundo, sin embargo, hacia los setenta desaparece y de manera aparentemente irreversible. La economía se internacionaliza: se mundializa el mercado, las inversiones, el propio sistema productivo y el sistema financiero. Las empresas, el capital y los servicios financieros salen de su ámbito local y de las esferas de los gobiernos nacionales para ir a la conquista de cada una de las regiones del planeta. En la base, y en una relación de causa y efecto, está el acelerado desarrollo de las comunicaciones, lo que facilita y potencia la operatividad del nuevo modelo.
En Chile, durante el régimen militar se produce una profunda transformación de nuestra economía en la dirección de los nuevos parámetros mundiales: el Estado recorta sustantivamente sus funciones productivas (privatización de empresas, desregulación de precios, apertura al exterior; sus roles de empleador disminuyen (en 1975 había 25 funcionarios públicos por cada 1000 habitantes mientras en 1989 aquellos habían disminuido a 10 cada 1000); se desprende de la administración de diversos servicios ( transporte aéreo, electricidad, telefonía); y se descentraliza vía municipalidades la educación y la salud.
El complemento de la internacionalización y de este recorte del Estado lo constituye una legislación laboral que, en síntesis, disminuye la capacidad de negociación de los trabajadores, lo que permite mantener una mano de obra barata y acrecentar la competitividad de la economía chilena, constituyéndose en una de las ventajas comparativas en que se asienta el éxito del modelo exportador chileno.
El retorno de la democracia ha significado algunos cambios a esta realidad: el Estado ha recuperado ciertos roles básicos de regulación de las actividades económicas y sociales (particularmente la que dice relación con servicios básicos, educación, telecomunicaciones, salud), y bajo el concepto de “políticas públicas” se ha generado un nuevo tipo de dinamismo estatal tras la búsqueda de mayores niveles de equidad social y de reducción de la pobreza. Sin embargo, las bases esenciales de la nueva matriz que se configura durante el régimen militar – en el marco de los cambios experimentados en la situación internacional – no se modifican en su esencia en este período: un Estado retraído de la actividad productiva, pequeño, descentralizado; una sociedad civil integrada vía mercado; actores sociales debilitados por una legislación laboral adversa; y partidos políticos que ven reducirse y desplazarse el espacio de la “cosa pública” hacia el “sector privado”.
Este cambio profundo de la matriz sociopolítica plantea una reconceptualización de la actividad política y una redefinición de la fisonomía y rol de los partidos políticos y los actores sociales.
Responder a este desafío trasciende con mucho las pretensiones de este trabajo, y constituye, por lo demás, una tarea intelectual de largo aliento. Sin embargo, valgan algunas consideraciones y reflexiones.
• El ámbito de la acción política, o su “fin”, ya no puede ser sólo el Estado, a riesgo de dejar fuera de la agenda pública importantes decisiones económicas y políticas. Ello implica un esfuerzo por transformar en temas de debate público aspectos que hoy están en la esfera de lo “privado”. ¿Por qué no constituir tema de la agenda pública la modernización de la empresa privada como hoy lo es la modernización del Estado? ¿Por qué no fiscalizar con el mismo celo las empresas del Estado que aquellas empresas que hoy cumplen responsabilidades de “bien común” como son todas aquellas asociadas a servicios básicos de la población? ¿Por qué el tema de la eficiencia es un tema que se restringe sólo a las acciones del Estado?
• La tendencia a la descentralización del Estado conlleva un traspaso creciente de responsabilidades a organismos públicos y privados locales, lo que replantea el tema de la sociedad civil y de los actores sociales. Miremos por ejemplo la educación: allí se ha ido avanzando desde el concepto de Estado Docente a un proceso de descentralización administrativa, pedagógica y curricular. ¿Puede este proceso descentralizador realizarse si los actores del proceso educativo – profesores, padres y apoderados, alumnos, sostenedores municipales y privados – no están organizados y constituidos como tales? El reduccionismo neoliberal, que iguala sociedad civil a mercado, no da cuenta de la riqueza de la participación que conlleva un proceso de descentralización estatal como el que está en marcha. Si el Estado quiere asegurar sus deberes en la promoción de la equidad, la no discriminación y la eficiencia, debe constituirse en un constructor de “sociedad organizada”.
• A diferencia de la matriz sociopolítica anterior, en la nueva surgen como actores fundamentales la empresa y los empresarios. “La empresa se convierte en un actor social esencial de la vida social y los análisis no pueden contentarse con reducirla a ser la unidad básica del capitalismo” (5). Si la visión socialista ha dejado de considerar como su objetivo el traspaso de los medios de producción a los trabajadores, es necesario construir una visión de la empresa que trascienda lo exclusivamente reivindicativo laboral. Una perspectiva que conceptualice y permita discriminar entre empresas asociadas al bien común, participativas, solidarias, de aquellas verticalistas y alejadas de los intereses nacionales.
• Parte de la crisis de los partidos políticos deriva del hecho que sus funciones esenciales, la de representación, se ha hecho más difusa y compleja. El “bien común” ya no sólo está en el Estado, también está en lo “privado”. El desplazamiento de intereses tradicionalmente públicos a administraciones privadas ha reducido el ámbito de decisión e injerencia de lo político. O dicho de otro modo, hoy es menos lo que se decide en las instituciones generadas por representación popular. Recomponer la agenda pública a partir de todo tema que haga al “bien común”, sea éste estatal o privado, y revincular la política a las prácticas reales de la sociedad permitirían devolver sustantividad y representatividad a la acción de los partidos políticos.
Notas:
(1) Garretón, Manuel A., Hacia una nueva era política. Estudio sobre las democratizaciones, Fondo de Cultura Económica, Santiago, 1995, pág. 200.
(2) Chonchol, Jacques, ”Humanismo y política hoy día”. La Época (suplemento Temas), 10/3/1996., pág. 16.
(3) Garretón, op. cit, , pág. 198.
(4) Chonchol, op. cit.
(5) Touraine, Alain, Crítica de la modernidad, Fondo de Cultura Económica, Montevideo, 1994. pág. 142.