Largo y fructífero ha sido el camino recorrido hasta hoy por la Concertación de Partidos por la Democracia, desde aquel histórico 2 de febrero de 1988, casi diez años, en que 17 partidos firmáramos el famoso documento de “Acuerdo de Partidos por el NO”.
En este trayecto, la Concertación ha pasado por diferentes momentos o etapas. Iniciada como un simple acuerdo para trabajar juntos para que la mayoría de los chilenos votara por un NO a la dictadura, pasamos luego a ser alianza de Gobierno, nada menos que para encabezar una de las transiciones políticas más complejas que se conozca, desde una dictadura a un régimen democrático. Luego, conseguido el objetivo primordial de la transición, como era el afianzamiento y consolidación de la democracia reconquistada nos planteamos seguir gobernando juntos en un segundo gobierno. Pero esta vez para intentar llevar a cabo los ansiados objetivos de avanzar decididamente en lograr crecientes grados de justicia social, equidad y participación, sobre todo para los más pobres de nuestra sociedad. Es decir, para intentar introducir cambios de creciente profundidad en el modelo económico concentrador de la riqueza y productor de extendida pobreza que nos había legado la dictadura y que durante nuestro primer gobierno sólo habíamos tocado por encima, aminorando sus efectos más inequitativos o la llamada “deuda social”.
Cada una de estas etapas ha requerido, a su vez, grados crecientes de acuerdos sustantivos respecto a qué pretendíamos hacer con el país, es decir, acuerdos de creciente complejidad y profundidad programática y política entre los aliados. Lo interesante ha sido, sin embargo, que la naturaleza más exigente de estos acuerdos ha encontrado una gran transversalidad en su logro, mostrándose un alto grado de coincidencias programáticas, lo que le ha dado a la coalición una coherencia sustantiva bastante significativa.
Pero, ¿culminaremos acaso en esta tercera etapa, en curso, nuestra tarea histórica con el país, o se abrirán las perspectivas de una cuarta y decisiva etapa en el tercer gobierno de la Concertación, que se anuncia cada día con mayor certeza como posible?
La respuesta no está clara, hoy por hoy. No porque los socios estén manifestando algún tipo de dudas de si seguir juntos o no gobernando el país, ya que todos los partidos de la alianza han manifestado su explícita vocación “concertacionista” y de querer permanecer unidos en torno a un tercer Gobierno. Más bien, lo que hace válida la pregunta es la situación sustantiva que parece mostrar la alianza, a partir de la naturaleza de los debates y de los no-debates que se producen en su seno, así como las actitudes de algunos de los socios, o parte interna de algunos de ellos.
Los principales partidos de la alianza, la DC y el binomio PS-PPD, pugnan porque un hombre de sus filas sea el próximo candidato único a la Presidencia de la República por la Concertación en las elecciones de diciembre de 1999. ¿Para qué? ¿Qué es lo que se está debatiendo en el fondo, cuando chocan las opiniones respecto a quién tiene “el mejor derecho” a encabezar el próximo gobierno? ¿Se trata de alguna tensión programática, respecto a qué tenemos que hacer con el país, hacia dónde conducirlo, o se trata nada más de una pugna del poder por el poder, por controlar los resortes de un crudo clientelismo político?
Puesto de esta manera y en términos más crudos ¿es la Concertación una alianza política para simplemente administrar el poder en el país, que terminará por conformarse con cohabitar con buena parte de las inequidades e injusticias clasistas heredadas del modelo económico, político-institucional y valórico de la dictadura, o es una alianza que es o lucha por ser verdaderamente la portadora y realizadora de un proyecto social de cambios profundos en las injustas y autoritarias estructuras aún existentes en nuestra sociedad?
Esa es la pregunta que debiera concentrar la atención de todas las fuerzas aliadas, especialmente de aquellos como el Partido Socialista, que aún esperan que la alianza impulse y lleve a cabo cambios decisivos en la estructura de las cosas, en las injusticias e inequidades estructurales aún existentes en nuestra sociedad, dando paso a un país más equitativo, justo, solidario y participativo, a un país menos clasista y discriminatorio.
En mi opinión, de la respuesta que demos a esta crucial pregunta radica decisivamente la capacidad que tengamos de cerrar la brecha de la desilusión y del escepticismo respeto a “los políticos” en general que se apodera de crecientes sectores de nuestra sociedad. Pero muy en particular de muchos de los nuestros, de los que se sienten aún “concertacionistas de corazón”, que vibran con la gran gesta valórica que significó dar la lucha por derrotar a la dictadura, no sólo para conseguir una democracia electoralista, sino una democracia integral, profunda.
Sin duda, en los gobiernos de la Concertación hemos hecho grandes y positivas cosas por el desarrollo del país y de su gente, y podemos enorgullecernos de ello. Pero un mínimo espíritu autocrítico nos señala que en nuestro segundo Gobierno el sello igualitarista, solidario y valórico que iluminó la conducción de nuestro primer Gobierno ha tendido a debilitarse. Se ha ido abriendo paso, en crecientes sectores de nuestra base social de apoyo, incluyendo los segmentos más ilustrados de ésta, la sensación de que nos hemos ido transformando de a poco en administradores del poder, más que en conductores e impulsores de cambios de mayor profundidad y envergadura en nuestra sociedad. Peor aún, en los sectores más modestos crece la sensación de que gobernamos y ponemos más interés en tener contentos a los ricos que a los pobres, que el poder se ejerce clientelística y sectariamente, así como también con no poco autoritarismo y falta de participación.
En fin, la magia del 5 de Octubre, que rodeó con un manto hasta algo mítico nuestro primer Gobierno, encabezado por Patricio Aylwin, incluso tapando o subvalorando muchos de sus errores y debilidades, se ha ido esfumando y diluyendo en nuestros segundo Gobierno, encabezado por Eduardo Frei, que es visto con un sello más empresarista que popular, más tecnocrático que humanista, más eficientista que justiciero, más modernizacionista al estilo conservador que impulsor de una utopía de construir un Chile más justo, solidario y verdaderamente participativo. Ello, no obstante su priorización de erradicar la pobreza hacia el año 2000, de extender sustancialmente los bienes infraestructurales del desarrollo hasta los sectores sociales más abandonados y en los lugares más remotos del país (vivienda social, pavimentación urbana y de caminos, policlínicos, escuelas, electrificación rural, telefonía rural, sedes sociales, campos deportivos), de impulsar una profunda reforma educacional para dotar a los pobres y desposeídos de la herramienta vital para romper las cadenas de la deprivación, bajos salarios, pobreza y malas condiciones de vida.
Todos los avances que hemos hecho a favor de la gente y de los más humildes y deprivados durante el actual Gobierno son reales. Pero también lo son, pese a su subjetividad, las percepciones de muchos de los nuestros de que tales avances no son suficientes y de que un cierto aire conservador y conformista permea los altos niveles decisionales de nuestro Gobierno, con una inclinación a buscar más una buena evaluación de nuestra gestión por parte de la derecha empresarial que de los compatriotas más pobres y desposeídos. Realidad o percepción distorsionada, igualmente debe preocuparnos.
En cualquier caso, está meridianamente claro que, enrumbándonos casi con seguridad hacia un tercer Gobierno de la Concertación, el que es altamente probable que sea presidido por uno de los nuestros, no podemos ofrecer más de lo mismo al pueblo de Chile, a los que esperan una vida definitivamente mejor para ellos y no sólo para sus hijos o nietos. Es fundamental que le demos a la Concertación, definitivamente, una conducción más utopista y valórica, que la dotemos de un proyecto social avanzado, que nos oriente y convoque a luchar por la búsqueda no sólo del crecimiento económico sino, por sobre todo, del desarrollo humano y de una mejor calidad de vida material, social y valórica de la gente, y por un sistema económico y social de relaciones equitativas, justas y solidarias. Es decir, que dotemos a nuestra alianza de un proyecto social de cambios profundos, altamente valórico, aunque también realista y eficaz, donde la opción sea incuestionablemente por la justicia social, la equidad y la participación y protagonismo decisorio del mundo social sólidamente organizado y, en particular, de los marginados de siempre.
Pero, ¿qué es lo que estamos ofreciendo actualmente al pueblo chileno, de verdad?, ¿qué le están transmitiendo nuestros líderes a aquellos que esperan más de la Concertación, que ven su tarea fundamental aún inconclusa? ¿Qué condiciones existen hoy, a partir de los debates que se dan entre los partidos aliados, para poner en un lugar prioritario, con renovada fuerza, la definición y empuje de un proyecto social de cambios profundos, por una sociedad mejor?
Nada está claro aún al respecto, ni siquiera a partir de la pretendida candidatura presidencial de Ricardo Lagos, líder de un supuesto “polo progresista” dentro de la alianza (concepto errado, en todo caso, dado que la Concertación, por su propia definición, es una alianza progresista, como un todo).
Ello, porque insistimos en centrar nuestro debate en torno a quién va a ser el candidato único a la Presidencia del país por parte de la Concertación, en lugar de debatir sobre qué tipo de sociedad queremos construir y dejar como legado político a las generaciones venideras, por parte de la alianza política más exitosa y consistente que el país haya tenido. La actitud de algunos dirigentes de la Democracia Cristiana pareciera tender a imponer el predominio de una lógica hegemonista y de lucha cruda del poder por el poder entre los aliados, cual botín de guerra, y no una lógica de cooperación leal para compartir la hermosa aventura de construir una sociedad mejor, más justa, solidaria y humana. Por su parte, los dirigentes del PS y PPD no han logrado imponer el tema sustantivo que está en juego, ya señalado, como elemento fundante de su argumento de postular a un hombre de sus filas para encabezar la coalición y el Gobierno en el próximo período. Sólo ello podría ayudar a explicarse las a veces virulentas y odiosas afirmaciones de algunos de los dirigentes de los partidos de la alianza respecto a algunos de sus aliados, así como la tendencia a tener actitudes mutuas cada vez más confrontacionales y desleales entre los socios.
De no hacer un esfuerzo por poner cada cosa en su lugar y oportunidad, dándole a este debate la primerísima prioridad que se merece y necesita, terminaremos fatalmente siendo meros administradores de un poder que, definitivamente, no lograremos descentrar desde quienes actualmente lo concentran en nuestra sociedad, distribuyéndolo de manera social y espacialmente más equitativa y justa, a lo largo y ancho de todo el cuerpo social y del territorio del país. De esta forma, habremos perdido definitivamente la oportunidad de reforzar la vitalidad del alma valórica esencial y fundacional de la Concertación, única razón valedera de su existencia y futuro. De allí que en adelante los procesos de descomposición moral que se atisban en sectores de nuestra alianza tenderán a hacerse más frecuentes y a extenderse al conjunto, llegando a hacerse, finalmente, predominante, con la consiguiente crisis valórica, social e institucional de la alianza y quizás, hasta del propio país.
Este no es un ejercicio de pesimismo político, sino el esfuerzo por advertir procesos cuyas primeras manifestaciones subyacen en múltiples señales acerca de cómo se están dando las cosas entre nosotros. Sólo la tremenda autocomplacencia que embarga a los más altos niveles de la conducción partidista y de Gobierno podrá impedir que tomemos en serio oportunamente tales señales. Pero éstas están allí, para cualquiera que honestamente quiera verlas y escucharlas. Para los que no lo quieren, jamás existirán, pero no por ello dejarán de estar allí y manifestarse.