Con las reservas naturales de cada realidad nacional, no cuesta trabajo formular la hipótesis que hubo un cierto modelo de desarrollo imperante en América Latina basado en la autarquía de los mercados internos y en la existencia de un pacto político consustancial.
Se trataba de un peculiar sistema de relaciones que se prolongó desde la posguerra hasta los inicios de la década de los 80 que suponía escuetamente los siguientes elementos;
a) una industrialización sustitutiva de importaciones centrada en el mercado interno;b) una relación compleja con los sectores agrarios tradicionales que en algunos casos no fueron tocados – Chile – o fueron un soporte importante para mantener la viabilidad de este esquema – las rentas vía impuestos que erogaba la oligarquía argentina – o el caso particularísimo de México que eliminó de la escena nacional a los grandes hacendados por efecto de una revolución agraria;
c) una forma de liderazgo populista centrada en la figura carismática de un líder – Perón, Vargas, Cárdenas -, que se asienta en Chile en un importante sistema de partidos pero que tiene también a grandes figuras como Alessandri, Frei, Ibáñez, Allende;
d) la existencia de un pacto político que unía y beneficiaba a los sectores medios vinculados al Estado y a un sector del empresariado crecido al amparo de éste y de una importante franja de trabajadores.
El Estado, en este esquema, era el referente central y la lógica de funcionamiento de este régimen consistía en la repartición de las ganancias estatales a los participantes de este pacto;
e) el Estado, en consecuencia, no era un actor autónomo ni efectivo, sino que era cautivo del pacto social referido y por tanto era francamente débil e hipertrofiado. El sistema clientelista en gran medida defendía el tipo de relación entre grupos corporativos, partidos y Estado.
A este esquema respondió la sociedad populista del continente que mantuvo, de acuerdo a los gobiernos de turno, una relación más bien distante con los gobiernos socialdemócratas europeos y en particular con la socialdemocracia internacional. Es sólo a partir de la década del 70, cuando la sociedad populista entra en una crisis casi terminal, cuando la socialdemocracia tiende nexos en América Latina hacia un conjunto muy abigarrado de fuerzas políticas que van desde el Sandinismo nicaragüense al PT brasileño, el Radicalismo y el Socialismo chilenos, el PRI mexicano o Acción Democrática en Venezuela. Todo ello inspirado por los liderazgos de Olof Palme, Willy Brandt y luego por los socialismos de Felipe González y Miterrand. El contexto del diálogo que establece la socialdemocracia europea con estas fuerzas de América Latina estuvo centrado muy fuertemente en el tema de la reconstrucción de la democracia en los países en donde imperaban férreas dictaduras militares – Chile, Argentina y Uruguay – en una situación de relativa hegemonía de una política denominada Doctrina de Seguridad Nacional, que fue el ropaje de los regímenes políticos de fuerza para contener movimientos insurgentes y movilizaciones sociales que ya desbordaban a las diversas sociedades en una fase de aguda descomposición del arreglo populista.
¿Qué tipo de intercambio o diálogo fructífero es posible pensar hoy en día entre la Europa socialdemócrata y América Latina y sus fuerzas progresistas en un contexto que ha cambiado en variados aspectos? Paradójicamente hoy en día parecen haber más puntos de contacto y condiciones sociopolíticas similares que en el pasado.
América Latina ha sido mucho más vulnerable a los cambios en el mercado internacional, puesto que ha tenido que pasar por complejas políticas de ajuste que, recubiertas o no de una retórica neoliberal – ya en verdad en retirada – han buscado enfrentar lo inevitable: la apertura de las economías, la búsqueda de ventajas comparativas en el mercado mundial, la descarga de los enormes gastos del Estado, el orden de las cuentas externas e internas, el control de la inflación, la racionalización de los sistemas impositivos, etc. Ello se ha llevado a cabo – absoluta candidez del neoliberalismo ingenuo que ha proclamado lo contrario – con un fortalecimiento ingente del Estado que, en muchos casos, ha procurado refugiarse sobre sí mismo para obtener grados de autonomía para actuar sobre la sociedad.
Precisamente las crisis se han suscitado por una congénita debilidad del Estado producto del populismo que lo hizo cautivo de un pacto político asfixiante. No de otro modo se puede entender el fracaso de Alan García en Perú, que ensaya el viejo repertorio político en un contexto que ya había cambiado radicalmente, o el intento similar de Alfonsín en Argentina. Los procesos de cambio han estado liderados, en algunos casos, por viejas figuras populistas – Caldera en Venezuela – o gobiernos que reclaman esa herencia, como Menem en Argentina, que apelan precisamente al mito populista para efectuar el ajuste, o derechamente, por figuras externas al sistema político que aparecen como “salvadores” – Fujimori en Perú -, o como en el caso peculiar de Chile, por un gobierno militar que realiza el grueso del ajuste bajo duras condiciones autoritarias. En todos los casos se producen serias crisis de legitimidad y desajustes sociales considerables.
Si bien América Latina cuenta con una fragilidad mayor en varios campos en comparación con las sociedades europeas – deudas externas abultadas, marginalidad social, baja legitimidad del andamiaje democrático – la naturaleza de los desafíos y las preguntas dignas de ser planteadas parecen encontrar terrenos comunes.
Naturalmente, el punto de partida es cómo compatibilizar el crecimiento económico y la competitividad con grados tolerables de cohesión social y de mantención de políticas selectivas de redistribución. Lo que reflejan las recientes elecciones europeas es que, no es aceptable por una comunidad política y social la noción de un Estado mínimo, que eleva a tal nivel los grados de incertidumbre colectiva que en el extremo hace imperar una suerte de “individualismo posesivo”, tornando a la persona en un neto maximizador despiadado en el mercado.
Desde ese punto de vista, cobra sentido incluso en sociedades de nivel de desarrollo mediano, como las nuestras, el abanico de políticas susceptibles de configurar un cierto modelo de desarrollo que, una vez pasados los períodos complejos de ajuste, opten por mantener aquel “umbral civilizatorio” acuñado recientemente en las elecciones francesas.
Lo anterior implica la necesidad de contar con agentes estatales fuertes, dotados de autonomía para actuar a resguardo de intereses corporativos de cualquier naturaleza. Ello supone que existan los contrapesos adecuados entre razón técnica y política, es decir, el surgimiento de elites capaces de discernir potenciales de desarrollo económico en consonancia con el desarrollo social de sus respectivas sociedades.
En segundo lugar, a la par de la descarga del Estado de muchas de sus funciones empresariales; éste debe asumir funciones regulatorias muy marcadas en relación al sector privado y su funcionamiento.
El debate local a menudo pierde de vista que las democracias más desarrolladas, sin ir más lejos como la norteamericana, cuentan con una frondosa legislación que, por ejemplo, protege de manera vigorosa al consumidor que no queda a merced del puro mercado.
Por otro lado, el ente estatal debe estar en condiciones, en estrecha relación con actores sociales y políticos – que deben pasar por su propio proceso de reconversión – de actuar a lo menos en tres campos: seguridad social, salud y, muy centralmente, en educación.
Aquel Estado de Bienestar inteligente señalado en el programa de Blair en Inglaterra, supone una preocupación real y genuina de parte del gobierno, en generar una adecuada red social, tanto para integrar al desarrollo a los sectores rezagados, como para entregar adecuados resguardos al mundo laboral para reciclarse cuando los cambios económicos lo ameriten y entregar una eficaz capacitación. Si se atiende en este punto a los aspectos neurálgicos del proyecto chileno denominado Protac (Protección al Trabajador Cesante) elaborado por el gobierno, una mínima consideración concluye que se trata de una iniciativa elemental y básica en la línea de argumentación que aquí se expone y que, en verdad, sólo el egoísmo provinciano de parte del empresariado nacional, explica su negativa a aceptarlo.
En la esfera de la salud, un verdadero esfuerzo solidario significa generar condiciones para el desarrollo de una suerte de fondo nacional de salud, de cotización universal, que permita un fortalecimiento del sector público y, a la vez, incentive el efectivo compromiso del sector privado en la inversión de infraestructura, entre otros cometidos.
Finalmente, en el campo educacional, el fuerte de la apuesta socialdemócrata en la actualidad, es nada más y nada menos, que una preocupación por el capital humano a la luz de la aguda depreciación a que lo llevaron las políticas liberales. Aquí son relevantes nociones muy diversas, tales como la necesidad de una educación continua de la fuerza de trabajo, la idea de la formación de profesionales polivalentes capaces de adaptarse a ámbitos laborales variados y la formación de un sistema educacional público vigoroso, capaz de nivelar hacia arriba, en entregar competencias y conocimientos que le permitan al más modesto escolar acceder a una formación de excelencia de acuerdo a talentos y capacidades.
Si lo anterior esboza los rudimentos de una política efectivamente progresista en la actualidad, ello supone una opción deliberada para las diversas sociedades. Si se quiere una sociedad competitiva y se circunscribe el desarrollo a puros logros económicos, pero con una fuerza de trabajo depreciada y en creciente precarización de sus empleos, sin duda que se sientan las bases para una sociedad empobrecida y polarizada. Pero si la apuesta es por cambios graduales pero sostenidos en el sentido indicado, se habrá hecho sin duda una contribución espectacular a generar relaciones humanas sanas, solidarias y con grados crecientes de equidad. Se trata de una apuesta arriesgada en este opaco y confuso fin de siglo.