La cuestión del acceso a la educación no puede seguir siendo el eje de un programa progresista de este sector. El acceso a la escuela está universalizado en el país. Las encuestas CASEN demuestran que el segmento minoritario que no accede al liceo no carece de oferta desde el sistema escolar y si no se incorpora es, en parte, por razones no imputables a dicho sistema y en parte porque la escolaridad no atrae a los jóvenes.
La cuestión que está abierta es la de los objetivos, funcionalidad, contenidos y formas de la educación, lo que se viene denominando “la calidad” y la pertinencia de la enseñanza respecto a las demandas de la realidad. Es también problemática la cuestión de la organización y los recursos para la educación.
Un programa progresista para la educación tiene, en consecuencia, que centrarse en esos temas. Independientemente de la voluntad y de la acción de los sectores de izquierda, otros sectores políticos y sociales confluyen en que el problema es cualitativo y que lo que se requiere es una reforma significativa del sistema escolar.
En el programa del primer Gobierno de la Concertación, el sello de la política educacional estaba, por una parte, en crear condiciones básicas para ulteriores transformaciones mayores y, por otra, en introducir fuertemente el principio y la práctica de la equidad como rector de las decisiones sobre educación. El foco prioritario de acción fue la educación preescolar y la básica.
El segundo Gobierno de la Concertación, reflejando el giro de la transición, ha definido su política educacional como de modernización, coincidiendo con otros sectores en esta denominación. Sobre la base de las condiciones ya desarrolladas, avanza en una no claramente visible pero significativa reforma, centrada esta vez en la educación media.
La discusión y los conflictos en torno a problemas educacionales específicos no han permitido un debate colectivo suficiente sobre la cuestión de fondo. Los árboles no han dejado ver el bosque. El problema no es el acceso, ni la necesidad o urgencia de una reforma. El problema es el carácter de ella. En otras palabras, el contenido y la dirección del esfuerzo de modernización.
Distintos sectores tienen diversos entendimientos de la modernización en educación. Desgraciadamente, en la izquierda ha predominado el instinto de rechazo y la vocación restauradora de las prácticas educacionales del Estado pre 1973. Se observa también una tendencia a la aplicación fácil de la etiqueta “neo-liberal” a toda propuesta de transformación en el sentido de actualizar, innovar, flexibilizar o incorporar nuevos actores no estatales.
El grueso del empresariado y la derecha – a diferencia del pasado, más vivamente interesados en la cuestión educativa que la izquierda – entiende en forma simplificadora y reduccionista la modernización como privatización más tecnología y más orientación hacia la competitividad.
A mi juicio, el programa progresista debe asumir la iniciativa en la modernización de la educación e imprimirle su propio sello. Coincido con Ernesto Ottone (CEPAL), en que estamos todos embarcados en la modernidad. El problema es si nos embarcamos en ella “como galeotes” o “como tripulantes”. Esto último, según Ottone, implica embarcarse con memoria, con bagaje y con proyecto.
En educación, esto significa que el programa progresista no puede cimentarse en la cultura de la nostalgia ni del inmovilismo, que la convertiría en “galeote”. La educación debe embarcarse en la modernización. En particular, la educación pública debe modernizarse si quiere sobrevivir. Es más, la educación pública debe convertirse en timonel, en proa de la modernización educacional.
Pero el compromiso con la modernización en educación no puede significar que se parte de “cero”, ni desconocer la historia de la educación chilena ni fomentar un currículo que desconozca nuestras raíces, en su más pleno sentido. Modernizar la educación significa también valorizar y potenciar las capacidades propias y emplear nuestro “bagaje” para transformarla. Modernizar significa por último y obviamente, tener proyecto; es decir, concordar tanto el carácter de la sociedad y la cultura que queremos, como el tipo de formación que vamos a desarrollar. Modernizar en educación es algo más que incorporar la tecnología de punta.
A diferencia del simplismo neoliberal, para el programa progresista la reforma educacional es primero que nada un esfuerzo cultural de largo aliento y no sólo una cuestión de recursos y gestión. Es un esfuerzo por conciliar “memoria y progreso”, “libertad individual y sentido comunitario” y, al decir de Humberto Maturana, integrar “formación humana y capacitación”, “ser y hacer”.
Mas en particular, la modernización tiene que combinar desarrollo (innovación, flexibilidad, nuevos medios) con equidad social y con participación democrática.
La modernización como reforma educativa
Si se la entiende con los sentidos ya indicados, el programa progresista puede manifestar acuerdo con los dos objetivos sustantivos de la reforma, según se concordó en el debate sobre modernización que tuvo lugar en 1994: 1) proveer una formación general de calidad similar para todos (parvularia y básica); y 2) mejorar y reformar la educación media.
En relación con el primer objetivo, habría que valorizar y profundizar el esfuerzo gubernamental por la equidad, las prácticas de discriminación positiva y la “elevación del piso” del sistema escolar en lo relativo a recursos y medios. Habría que apreciar el nuevo impulso expansivo que se está emprendiendo: el que se propone la extensión de la jornada de atención, para que todas las escuelas y liceos funcionen en un solo turno de atención diaria prolongada.
En relación con el segundo objetivo, está también aquí en marcha un serio esfuerzo para levantar la plataforma básica de funcionamiento de la educación media pública, postergada por muchos años. Pero se presenta una cuestión de fondo que no ha sido debatida suficientemente: la educación media ¿seguirá intentando entregar capacitación técnica, como lo demanda el sentido común nacional, o se concentrará en mejorar la formación de las competencias más generales para el trabajo y para estudios ulteriores, como lo señala la racionalidad instrumental, dejando la provisión de las competencias laborales específicas a la empresa o a centros especializados no formales de capacitación?
Un tercer esfuerzo, que cruza los niveles educativos, es el de la actualización y descentralización curricular. Se ha iniciado un proceso que es culturalmente significativo: primero, por proponer la puesta al día de los contenidos educacionales que, en lo grueso, fueron implantados a comienzos de la década pasada. Hay aquí un desafío para superar el anclaje en el autoritarismo, para incorporar las “novedades” que han ocurrido en nuestra civilización y en el país desde entonces y para anticiparse a las condiciones del nuevo siglo. En segundo lugar, significa balancear la orientación de la educación entre la formación de personas y el desarrollo de competencias intelectuales y laborales; al decir de CEPAL, entre “ciudadanía” y “competitividad”. El programa progresista no podría privilegiar una en desmedro de la otra. El arte está en conciliarlas.
Políticamente, la renovación curricular es significativa porque se propone como un proceso descentralizado, en que el Estado nacional es responsable de un núcleo básico común que preserve nacionalidad y se asigna un importante margen de decisión a las escuelas y liceos. En otros términos, es una oportunidad para preservar “unidad a partir del reconocimiento de la diversidad” y para transferir capacidades desde la cúpula estatal hacia la base social del sistema escolar.
Las conflictivas condiciones de la modernización
En los componentes propiamente educacionales de la reforma es posible encontrar algunas áreas de acuerdos relativamente amplios y también interpretaciones diversas y debatibles. Pero entre los componentes instrumentales de la reforma, es decir, en las políticas referentes a las condiciones institucionales y a los medios de la modernización, predominan los desacuerdos sobre las concordancias. Es el caso de las políticas relativas a la trilogía “docentes/gestión/ financiamiento”.
Al respecto, se reflejan claramente tres opciones: una, la tradicional-estatista, que sueña con reconstituir al magisterio como cuerpo funcionario regulado y protegido, en el marco de un Estado benefactor, que se responsabiliza por administrar centralizadamente la oferta de educación pública y que financia el esfuerzo educativo con impuestos redistributivos, asignando el excedente recaudado mediante la programación presupuestaria. Esta opción tiene cierta fuerza en los sectores más activos del profesorado y, por cierto, en la izquierda conservadora.
Otra opción clara y nítida es la neoliberal, que extiende mecánicamente al campo educacional las fórmulas que le han dado hegemonía en el campo económico: el magisterio o como pequeño empresario o como trabajadores en el libre mercado de empleo docente, las escuelas administradas como empresas y el Estado reducido a proveedor de financiamiento para que los pobres puedan adquirir libremente educación con el subsidio estatal en el bolsillo.
Una tercera opción, que no se ha configurado fácilmente porque se encuentra tensada desde los extremos, es la que, a mi juicio, debe representar el programa progresista de modernización democrática: el magisterio como una profesión de servicio público, que se inserta diferenciada y flexiblemente en un sistema educativo plural. Un sistema en que el Estado tiene una responsabilidad activa y conductora (“de timón pero no de remero”, se ha dicho), que deja margen para iniciativa privada y comunitaria en educación. Un financiamiento público que se asigna con criterios de descentralización y equidad, combinando apoyos universalizados con incentivos al desempeño.
Esta tercera opción está relativamente representada por las actuales políticas del Ministerio de Educación, pero para coincidir plenamente con las de un programa progresista, en mi opinión deberían enriquecerse con una mayor presencia de dos dimensiones que las alejen de toda contaminación tecnocrática: una, la política, que apunte más activamente a favorecer la participación de actores sociales en los asuntos educativos; y la otra, la cultural que se haga cargo más claramente de las implicaciones culturales de la política educativa. Las escuelas, decía el ex Ministro de Educación Jorge Arrate, no son fábricas de zapatos. El campo educacional es un sector que los economistas llamarían “intensivo en trabajo” (“labour intensive”) y que prefiero señalar como un ámbito en que son significativos los símbolos, los sentidos y las interacciones entre personas. Es por último un campo en que se transmite y también se genera conocimiento. Todo eso hace la diferencia y un programa progresista debe reconocerlo y asumirlo. De otro modo no será una modernización democrática.