(La izquierda que imagino corre el riesgo de chocar frontalmente con creencias y actitudes ampliamente compartidas, por lo que no sólo resultará impopular, sino hasta antipopular)
Fernando Savater
CRÍTICA AL CRITICISMO
El año 1998 pareció ser un año de despliegue de la producción intelectual criticista. Producción que bien puede considerarse inaugurada y estimulada por el exitoso libro de Tomás Moulian, publicado el año anterior. Podría pensarse incluso que este autor creó “escuela” en cuanto a estilo y orientación crítica.
Sino hubiese ocurrido la detención de Pinochet, 1998 pudo haberse revelado comunicacionalmente como el año del despertar criticista de la intelectualidad criolla.
Son testimonios de esta producción los numerosos ”papers” (también puede decirse “documentos” o “escritos” que circularon como respuesta a un documento (“La fuerza de nuestras ideas”) cuya autoría se le adjudica a Edgardo Boeninger y a J. J. Brünner. Pero sobre todo los son los varios y publicitados libros que vieron la luz o se reeditaron durante el año. (1)
Existiendo grandes diferencias entre algunos de ellos, lo que permite identificar y tratar como unidad estos trabajos son dos cosas. Una ya dicha: el criticismo. La otra es que las críticas apuntan de preferencia a interrogar radicalmente “la transición” y de paso a los conductores políticos de la misma.
Sería un error pensar que este tipo de escritos fue monopolizado por intelectuales de izquierda o “progresistas”. En realidad, la oleada crítica incluye a intelectuales de derecha.
El cauteloso silencio de los intelectuales
No es nuestro afán fungir de comentaristas de estas publicaciones. El interés de referirnos a esa prolífica producción surge porque vemos en ella un fenómeno (o varios, en realidad) de cierta relevancia y que tiene que ver con la sociedad chilena y sus intelectuales, al menos con aquellos que más difusión han tenido en los últimos tiempos meced a sus exageraciones criticistas.
De estos escritos llama la atención la radicalidad – que a veces raya en la agresividad – con la que se interroga lo acaecido en Chile desde 1988 hasta el presente, o sea, al período catalogado como “transición”. Y las baterías apuntan principalmente hacia el primer gobierno de la Concertación. Por ende, uno de los personajes más vilipendiados es don Patricio Aylwin, tanto así que se hizo merecedor de una de las varias “Cartas” editadas en 1998.
¿Intelectuales o sermoneros?
Un primer punto analizable de estos textos es el siguiente: ¿por qué hoy, cuando el proceso transicional está consolidado en sus formas y contenidos, toman vuelo las críticas? ¿Por qué no se formularon ayer cuando el proceso recién comenzaba y, por lo mismo, era susceptible de enmiendas?
Y su puede hilar todavía más fino. El grueso de los criticistas de hoy goza desde hace tiempo de más que suficiente prestigio intelectual. Ergo, no habrían tenido mayores dificultades para acceder a editoriales, revistas y periódicos y expresar oportunamente sus reparos durante los inicios de la transición. Pero no lo hicieron, salvo poquísimas y esporádicas excepciones. Si se estudia la bibliografía y la hemerografía de ese período se podrá constatar que la intelectualidad mantuvo un silencio calificable de vergonzante ante los mismos acontecimientos o dinámicas que hoy juzgan lapidariamente.
No vamos a buscar razones explicativas de esos silencios a la manera de Paul Johnson.
Pero sí corresponde una constatación. Es una constante histórica en la intelectualidad criolla y latinoamericana comportase como analistas políticos críticos a posteriori de los grandes sucesos. ¿Cuándo escribieron sobre el populismo, por ejemplo, los intelectuales más conocedores del tema? Cuando este había dejado de existir. ¿Qué intelectuales chilenos le dieron sustento teórico a “la vía chilena al socialismo”, puesta en práctica por Salvador Allende? Ninguno conocido. No obstante, después de la muerte de Allende sí han osado escribir acerca de cómo debió hacerse.
El problema es, entonces, bastante serio. ¿Cómo se puede nutrir intelectualmente la política si los intelectuales, o una buena parte de ellos, sólo quieren hacer crítica historiográfica, o sea a posteriori de los hechos históricos en los que ellos participaron pasivamente?
Y todavía hay un asunto peor. Sin duda que la historiografía en sí es un auxilio para el mejoramiento de la calidad de la política. Pero no lo es tanto, cuando el cientista social gasta más tiempo y páginas en sermonear a los políticos que en develar hechos y procesos históricos y explicativos de realidades presentes. ¿Qué es si no un largo y aburrido sermón la “Carta abierta a Patricio Aylwin” de Armando Uribe? Y, en el “Chile Perplejo”, Alfredo Jocelyn-Holt se dedica a sermonear a medio mundo. (Con todo ese es uno de los mejores libros de la “escuela” criticista publicados en 1998).
Cabe la sospecha que detrás o junto a esta afición por el sermón está una buena dosis de pedantería cursi de los intelectuales criticistas. ”Este libro tuvo sus orígenes allá por el año 1994, en los márgenes del río Cam, a la sombra del King`s College, cuando intenté infructuosamente convencer a mi mujer, la historiadora Sofía Correa, que escribiéramos juntos una historia de los años 50 y 60” (“El Chile Perplejo”). Suena a pedantería cursi ¿o no?. Si se tratara de un Goethe, de un Víctor Hugo, de un Huidobro, resulta interesante enterarse a orillas de qué río se sintió la inspiración de una obra. Pero en este caso…
Armando Uribe no lo hace mal. En el libro mencionado describe todo su currículum en tercera persona. “Europa, París. Ganarse la vida de las ocho personas de su familia, haciendo clases de Derecho y Ciencias Políticas en la Sorbona antigua… Escribió dos libros sobre Chile publicados en Francia” Y describe un encuentro con Patricio Aylwin: ”Le dije a mi amigo Rafa (Rafael Gumucio): muy bien. ¿Dónde? En el café Deux Magots. Ahí nos encontramos los tres. Había Usted (Patricio Aylwin) llamado a su casa al gran constitucionalista Maurice Duverger, para entrevistarse con él. Duverger, excusándose de recibirlo, le dijo: en representación de la Sorbona puede encontrarse con Usted el profesor (el que firma esta carta)… En la primera conversación, y caminando hacia el jardín del Luxemburgo contiguo a la Sorbona, dijo, que deseaba ponerse al día en los trabajos europeos sobre Derecho Público” Si esto no es cursilería pedante, qué es.
(A propósito de esta modalidad pedante de parte de la intelectualidad criolla no puedo resistir la tentación de narrar lo siguiente: hace algunos meses fui invitado, entre muchos otros, por cierto, a una exposición de Eugenio Guzmán sobre “Chile un caso de modernización inconclusa”. Comentaban la ponencia Jaime Estévez y Arturo Fontaine Talavera. Este último comenzó sus palabras señalando lo mal escrito que estaba el trabajo y que tal calificación era un riesgo que corrían los que se aventuraban a someterse a la crítica de un escritor. Luego de esta dulzura, continuó con un sinfín de ironías que hacían el deleite de gran parte del público, básicamente representativos de la derecha, embobados por el despliegue de ”ingenio de salón”) (Hegel) del que hizo gala el escritor.
En fin, para sermonear hay que disponer de una mínima reserva de pedantería y, reconozcámoslo, esta última es una cualidad más o menos universal en la intelectualidad. Pero, ¿para qué la cursilería?
La preferencia por el sermón no sólo requiere de pedantería. Requiere también del autoconvencimiento que quien sermonea es depositario de algún grado de superioridad moral. Sin duda que todo intelectual crítico se autosupone superior al menos a la media de los criticados. Pero la crítica intelectual rigurosa es tal manteniéndose dentro de los cauces del oficio intelectual, que dista mucho de las esencias y formas del oficio sacerdotal. Es cierto, por otra parte, que la crítica intelectual incluye, a veces aspectos de la moral, pero en tanto éstos se relacionan a conductas de injerencia en lo social y observados bajo la lógica de su racionalidad intrínseca.
Nuestros criticistas, quizás sin percatarse, en muchos momentos y sobre diversos temas, invierten el proceso de la crítica intelectual: la abordan desde prejuicios morales, desde principios éticos absolutizados y ahistorizados, desde una “ética de fines últimos” que nunca definen con precisión. Tal vez por ello es que la moda sea un estilo literario más próximo al de la novela que al del ensayo. Es un estilo que permite más licencias, menos explicaciones, más subjetividades emotivas, más calificativos y que permite a su vez soslayar el tedioso método de la investigación y reflexión acuciosa y desprejuiciada. Pero sobre todo, permite decir cosas porque sí, haciendo aparecer la crítica superficial como crítica profunda gracias a la liberalización de los estilos.
*Los intelectuales también son mortales”
Mucha, muchísima arrogancia y pedantería moral estilan los textos del criticismo intelectual de moda, dejándolas caer – era que no – contra personeros de la política o contra los políticos sin distinción.
Ya se dijo, dosis de pedantería y sentimiento de superioridad han sido siempre componentes de la intelectualidad crítica. Pero los grados de personalización y, a veces, hasta de rabia, con que critican nuestros criticistas, tienden a salirse de la norma histórica y, por lo mismo, instalan otro fenómeno “moderno” digno de reflexión.
Al respecto, cabe una primera hipótesis: entre los intelectuales ubicados en los mundos de izquierda, progresistas y demo-liberales no sólo hay frustraciones sino también resentimientos contra la dirigencia política que ha gobernado el país en los últimos años. Y razones no les faltarían. No es identificable la existencia de una política cultural de gobierno o de Estado en este período (ni muchos menos de partidos). Más aún, ni siquiera ha habido políticas de reforzamiento de los espacios propios para el desenvolvimiento de la intelectualidad. En lo grueso, las universidades estatales siguen deterioradas, los circuitos de expresión y de difusión han continuado estrechándose de manera grotesca y los vínculos entre los entes políticos y la intelectualidad son nulos o puramente formales. Particularmente el gobierno vigente ha dado demasiadas señales de indiferencia hacia la cuestión cultural y hacia los intelectuales.
Es verdad, los intelectuales, como cuerpo, no tienen mucho que agradecer a la dirigencia política actual. Pero no son menos ciertas otras dos cosas. Primero, si algo se espera de ellos es, precisamente, que su producción, su creatividad no se vea opacada o inundada por lo corporativo. Y, segundo, los intelectuales no son “minorías silenciosas” (al menos tienen cualidades para no serlas), no obstante, ¿dónde están las comunidades intelectuales? ¿Desde cuándo no se ve una reacción mancomunada de la intelligentzia del país que, precisamente, haga sentir que el país dispone de ella? Si algo en común tienen en los escritos criticistas es su casi inusitada confianza en la “sociedad civil” y sus iteradas convocatorias a su activación. Pero, ¿qué han hecho los intelectuales con “su” propia sociedad civil?
La segunda hipótesis se acerca bastante a una sospecha: el criticismo de los intelectuales, o de muchos de ellos, obedece más a una línea de competencia con la dirigencia política, para lo cual recurren a la crítica intelectual como instrumento político en sí. Una competencia vergonzante, tímida, subrepticia, inconfesa, pero que se delata en la esencia de los discursos criticistas: la supuesta perversión de la política y el supuesto agotamiento de la “clase política”. Si se dan por válidos estos supuestos, ¿a quién recurrir para recuperar la política y la calidad de la misma? Los intelectuales no dicen “¡a nosotros!” (ese sería un detestable gesto político), sino que recurren a elipsis más o menos sofisticadas. Así como por ejemplo, algunos sugieren la necesidad de un proyecto alternativo que se ampare en los grupos hoy marginados, donde, casualmente, ellos ejercen una hegemonía cultural sin par. Otros apelan a nuevas generaciones “no políticas”, calificación que calza exactamente con los rasgos de los apeladores.
Esta velada competencia plantea problemáticas de suyo interesantes. Entre intelectuales y políticos ha existido siempre conflicto, por la naturaleza distinta de uno y de otro oficio. Pero no necesariamente competencia, por la misma causa, o sea por la distinción esencial entre uno y otro oficio. Podría decirse que entre ambos grupos operaba una suerte de repartición de poderes y status. Los intelectuales eran los propietarios de las cosmovisiones, de los grandes proyectos holísticos, los racionalizadores de los fenómenos políticos y, merced a tales funciones, recibían el respeto y la audición de los políticos. Estos, por su parte, ocupaban los espacios institucionales y formales del poder e incluían en sus discursos reflexiones del universo intelectual.
¿Qué ocurrió? Los políticos “traicionaron” a los intelectuales, al menos en cuanto al rol que desempeñaban sus elucubraciones, sus ejercicios volitivos, y los reemplazaron por los “tecnócratas”, las encuestas, las mediciones mediales.
Para peor de los males, junto a a “traición” de los políticos, se instaló majestuosa y omnipotente la televisión como principal orientador cultural del pueblo-nación, suplantando el papel de los libros, las aulas, las tertulias, es decir de los intelectuales. Así, como muchos otros, el oficio de intelectual tradicional entró en decadencia y los intelectuales, sin percatarse del fondo del problema, decidieron declarar la guerra a la actividad que, quiéranlo o no, los cobijó cual mecenas, durante décadas: la política.
Inorganicidad intelectual
Quizás lo anterior explique a su vez otra característica del criticismo actual: es socialmente inorgánico, es decir, no nutre ni se nutre colectivamente de nada que tenga sustento socio-estructural (salvo que se considere como tal la angustia, la ansiedad, la infelicidad, el malestar sicológico difuso).
La crítica intelectual tradicional tendía a articularse “espontáneamente” a grupos sociales más o menos identificados y también a diversas vertientes ideológicas y políticas bien constituidas. Ello no sólo le daba organicidad a los pensamientos críticos sino que además le concedía eficacia natural a la “práctica teórica”.
Lo que se observa hoy en la intelectualidad comentada es que su criticismo es, en gran medida socialmente aséptico, o si se quiere, socialmente transversal. Esto es, no importa en qué lugar político-ideológico se ubique el intelectual, su crítica refleja sentires compartidos por los más diversos y distintos sectores de la sociedad. La crítica tiende a unificar corporativamente a las clases sociales y a eliminar el conflicto entre ellas. ¿Por qué? Básicamente porque las críticas apuntan a dos “enemigos”: la “clase política” (y con el concepto y calificativo “clase política” se elimina de paso la idea de la representación social conflictiva de la política) y a la modernidad y a la transición, es decir a dos procesos que despiertan reparos socialmente transversales, si se les da – como se les da – un significado unívoco y efectos también unívocos para todos los conjuntos.
Lo anterior tiene repercusiones importantes en las conductas de los potenciales agentes sociales activos. Los discursos criticistas – no en sí sino por sus características – tienen organicidad con la anomia masiva que cunde en Chile y coadyuva a su reproducción.
Primero, porque opone maníqueamente y sin distingos sociedad versus política. La lectura masiva de tal apreciación alienta apatía política, toda vez que dice, comunicacionalmente, que no existe conflictividad relevante en la sociedad civil y sí la existe entre esta como tal y la clase política. Así se postula a la desaparición del conflicto social cotidiano, real e intrínsecamente político para reemplazarlo por una conflictividad artificial e ideológica contra la política.
Segundo, porque respecto de la transición sostienen una visión paralogizante. Se limitan a denunciar su fracaso por lo que no fue, por lo que no hizo. Pero no levantan un diagnóstico de lo que hoy es y menos un cuerpo de ideas que colabore a un proyecto de enmiendas. En el terreno del quehacer el criticismo pareciera proponer un “todo de nuevo”, la necesidad de reiniciar otra transición. ¿No será pedirle mucho a una sociedad después de 10 años de discurso transicional?
Y tercero, porque a la modernidad se la acusa de ser “neoliberal”, “excluyente”, “desigual”, etc. Pero no se objetivizan las críticas, esto es, tales resultados, en boca de los criticistas, serían producto de la voluntad y arbitrio de la “clase política” y que además habrían fraguado desde dinámicas conspirativas entre la Concertación, los empresarios y el “pinochetismo”. Frente a tales poderes confabulados en su contra ¿qué incentivo puede tener el ciudadano pata activarse política o socialmente?
Repetimos entonces, la organicidad del criticismo se encuentra en las masas anómicas a las cuales el criticismo alienta.
Pero no sólo allí hay organicidad. También la hay respecto de grupos tradicionales que sobreviven en nichos político-culturales, que, en estricto rigor, no están al margen de los cambios modernizadores sino que están instalados en sus espacios más volátiles, en donde la existencia es más dramáticamente frágil y dependiente de flujos modernizadores que no se sabe de dónde vienen, pero que lo alteran todo.
También el criticismo tiene una organicidad imaginaria, puramente emotivo-cultural y que, no obstante, se materializa en pequeños cuerpos sociales y en individualidades. Imaginaria y emotivo-cultural porque alude a situaciones mitificadas del pasado. Sea a la generación y valores de los sesenta, sea a una derecha republicana y demo-liberal. Nada más indicativo de esto último que las confesiones de Alfredo Jocelyn-Holt al término del libro aquí citado: ”Decía que escribo desde un lugar que no existe. Me corrijo. Escribo de una derecha, en el fondo, de un mundo tradicional que no existe, pero que sí existió en su momento”.
Estas dudosas organicidades del criticismo dejan al descubierto una esencialidad aromática: sus sesgos conservadores. En el fondo, lo que se reclama es un retorno a grados de comunitarismo de origen agrario y fondista (criticismo de izquierda) y/o una vindicación del viejo orden y dinámica política inspirada en las relaciones tradicionales de la hacienda.
Ignorancia acerca de la política
Insistimos y asumimos que es propio de la intelectualidad criticar la política. Malraux identificó en una sola frase la causa perenne que tiende a conflictuar ambos momentos: ”La política es maníquea. El intelectual es antimaníqueo” Pero lo que cuesta aceptar es que la intelectualidad criticista las endilgue contra la política por ser política.
Armando Uribe se ganó los aplausos y la simpatía del criticismo con la siguiente frase dirigida al ex Presidente Patricio Aylwin: ”No hay justos en la medida de lo posible. No hay justicia en la medida de lo posible, ni verdad a la medida, ni reconciliación ni amor mensurado por el metro de lo que se puede”.
Alfredo Jocelyn-Holt es todavía más preciso en lo que se refiere a su concepto de la política y de los políticos: ”En suma, lo que les ha interesado es el poder, no la política… Son los que abrazan la ’medida de lo posible’ a fin de compartir el poder”.
Estos balbuceos moralitos, de los que están plagados la mayoría de estos textos, indagan profundamente el valor intelectual de la intelectualidad criticista.
”Les ha interesado el poder, no la política”. Por favor, de qué si no del poder ha tratado la política desde que el mundo es mundo. ¿Por qué esa aversión al poder? (Me temo una respuesta nada grata, que veremos más adelante) Y se puede ir más lejos: ¿Acaso las estructuras societarias no políticas más significativas no se ordenan en torno de las relaciones de poder? Discutir sobre ética en la política – lo cual hace mucha falta en momentos de desintegraciones cultural-valóricas – no aporta nada sin tener en cuenta la dimensión esencial: el poder y su ejercicio. Un político miente cuando niega su aspiración de poder y la oculta tras la socorrida frase “vocación del servicio”. Miente tanto como cuando un empresario niega su interés por el lucro y declara que sus inversiones buscan generar empleo. Entonces, si se va a debatir sobre política no soslayemos la crudeza del tema del poder.
“En la medida de lo posible” es una frase que ha sido satanizada por la intelectualidad criticista y estereotipada como una confesión de cobardía moral y política, como paradigma de las oscuridades de la política, de sus complicidades elitarias, etc.
¿Y si dijéramos que la política está regida por la medida de lo posible? Precisamente porque está sujeta a las leyes del poder, que, como nunca es absoluto, realiza lo que el juego de poderes y contrapoderes le posibilita. ¿Y si dijéramos que una de las virtudes (para algunos, defecto) de la democracia es obligar al poder a actuar “en la medida de lo posible”? Discutamos entonces, quién, cómo, cuándo se define lo posible (y nos vamos a encontrar con que hay muchos quienes, comos y cuandos), pero a partir de la asunción que toda política ejecutable está precedida por una pugna entre apreciaciones sobre lo posible.
Y respecto del contenido ético que encierra el concepto de lo posible, extraña que intelectuales como los nombrados, y más si se trata de historiadores, no conozcan o no aludan a las afirmaciones de Lord Hartley Shawcroos, acusador en el juicio de Nuremberg. Relata Lord Shawcroos: ”El propósito del juicio fue establecer qué había sucedido desde antes de la guerra, y en segundo lugar, aunque con menor importancia condenar a individuos por aquello que parecieran crímenes de guerra, “y castigarlos en la medida de lo posible*, pero el propósito principal era escribir la historia”.
Desdeñar como norma el cálculo de lo posible y desdeñar la realidad del poder es muy propio de intelectuales que, al decir de Gramsci, se creen poseedores del diablo en la redoma. En el fondo, el intelectual es muy fácilmente tentable para devenir en un autócrata literario. Posee verdades que considera intransables y que deberían plasmarse, para el bien eterno de la humanidad, sin considerando alguno, mucho menos el de “en la medida de lo posible”. Escribió Malraux: ??”El sueño secreto de la mayoría de los intelectuales es el de una guillotina sin guillotina”. Siendo así, es una fortuna que tal tipo de intelectuales no comprendan la política ni tengan dotes para practicarla.
Con todo lo dicho no hay ninguna intención de negar las cualidades inconformistas y criticistas de la intelectualidad. El problema estriba en que la actitud intelectual es paradojal. En efecto, si se analiza con detención el criticismo está cargado de estadolatría, es decir, todos los males de la sociedad se denuncian como efectos de la acción de las políticas y de los políticos que actúan desde el poder del Estado. El error conceptual allí es, ante todo, la separación abismal que se establece entre las dinámicas de la sociedad política (Estado) y de la sociedad civil. Esta última aparece siempre como víctima de la primera. Y allí radica el segundo error: considerar a la sociedad civil, a la gente, no sólo inocente sino además libre de toda sospecha de cuanto ocurre en el país y en las conductas sociales. Y esto es paradojal por cuanto, en general, la intelectualidad criticista (de cualquier signo ideológico) promueve una sociedad más activa y libertaria. ¿No es menester entonces indagar también en lo que ocurre en la sociedad civil como tal que impide u obstaculiza esa propuesta? ¿No es conveniente interrogarse también si hay elementos en la propia sociedad, en la gente, que coadyuvan a la existencia de determinado tipo de política y de políticos?
INFANTILIZACIÓN Y LUMPENIZACIÓN DE LA SOCIEDAD Y DE LA POLÍTICA
En mi opinión, si una crítica significativa se le puede formular a la media de la política y de los políticos actuales, es precisamente, su temor, hasta la cobardía, a enfrentarse a una sociedad, a un público, exacerbadamente corporativizado y conductualmente en vías de pauperización. Incluso me atrevo a pensar que en Chile nos acercamos a una perversión estructural del sistema democrático y de la política como proceso y sistema de gobierno. En efecto, la democracia y la política no pueden desenvolverse de manera idónea sin tener en cuenta la distinción entre gobernantes/gobernados y la función direccional del político y de las instancias políticas. Nunca la política chilena – ni siquiera bajo el orden oligárquico – estuvo tan compartidamente mercantilizada y “clientelizada” como lo está hoy. Y esa es una tendencia in crescendo. La trillada frase “lo que la gente quiere”, erigida como ley máxima de la política democrática, refleja la corriente aberrante por donde empieza a transcurrir la política. En buen romance ella es traducible, para la política, en “el cliente tiene la razón”, y aquí el cliente es el ciudadano, el elector. Y lo que es peor, el ciudadano y el elector mediado por la publicidad comercial y los mass media.
A muchos de los intelectuales criticistas no se les escapa esta tendencia a la pauperización conductual de los colectivos, pero domina en ellos una suerte de explicación orwelliana o hobbesiana: se excusa a las masas de todo o casi todo por cuanto existirían hoy modernos Leviatanes (Estado, gobierno, mercado) responsables de la corrupción de aquellas.
Infantilización
En suma, la intelectualidad criticista levanta un discurso que colabora a la reproducción de una infantilización objetivada de la sociedad chilena. Puerilización que se manifiesta en la perentoriedad de las demandas (como la de los niños en los mallas), en altos grados de irresponsabilidad respecto de lo societario, en el hedonismo primario, en incapacidad para construir juicios propios, etc.
La política, como está dicho, lejos de combatir esa infantilización, se adapta a ella, entra en su círculo lúdico. Con un mínimo de lucidez uno puede descubrir con cierta facilidad lo mucho de niñerías que tiene la política criolla: mentiras fantasiosas e ingenuas; teatralidad de infantes; vocabulario y lenguaje ínfimo; interminable repetición de los mismos cuentos; gestualidad de niños imitando a los mayores, etc. Rasgos que, en definitiva, son en gran parte reflejo de comportamientos sociales expandidos y cotidianos. Así, sociedad masiva y política son simultánea y recíprocamente víctimas y victimarios de esta puerilización.
La precarización cultural de la sociedad chilena no es ajena a cuestiones propias y universales en períodos históricos de modernizaciones aceleradas. Cuestiones testimoniadas en innumerables textos que analizan la fase en entreguerras en Europa o los tiempos post segunda guerra mundial en Europa y EE.UU. De una lucidez admirable, por ejemplo, es lo que escribiera José Ortega y Gasset en su famoso libro “La rebelión de las masas”: ”Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera”.
Chile vive una etapa de esa índole. Pero la infantilización de la sociedad chilena, sobre todo, de su política, se relaciona también, y mucho, a los “usos y costumbres” instaurados por la dictadura y heredados de ella. Bien lo describe de la Parra en su “Carta Abierta a Pinochet” : ”Usted es como los padres. Piensa en la Patria. En la familia. Yo soy su hijo y estoy ya mayor. No me dejó decirle lo que pensaba con claridad hasta que cumplí 40 años”. (“Tata” le dicen ahora al senador vitalicio los “pinochetistas” más obsecuentes).
Pinochet es un paradigma de la infantilización de la política: su verbo es de lugares comunes extremadamente primarios y, no obstante, se le festejaba y se le festeja como gracia de niño. Incluso su rudeza y prepotencia era más de un infante matón que de adulto conocedor de su poder. ¿Cuánto de chiquillo amurrado, de chiquillo dueño de la pelota, tenía su estilo político? ¿Y sus colaboradores? En general (y lo “general” implica excepciones), eran desconocedores de las formas de la política y, además, despreciativos con esa actividad. Entonces, en el ejercicio de ella, la simulaban, copiaban imágenes, se esmeraban como escolares en cumplimiento de sus tareas. En fin, fueron muchos años de parodia infantil.
Pero el verdadero drama no radicó allí, sino en tres hechos consecuenciales: primero, la infantilización creó escuela entre las generaciones jóvenes adeptas al régimen militar. Segundo, incluso buena parte de los adversarios de la dictadura se contagiaron con la atmósfera pueril. Y tercero, la sociedad se acostumbró a tales mecánicas políticas. Sin duda no toda la política se contaminó de infantilismo, pero, adivinen: ¿cuáles fueron los hechos políticos y los personajes políticos más difundidos por los medios de comunicación?
Para decirlo en pocas palabras, la dictadura dio margen para que se instalara en Chile un tipo transversalizado de dirigencia política que se afana por demostrarse como “pillines” de barrio.
Lumpenización
Fenómeno que se asocia a otro y que habría sido imposible sin éste: la lumpenización de la sociedad chilena. Expliquemos el concepto para evitar confusiones.
Uso la categoría lumpen ampliando la cobertura que le asigna Marx en “El Manifiesto”. Allí escribe: ”El lumpenproletariado, ese producto pasivo de la putrefacción de las capas más bajas de la vieja sociedad…” La clave en esta descripción está en el vocablo “putrefacción” (digamos “descomposición”, para no ser tan ofensivos) y “vieja sociedad”, y en la idea que deriva de esa descomposición: conductas sin apego a las tradiciones de la clase o grupo social de pertenencia inicial y sin recreación de conductas nuevas, sistémicas, que den lugar a una personalidad propia y, por ende, a una nueva ubicación estructural y permanente en el arco social. Es decir, la categoría lumpen se hace extensible a conjuntos de origen social diverso que resultan de descomposiciones sociales en momentos de transformación de la “vieja sociedad”.
Visto así, la sociedad chilena contemporánea está cruzada por descomposiciones de los más diversos grupos sociales tradicionales y cada una de ellas arroja como resultado una forma de lumpen.
Evidentemente que persisten los grupos sociales estructurados y que son éstos los que continúan definiendo la esencia del ordenamiento social. Pero la influencia de los lúmpenes es muy grande. Primero, porque los propios grupos estructurados están todavía en procesos de transformaciones, lo que les debilita en su capacidad de liderazgo y de expansión socio-cultural. Luego, porque el lumpen constituye una masa considerable y en tanto tal recibe concesiones desde el mercado y desde los mass media. Y por último, porque, dada su heterogeneidad, los diversos lúmpenes se interrelacionan, aunque sea marginalmente, con la casi totalidad de los grupos sociales estructurales.
En las clases altas, la vieja oligarquía, particularmente agraria, la de los apellidos “vinosos”, ha visto emerger su propio lumpen, no tanto, quizás, por empobrecimiento de muchos de sus agentes, sino más bien por la pérdida del tipo de vida y de poder que ostentaba. ¿Cómo puede pervivir una oligarquía agraria sin latifundio, sin relaciones señoriales de dominio? La traslación hacia la condición de capitalista no ha sido para todos exitosa ni menos fácil de realizar cultural y valóricamente. ¿Cómo se sentirán, por ejemplo, los Tocornal, los Concha y Toro, los Ochagavía, que siguen siendo apellidos vinosos pero ahora estampados en cajas de cartón?
En el traslado de una condición a otra – forzado, por lo demás – ha habido mucha descomposición clasista. El paso de oligarca terrateniente a tendero es, sin duda, desintegrador. En el entorno de la vieja clase han nacido negociantes de dudosa habilidad y probidad y contingentes importantes de nuevas generaciones han debido acercase a oficios otrora casi exclusivo de las capas medias.
Sería interesante estudiar, por ejemplo, un asunto que poco ha llamado la atención: la televisión, las agencias de publicidad, el mundo de las comunicaciones más en general, se ha llenado de jóvenes – y no tan jóvenes – con apellidos de estirpe oligárquica. ¿Será porque ello es una opción para mantenerse en “sociedad” y con la sensación de manejar un poder elitario? ¿Y será por esta suerte de invasión que la televisión chilena es cada vez más prepotente y autoritaria?
Dentro de las clases altas se ha expandido notoriamente la categoría de empresario. Expansión que conlleva dos fenómenos sociológicos más o menos peculiares:
a) La conversión de oligarquía en burguesía (que contribuye a la expansión del empresariado) genera fracciones que son un verdadero híbrido social: ya no corresponden a la oligarquía tradicional, pero tampoco devienen en burguesía típica de un capitalismo moderno. Se insertan en éste pero con prácticas todavía heredadas de su pasado, esto es, su actividad empresarial está extremadamente sujeta a relaciones de poder político, formal o factual, y que subsumen las prácticas intrínsecas que se le suponen al empresariado capitalista: competencia sustentada estrictamente en leyes económicas, austeridad y disciplina, sentido de la eficiencia y responsabilidad productiva, etc. Ese es un mundo lumpenizado, ni oligarca ni burgués, ni rentista ni empresario capitalista: es un mundo inestable, especulador, corruptor y corruptible.
b) La integración al empresariado de agentes provenientes de distintos estamentos sociales tradicionales y que le han dado a esa categoría un volumen masivo, contribuye al fenómeno que se analiza. Pequeños y medianos empresarios que adscriben a la condición objetiva de empresario (en su sentido lato) ), pero que en realidad tienen una pertenencia social difusa, marginal respecto de los cuerpos sociales más definidos. Muchos de ellos se ubican en los percentiles de ingresos bajos, algunos incluso por debajo de los ingresos de conjuntos de trabajadores. Sin embargo, intentan dramáticamente vivir como empresarios, comportarse como tales, ser aceptados como iguales. Es esta otra fuente de marginalidad, de lumpenización empresarial.
Por otra parte, la clase media, predilecta del mercado, está sumida en una feroz desintegración estructural, cultural y valórica. Sus antiguos ejes socio-culturales ordenadores se han diseminado o extinguido. Sin ellos se ha deteriorado seriamente su autorespeto. Su mesurado arribismo de antaño se ha esfumado para dar paso a un arribismo desenfrenado, que termina, de hecho, en una auto-negación. Definitivamente la clase media no desea estar más al medio sino arriba. Aunque sea en apariencia, a ratos y de cualquier modo. Celulares de madera incluidos.
Ha perdido status y poder. Hoy, en Chile, el status superior no es el de ingeniero, médico o profesor universitario. Sí lo es el de empresario, el de ejecutivo. En suma, de rico. El poder, el verdadero, el que se nota, tampoco parece encontrarse en la política y en sus estructuras e instituciones, que hasta ayer eran espacios ocupados o pretendidos con vehemencia por las clases medias. El poder de verdad, piensa la clase media (y no por nada), está escondido entre la riqueza o en los cuarteles. Hasta para ser político hay que contar con alguno de esos respaldos.
Sólo la riqueza entonces permite arribar, volver a tener status y poder. Pero los oficios y profesiones de clase media no dan de por sí para enriquecerse. La insistencia en esa lógica abre un camino pantanoso: el de la descomposición, el de la lumpenización. La vocación profesional se pervierte, se asume como simple capital e inversión. Sintomático es que recientemente médicos y profesores han estado en el debate ético. Los gremios y el temor a los gremios acallaron la indagación más profunda de esos síndromes ostensibles y crecientes de descomposición
La clase media ha perdido personalidad y autoestima. Imita o quiere imitar en casi todo a las clases altas. La vulgarización de estas últimas le facilita las cosas y oculta en parte lo grotesco de esta emulación.
En suma, la clase media no es un epicentro de sí misma y por lo mismo tiende a su desintegración como unidad socio-cultural. Es esa centrifugacidad la que abre espacios para que sus fracciones más nuevas o menos cultas desarrollen formas de existencia lumpenizadas.
En el universo de los trabajadores, la primera fuente de precarización conductual proviene de cuestiones muy tangibles y comunes: el empleo informal, el subempleo, la abismal desproporción entre ingresos y aspiraciones de consumo “moderno”, los altos niveles de desempleo juvenil, la rigidización de la movilidad social. Todo lo cual conforma un sustrato objetivado que promueve apreciaciones y conductas de descompromiso con el “orden social” y con sus supuestos éticos, incluso con las normativas societarias más moleculares, y coadyuva a la formación y generalización de prácticas individualistas y legitimadoras de actos que encierran descomposición moral, en muchos casos, semidelictuales y siempre distantes de la eticidad tradicional que caracterizó al mundo laboral. De allí surgen los colectivos masivos que más se asemejan a la categoría de “lumpenproletariado”.
Pero sin duda que el tema más importante es la profunda desvalorización cultural que afecta al trabajo y al trabajador, especialmente, al que se ubica dentro del viejo concepto de “trabajo manual”.
Desvalorización que se suma a otro de los “logros” del largo período dictatorial y de su cantilena discursiva, de cuño neoliberal fundamentalista y frente al cual la Concertación, sus autoridades, sus partidos y dirigentes, sus intelectuales, poco han hecho por revertirlo. Más bien, lo ha recogido, con un poco de morigeración, la discursividad oficial.
Este es un asunto mucho más grave de lo que pudiera pensarse a simple vista. En primer lugar, porque de facto se le ha concedido al empresariado un injusto y absoluto protagonismo en el desarrollo económico acelerado que ha mostrado Chile en los últimos años. Protagonismo económico concedido y que el empresariado bien ha sabido proyectarlo a otras esferas y que lo han transformado en el grupo social hegemónico más sólido, en desmedro de los otros actores del desarrollo y, en especial, de los trabajadores.
En segundo lugar, porque esta es una situación tan aberrantemente instalada que alcanza hasta el lenguaje cotidiano; hablar de iniciativa privada, por ejemplo, se asimila de inmediato a una cualidad exclusiva del empresariado. Nadie en Chile asocia iniciativa privada a la creación artística o científica, a los esfuerzos populares comunitarios, y menos a las iniciativas que emanan desde los trabajadores en el mundo productivo.
Y en tercer lugar, y en relación a lo anterior, el desconocimiento del papel del trabajo en el progreso nacional, junto a la predominancia del factor riqueza para la medición de status, repercute de dos maneras en lo cultural-valórico dentro del espectro popular: de un lado, la escasa dignificación de la función laboral deteriora el auto-respeto del trabajador. Y de otro, lo presiona hacia una incesante búsqueda de mayores ingresos (fuente de status) por la vía de la “iniciativa privada”, lo que en muchos casos conlleva a la proliferación de un tipo de trabajador que es simultáneamente formal e informal, disciplinado y especulativo, ambiguo en su vocación laboral, etc.
Tal vez si el peor efecto del cúmulo de circunstancias señaladas tenga que ver con la virtual pérdida de una cultura popular, esto es identificatoria, autorreferencial, cohesionante de los universos “subalternos”. Y es serio este asunto porque sin cultura propia tienden a diluirse valores y conductas socialmente ordenadoras y conductoras y sobre todo autodignificadoras. La condición subalterna objetiva empieza a ser acompañada de un sometimiento cultural sin resistencias y, por ende, humillante, a la manera de los colonizados, lo que puede traducirse en sentimientos de no pertenencia a estructura o sociedad alguna, que es una de las características fuertes de los procesos de lumpenización.
Por último habría que decir que muchos elementos comunes a la sociedad impelen hacia conductas lumpenizadas. Chile es un país groseramente elitario y donde lo elitario se luce con cinismo. Ha vivido un largo proceso de neo-elitización, definido por:
• un debilitamiento de las instituciones estatales en cuanto garantes o correctores o contrapesos a privilegios elitarios;
• la emergencia de sistemas elitarios instalados en cada sector y, además, de una cultura elitaria que recorre a la sociedad de arriba a abajo constituyendo un cuasi sistema de castas dentro de cada grupo social.
La connatural cerrazón que entraña un orden sujeto a sistemas elitarios “legitima” con la misma naturalidad la aparición de circuitos que se sienten “liberados” de las normas e incapaces a su vez de forjar reglas societarias propias. He ahí la síntesis de lo que promueve a una lumpenización de la sociedad.
Los intelectuales criticistas escabullen estos problemas. Decimos escabullen porque algunos de ellos los describen con cierta claridad en sus textos, pero los sitúan como un efecto y defecto de la acción de la política y de los políticos. A diferencia de Savater, por ejemplo, que demanda de políticas “antipopulares” para mejorar la calidad de la política y de la sociedad, nuestros criticistas las emprenden por la falta de “popularidad” de la política. Digámoslo con franqueza: si la política se rindiera absolutamente a lo popular, a “lo que la gente quiere”, se hiciera eco lineal de la sociedad civil, la política dejaría de ser precaria, sería un desastre.
No se puede criticar la política sin criticar a la sociedad que la alienta y reproduce.
LA PARADÓJICA NEGACIÓN DE LA CRÍTICA:
¿Intelectuales contra Lagos?
En los textos que han inspirado estas páginas se observa un tipo de intelectualidad obsesionada por presentarse distante, muy distante, del acontecer político contingente y de asumir compromisos con las proyecciones políticas que están en juego en el aquí y en el ahora. Hábito tradicional de la intelectualidad y congruente con su oficio.
El problema empieza cuando ese distanciamiento no es tal, cuando no es posible porque el pensamiento escrito y difundido interviene de facto en las contingencias y consecuencias políticas inmediatas y negativas para algún actor de la política. Por cierto, esos efectos no pueden acallar al intelectual, pero sí lo obligan – por probidad intelectual – a asumir esos efectos y su responsabilidad en ellos.
El criticismo más influyente hoy es un desalentador de las potencialidades políticas progresistas y libertarias, en nombre de las cuales, precisamente, el criticismo critica.
A nadie se le puede escapar – mucho menos a un intelectual – que hoy, en el plano estricto de la realidad y de la política, las expectativas progresistas y libertarias están simbolizadas en un nombre y apellido: Ricardo Lagos.
Por cierto que las críticas lapidarias e impolíticas que lanzan los criticistas contra la transición, inculpando exclusivamente a los políticos y a las políticas, también recaen en Lagos y más aún si no se recogen los conflictos y los contextos (ya se dijo que el intelectual no tiene por qué estar sometido al cálculo fríamente político en sus reflexiones. Pero también se dijo que a la política se le debe criticar en tanto tal y en sus lógicas, y no desde una ética santurrona). Pero eso pase. Quizás su comprensión demande demasiada sutileza política que, normalmente, les produce hastío a los intelectuales.
Sin embargo, lo que no debe dejarse pasar es la idea desesperanzadora que ha instalado el criticismo en cuanto a la inexistencia de proyecto o alternativa progresista y libertaria, en cuanto a la inexistencia de “épica” política.
Partamos por aquí. ¿Cuál sería una política de contenido “épico”? Nuestros intelectuales no visualizan ninguna de acuerdo a los actuales protagonistas y programas políticos. De allí que propongan o insinúen alternativas de “principios”. No obstante, los criticistas, ninguno de los que aquí se ha hecho referencia, niegan el carácter “épico” del movimiento liderado por Salvador Allende. Ahora bien, ¿cuál es la “épica de” Allende?: ”Nuestro ideario podría parecer demasiado sencillo para los que prefieren las grandes promesas. Pero el pueblo necesita abrigar sus familias en casas decentes… educar a sus hijos en escuelas, comer lo suficiente en cada día del año; el pueblo necesita trabajo, amparo en la enfermedad y en la vejez, respeto a su personalidad. Esto es lo que aspiramos a dar en un plazo breve a todos los chilenos”. (Primer Mensaje al Congreso Pleno, 21 de mayo de 1971).
Podría considerarse hasta prosaico este programa. ¿Dónde entonces está la “épica” de Allende? Donde están todas las épicas en lo simbólico y comunicativo. Lo importante era que ese simple programa estaba propuesto por un Presidente socialista y por el personaje ya emblemático que era Salvador Allende.
¿Por qué, entonces, no se le puede conceder valor esencial a la alternativa que representa Ricardo Lagos? Es cierto que el estilo del “laguismo” no ayuda mucho y que la mayoría de sus colaborados más próximos son virtualmente antitéticos al imaginario de lo épico. Pero eso es secundario en comparación a los elementos que reclaman el hacer de ese liderazgo un fenómeno de trascendencia político-histórica.
El iracundo grito de la derecha más arcaica, del pinochetismo: “¡hay que parar a Lagos!”, debería bastar para convencer que en esa candidatura se incuba una opción de cambio político-cultural de magnitudes. Y cómo no lo va a ser si una victoria de Lagos se leería – y así lo lee el pinochetismo – como una contundente derrota del pasado autoritario, como un triunfo del poder ciudadano enfrentado al poder fáctico. Y, positivamente, como el definitivo término de un período que ha estado signado por el recurrente temor al resurgimiento de una crisis catastrófica.
Simbólica y comunicacionalmente la alternativa de Lagos podría ser la épica política del actual momento histórico. Puesto el problema en ese rango, poco importan las discrepancias sobre particularismos doctrinarios o programáticos, porque el tema del Chile de hoy es de otra naturaleza, es cultural-valórico: la sociedad chilena necesita volver a sentirse sociedad y a autoreconocerse como sujeto históricamente activo. Sociológicamente es Lagos quien mejor representa y responde a esa necesidad. Quizás no tanto por mérito propio sino por la actitud y voluntad de quienes lo enfrentan: lo más puro del conservadurismo atávico y lo más elitario dentro de las elites, Lagos es más figura histórica por sus enemigos que por sus amigos. ¿No es así, intelectuales criticistas?.
Notas
(1) Algunos de los más difundidos y comentados fueron : La mala memoria, Marco Antonio de la Parra; Chile perplejo, Alfredo Jocelyn-Holt; Carta abierta a Patricio Aylwin, Armando Uribe; Carta abierta a Pinochet, Marco Antonio de la Parra; Carta abierta a Eduardo Frei; José Bengoa (enero 1999); Carta apócrifa de Pinochet a un siquiatra, Sergio Marras.