El punto de partida de estas notas es una constatación ya prácticamente instalada en el sentido común de los debates políticos: la Concertación vive un período particularmente complejo puesto que enfrenta dos dilemas o encrucijadas de gran envergadura.
En primer lugar, la Concertación enfrenta la etapa de encarar seriamente lo que se pudiera denominar el estadio de una “modernización difícil” (parafraseando el histórico lenguaje de la CEPAL) que supone elaborar un conjunto comprensivo de políticas de gobierno que proyecten a la actual alianza para un tercer período con un cuerpo de ideas y cometidos que se constituyan sólidamente como tareas de largo aliento.
En segundo lugar, la Concertación debe, a su vez, enfrentar una de las tareas más complejas de cualquier coalición de partidos, cual es buscar los mecanismos adecuados de reproducción política. Es decir, la modalidad de acordar un candidato único que al aminorar todos los costos potenciales procure evitar el escenario de una segunda vuelta, que a nuestro juicio supondría poner en serio riesgo el pacto político que encarna el actual conglomerado de centro e izquierda.
En lo que sigue intentamos simplemente bosquejar estas encrucijadas para un debate que ya adquiere una enorme relevancia.
1. De la épica del 88 a la gestión de gobierno
Seguramente todo proceso de transición a la democracia, particularmente luego de períodos de dictaduras tal como no sucedió en Portugal o España, involucra momentos de gran contenido simbólico expresados de modo variado por movilizaciones sociales o actos con fuertes contenidos épicos. No hay duda que a llamada “revolución de los claveles” en el caso portugués, representó ese momento de catarsis. Quizá la pintoresca asonada de Tejero en España y el papel que le correspondió al Rey de afirmación del régimen democrático fue la situación clave en ese país. En Chile el mito fundacional democrático sin duda que fue la verdadera gesta del plebiscito de 1988 y todo el despliegue que ello involucró tanto en términos de movilizaciones sociales como el enorme impacto que tuvo la ya legendaria franja televisiva del NO.
Pasado ese momento de gran contenido expresivo, viene inevitablemente la necesidad de convertirse en Gobierno. Esta es clásicamente la dimensión racional instrumental de la política en donde operan las restricciones y la conciencia de límites de lo que es posible hacer. En Chile, a diferencia de otros países, la democracia se instala con una economía en franca expansión, con un modelo de acumulación que había cambiado de modo radical con respecto al histórico arreglo mercado-internista, eje de los populismos. Chile no tuvo que pasar por el calvario de instaurar un régimen democrático o tratar de mantenerlo a la par de iniciar complejos procesos de ajuste económico que, a su vez, desmantelaban el modelo populista.
Es así como el primer gobierno democrático chileno se abocó a introducir importantes correctivos en un sentido redistributivo al modelo liberal que se había instaurado, pero sin tocar su columna vertebral. A la vez este gobierno cumplió un papel ético de gran relevancia porque, en la medida de lo posible, tuvo una dimensión reparadora – tarea nunca terminada – de los traumas y dolores que significaron la sistemática violación a los derechos humanos bajo la dictadura militar. De otro lado, no es menor señalar que también este gobierno fue extremadamente cauto en no revivir los fantasmas del pasado al procurar caminar por un estrecho desfiladero que acompasaran su gestión con otorgarle seguridades a los agentes, en ese momento, más renuentes: el mundo empresarial y las Fuerzas Armadas.
El segundo gobierno de la Concertación ya encuentra un escenario distinto. Pasado el momento en donde adquirían primacía los bienes simbólicos y los actores sociales se sujetaban a un disciplinamiento y prudencia por la democracia recién instalada, se pasa a un período de cierta liquidez que trae consigo naturalmente una creciente demanda de bienestar. De este modo, aunque tímidamente en un principio, el actual gobierno bascula entre el eje de modernización productiva del Estado (proyecto Sanitarias y Emporchi) y el eje redistributivo o de equidad (reforma educativa, fortalecimiento de la salud pública, ataque frontal a la pobreza). Ambas dimensiones de la gestión de gobierno estuvieron presididas en un primer período por el debate en torno a los contenidos y rasgos de la “idea-fuerza” modernizadora.
Sin embargo, casi sin advertirlo la Concertación y el gobierno han llegado crecientemente a la convicción de que, más allá de los compromisos programáticos, se impone un momento de análisis e introspección profunda. La Concertación en un segundo impuso de su vida política debe construir un corpus doctrinario o conjunto de certezas que la proyecten en el tiempo. Y para ello debe retomar el elan y el mito de sus propios orígenes: combinar adecuadamente la dimensión expresiva/simbólica de la política con la dimensión, ya dicha, racional instrumental.
Es que tal parece que se ha cumplido un ciclo necesario e inevitable. La Concertación ha probado que puede mantener una economía sana y en franco crecimiento permitiendo los “buenos negocios”, de igual modo los equilibrios macroeconómicos han permanecido intactos. Pasado este test de la blancura existe una creciente convicción que ahora sí es posible desarrollar una actitud más asertiva que, sin olvidar los datos estructurales, elabora los rasgos y características que tiene para Chile la construcción de una sociedad efectivamente justa. No es casual que el fenómeno anterior se verifique en un contexto internacional de franca retirada del neoliberalismo que nunca en verdad constituyó un modelo de sociedad deseada y en donde se ha producido una interesante revitalización de la socialdemocracia – Francia, Inglaterra – o de las opciones de cuño socialcristianas. Si bien estas experiencias no proveen un decálogo o simple recetario a imitar, sí han puesto el acento en los umbrales necesarios para contar con sociedades integradas con grados importantes de cohesión social.
Si bien se puede afirmar que todavía no empieza la construcción del edificio, a lo menos cierto andamiaje básico parece estar en franco desarrollo. De ello dan cuenta los debates recientes en torno al papel insustituible del Estado como agente igualador de oportunidades sociales y como ente regulador de los mercados. O la reforma educacional en curso que, con todas sus complejidades, tiene como núcleo central entregar un conjunto de conocimientos y destrezas con nuevos métodos y tecnologías orientados a dinamizar al sector público procurando igualar los flujos de conocimiento en la sociedad. Es innegable que en algunos casos quizá se actúe por ensayo y error. Pero ello revela por una parte la carencia de un modelo omnicomprensivo – en verdad nadie lo posee – y la búsqueda real y genuina por combinar en lo tocante al sector público eficacia instrumental, reconversiones laborales paulatinas y mejorías salariales.
Al respecto no parece haberse atendido lo suficiente, más allá de una consideración estrictamente técnica, los pactos que se están bosquejando en el sector público. La ley de reforma municipal recientemente aprobada en el Congreso, entre otros cometidos, le entrega una cuota interesante de autonomía a los municipios y junto a beneficios económicos inmediatos acordó un régimen laboral que vincula incentivos al buen desempeño respetando la carrera funcionaria. Algo similar se ha logrado con los trabajadores del Estado central y con el Magisterio. Este es sin duda un proceso de largo aliento, pero que prefigura una forma distinta a la histórica de relación e integración de actores sociales que habría que seguir con interés.
Este es el sentido que adquiere el debate aún balbuceante en la actualidad. Es a todas luces claro, por otro lado, que se transita por un sendero que cuenta con “zonas de riesgo” muy claras que de algún modo trazan los límites de lo políticamente deseable. La primera se puede denominar de “alternativismo ingenuo”. La retórica de esta “zona riesgosa” es decir que se ha actuado con restricciones de manera muy prolongada y que es hora de “soltarse las trenzas” en construir algún tipo de camino propio de diversos colores. Ello a menudo no contiene un claro afán programático y representa más bien la expresión de un cierto radicalismo iracundo.
La segunda se puede denominar “pedaleo conservador”. El tenor de esta actitud es simplemente administrar los datos estructurales de la realidad y oponerse de manera cerrada a cualquier cambio, supuestamente, por los efectos perversos que se desencadenarían.
2. El problema de la sucesión en el liderazgo concertacionista
En un tipo de régimen político presidencial reforzado como el chileno, el tema de la sucesión adquiere ribetes particularmente complejos. No habiendo como en otros regímenes – parlamentario o semi-presidencial – otros second best, se desata una disputa del todo o nada constituida por el afán de los partidos importantes de una coalición por obtener el premio mayor, la Presidencia de la República.
Esta vez se parte de una premisa elemental. La contienda tiene rasgos particulares debido a que un sector de la coalición – el PS-PPD – cuenta con un candidato fuerte que disputará su opción con el candidato que finalmente dirima el sector liderado por la DC. La forma de resolución de esta controversia no será un dato menor. Un esquema que responda a un pacto con reglas del juego claras y concretas, proyecta a esta alianza con fuerza hacia el futuro, puesto que contará con un invaluable capital de credibilidad y seriedad ante la ciudadanía.
La complejidad del tema estriba además en ciertas visiones distintas de abordar este asunto. En el sector PS-PPD prima la percepción en torno al peso del liderazgo de Ricardo Lagos como un factor preponderante. Por el contrario, aunque no de manera unívoca, en la DC adquiere relevancia el “mejor derecho” que tendrían por constituir el partido mayoritario de la coalición, hoy relativizado por sus últimos resultados electorales.
Sin embargo, más allá de los cálculos partidarios restringidos, existe otro elemento de enorme relevancia que gravita en la decisión política del conglomerado de Gobierno. La Concertación se ha convertido, con el paso del tiempo, de una alianza de partidos políticos a generar una cierta cultura política concertacionista en la sociedad que no tiene necesariamente partidos políticos exclusivos de referencia. Ello sin duda que le imprime a la decisión de los partidos de esta alianza una responsabilidad muy particular. Existe un bien político mayor que cautelar más allá de los estrechos – legítimos intereses – partidarios. La Concertación no sólo es una realidad institucional sino que un fenómeno de adhesión simbólica de la gente, plenamente instalado en la cultura del país. Se puede afirmar, sin riesgo a equivocarse, que este pacto de centro e izquierda y su correlato en la sociedad, es consecuencia de un fenómeno tan cristalizado que no resulta viable que ningún sector efectivamente se lo “pueda llevar para la casa”. En verdad, esta es la única alianza socio-política que le puede asegurar una real gobernabilidad al país.
Si se pudieran aislar, por así decir, las “salidas falsas” a este complejo dilema político es posible referirse, entre otras, a las siguientes;
En primer lugar, esta es una decisión que le compete de manera estelar y protagónica a los propios partidos de la alianza gobiernista. Aquí no existe la alternativa de una suerte de “pacto a la colombiana” en donde la elite del gobierno acuerda un mecanismo sucesorio que incluye varios períodos presidenciales. Si en algún momento se pensó esa alternativa en verdad no resistió mayor consideración, básicamente por la densidad de la política chilena con partidos bien asentados y una ciudadanía informada.
En segundo lugar, ya parece ampliamente instalado, aunque por cierto que es un tema debatible, los enormes riesgos de tensar a la Concertación en una segunda vuelta electoral. Es decir, crecientemente parece indispensable buscar las modalidades para contar con un candidato único de este conglomerado. Los supuestos beneficios que se señalan que consagraría una segunda vuelta, a nuestro juicio se ven ampliamente opacados por los costos de diversa naturaleza que se pueden pagar. Ellos dicen relación con la competencia que se generaría al interior de esta alianza al contar con candidatos alternativos. Tal competencia reactualizaría algunos de los traumas más profundos de la política chilena. Inevitablemente se reeditaría la política de los tres tercios que tanto daño causó en el pasado. Una radicalización de posturas llevaría a la derecha a agitar demagógicamente la experiencia de la Unidad Popular, a la par que crearía tensiones no menores en la propia DC. Por otra parte, una segunda vuelta supone casi forzosamente el despliegue de programas políticos diferenciados, que a todas luces sería un ejercicio bastante artificial de búsqueda de contrastes. Finalmente, la segunda vuelta implica que el fiel de la balanza electoral lo encarnará – en una espiral política muy difícil – las fuerzas de la derecha, con toda la pesada carga simbólica que ello involucra. Sector político que indudablemente se inclinaría, como sucedió en 1964, por el mal menor de votar por el candidato DC. Basta con esas consideraciones para concluir que una segunda vuelta derechamente supone la liquidación de la Concertación tal cual la conocemos hoy en día.
En tercer lugar, y no menos importante, el populismo constituye otra amenaza en relación a la sucesión en la Concertación. Es decir, en cualquier caso, de existir una primaria abierta o segunda vuelta existen incentivos – de hecho en todo el espectro político – para que los candidatos hagan una apelación directa a la ciudadanía en donde de no existir perfiles programáticos muy nítidos, los factores de distinción más bien sean eminentemente retóricos, de gestualidades o aspectos muy ligados a estrategias de posicionamiento vinculadas al carisma del líder, pero vacías de contenido político sustantivo.
El único camino efectivamente disponible es la realización de unas primarias abiertas, legales-racionales que estén idealmente sancionadas por ley y que utilicen los padrones electorales existentes. De este modo, se cumpliría un doble objetivo de gran relevancia: se dotará a este mecanismo de legitimidad ciudadana permitiendo que los votantes de la Concertación diriman su candidato y además se entregará una potente señal de credibilidad, puesto que el mecanismo será transparente y regulado.
Lo anterior debe ser complementado con una real voluntad de la elite política concertacionista por generar instancias y ritos para prolongar a esta coalición en el tiempo. Para reflexionar y elaborar un pensamiento de Gobierno hacia futuro. Para revitalizar mecanismos institucionales de funcionamiento. Para recrear un panorama que vincule a este conglomerado con su rito fundacional del pasado, con los claros y oscuros de los dos gobiernos y con los cometidos que tendrá que llevar adelante en el futuro.
Conclusión
El tema del próximo período en el país, como se percibe, es eminentemente político. Hasta ahora el contexto se presenta poco alentador. Es altamente probable que la sola presencia de Pinochet en el Senado, con todo el peso simbólico que ello involucra, muestre con toda su crudeza el carácter aún incompleto de la transición chilena a la democracia. Máxima si la derecha logra elegir a sus cartas más duras transformando al Senado en la piedra de toque de todas las iniciativas de la Concertación.
De este modo, el único activo e la coalición gobiernista es dotar a la política de sentido. En una época de incertidumbre y de desconfianza quizá es posible retomar los lazos más elementales de la cohesión que tiene que ver con principios tanto comunitarios como ciudadanos.