Chile se encuentra en un momento interesante de su historia política: en un momento de cierre de un escenario y de apertura de un nuevo período. El telón de fondo de los actuales síntomas de inestabilidad se debe, en gran medida, a este proceso y a la permanencia de un entrecruzamiento de rasgos de ambas etapas.
Tal vez los indicadores más visibles de tal proceso son las inestabilidades que están acompañando el término del segundo gobierno de la Concertación y las modificaciones que se han producido en la conducción de los dos grandes bloques políticos.
Pero éstas son sólo formas expresivas de cuestiones de carácter más trascendente.
EL PRESENTE CONFLICTIVO NO ES PASAJERO
La fase final del gobierno del Presidente Frei está coincidiendo con la apertura de varias situaciones conflictivas de orden estructural.
Relativo agotamiento de los “éxitos fáciles” de un tipo de modernización capitalista “espontánea” e “inducida”
En efecto, sin duda que las repercusiones de la crisis asiática devinieron en un factor decisivo en el deterioro de la economía nacional. Pero también pusieron una señal de alerta acerca de los límites y/o fragilidades del “modelo” (1) de crecimiento, cuyo rasgo clave es que el “polo dinámico” está instalado en las exportaciones. Puntualizamos algunas de sus carencias.
A nadie escapa la debilidad que entraña el que el mayor volumen de exportaciones continúe radicado en productos primarios o semi-elaborados, merced a su menor valor agregado y a la facilidad con la que se ven afectados por los precios de intercambio. No obstante, hay otras dos situaciones que se observan menos a menudo.
i) las mismas causas que hacen que los productos exportables tengan menor valor agregado simplifican las posibilidades para que otros países se incorporen a la competencia internacional; y
ii) en condiciones de disminución de la demanda externa se hace más dificultosa – y en algunos casos imposible – la reconversión de la producción de las empresas para generar una oferta distinta.
Por otra parte, y esto es algo que pocos están dispuestos a reconocer y atender, el “modelo” comprende, como una de sus ventajas comparativas, la existencia de zonas económicas de bajos salarios y de trabajo precarizado, lo que en lógica estrictamente económica conlleva a un mercado interno poco extensivo (2) y que, por lo mismo, no contribuye significativamente a paliar una crisis surgida por una inferior demanda exterior.
Pero tal vez si uno de los problemas más serios que plantea el modelo – y que la crisis ha puesto dramáticamente de manifiesto – tenga que ver con la siguiente contradicción: allí donde radica el mayor dinamismo para los ingresos económicos no radica el mayor dinamismo en la creación y contratación de empleo. Son las grandes empresas las mayores creadoras de riqueza, pero generando menos del 20% del empleo. El resto del empleo se ubica en las PYMEs.
Esta realidad indica en lo coyuntural o a mediano plazo que la recuperación del dinamismo económico no irá seguida de un igual ritmo en la recuperación de los índices de empleo.
Pero lo importante es constatar que la cuestión de las PYMEs es cada vez más un tema estratégico en el plano económico y social. Allí, por norma general, es donde se encuentra el trabajo peor remunerado, el mayor incumplimiento de leyes laborales y previsionales, las superiores dificultades para el acceso al crédito y a la tecnología, los menores índices de capacitación, etc. Y dicho sea de paso, es el sector empresarial con menos fuerza y capacidad de negociación corporativa, merced a la virtual usurpación que hacen los grandes conglomerados de ese universo empresarial.
No es por cierto materia de este artículo un análisis pormenorizado de lo que ocurre en esta área de la economía. Bástenos señalar, no obstante, que su situación y dinámica es indicativa de carencias en cuanto a una “estrategia país” para los efectos del crecimiento y desarrollo. Y tanto así, que, en lo esencial, las políticas y leyes económicas, laborales, medioambientales, etc. no distingue el abismo que separa a las grandes empresas de las PYMEs. Esto es un rasgo más del “espontaneísmo” de nuestra modernización capitalista.
Y a propósito de ella. Negocios recientes y por todos conocidos, especialmente los que se refieren a la adquisición de empresas eléctricas y sanitarias por empresas extranjeras, obligaron a reabrir los debates – aunque con la timidez acostumbrada – acerca de nuestra modernización globalizadora. La discusión contemporánea no se constriñe como antaño al tópico de la “defensa de la economía nacional”, pero sí tiene que ver con las capacidades del país para optar por estrategias de crecimiento y más en general por el tipo de sociedad que la misma sociedad nacional vislumbra y consensúa. (3)
Un país pequeño, todavía cercano a la condición de primario exportador, que depende casi por entero de los mercados externos, en el que sus grandes empresas están incorporadas al circuito internacionalizado de la economía, puede
i) orientar los rumbos de su modernización si se empeña en redefinirla, en “nacionalizarla”, en virtud de variables valóricas y culturales nacionales, o
ii) estará irremediablemente destinado sólo a acomodarse a una modernización inducida desde centros de decisiones no sólo foráneos sino además ignotos.
Cabe la sospecha que la última visión – tal vez todavía implícita – tiene más adeptos que los que a simple vista uno se pudiera imaginar. Por esos caminos andan por ejemplo los internacionalistas de los derechos humanos, del ecologismo, del indigenismo, etc. O sea, grupos que política e intelectualmente renuncian a enfrentar las verdaderas encrucijadas que plantea la globalización capitalista y prefieren ser contestatarios desde los márgenes y críticos desde una punta del collage.
Pero también circulan por la misma vía las posiciones “lavinistas” cuando postulan una política y un Estado circunscritos a las “preocupaciones concretas de la gente”. De esa manera Lavín y sus asesores quedan exentos de preocuparse de problemas tan “inconcretos” de la gente, como el de la nación sujeta a una modernización globalizada.
En suma, sostenemos aquí cuatro hipótesis:
que una vez superadas las dificultades coyunturales que condujeron a la actual crisis económica, igualmente el país seguirá enfrentado a cuestiones de carácter más estructural que obstaculizarán volver a los altos índices de crecimiento económico que se alcanzaron en los últimos años;
que aun cuando se logre un crecimiento aceptable se harán más fuertes las tendencias al sostenimiento de un desempleo estructural;
que la modernización capitalista “inducida” avanza hacia la ruptura de su ordenamiento “espontáneo”, logrado merced al dinamismo de su primera fase que ha entrado en declinación;
que la superación de esas dificultades será tanto más fatigosa por factores político-sicológicos: ni las autoridades económicas ni el gran empresariado osarán reconocerlas en su magnitud. Las unas por el afán de defender sus políticas y el otro por esa suerte de ideologismo paranoico que lo afecta y que mira toda visión crítica como una amenaza al “modelo”.
El retorno de la conflictividad social como normalidad de la democracia
Una segunda característica de la apertura de un nuevo ciclo es el progresivo, aunque todavía cauteloso, retorno del conflicto social manifiesto como mecánica intrínseca al desarrollo del capitalismo y de la democracia.
Hasta no hace mucho, incluso hasta hoy, muchos actores políticos, gremiales y mediales consideraban que la conflictividad social expuesta en movilizaciones era un síntoma del pasado, una suerte de síndrome imitativo de la década de los sesenta y que, por ende, tenía un carácter artificial, extemporáneo y puramente negativo.
En torno a la conflictividad se había configurado una suerte de discurso “oficial” que tendía a deslegitimar la movilización social y que logró imponerse en la opinión pública. Ese es un primer dato que comienza a revertirse.
Por otra parte, desde la recuperación de la democracia los conflictos tenían dos rasgos dominantes. De un lado, se concentraban en el sector público, oponiendo a trabajadores fiscales con el gobierno. Y de otro, en su trasfondo se encontraba una resistencia al proceso de modernización capitalista.
Eso también está cambiando, aunque, por cierto, perviven algunos de los rasgos señalados. Pero lo notorio es, primero, que varias de las movilizaciones no interrogan lo esencial de las modificaciones modernizadoras sino que apuntan a resguardos de sus efectos. Es el caso, por ejemplo, de los trabajadores portuarios. Y lo segundo es que se dirigen también contra empresas privadas, contra conductas empresariales que hasta no hace mucho parecían estar eximidas de la conflictividad. Por ejemplo, en el problema mapuche están comprometidas empresas forestales y madereras.
En definitiva, lo que está ocurriendo es una relegitimación discursiva del conflicto y de la movilización social. Y al respecto hay todavía una cuestión más interesante: la crisis energética le restó credibilidad a uno de los elementos claves de la ideología empresarial, según el cual era este sector el que monopolizaba la representación de lo moderno. En gran medida, esa idea-fuerza era un factor inhibidor de la crítica social contra la empresa privada. La crítica y la movilización contra ella se visualizaban como actitudes premodernas, anacrónicas.
La ineficiencia empresarial evidenciada por el problema eléctrico no sólo torpedeó la idea de que lo privado era sinónimo antonomásico de lo moderno, sino que también ha contribuido a establecer que la crítica y la movilización social son también modernas, en tanto demandan efectiva modernidad de parte del empresariado.
Pero tal vez lo más trascendente que dejan como legado las experiencias sociales de los últimos meses es que lo privado no es tan privado, esto es, que su accionar repercute directamente en lo social. ¿Por qué importa esto? Porque en la sociedad chilena todavía no se había internalizado el hecho que no sólo el gobierno es responsable de las cuestiones sociales. También lo es la empresa privada. Y la constatación de aquello es un primer paso para una reorientación “moderna” de la conflictividad social. Es decir, para que ésta también se sitúe plenamente en el plano de la sociedad civil y no exclusivamente en la relación de la ciudadanía con el aparato gubernamental.
Es hora que los principales agentes económicos – los empresarios – se hagan cargo de la conflictividad que ellos también crean y que, a su vez, la ciudadanía – organizada en instancias propias de la sociedad civil y a través de los canales que permiten su expresión – termine por identificar a sus verdaderos contendientes en muchos de los problemas sociales que la aqueja.
Sin embargo, este cauteloso retorno del conflicto como normalidad tiene aún dificultades, incluso degeneraciones.
En primer lugar, su tratamiento comunicacional – no sólo de parte de los mass media, también de dirigentes empresariales y políticos – es exagerado y alarmista. Huelgas, movilizaciones callejeras, incidentes se prestan con extrema facilidad para interpretaciones catastrofistas, lo que se traduce en que la normalidad de esos eventos continúe estando acompañada de discursos que la difunden como anormalidad.
En segundo lugar, pareciera que en Chile, por falta de práctica del conflicto, son muy pocas las autoridades y dirigentes capacitados para enfrentarlos con fría racionalidad y con idoneidad negociadora. Con harta frecuencia los conflictos se enredan por frases más o frases menos, por anuncios de medidas draconianas que nunca se aplican, por falta, precisamente, de criterios y políticas que partan de la premisa que los conflictos no son anti-natura. Es obvio que con tales carencias se colabora a darle rango de anormalidad a la conflictividad.
Por último – y este es un punto muy delicado – es digno de estudio que virtualmente cualquier conflicto derive, en algún momento, en manifestaciones con contenidos de violencia. Fenómeno en el que intervienen muchas razones. Pero hay una que es determinante y que a lo más se insinúa en los dichos y que en general se soslaya por temor al principal actor involucrado: la televisión. El axioma es simple: el rating depende del espectáculo y la violencia es espectáculo. Y este es un considerando que está en las estrategias de grupos políticos y de sectores de activistas sociales y sindicales. Hay una innegable complicidad, objetivada, entre la televisión y el uso de la violencia en las movilizaciones sociales.
Responsabilizar enteramente a la televisión de estas conductas no sería justo, pero, además, resultaría de la más absoluta inutilidad: tratándose de rating la televisión es infranqueablemente inmune a las críticas. En ese medio hasta la caridad y la moralidad derivan en cálculos y astucias economicistas. Todavía la televisión chilena está muy lejos de asumir con suficiente probidad ética sus enormes y decisivos papeles culturizadores y su influencia en las prácticas sociales.
En realidad, impedir que persista y se extienda el fenómeno del uso de la violencia como recurso destinado a llamar la atención de la televisión y arriesgando perturbar con esos ardides la salud de las movilizaciones sociales, pasa por cuestiones de apariencia paradojal. Ante todo pasa porque todos los involucrados más o menos permanentes en conflictividades (sindicatos, empresarios, medios, autoridades, etc.) acepten la normalidad de los conflictos. Aceptado aquello es indudable que cambiaría sustancialmente el clima para abordarlos, los instalaría en marcos de mayor racionalidad y, por prolongación de esto mismo, se abrirían numerosos y nuevos canales institucionales e informales de interlocución y se modificarían conductas prejuiciosas, que las más de las veces no hacen más que prolongar y radicalizar los conflictos.
MAYOR SENSIBILIDAD AL CAMBIO
Paulatinamente en la sociedad chilena se ha venido produciendo un debilitamiento del sustrato ideológico y político-cultural que facilitó la transición y que ésta a su vez reprodujo. Sustrato que algunos autores definen como “aversión al cambio” (véase, Eolo Díaz-Tendero “La temporalidad de la transición”, en REVISTA AVANCES Nº 33)
Sería lato repetir aquí los argumentos explicativos de “la aversión al cambio” y que ha sido un síntoma característico del período pos-dictadura.
Me limito en consecuencia a puntualizar aspectos y dinámicas que estarían participando en la superación de esa “aversión”.
Para el público masivo la transición política era en esencia el superar la amenaza de una regresión autoritaria. Si se quiere, una primera aversión al cambio provenía de los temores más primarios que cualquier sociedad padece después de una prolongada dictadura: el retorno de ella. Es por eso que en la fase inicial de la transición (esquemáticamente puede decirse que cubrió el gobierno de Aylwin) se produjo una gran empatía entre el sentimiento público y el accionar de sus autoridades. El sentido social del cambio era modesto, lo que coincidía con la estrategia política de los consensos.
En la medida que el temor de una reposición dictatorial se aleja naturalmente eso le quita un trozo a la consistencia de la aversión al cambio.
Sin duda que otro de los factores determinantes de los temores al cambio surgía de una fuerte presencia comunicacional que tendía a reponer en el imaginario colectivo las catástrofes del pasado, originadas precisamente en radicalidades transformadoras.
El ejercicio de los gobiernos de la Concertación, sumados a difundidos y trascendentes procesos de renovación de las culturas políticas, ha ido asentando una noción del cambio muy distinta a las que amparaban la “aversión al cambio”.
Pero más allá de estos factores básicamente políticos, hay otros dos aspectos relevantes.
De una parte, el innegable progreso modernizador y socialmente expansivo genera una dinámica de demandas cada vez más complejas. Es como si cada avance promoviera a demandas en progresión geométrica. Uno se podría imaginar que toda la sociedad está imbuida de Robespierre: ?? “El mundo ha cambiado, pero debe cambiar todavía más”??.
Digamos de pasada que esta “geometrización” de las demandas modernas es un dato económico y cultural profundo y sobre el que la dirigencia debería estar alertada. Toda nación que ha enfrentado una modernización capitalista acelerada, hasta que no alcanza determinado nivel de ingreso per cápita, tiende a acumular una infinidad de presiones para sostener la celeridad de las modernizaciones.
El otro aspecto está todavía más vinculado a lo cultural y es especialmente propio de las generaciones más jóvenes: no sin cierta sublimación de la tecnología tiende a pensarse que la innovación y el cambio puede y debe ser casi cotidiano y sin mayores costos.
Esta reapertura al cambio, no obstante, mantiene ciertas resistencias sociales. De partida porque los factores políticos señalados más arriba no se han extinguido por completo. Pero lo más importante, es que la sociedad chilena se siente sujeta a muchas incertidumbres, como lo demuestran innumerables encuestas. Y esas incertidumbres conllevan a la búsqueda de cambios pero con muchas cautelas.
Evidencia del rezago de la modernidad político-cultural
Este es un rezago presente desde hace tiempo en la sociedad chilena. Pero en los últimos tiempos se ha hecho evidente… y groseramente.
Chile está viviendo con estridencia una contradicción – que a veces resulta difícil de asir – entre la consolidación de las lógicas capitalísticas, del predominio de sus relaciones típicas, del reordenamiento societario y cultural en torno a esas lógicas y a la permanencia de dinámicas político-institucionales, de relaciones comunicativas, de discursos culturales y valóricos que todavía no se condicen con esas purificadas dinámicas estructurales y que, en más de un caso, las niegan.
Chile debe ser el único país occidental que tiene más o menos equilibrados los recursos y/o instrumentos institucionales para producir cultura y para censurar la libre expresión. Y si se agregan los recursos e instancias privadas, saca ventaja clara la censura.
Muchas de las instancias estatales que más cotidianamente deben velar por el bien común, tienen resortes primarios y hasta risibles para cumplir sus tareas.
La discriminación, el abuso en las relaciones rutinarias (salud, educación, trabajo, etc.,) llega a extremos escabrosos y se mantienen en el silencio público porque el silencio también forma parte de la discriminación
Como escenario esto no es nuevo. Pero si se toman los más variados indicadores y se aplica un poco de sentido común, se descubre que lo nuevo es una cada vez mayor desconfianza social en las instituciones. A lo que se le va acompañando un fuerte sentimiento de indefensión de parte de la ciudadanía y una no menor cuota de hastío de la misma por las conductas ostentosamente privilegiadas de sectores sociales. Una inercia de tal naturaleza tiene como efecto, tiempos más tiempos menos, pero seguro, indisciplinamiento y anomia colectiva.
FREI-LAGOS: EL NUEVO PROGRESISMO
En buena medida el drama que enfrenta el Presidente Frei al finalizar su mandato se relaciona a estos movimientos estructurales y no con esas trivialidades analíticas (y poco viriles) que han empezado a aparecer en formato “off de record”. Frei va a terminar su mandato con una irremediablemente injusta apreciación de su gobierno y, curiosamente, esa apreciación resultará de su gestión, que en lo grueso y estratégico, ha sido notablemente exitosa.
En efecto, los cambios estructurales que han ido dando cuerpo a la modificación esencial de los escenarios, derivan de las modernizaciones impulsadas por el actual gobierno. Pero puesto que sus expresiones más importantes se tornan tangibles al término de su gestión, las conflictividades y problemas que surgen de allí simplemente no podrán ser resueltas en este período presidencial. Y con tanta mayor razón habida cuenta de la coyuntura crítica que vive el país.
Este infortunio de Frei (probablemente pasajero, porque los juicios objetivos sobre la obra de un gobierno llevan más tiempo), se ha visto compensado con el resultado de las primarias de la Concertación. La candidatura de Lagos es más afín a la proyección del gobierno Frei de lo que pudo haber sido la candidatura del senador Andrés Zaldívar.
Primero, por una cuestión casi trivial: por su condición de ex-ministro Lagos le debe lealtad al gobierno. Pero, luego, por cuestiones más de fondo. Entre Lagos y Frei hay un mayor grado de coincidencias conceptuales que entre Frei y Zaldívar y, por lo mismo, las lealtades no están amparadas sólo en cuestiones de carácter ético, sino en afinidades político-programáticas.
El binomio Frei-Lagos puede alcanzar ribetes de carácter histórico inimaginables. No es una utopía pensar que entre ambos podrían sumar 18 años de gobierno ininterrumpidos y con la peculiaridad de que serían en relación de competencia y cooperación dentro de una alianza política. Tiempo necesario para revertir el intrincado ordenamiento estructural y oligarquizante legado por la dictadura.
Ya es un lugar común, entre la cursilería intelectual, “denunciar” como mito o mentira o error el que los chilenos postulemos proyectos políticos originales. De entre ellos uno ha tenido la osadía de calificar las experiencias nacionales originales como vulgar mediatización y mediocridad que no tendrían como resultado más que la perplejidad entera de una nación.
Ha mucho que un brillante intelectual y político mexicano postuló, refiriéndose al mundo latinoamericano, la poética idea de la “Raza Cósmica” o “Quinta Raza”. Su utopía no era el PRI ni el sistema político mexicano. Sin embargo, quién podría negar que desde la originalidad del concepto de “quinta raza” – transformado en “sentido común” – se configuró un sistema político peculiar que sostuvo la estabilidad política en México (con todos sus bemoles) y que le permitió a ese país – inviable desde las concepciones aristocráticas, liberales, socialistas – mantenerse y transcurrir como una de las naciones más interesantes y poderosas del sub-continente.
En Chile, el rechazo a la originalidad política es una actitud intelectual que se hereda de dos visiones formalmente antagónicas pero que en realidad tienen la misma cuna: para unos, es la Europa culta, elitaria, aristocrática la que ha agotado todas las nociones políticas. Para los otros, son los lacayos de esa misma Europa los que merced a su miseria culta han construido la última palabra en política.
Por eso es que lo que está ocurriendo con Lagos-Frei ni siquiera se barrunta como el hito real que anuncia ser.
Desde Sorel hasta Aldo Moro, pasando por Antonio Gramsci, ha existido la idea y la esperanza de lograr un bloque histórico que reúna sociológica, cultural, valórica y políticamente, a la diversidad progresista contra la amenaza del Leviatán Moderno, que ya no proviene del Estado sino de los poderes privados. Nunca esa idea de aunamiento substancial se había visto tan plasmada como hoy en Chile después de las primarias. Y ninguna duda cabe que hoy los principales líderes y protagonistas de esa nueva peculiaridad chilena son Eduardo Frei y Ricardo Lagos. ¡Que Dios los salve de sus respectivos partidos!
Notas
(1) El concepto “modelo” debe ser usado con ciertas cautelas. Un modelo presupone al menos dos cuestiones: que es más o menos integral, un todo que articula armónicamente sus partes y que esa integralidad ha sido preconcebida, ideada en términos gruesos, antes de implementarla. Ambas precondiciones no son absolutamente precisas en el “modelo” chileno. Este más bien se fue construyendo “espontáneamente” a partir de la puesta en práctica de determinadas políticas económicas congruentes a concepciones de una particular teoría económica.
(2) El “modelo” pretendía sortear esta limitación a través de una vasta red de créditos al consumo. Pero como se ha visto en la actual crisis – y a propósito de ella – ese recurso también flaquea.
(3) El llamado “desencanto de la gente con la política” está muy relacionado a este tipo de situaciones. Pese a la novísima filosofía que afirma que a la gente le importan las “cosas concretas” y que gana adeptos por doquier, la verdad es que la gente tiene su propia “filosofía ingenua”, su “sentido común” que incluye, no necesariamente como discurso explícito, una percepción acerca del funcionamiento de la sociedad. Pues bien, desde hace bastante tiempo a esta parte, la ciudadanía está bombardeada por informaciones que hablan de un universo globalizado y de un Chile globalizado y en donde los hechos transcurren con ausencia de lo nacional – incluso dentro de la nación -. Así es natural que se observe con indiferencia y/o desconfianza a la política y a las instancias que se supone sintetizan el poder de lo nacional. ¿Qué sentido puede tener la política y sus instituciones para el gran público si la idea que arrojan hechos que van desde los ataques a Servia, la compra de grandes empresas chilenas por transnacionales, a pesar de resistencias desde el propio poder político, hasta la detención de Pinochet en Londres, es que – parafraseando a Kundera – el poder y las decisiones están en otra parte.