Norberto Lechner escribía a comienzos de los años 90 que el ejercicio de la ciencia política apuntaba en último término a un gran objetivo de la modernidad: la autodeterminación. En primer lugar porque como disciplina nacida del anhelo de liberarse de los designios externos y poderes ajenos para asumir con sus propias fuerzas el destino; en segundo término, porque expresaba la autonomía de la política como un campo específico del proceso social. Esto quiere decir que la primera interpretación que debe hacerse del libro que nos entrega Antonio Cortés Terzi se instala en un plano crítico natural: nos habla del hallazgo de un fenómeno que, de origen externo y ajeno a la voluntad popular pone en juego la validez del criterio de autodeterminación en la sociedad.
Por lo mismo, ”El circuito extrainstitucional del poder” es una notificación, ya que no una denuncia, de que en nuestra sociedad las grandes decisiones se toman organizadamente de espaldas al pueblo. Desde luego, la palabra notificación es harto más apropiada para una reflexión que viene desde la Academia, y que, para satisfacer sus requisitos, debe guardar todas las formalidades de neutralidad que se le exige a un discurso de este tipo. La ciencia no está para denunciar, sino para explicar. Desde esta perspectiva, el texto que comentamos nos parece una notificación bastante novedosa en la medida que constituye, además de un hallazgo, también un bautizo, acto que sobrepasa de lejos lo meramente anecdótico. Como es bien sabido, las cosas recién empiezan a existir cuando se las nombra. Y si antes de este libro sabíamos por rumores de la ocurrencia de un fenómeno social a lo menos dudoso en nuestra sociedad, ahora, por la gracia de la ciencia, sabemos que se trata de una existencia real que, bajo las formas de un circuito de acción latente, nos afecta a todos, si no cotidianamente, sí cuando asuntos graves deben ser decididos en los más altos niveles del poder.
En la presentación de su trabajo, Antonio Cortés nos advierte que en las elites tradicionales chilenas reina un temor irracional e infantil a que se conozca de sus intimidades. Una característica sicológica bien conocido por cualquiera de nosotros que, en cualquier nivel manejamos siempre con algún rubor al menos una pequeña cuota de poder. Pero mientras mayor sea ese poder, más sorprendente será la iluminación de sus reservas. De modo que este libro es también un ejercicio de voyerismo político, aun cuando los pecados y los pecadores hayan sido autorizados por el autor a conservar su anonimato. Antonio Cortés, como analista riguroso, despejado y sagaz que es, tiene una disciplina para no contaminar de anécdotas su lúcido hallazgo académico. Confiamos en que esa parte de la trama, la más perturbadora, es o será asumida por esos otros narradores sociales, menos científicos por cierto, que somos los periodistas.
Dado que el protagonista central de este libro es un artefacto, conviene desde el comienzo describir cual es su apariencia y cuales son sus mecanismos. Ya en las primeras páginas, sabemos que se trata de algo irregular que discurre por los intersticios que deja la vasta red formal donde se toman las decisiones del poder. Sin embargo, y esta es una primera novedad que sólo puede ser percibida por los ojos de la neutralidad científica, se trata también de una irregularidad legitimada, fórmula que desde luego es sobre todo una paradoja. ¿Por qué legitimada? Porque se ha vuelto habitual en no pocos círculos, porque se ha mostrado eficaz para resolver problemas, y porque ha incubado un discurso ideológico legitimador a su alrededor: el del crecimiento económico. Es decir, es un dispositivo al que hay que agradecerle que haya permitido grados adecuados de gobierno. Y sin embargo, hablamos de una irregularidad.
Lo más sencillo sería enfrentar este artefacto con una condena ética activa, sujetos desde algún principio iluminador que le dé coherencia. Pero se trata de un camino imposible, cuando el propio autor nos previene que esa crítica se origina de una de las causas de que ese artefacto haya cobrado vida: la teoría hecha discurso público. Si vamos a conocer tal irregularidad, tenemos entonces que hacerlo desde otra perspectiva, obligadamente más neutra, que supone en definitiva si esta aproximación al principio de que, como escribía Montesquieu, las costumbres anteceden a las leyes. Efectivamente, el circuito extrainstitucional del poder, tal como lo describe Cortés Terzi, está más cerca de ser una nueva costumbre que una rugosidad ética. Por lo cual, conviene prestar atención a sus principios constitutivos y dejar a un lado su posible desvío normativo. Éste por lo demás sería un paso obligado si se opta, como se me ocurre que desearía el autor, por transformar esta anómala costumbre en una institucionalidad más plena.
Desde la propia definición de su nombre, el “circuito extrainstitucional de poder” describe un proceso secreto de toma de decisiones que se produce en formas paralela al circuito formal o institucional, el cual a su vez supone actores y procedimientos conocidos por el público. El circuito extrainstitucional alude entonces a poderes extrainstitucionales, a los que el autor ve como potencialmente competitivos en la definición de políticas generales, autónomos para decir sobre aspectos que afecta la vida de todos nosotros y capaces de eludir o sancionar las medidas que toma el poder institucional. No se trata de los conocidos “poderes fácticos”, sino de algo más profundo, de un fruto desgajado de la mismísima modernidad y la galopante globalización que la transporta hoy. Cortés Terzi habla de “agentes y vínculos” que hallan ”sus nutrientes, sus espacios de incubación y desenvolvimiento” en tres áreas de nuestra sociedad: el empresariado, la tecnopolítica y los medios de comunicación. El empresariado es desde luego el principal motor de la modernización, la tecnología su lenguaje y los medios de comunicación su vínculo con la sociedad. Es en estos espacios donde se generan los actores, las relaciones y los instrumentos que permiten que el “circuito extrainstitucional” se active y opere de espaldas al pueblo en la toma de decisiones sobre los más relevantes asuntos públicos.
Para operar, este dispositivo utiliza instrumentos legales pero valóricamente ilegítimos, que podríamos llamar resquicios, y dispone de un hato de conductas secretas y privadas que monopolizan la información. Procedimientos que suponen dos tipos de actores, unos institucionales dispuestos a participar de este circuito y otros no reconocidos que tienen la posibilidad de interferir. Ambos se interconectan en este dispositivo en forma esporádica y circunstancial, nos advierte Cortés Terzi, y sólo cuando una decisión que se debe adoptar tiene alcances nacionales y duración en el tiempo; y cuando esa decisión compromete además el accionar de uno o mas poderes del Estado. Es decir, no estamos ante una conspiración o una amenaza inminente de destrucción de nuestra convivencia democrática, sino ante una anómala forma de enfrentar los grandes temas.
¿A qué obedece esta anomalía que puede parecer extraña y ciertamente algo cínica? A ojos del autor, es la mejor manera en que nuestras elites han logrado satisfacer una necesidad en el confictuado Chile de hoy, endurecido por aquella tensión que se produce cuando un Estado del que el pueblo espera lo que ya no está dispuesto a dar, se ve obligado a concordar con aquellos que no lo quieren apoyar, en concreto los empresarios. Según Cortés Terzi, el circuito extrainstitucional es la forma que ha tomado en nuestras sociedades ese amplio espacio de dudas que vivimos entre el paso de la vieja sociedad tradicional, aquella en que la ley se hacía diáfana desde el Estado paternal, los gremios, los sindicatos y los partidos políticos, y la agitada modernidad globalizante que vivimos ya, cuya vertiginosidad privada y privatizadora se ve acicateada por los medios de comunicación. Espacio donde las necesidades y las prioridades ya no se definen en procedimientos transparentes, porque las condiciones que permitían la validez de tales procedimientos ya no existen.
El circuito extrainstitucional es una expresión más del enorme cambio que estamos obligados a vivir cuando el Chile tradicional y el Chile moderno aparecen desencajados, descuadrados, producto de que las instituciones que lo siguen rigiendo en el presente ya son parte del pasado. Naturalmente, el Estado es la víctima pero también el victimario, desde que, obligado a la impotencia por la fuerza de los hechos, se ve de pronto convertido en lo que el autor denomina ”servidor de dos señores”, el pueblo por un lado que demanda aquella asistencia estatal que le fue dada en el pasado, y las fuerzas de la modernización que le imponen la renuncia a esa asistencia. Un fenómeno ciertamente debatido ya hace muchos años y al que se ha llamado también la privatización de lo público, es decir el traslado a lo público de normas, procedimientos y actores habituales en el mundo privado, cuyos efectos tangibles, prácticos, inmediatos, recién ahora estamos en condiciones de enfrentar.
La solución delineada por Antonio Cortés Terzi no está exenta de dramatismo; la inevitable democracia liberal que nos rige debe revisar su institucionalidad, reconstruirse adecuadamente, porque ”mientras no atienda satisfactoriamente las nuevas relaciones de poder que han instalado las modernizaciones capitalistas, la operatoria de la factualidad en la toma de decisiones no sólo es inevitable sino además funcional para los efectos del ordenamiento social y la gobernabilidad”.
Esta sugerencia de un nuevo trato social, si se me permite el exceso, tiene a mi parecer como gran protagonista al Estado, que es el verdadero confrontado por toda esta historia. Y su redefinición para por una operación que se presenta en forma muy simple: abrir espacios a los numerosos sectores de la sociedad civil que anidan estériles a un costado del poder. Hablamos desde luego de participación, tema recurrente en los foros públicos. Hasta ahora, el Estado ha preferido participar y legitimar con su participación los niveles extrainstitucionales, antes que recoger el desafío popular con plenitud. Ha optado por volver la cabeza ausente a la estirada de cejas que le hace la heterogeneidad de gentes demandantes que lo rodean. Para el futuro del Estado este es un asunto serio: descubre en juego su propia legitimidad. Porque en definitiva el avance de los poderes extrainstitucionales tiene un final conocido: nada menos que la inutilidad del Estado. ¿Qué otra cosa significa si no, e que para funcionar necesitemos del imperio de una irregularidad? ¿A qué puede conducir finalmente la aceptación descomprometida de que procedimientos reconocidos y legitimados por las “elites direccionales” sigan operando en continuo de manera oculta y privada? Es cierto, como veíamos, que estos circuitos extrainstitucionales no son una conspiración, ¿pero acaso no podrían llegar a serlo? El riesgo está sugerido por el propio autor, cuando hacia el final de su investigación, advierte que ”la puesta en marcha de su funcionamiento sistémico es una posibilidad orgánica y estructural”. Porque las partes de este engranaje, a pesar de no estar siempre activo, ”tienen existencia diaria y estable y ante motivaciones concretas se articulan como sistema extrainstitucional general”. Procedimiento que si persevera como anómala costumbre, ”puede conducir a una relativa pero creciente disfuncionalidad del sistema institucional democrático, con lo cual lejos de colaborar a la superación de la crisis de funcionalidad , la acentúe peligrosamente”.
No sé si hago una buena interpretación de lo que ha escrito Antonio, pero me parece que, más que el circuito extrainstitucional – una forma de nuevos hábitos sociales -, lo que nos debe preocupar es la legitimidad que le otorga el Estado. Porque no puede dudarse de aquel que teniendo poder desee ejercerlo, pero sí que aquellos que, tomando voluntariamente la tarea de trabajar por el bien común, renuncian a ponerle límite. Repito entonces: el Estado es el verdadero sujeto confrontado en esta historia. Al fin y al cabo, y volviendo a Mostesquieu, la tiranía de opinión es tan condenable como la tiranía clásica.
En cuanto a las tres áreas que según Cortes Terzi nutren los círculos extrainstitucionales, es decir, el empresariado, la tecnopolítica y los medios de comunicación, son presentadas como un conjunto de dimensiones que se entrecruzan para la generación de las redes extrainstitucionales. Pareciera entonces que se trata de dimensiones distintas, o al menos suficientemente independientes unas de otras. Sin embargo, dado que el fenómeno se presenta como un producto de la globalización, el énfasis en las formas capitalistas de desarrollo y la privatización de los procedimientos utilizados para adoptar las grandes decisiones, uno pudiera mejor pensar que esos tres espacios son en realidad uno solo: el espacio del empresariado, de modo que tanto la tecnopolítica como los medios de comunicación serían exactamente sus frutos, y si no sus frutos, sus dividendos.
En otras palabras, y sin arriesgar posición ética alguna sobre el punto, son las empresas las principales protagonistas de la modernización de los países y es su dinámica la que se apodera de los discursos públicos. Son las empresas las que afirman las tesis sobre el crecimiento y ellas son las que exigen, para su propio crecimiento, la minimización del Estado. Son ellas por lo tanto, las que, dada la divergencia histórica que las opone al Estado tradicional, protector y asistencial, requieren y promueven para su propio beneficio la creación de los círculos extrainstitucionales. Desde esta perspectiva, las tecnopolítica y los medios de comunicación más bien parecen meros instrumentos; en la medida que unos ponen el lenguaje de elite que permite el monopolio de las grandes decisiones y los segundos la banalidad temática que simula la participación del público.
Me detengo para concluir en los tecnopolíticos, cuya presencia me parece crucial en todo este sistema que nos describe Cortés Terzi: la tecnopolítica, o más crudamente, los tecnócratas son, a mi parecer, los verdaderos responsables de que estos circuitos logren activarse. En efecto, la tecnopolítica de que nos habla Cortés Terzi no es sino una derivación actual de la vieja “tecnoestructura”, término con el que Galbraith bautizaba, a fines de los años 60, a ese nuevo “modo de hacer las cosas” que estaba naciendo para satisfacer las modernas necesidades de la empresa industrial madura, hoy transnacional. En su obra El nuevo estado industrial, Galbraith decía que tales tecnoestructuras estaban integradas por todos aquellos profesionales que en una gran empresa “aportan conocimiento especializado, talento o experiencia a la elaboración de decisiones”. A pesar de no encontrarse entre sus propietarios, este grupo selecto, dotado de un lenguaje altamente especializado y que incluso puede estar por debajo de los gerentes principales, tiene en sus manos el real “poder de decisión”. De este modo, son los integrantes de la tecnoestructura los que en la práctica controlan la organización. Peto no se trata de un control total, en la medida que sólo se ejerce como una transacción: el gran requisito que estas tecnoestructuras deben cumplir es “la aceptación del crecimiento como gran objetivo social”, requisito que por cierto es el mismo que demandan las grandes empresas. Galbraith es en esto muy nítido cuando escribe: “La aceptación del crecimiento económico como objetivo social coincide muy exactamente con el ascenso de la gran empresa madura y de la tecnoestructura al poder”.
Instalados en el nivel de los “iluminados”, es natural entonces que las tecnoestructuras, apenas le arrebatan parte del poder a las organizaciones que las contratan, se tornen inaccesibles al control social. Cuestión sensible cuando ese fenómeno, en nuestros países, se vive en organizaciones públicas y privadas. John Raulston Saul tenía una definición más dura: en manos de los tecnócratas, la idea del bien público desaparece porque nunca han sido una elite responsable. Si ellos iniciaron su existencia como servidores leales del pueblo, como hombres liberados de la ambición y del egoísmo irracional, con sorprendente rapidez han evolucionado hasta convertirse en sujetos que usan el sistema con un distante desprecio por el pueblo. “Cuando la malignidad tiene ala razón de su parte, se vuelve altanera y ostenta la razón en todo su esplendor”, escribía Pascal. ¿Cómo extrañarse entonces del protagonismo que con sagacidad Cortés les otorga a los tecnopolíticos en los llamados círculos extrainstitucionales? Son un verdadero circuito de iniciados, con sus propios gurús y sus propios aprendices de brujos. Disponen del lenguaje y de las relaciones necesarias, porque, tal como constata el autor, navegan en unas aguas y otras. Y si es la tecnoestructura la que proporciona el cableado para que estos circuitos se accionen, el tema radica entonces en quién controla la tecnoestructura. ¿Podría responderse tamaña interrogante sin recurrir otra vez al universo en expansión del empresariado y, en contrapartida, a la displicencia del Estado?
Es difícil plantearse en forma neutra frente a estos temas que son, claramente, disyuntivas éticas. Si la respuesta práctica es legal, es decir, regular los efectos de esa mala costumbre que es el circuito extrainstitucional del poder, entonces este libro que nos ha motivado para reflexionar constituye un buen punto de partida para al menos reconocer que, a los ojos del público, las cosas distan de ser lo que parecen.