En los días inmediatamente anteriores y posteriores al 11 de marzo recién pasado, fecha del primer aniversario del gobierno del Presidente Ricardo Lagos, se publicaron, como era esperable, infinidad de artículos, entrevistas, reportajes y opiniones sobre el primer año de gestión gubernamental.
Si se toman esas publicaciones como mecanismo evaluativo y se estudian como tales – con los correspondientes resguardos, claro está -, se concluye que, predominantemente, los juicios sobre esta fase del actual gobierno son tibios, cautelosos, dubitativos y hasta casi paradojales. En efecto, la media de las opiniones coincide en que el gobierno no lo hizo categóricamente bien en su primer año. No obstante, también la media manifiesta confianza en la capacidad del Presidente para mejorar significativamente la gestión futura.
Datos que son similares a los que arrojan las últimas encuestas y que continúan evaluando muy positivamente al Presidente y no así al gobierno.
Vale la pena recoger analíticamente esta información, porque habla de un auspicioso rasgo social y cultural que aún está presente en la sociedad chilena y que dice relación con el valor que le concede a las expectativas y a quienes tienen la virtud de no sólo ofrecerlas, sino también de hacerlas fiables.
Pero también vale la pena analizar el mismo fenómeno desde otra perspectiva. Una de las variables que ha influido – y de manera estimable – en la baja de prestigio del gobierno es la frustración que se le ha producido a los colectivos sociales por la distancia entre las expectativas que originalmente se crearon con la elección de Ricardo Lagos como presidente y las realizaciones que hasta hoy se muestran. Cuando se asientan grandes expectativas en los cuerpos masivos de una sociedad, sin acompañarlas de estrategias pedagógicas y comunicativas idóneas, siempre se corre el riesgo de que las obras concretas aparezcan minimizadas.
Y hay aquí un problema que ronda entre lo dramáticamente contradictorio y las ironías de las cosas de la vida. Por personalidad, por cosmovisión, por discursividad, el presidente Lagos espontáneamente alienta expectativas masivas de alto vuelo, lo que es muy loable para los efectos de contrarrestar la ansiedad inmediatista a las que impelen factualmente las prácticas rutinarias de la modernidad y para contrarrestar la banalización de la acción pública – y del público – a la que conduce el discurso de la neoderecha chilena, que de imponerse en plenitud conllevaría a una grosera infantilización de la ciudadanía y, por ende, a su neutralización como tal.
Pero, por otra parte, esta generación espontánea de grandes expectativas que produce el Presidente choca con las limitaciones objetivas que impone la realidad para ejecutarlas y con las limitaciones de los sujetos individuales y grupales para comprender acerca de los procesos, tiempos, deberes colectivos, etc., a través de los cuales las expectativas se materializan.
En términos político prácticos, este conflicto puede derivar en un drama irónico: que sea la propia impronta presidencial la que más presione y oscurezca a su gobierno y que, a la larga, el oscurecimiento de éste termine cubriéndolo a él.
Para exorcizar esa amenaza, ¿debería el Presidente renunciar a sus cosmovisiones, mediatizar sus trancos discursivos y comunicar sólo en virtud de las cosas concretas? Por nada del mundo, puesto que la discursividad presidencial coincide con necesidades que emergen de la etapa que vive Chile.
El punto de desarrollo alcanzado por el país requiere con cierta urgencia de la reposición de un norte común de expectativas, de ambiciones fuertes, porque el nivel al que se ha llegado constituye una suerte de punto de inflexión: si no se avanza con radicalidad y prontitud, a la vuelta de un recodo está la amenaza de la regresión.
Quienquiera que conozca la historia del subdesarrollo, la historia de los países en desarrollo, sabe que en éstos tiende a operar una peculiar ley histórica: a determinado nivel de desarrollo, si un país no logra un progreso continuo, arriesga no sólo el estancamiento, sino la apertura de un inercial proceso involutivo. Metafóricamente se puede decir que esta ley se explica porque el camino hacia el futuro de estos países es siempre fatigosamente ascendente y en el que no hay rellanos para detenerse a recuperar fuerzas. O se sube o se baja. En América Latina, y en lo que se refiere a la relación con el progreso, la prueba de Sísifo no es sólo mitología.
Modernizaciones
Desde miradas sociológicas, estos riesgos involutivos en los países en desarrollo se explican por la variedad y complejidad de conflictos que entrañan los procesos modernizadores. En efecto, precisamente porque se trata de procesos de largo aliento, las naciones que entran en ellos no resuelven en corto plazo todos los problemas sociales y estructurales tradicionales, de suerte que éstos perviven junto a las nuevas conflictividades que son propias de las modernizaciones. Pero además, en muchas áreas se crean contradicciones entre las relaciones y estructuras tradicionales y las modernas. Se puede decir, en resumen, que en estos países las modernizaciones están acompañadas de tres tipos de conflictos de origen y naturaleza distinta: los que subsisten del subdesarrollo tradicional, los intrínsecos a lo moderno, y los que se establecen entre los ámbitos más rezagados y más avanzados. Ahora bien, puesto que la sociedad nacional es una, es evidente que estas tres fuentes conflictivas se entremezclan, dando lugar a escenarios altamente complicados.
Cuando los ritmos modernizadores son los adecuados y cuando las modernizaciones tienen capacidad expansiva significativa, la propia modernización resuelve conflictos y morigera o desdramatiza otros. En cambio, cuando la modernización se desacelera, y más si se estanca, se tiende a gestar rápidamente una suerte de complicidad entre los distintos tipos de conflictos y una simultaneidad en sus expresiones. En tales circunstancias, el manejo de conflictos se torna muy difícil y muy fácil el desencadenamiento de crisis sociales más o menos generalizadas que pueden inducir, a su vez, a inestabilidades políticas, no sólo por los conflictos en sí, sino también por las centrifugacidades que aparecen en las instancias y liderazgos políticos. Obviamente que cuadros con tales características son terreno fértil para las involuciones.
En resumen, en los países en desarrollo las amenazas socioeconómicas regresivas son perennes y para conjurarlas no hay más recetas que una estrategia de país que asegure continuidad modernizadora y que oriente el crecimiento.
Empresarios
Hoy por hoy, el gobierno y el Presidente aparecen como actores virtualmente exclusivos en condiciones de asumir la conducción y el liderazgo de la continuidad modernizadora. Exclusivos y relativamente solitarios. Al menos no se observan con nitidez otras instancias o corporaciones que, como tales, como instituciones, estén suficientemente sensibilizadas por los problemas estratégicos y en disposición de actuar al respecto en perspectivas históricas.
La pasividad empresarial debiera ser, en este sentido, la más preocupante.
Los gremios empresariales y fracciones importantes del empresariado han tendido a refugiarse en sus dimensiones puramente corporativas y a erigir un discurso plano y monocorde sobre las dificultades para reimpulsar las modernizaciones y el crecimiento. Actitud contrastante con la auto percepción vanguardista que han ostentado en los últimos tiempos.
“El país necesita elaborar un nuevo programa a 20 años. Si nadie quiere tomar esta bandera, los invito a que lo hagamos nosotros, los industriales, y elaboremos un programa para los próximos años”. Estas palabras, un tanto desafiantes, las dijo hace tres años el presidente de la Sofofa, Felipe Lamarca, reflejando el ensoberbecido sentir que acuñó el empresariado a lo largo de los últimos cuatro o cinco lustros y que lo llevó a autoconvencerse de que había devenido en la elite propietaria y conductora del progreso del país. Bien sintetizó este convencimiento Cristián Pizarro, quien fuera Secretario Ejecutivo de la CPC: “Hoy es la empresa privada la institución social decisiva, tanto para el desarrollo económico como para la dinamización de las libertades personales y públicas. La consolidación de esta exitosa transición exige que la empresa enfrente ahora el gran desafío de contribuir a llenar, desde su ámbito, los vacíos valóricos, sociales y culturales que deja el repliegamiento del Estado” (*El Diario*, septiembre de 1996.)
Pues bien, desde que se instalaron las dificultades económicas en Chile no ha sido ese el tenor del empresariado. Ni ecos se escuchan de sus proclamas vanguardistas. Muchos espíritus otrora emprendedores se trasladan a la comodidad del rentismo. ¿Qué está ocurriendo con ese empresariado pujante, orgulloso, lleno de jactancias y no siempre sin razones? Simplemente que le teme a su propia auto transformación para superar un ciclo económico que se desvanece y para adecuarse a otro que comienza y que inevitablemente será más difícil: con tasas menores de utilidad, con costos medioambientales mayores, con limitaciones para utilizar la abundancia de recursos naturales y la mano de obra barata casi como únicas ventajas comparativas, etc.
La verdad es que el empresariado chileno se está preñando de conservadurismo, y lo oculta pidiéndole a otros que cambien o hagan los cambios. Ni siquiera parece haberse percatado que hace tanto tiempo que exporta los mismos bienes no-tradicionales que también hace rato que, en la práctica, esas exportaciones dejaron de ser no-tradicionales.
El candidato presidencial Ricardo Lagos habló durante la campaña de su voluntad de gestar una alianza estratégica con el empresariado para los efectos de un reimpulso modernizador, lo que le produjo, incluso, malos entendidos con algunas de sus bases de apoyo, a pesar de que, dadas las características del funcionamiento de las sociedades contemporáneas, es impensable el desarrollo económico sin cooperación entre los gobiernos y los empresarios. ¿Pero qué alianza estratégica se puede establecer con un socio ensimismado, alicaído, rutinario, cortoplacista y que a ratos se comporta como niño pedigüeño?
Vista la opacidad que muestra el empresariado en el presente, debería volver al debate una antigua duda sostenida desde el mundo de las ciencias sociales chilenas y cuya respuesta tiene incidencias muy precisas para la política. La pregunta es si, a lo largo de la historia nacional, el empresariado criollo alguna vez encabezó procesos modernizadores motu proprio, o si, en realidad, cuando terminó siendo protagonista o coprotagonista de proyectos de envergadura lo hizo presionado por medidas coactivas o dirigistas de parte del Estado y/o luego que éste le costeara la inversión inicial y le garantizara condiciones óptimas para el éxito del proceso.
Responderse esta duda puede ser esencial para los efectos de trazar estrategias realistas de reimpulso modernizador. Tal vez no sea realista alimentar muchas expectativas en la voluntad y capacidad del empresariado nacional para enfrentar, por iniciativa propia, la tarea de nuevas transformaciones modernizadoras.