Chile limita con América Latina
No hace muchos años era una blasfemia hablar de la posibilidad de una crisis económica en Chile, no obstante se produjo. América Latina hoy está plagada de situaciones políticas críticas, disolventes, radicales, pero al igual que ayer, respecto de lo económico, las elites políticas de todo signo y la mayoría de los cuerpos intelectuales, las observan como situaciones distantes, ajenas, que poco o nada tendrían que ver con la realidad nacional, salvo en las repercusiones que podrían tener para el comercio exterior.
Sin embargo, mal que pese, Chile todavía pertenece a “El Reino de este mundo”, recordando el título de una novela de Alejo Carpenter, o sea, al reino de América Latina, de Indoamérica, de la América Mestiza, y pertenece no sólo por comunidad de lengua y geografía, sino por similitudes de las estructuras internas de cada país, por semejanzas en los procesos históricos y políticos.
Una somera revisión de la historia de América Latina hace recordar que en Chile se han vivido, con diferencias de intensidades, casi todas las mismas grandes crisis que han afectado al subcontinente, incluso algunas que, en su momento, parecían impensables. La crisis política que cruza a un buen número de países latinoamericanos no es producto lineal y exclusivo de crisis económicas. Su verdadera raíz está en la esfera de la política, en los tremendos estremecimientos que han causado a esa esfera los fenómenos modernos. Las crisis económicas han sido un factor catalizador, pero no la razón última.
¿Está Chile exento de esas razones o de algunas de ellas? No. La transición las subsumió, postergó sus expresiones más dramáticas. Pero, ahora, cuanto menos transicional es el país, cuanto más se normaliza su vida política, más expuesto está a que su política muestre síntomas críticos.
Este artículo versa sobre la posibilidad de que en Chile también se presenten síntomas políticos críticos, circunscribiendo el análisis a dos factores causales de crisis en otros países latinoamericanos: el descalabro o debilitamiento de los sistemas de partidos – acompañado de “crisis de representatividad” – y la emergencia de un nuevo tipo de político y de liderazgo, el video-político o neopolítico. La convergencia de ambos factores ha dado como resultado gobiernos que conjugan demagogia y nuevas formas de autoritarismo y que a la postre han desinstitucionalizado a sus naciones y sometido a sus sociedades a fuertes procesos desintegradores. ¿Está Chile inmunizado perennemente frente a la amenaza de contraer esas patologías políticas?
Carencias de la política
Con mucha facilidad, la política tiende a comportarse como una actividad inercial, conservadora en lo que a ella misma respecta. En general, los actores e instancias políticas se desenvuelven dentro de parámetros altamente rutinarios y acotados por el día a día. Por otra parte, es imposible que escapen a los céleres y agobiantes ritmos que imponen los tiempos modernos y a la gran dispersión temática, de interés público, que genera la sociedad moderna.
El político actual dispone cada vez de menos espacios para la reflexión y los pocos de los que dispone son consumidos, normalmente, por la atención que deben prestarle a problemas focales o sectoriales de creciente y absorbente complejidad técnica.
La política y el político contemporáneo tienen serias dificultades para mirar totalidades y para proyectar miradas hacia la historia futura. La repetida frase “mirar al futuro”, en palabras de dirigentes políticos, quiere decir “mirar metas”, pero en estricto sentido, no se refiere a miradas con diagnósticos que permitan formular hipótesis acerca de las dinámicas venideras y, por ende, prever fenómenos nuevos, muchos de los cuales empiezan a germinar en el presente. La falta de miradas previas, rigurosas, desprejuiciadas que antecedan a la oferta de metas es parte de las desconfianzas que hoy acompañan a la política.
Las carencias o fragilidades de la política actual en cuanto a sentido de totalidad y de proyección histórica, se ven agravadas por otras dos cuestiones.
Pérdida de autonomía
En primer lugar, por la dependencia cada vez mayor que tiene la política y sus actores de los medios de comunicación de masas, principalmente de la televisión, dependencia que es hoy de una magnitud varias veces superior a la de un pasado no muy distante. Claro está que una razón para que esto ocurra se encuentra en el desarrollo explosivo que han tenido tanto los medios como el acceso de la población a ellos. Pero las causales que aquí importan son del orden político y social. La más determinante es la que se configura por la concomitancia de fenómenos que emanan en cada uno de estos órdenes.
Desde la política el hecho más relevante es el agudo deterioro del partido-masa, o sea, de aquel tipo de partido que disponía de extensas redes de militantes y de sólidas estructuras inmersas en infinidad de espacios sociales y que por su activismo y homogeneidad discursiva constituían fortísimos sistemas comunicacionales que posibilitaban niveles de independencia importantes de los actores y entidades políticas respecto de los mass media.
Desde lo social, el dato clave a considerar es el debilitamiento, cuantitativo y cualitativo, más o menos profundo de organizaciones propias y autónomas de la sociedad civil, acompañado de un proceso de desvalorización cultural de lo asociativo.
Sin un tejido social significativo se merma la funcionalidad de los partidos-masas, puesto que era en las realidades sociales organizadas donde ejercían su función prioritaria. Simultáneamente, el debilitamiento de los partidos-masa – cuyo activismo era una de las principales fuentes de promoción de la organización societaria – repercute en el escaso volumen y gravitación de las redes sociales y presagia que esta no será una situación a superar a corto plazo.
Un efecto inmediato y obvio de lo descrito es que el dirigente y los cuerpos políticos, sin contar con un eficaz sistema comunicacional, como el que, de facto, configuraban los partidos, y sin la presencia de agrupaciones numerosas y relevantes a las cuales dirigirse directamente, deben recurrir a los medios de comunicación para conectarse con el público y para revalidar sus prestigios, influencias y su competitividades electorales.
¿Por qué esto influye en menos independencia de la política y de los políticos?
Origen del video-político
Porque las lógicas a través de las cuales los medios definen sus intereses en temas o personajes no necesariamente coinciden con las lógicas que aplican los actores políticos al definir sus prioridades comunicacionales. De tal suerte que, para acceder a los medios, el actor político está forzado a adecuarse a la agenda medial o, al menos, a aceptar “negociar” su propia agenda.
Quizás sí en donde más se palpa esta relación entre agenda política y agenda medial – y el predominio de la segunda sobre la primera – es en la discontinuidad que afecta a los debates públicos sobre asuntos políticos y que alguien definió como “zapping político”, esto es, la poca permanencia de un tema, el cambio abrupto que se produce en los medios de comunicación de un asunto a otro, no sólo sin agotarlos, sino sin siquiera mínimos seguimientos, aun cuando algunos de ellos aludan a tópicos de extraordinaria relevancia.
Lo dicho es válido para los medios de comunicación en general. Pero la televisión, específicamente, resta de manera mucho más rotunda independencia al desarrollo de las esencialidades de la política. Paradojalmente, siendo la televisión el mayor medio informativo de masas y el que más interviene en la creación de opinión pública, es, a la par, el que más coarta, el que más limita el despliegue discursivo de la política en sus dimensiones globales y proyectivas
Por otra parte, el dirigente político, en una inmensa mayoría, evalúa – a veces, hasta la sublimación – como excepcionalmente beneficiosa para su condición las apariciones en televisión. A partir de esa percepción comienza un drama para él y para la política: la pérdida de prestancia, de personalidad, facilitándole el trabajo a quienes, en representación del interés de la televisión, hacen todo lo posible para imponer la lógica medial. Un primer elemento de esta lógica es la que describe, refiriéndose a la televisión norteamericana, Giovanni Sartori en su libro “Homo videns. La sociedad teledirigida”: “La televisión americana es agresiva en el sentido que el periodista televisivo se siente revestido de una ‘función crítica’ y es, por tanto, un adversary, constitutivamente predispuesto a morder y a pinchar al poder, a mantenerlo bajo sospecha y acusación”. Huelga decir que una actitud muy similar opera en el periodismo televisivo chileno.
Otros elementos de la lógica televisiva son archiconocidos: la búsqueda de rating, la producción de espectáculo, la rapidez en el cambio de secuencias visuales y verbales, etc. “Contésteme con un sí o un no”, “nos quedan veinte segundos para su respuesta”, son frases habituales y reiteradas por los conductores de programas políticos televisados y que no hacen más que reflejar la mecánica de funcionamiento de la TV. Mecánica que es, evidentemente, antagónica a los requerimientos reflexivos y discursivos que le son propios a la política en sus connotaciones globalizadoras y proyectivas. Y si la política no puede desarrollar ni expresar ambos aspectos sin duda que pierde autonomía.
Quizás, todo lo dicho hasta aquí se pueda resumir en lo siguiente: hoy, el político y la política tienden a contactarse con la ciudadanía básicamente a través de los medios de comunicación y, en especial, a través de la TV. Casi sin otras alternativas comunicacionales relevantes y significativamente útiles para su oficio y fines, en el común de los casos, el político se ve forzado a acceder a la televisión en condición subordinada a las lógicas que impone el medio y, por ende, tiende a sufrir ante las cámaras una metamorfosis: la de ya no ser per se dirigente. Frente a las cámaras, su importancia ya no radica tanto en el poder que concentra, en sus méritos intrínsecos a la cualidad de político, sino más bien en la imagen que proyecta, en sus virtudes telegénicas, en su habilidad verbal para salir airoso de un cuestionario inquisidor, en ser buen informador de realizaciones o proposiciones concretas, en sus dotes de entretenedor, etc. Y es esta una realidad tan reiterada y potente que con harta frecuencia ocurre que la metamorfosis no termina a la salida de la estación televisiva. Y en este suceder está la clave del segundo elemento substancial que participa en la carencia o fragilidades de la política nacional en cuanto a dimensión histórica y de proyecto nacional.
El video-político no es dirigente
En la política chilena hay un ostensible proceso de conversión del político criollo y que consiste en el paso de dirigente a un símil de lo que Sartori conceptualizaría como video-político. Dicho esquemáticamente, el video-político es aquél que se desenvuelve en la esfera de la política interactuando con la ciudadanía, principalmente, a través de la televisión y con los métodos, códigos, lenguajes, propósitos instrumentales de ésta y que, de hecho, han llegado a conformar una verdadera subcultura que, a su vez, dicta pautas conductuales que continúan rigiendo más allá de las fronteras de la televisión. El video-político es un permanente publicista más que un comunicador; es un seductor, más que un conductor.
Tal conversión no es obra en sí del desarrollo mediático. La reducción que el video-político hace de la función política tiene también origen en otros dos grandes fenómenos contemporáneos:
a) Lo que se ha dado en llamar crisis de las ideologías, término de los megarrelatos, fin de las utopías ha repercutido en la valoración del rango histórico de la política. La política, enflaquecida ideológicamente, sin cosmovisiones, carente de imaginarios acerca de una nueva sociedad, qué le puede ofrecer a sus ejecutores, a sus actores, los políticos, sino sus lados más prosaicos y temporales: las satisfacciones que otorgan los privilegios del poder formal, o sea, en primer lugar, aquellas que derivan de la admiración prejuiciosa que genera en las masas el sujeto ungido con autoridad institucional. Luego, las que concede el participar, aunque sea de manera marginal o ritual, en las grandes decisiones. Después, en las que posibilitan la ascensión en el estatus, y así, en adelante…
En suma, de lo que se trata es de si a la política no se la concibe con protagonismo, con protagonismo histórico, ¿por qué al político moderno se le ha de exigir que se comporte como agente de la historia, como líder de procesos sociales trascendentes y dispuesto a pagar los costos que ese liderazgo le implique?.
No es la banalidad de la televisión lo que ha vuelto banal a los políticos: es la opción que se ha adoptado respecto de la modernidad lo que banaliza a ambos.
b) El segundo fenómeno si bien también es resultado de reformas modernizadoras llevadas a cabo en América Latina en las últimas décadas, genera dinámicas autónomas que, como tales, intervienen en la conversión analizada. Nos referimos a la ostensible y considerable disminución de poder y de funciones que afecta a los Estados nacionales y que incluye a los gobiernos y a las administraciones públicas. Durante buena parte del siglo XX, el factótum de la política en Chile y virtualmente en todo el resto de los países latinoamericanos era el Estado y sus aparatos, puesto que, en conjunto y casi sin competencias significativas, constituían los ejes decisionales de las políticas a aplicar en todas las esferas de la vida colectiva: económicas, educacionales, culturales, sociales, etc. Bajo el amparo de un Estado tan poderoso el político podía ostentar y ejercer altas cuotas reales de poder.
El traslado del peso de la economía desde el Estado hacia la empresa privada, la creciente introducción de los privados en sectores en los que el Estado tenía tuición cercana a lo exclusivo (Vg., educación superior, salud, etc.), el imperio mayor del libremercadismo que entraña naturalmente medidas desrreguladoras, etc., le han quitado gigantescos espacios de poder efectivo al actor político. Algunos de ellos todavía resienten estas mermas, no se adaptan y continúan tratando de descubrir el cómo hacer para que su oficio recupere el poder perdido. Otros, en cambio, los “modernos”, han descubierto que un buen manejo de lo mediático puede ser fuente de incremento del poder político real, puede compensar la pérdida de poder institucional. Así, para el “neopolítico”, la televisión – y los otros medios de comunicación – se transforman en un recurso vital para la acumulación de poder, ergo, el conocimiento, el manejo, su desplazamiento dentro de la subcultura, dentro del submundo mediático deja de ser un agregado, un simple dato necesario a considerar, para devenir en parte constitutiva y determinante en el ejercicio de su profesión.
Dos rasgos del video-político
La tendencia al cambio del tipo de políticos en Chile no es de costo cero, no tiene consecuencias puramente anecdóticas e inocentes. La tendencia al predominio de los video-políticos tiene tres repercusiones negativas para la calidad de la política, o sea, para esa actividad que es responsable ni más ni menos que del funcionamiento de la sociedad como tal.
La primera es que sus prácticas conllevan a situaciones absolutamente contrarias a las que ofrece su discurso. El neopolítico, el video-político ofrece cercanía de la política a la gente, a sus problemas concretos. Pero el video-político, sometido a la dependencia mediática e interactuando a través de ella, recurre a la metodología que emplea la publicidad para producir ese supuesto acercamiento. Recurre a los métodos propios de la empresa mediática, cuyos objetivos, obviamente, no son los mismos que los de la política. No nos vamos a detener aquí en el uso y abuso que se hace de las encuestas como sistema preponderante para definir la relación diagnóstico/respuesta, y que es causal de muchos trastornos en la calidad de la política y de las prácticas políticas. Limitémonos a la esencia de una afirmación de Sartori: “... los políticos tienen cada vez menos relación con acontecimientos genuinos y cada vez se relacionan más con ‘acontecimientos mediáticos’, es decir, acontecimientos seleccionados por la video-visibilidad y que después son agrandados o distorsionados por la cámara.” Es decir, el video-político reacciona de la siguiente forma: evalúa y prioriza los problemas de la gente de acuerdo a cuanta presencia tienen esos problemas en los medios de comunicación y se aboca a proponer o ejecutar políticas en virtud de esa presencia.
Por cierto, no es muy riguroso el sistema, pero por sobre todo es un sistema que extrema la impersonalización de la política, exacerba su racionalismo instrumental y tecnocrático e implica el abandono de las fórmulas que posibilitan el nexo mínimo emocional entre la gente y la política, que al fin de cuentas es decisivo para que una sociedad se sienta partícipe de un proyecto nacional.
La segunda consecuencia nefasta del video-político para la política – y que devela el verdadero drama de la primera – es que, como corolario de sus prácticas, el video-político deja de ser dirigente y con ello arriesga a que la política empiece a ser percibida como una actividad prescindible o tan arbitrariamente establecida como el deporte.
La política y el político, por antonomasia, en tanto ofician en el ámbito del bien común, necesariamente deben, en más de un momento, entrar en conflictos con el sujeto y las corporaciones, incluso, al punto, a veces, de confrontarse con la sociedad toda. En esos momentos al político le está demandado el comportarse como dirigente, como un distinto al sujeto-masa y, claramente, por sobre él, como parte de la dirigencia de una nación, aunque tal conducta no complazca a la gente y a sus millares de expresiones subjetivas y corporativas.
Pues bien, como el neopolítico es, en el fondo, un escéptico histórico, un oculto nihilista, no tiene pasiones por ideas de historia y de nación, por ende, no tiene voluntad ni disposición de carácter para asumir discursos y conductas que las encuestas y los medios de comunicación no le aseguren previamente que forman parte del pensamiento de mayorías. El video-político no arriesga su situación de poder para jugar papeles direccionales conflictivos y de resultados de aceptación pública incierta.
Por otra parte, como el video-político es autoconsciente de cuánto depende su poder de lo mediático y de cuánto depende lo mediático de la gente, sus conductas y discursos son complacientes con la opinión pública – opinión que en gran medida edifican y canalizan interesadamente los mass media – de suerte tal que, de dirigente pasa a ser reproductor de la opinión de la gente mediada por los medios de comunicación.
Pero todo lo dicho se manifiesta en una todavía más nefasta repercusión para la calidad de la política. En Chile se adoptan, sin lugar a dudas y consciente o inconscientemente, políticas de alcances históricos y totalizadores. Muchas de las cuales, por la antipatía social que potencialmente podrían generar, no circulan por los mecanismos y personajes de la video-política y en casos, bajo la excusa de que no son de interés de la gente. Con este proceder se acentúa y consolida, de hecho, el oscurecimiento de los procesos políticos y de las mecánicas de toma de decisiones, lesionando seriamente la legitimidad y prestigio de la política y sus instituciones.
En Chile, es claro que han sido sectores de la derecha y, muy en especial, el lavinismo, los iniciadores y promotores de la video-política, pero ya es una tendencia generalizada y presente en todas las culturas políticas. Dentro de la propia dirigencia política chilena existen opositores y resistentes a esta tendencia, pero van perdiendo la batalla. Entre otras cosas, por lo ya dicho respecto del deterioro de la política tradicional. Pero, por sobre todo, porque la transversalidad del fenómeno dificulta el surgimiento de un frente común y porque el problema no ha sido cabalmente percibido en su gravedad. No sería extraño que una vez más la política no se anticipe a una potencial crisis, sino que sea una crisis la que la haga reaccionar.