Miedos y desconfianzas: rasgo cultural masivo
Indicadores empíricos muestran que los chilenos viven con altos grados de desconfianza, que la desconfianza ha devenido en un sentimiento muy generalizado, en un rasgo de la cultura masiva, y que se expresa respecto de los más diversos ámbitos: desde el vecino hasta las instituciones del Estado.
No es difícil inferir que la desconfianza es, en lo grueso, un mecanismo auto defensivo y que está asociado a temores.
Los estudiosos y analistas de los fenómenos sicosociales en países avanzados han establecido que uno de los efectos de la modernidad en los sujetos es el notable aumento de las incertidumbres, de las incertezas.
Algunos intelectuales han interpretado la desconfianza de los chilenos como una suerte de variante de las incertidumbres propias que genera la modernidad, como un dato normal de la subjetividad contemporánea.
Pero esa es una interpretación forzada. Es cierto que las incertidumbres pueden ir acompañadas de temores, pero no necesariamente de desconfianzas. Podría ocurrir exactamente lo contrario: que las incertezas personales induzcan a la búsqueda de seguridades y confianzas en lo asociativo y en sus formas organizadas.
Por otra parte, los temores que se gestan por las incertidumbres que acompañan a la modernidad se deben, básicamente, a dos razones:
i) a lo imprevisible que se torna el futuro merced a la celeridad de los cambios, y ii) a lo expansivo y cotidiano que se vuelve la opcionalidad. Con relativa frecuencia el sujeto moderno se encuentra en situaciones, de las más variadas índoles, que le impelen a elegir.
En consecuencia, las incertidumbres y temores en sociedades efectivamente modernas son una suerte de costos a pagar por los beneficios que reporta la modernidad: creciente progreso y mayores espacios de libertad de elección.
Y todavía cabe otra observación. En ese tipo de países, los miedos e incertidumbres causados por la modernidad tienden a batirse en retirada, en la medida en que las vivencias y la experimentación de la modernidad van reculturizando a las sociedades y a las personas. Las intensidades de los temores e incertezas dependen de cuánto peso mantengan los valores culturales tradicionales surgidos en momentos históricos en los que, por escasez de opciones y por lentitud de las transformaciones, la vida social e individual era mucho más previsible, menos opcional, más segura. Obviamente que la permanencia en el tiempo de la realidad y de las prácticas modernas conlleva a cambios culturales que, naturalmente, van reemplazando los valores tradicionales, decretando su obsolescencia y reconstruyendo escalas valóricas que desdramatizan las percepciones de incertidumbres.
El Poder como inspirador de temor
La hipótesis que se sostiene en este artículo es que los índices de desconfianza y miedos que muestra la sociedad chilena no están ajenos a los fenómenos comunes a la modernidad, pero que no son éstos los más determinantes. La causa más decisiva es otra, a la que se suman y potencian aquellos fenómenos.
El punto de partida de la hipótesis es la observación de la presencia en Chile del binomio desconfianza/temor que alcanza tal retroalimentación y organicidad que los transforma en una sola unidad: se desconfía porque se teme y se teme porque se desconfía.
Ya se dijo que los temores que producen las incertidumbres de lo moderno no tienen porqué manifestarse fatalmente en desconfianzas. A lo que habría que agregar lo siguiente: los temores del sujeto que habita en la modernidad típica no están referidos a amenazas estrictamente externas y concretas, resultan más bien de la asunción de que las incertidumbres son intrínsecas a los tiempos históricos de los que él forma parte. Es decir, en tanto se asume como sujeto moderno, internaliza, personaliza la inevitabilidad de lo incierto y de los temores que lo incierto entraña.
En Chile, el sujeto desconfía porque teme a factores que percibe enteramente externos, distantes, desconocidos y, además, amenazadores para su persona. El miedo surge de entornos con los que convive cotidianamente o con los que puede encontrarse en sus rutinas, pero sobre los cuales no accede ni injiere, pese a que esos entornos intervienen o pueden intervenir en todos o casi todos los ámbitos de su existencia.
Por cierto que no siempre ni necesariamente es la forma o la expresión explícita de esos entornos la causal de temores, sino el Poder que estos contienen (o que el sujeto supone que contienen) y que resulta tanto más temible, precisamente, por su cualidad implícita, intangible, invisible a primera vista.
En Chile, la cuestión del Poder, es uno de los temas más relevantes que influye en las conductas de la totalidad social y en sus particularidades, porque las relaciones de poder son insanas. Mal que pese, en una sociedad estratificada por altas diferencias en las escalas de ingresos, es normal una estratificación factual de los poderes de cada conjunto social. La insanía surge cuando la diferenciación natural y factual de poder que se plantea entre los estamentos con diferentes ingresos económicos se traslapa a todos los ambientes de las interrelaciones y cuando la superioridad de poder de las clases altas se evidencia, se descarna en arbitrariedades y privilegios que contradicen empíricamente los discursos democráticos y republicanos.
Dicho de otra manera, el problema en Chile es que el Poder – factualmente sustentado en la riqueza o en las formalidades del poder – es percibido como una facultad capaz de sobrepasar los límites institucionales, por ende, como cercano a la omnipotencia y capaz, también, de someter y doblegar cualquier atisbo de contra-poder o resistencia.
La cultura masiva tiene en mente que en la sociedad chilena existe un conflicto, una contradicción inmóvil, perenne y que tiende a subsumir cualquier otro tipo de contraposición: el conflicto entre elites o estructuras poderosas y masas desprotegidas, cuya única posibilidad de protección es integrarse de manera subalterna o pasiva al juego que se impone entre las elites.
Causas de la percepción temerosa del Poder
Estas percepciones sobre el Poder en Chile tienen una dosis de exageración subjetiva vinculada a ciertos grados de precarización de la cultura cívica de la sociedad y que ha afectado de manera particularmente importante a los sectores medios, otrora la principal fuente y el principal respaldo social para una calidad comparativamente alta, en América Latina, de la política nacional. La precarización de la cultura cívica naturalmente entraña desconocimientos, incomprensiones acerca de los procesos políticos y sociales y contribuye a que el oscurecimiento real de la política chilena sea aún mayor por simple desinformación o ignorancia ciudadana.
Pero las percepciones analizadas acerca del Poder tienen también explicaciones objetivas.
a) El largo período dictatorial es una de ellas, más aún si se tiene en cuenta que el régimen militar se orientó por criterios refundacionales que pretendían radicales cambios no sólo en la economía y en la política, sino en todas las esferas de carácter social. Intentó ser un régimen efectivamente totalitario implementando políticas que pretendían imponer una hegemonía ideológica y cultural que homogenizara a la sociedad en un sentido de disciplina basado en la aceptación de la legitimidad del Poder factual concentrado en las elites.
Es cierto que en su intención totalizadora ese objetivo fracasó, no obstante, ideológica y empíricamente dejó legados que siguen permeando las visiones que la sociedad chilena tiene de su propio funcionamiento.
b) Es innegable que la extensa fase transicional y las formas que ésta adquirió ha participado en las impresiones socializadas acerca de la lejanía y de la oscuridad del Poder y de que éste no siempre circula por las instancias institucionales. No cabe dudas que la sociedad chilena está convencida que el camino de la transición fue diseñado en negociaciones privadas, secretas y ajenas a los supuestos institucionales que rigen las relaciones políticas. Convencimiento que se ha ido ratificando en el público merced a que hitos o sucesos relevantes de la transición han sido resueltos, en gran parte de los casos, luego de prolongadas travesías por engorrosos vericuetos, imposibles de seguir no sólo por el público, sino incluso por una parte no desestimable de la propia dirigencia política.
c) Producto – entre otras cosas – de doce años de gobierno, las capas dirigentes de la Concertación, o muchos de los integrantes de sus cuerpos direccionales, son percibidos por los mundos masivos, como parte de una misma elite nacional. La impresión masiva dominante es que las diferencias políticas e ideológicas entre las elites de la Concertación y las elites de la derecha no son suficientemente potentes ni significativas como para poder identificarlas como efectivamente distintas en el plano socioeconómico y cultural y en el plano de las estructuras de Poder. Dicho con otras palabras, la percepción de la mayoría de la gente es que en Chile existe un sólo y único universo elitario que concentra el Poder y que las disputas al seno de ese universo no tienen como motivo ni propósito una redistribución democrática del Poder. El sentimiento masivo es que lo popular ha perdido toda o casi toda representación en las esferas del Poder real, debido a la incorporación de fracciones del progresismo político – tradicionalmente representativas de lo popular – al estatus elitario.
Algunas consecuencias
El carácter de las desconfianzas y de los temores presentes en la sociedad chilena, o sea, las desconfianzas y temores surgidos de las lecturas que hacen los colectivos sociales de las relaciones de poder en Chile, y las causales subjetivas y objetivas que dan pie a esas lecturas masivas, se expresan naturalmente en conductas y actitudes que repercuten en la calidad y en la salud de la política y en limitaciones para enfrentar adecuadamente los nuevos ciclos que se han abierto en los escenarios nacionales.
Resumiendo en extremo, tres consecuencias parecen las más esenciales.
La primera alude a la pérdida de respeto y de confianza hacia las instituciones. Es sabido que este es un fenómeno universal y contemporáneo. Pero, el fenómeno en Chile, aparte de que muestra índices comparativamente bastante altos, presenta otra peculiaridad. Las desconfianzas más significativas no radican tanto en los aspectos universalmente más comunes al fenómeno, como corrupción, ineficiencia, etc., sino en la percepción que las instituciones están impedidas o dificultadas para proteger al ciudadano de los círculos elitarios del Poder, bien porque se las percibe con insuficiente poder para enfrentarlos o bien porque se las visualiza como parte de esos círculos. En otras palabras, la desconfianza radica, en el fondo, en las dudas sobre el efectivo poder que poseen las instituciones y/o en su autonomía respecto de las fuentes que subyacen tras el Poder factual.
La segunda consecuencia es el desincentivo para participar en instancias asociativas. Ante que todo, por la instalación del rasgo cultural de la desconfianza y el temor del sujeto hacia los otros. ¿Cómo asociarse con otros, cuando esos otros no son espontáneamente fiables? Luego, porque si se visualiza impotencia o complicidad de las instituciones estatales frente al Poder, con tanta mayor facilidad se piensa en la inutilidad de lo asociativo entre personas sin ningún poder per se. Y, por último, porque lo asociativo debilita o elimina una de las principales mecánicas de autodefensa del sujeto temeroso del Poder: lo incógnito.
Y la tercera consecuencia alude a la exacerbación de lo corporativo. Cuando, pese a lo dicho en el punto anterior, los sujetos se organizan o se afilian a una organización, lo hacen bajo una óptica grupalmente auto defensiva, contestataria de por sí al Poder. Las organizaciones sociales, sindicales, profesionales, gremiales no se sienten parte de un sistema de poder nacional que legítimamente acote y ordene sus reivindicaciones. Actúan como un contra-poder que se agota en sí mismo, autónomo de cualquier otro circuito de poder. Por lo mismo, se sostienen como organización concentrándose en sus intereses y extrayéndolos de la lógica del interés común, puesto que el Poder en Chile, y en ese imaginario, no está resumido en el poder institucional de la Nación o, lo que es lo mismo, el poder institucional de la nación no es el Poder real.
Aunque a algunos les parezca, lo escrito hasta aquí no es una especulación metafísica. Tiene una profunda estimulación y un sentido propósito político-práctico. En Chile, la actividad política, los estudios y análisis que la anteceden en su práctica, están demasiado inclinados hacia una suerte de neopositivismo. Pareciera ser que sólo los fenómenos inmediatamente mensurables tienen cabida a la hora de definir estrategias, proyectos, programas. Curiosamente, las indagaciones y los reconocimientos de las intangibilidades de los fenómenos sociales y políticos tienden a ser tratados como banales, superfluos, anecdóticos, prescindibles y como imprescindibles, trascendentes, esenciales los barruntos que arrojan las encuestas y los datos sobre publicidad.
La percepción masiva acerca del Poder, los miedos e incertezas que tal percepción genera, las causas que originan tal percepción, actúan hoy y van a actuar mañana, de manera decisiva, en los resultados prácticos de la política. Y ello simplemente, porque la sumatoria de esas percepciones son enteramente funcionales y propicias para el desarrollo y crecimiento de una alternativa gubernamental de la derecha “lavinizada” y disfuncionales y entorpecedoras para la consolidación de cosmovisiones y políticas progresistas.