La frase pronunciada por Ricardo Lagos la noche del 12 de diciembre haciendo alusión a la recepción del mensaje enviado por la ciudadanía, no es simplemente el inicio formal de un nuevo escenario político en la sociedad chilena. Es también la cristalización iconográfica en el seno de la elite concertacionista, de un proceso de toma de conciencia y recepción de las consecuencias políticas de una dinámica político-social más extensa y profunda.
Un diagnóstico necesario: la opacidad en la rutinización de poder
Si dejamos de lado el debate propuesto por algunos autores nacionales sobre la constante histórica de subordinación de la sociedad civil en los procesos de construcción de los diferentes sistemas institucionales y restringimos nuestros juicios a los últimos años de desarrollo de nuestro sistema político, puede decirse que la dinámica consistente en la presión por la aparición de mayores índices de permeabilidad en las lógicas funcionales, muestra sus primeros indicios hacia finales del período presidencial de Patricio Aylwin, reflejo de ello es la ruptura por parte de diversos actores (políticos y sociales) de lo que podríamos llamar “el pacto moderador transicional”, que los comprometía a subordinar sus propias visiones de mundo al imperativo de la estabilidad institucional requerida por la elite para “asegurar” la transición y posteriormente consolidar una institucionalidad democrática que se ponía en marcha. Prueba de ello fue los conflictos suscitados al interior de la elite concertacionista sobre una posible solución al tema de los casos pendientes de violación a los derechos humanos y que mostró claramente uno de los límites del mencionado pacto.
Durante el segundo período concertacionista, esta dinámica de relativa autonomía de ciertos actores frente a las lógicas funcionales exigidas por el sistema político, se transformó y tendió a tomar un tinte más nítido. La combinación de un estilo de gestión marcado por la gerencialidad y relativamente ajeno a las dinámicas deliberativas más propias de lo político y la voluntad de intervenir de modo importante en la transformación de algunos sectores sociales y/o productivos de importancia nacional – como la educación, algunas privatizaciones o racionalizaciones sectoriales y grandes proyectos de inversión en infraestructura, del sector energético y de la explotación de recursos naturales que contemplaban alianzas con grandes inversionistas nacionales y extranjeros -, terminaron por consolidar un estilo de conflictividad social que reivindicaba la autonomía y la agresividad de los actores sociales (y eventualmente políticos) como estrategia eficaz para el logro de sus objetivos: los principales fueron la incorporación al proceso de generación y planificación de los cambios mencionados y la consecuente formulación de demandas sobre seguridad (en sentido lato).
Las consecuencias observables de este fenómeno pueden analizarse sea desde la perspectiva de las carencias que enuncia, sea desde la lógica del proceso de creatividad social que denota. En un primer momento podemos afirmar que impuso una cierta ausencia de la subjetividad de los actores hacia quienes estaban orientadas las medidas que se intentaban implementar. Es decir, puso en relieve la ausencia o debilidad de espacios institucionales propicios para el intercambio de visiones de mundo y sobre todo, la ausencia o debilidad de instancias sistémicas formales capaces de interpretar y/o comprender el impacto subjetivo de las medidas adoptadas por la autoridad pública.
Sin embargo, de modo paralelo y complementario, esta situación de relativa periferización de los actores portadores de subjetividad, puso los elementos que potenciaron que estos inventaran y redescubrieran dinámicas de movilización y puesta en escena pública de mayor eficiencia considerando las características de la emergente matriz sociopolítica. La prueba más palpable de ello la constituye el conflicto entre empresas privadas y variadas organizaciones indígenas, o el resurgimiento masivo y vital de un actor estudiantil de carácter nacional. En todo caso, lo que interesa retener es que frente a un telón de fondo rígido y altamente formalizado impuesto por las lógicas públicas, se observan conductas de autonomía que pretenden obligar a una mayor permeabilidad del sistema político.
La traducción política de este fenómeno se reflejó en la interpretación del resultado de las elecciones parlamentarias de 1997. Ella habría puesto en evidencia la separación entre política y ciudadanía y derivó en un intenso pero interrumpido debate al interior de la elite concertacionista quien, como responsable directa de la gestión estatal, fue la que comenzó a sentir que pagaba los más altos costos de este proceso. Se instaura así públicamente la sensación de que la política tiene su propia lógica y que tiende a dejar fuera aquello que no calza fácilmente en las exigencias autoimpuestas. Podemos decir que las lógicas formales actuales del sistema político nacional, cuyo actor principal es la Concertación, tienden a sobre formalizar las dinámicas de gestión pública y por tanto tienden a lo que podríamos denominar esclerosis en los vínculos de representación.
En el contexto de crisis económica y elecciones presidenciales, el sector que hizo un mejor diagnóstico de la situación fue el núcleo de derecha que estuvo al origen de la candidatura de Lavín, que logró hacerse hegemónico en su sector y posteriormente marcar a fuego la campaña propiamente tal. Frente a la gerencialidad fría y la creciente separación entre política y ciudadanía (proyectada sin conciencia por Lagos en su estilo académico), la candidatura de Lavín propuso un nuevo estilo de gestión marcado por la horizontalidad en la comunicación. Frente a la esclerosis concertacionista, este sector impuso la necesidad del cambio. Sin embargo, la ciudadanía no entregó la confianza definitiva a esta claridad de diagnóstico y así como la elección de Lagos puede ser interpretada como un signo de que el país está lo suficientemente consolidado en su cultura ciudadana para entregar a un socialista la Presidencia de la República, ello también puede ser interpretado como una señal de que el país aún no siente la suficiente confianza en la derecha como para confiarle los destinos de la nación. En todo caso, lo que sí quedó claramente establecido fue que la única posibilidad que ésta tiene de aspirar a ser mayoría, pasa por su lejanía con el pasado autoritario y pinochetista.
Los sentidos: la transparencia como mediación
Estos son los hechos pero ¿cuáles son las significaciones de fondo de este diagnóstico y cuáles los mensajes que de ellos se desprenden para la nueva gestión presidencial? El gran desafío de la elite concertacionista es ser capaz de reinventar su concepción del modo en que deben relacionarse los poderes públicos con la ciudadanía, es decir, debe ser capaz de renovar su visión del modo en que se construyen e implementan las políticas públicas.
Entonces, el icono constituido por el discurso de Lagos el 12 de diciembre y que ha sabido proyectar en sus primeras decisiones es importante pero no basta para renovar la legitimidad de una coalición de gobierno con 10 años de gestión ejecutiva sobre sus hombros. Si bien las elecciones han sido un mecanismo de intervención de lo subjetivo sobre las lógicas sistémicas y que de hecho han potenciado intensos debates al interior de las elites, ellas no han sido capaces de darle continuidad a los reclamos de reflexividad que se dejan escuchar desde diferentes sectores. Ello conduce al necesario análisis sobre los grados y la calidad de la representación que permite el sistema político actual y paralelamente a repensar la matriz de políticas públicas que se deriva del tinglado institucional.
La premisa que debería inspirar esta renovación es que la sociedad chilena comienza a exigir el abandono de una matriz de modernización donde la combinación pactada entre el Estado, la empresa y el conocimiento técnico acumulado puede definir autónomamente el tipo de cambio que sería necesario para el país. Hoy más bien comenzamos a observar indicios de que los actores involucrados en estos cambios quieren ser parte de sus potenciales beneficios y estar informados sobre los eventuales riesgos. Esto se dirige más bien al desafío de proponer lo que podríamos denominar una modernización reflexiva, es decir, un proceso de transformación social que sea pormenorizado de forma consciente y legítima, que se distancie de ciertas visiones naturalistas de la modernización que consideran como inevitable la cara sucia del progreso y que interpretan cualquier visión reflexiva como un discurso conservador o un reclamo aristocrático.
Frente a este diagnóstico, en las elites concertacionistas se han consolidado dos posiciones que privilegian puntos de aproximación diferentes y al calor del trabajo electoral y a causa del rol catalizador de la prensa, han tendido a aparecer más como espacios de debate, como referentes de poder y expresión de estrategias políticas. Dejando de lado esta caracterización gruesa y tomando algunos elementos de fondo, puede decirse que por una parte es posible distinguir aquellos que observan la sociedad a partir de criterios más cercanos a las ventajas funcionales desencadenadas por el sistema socio-político, o más precisamente, que conforman su base de juicio sobre la sociedad, a partir de las ventajas que ofrece el despliegue de un proceso modernizador.
Así, se tiende a naturalizar y a conformarse con la consustancialidad de las tensiones provocadas en los sujetos por las dinámicas sistémicas de la modernización, se destaca la flexibilidad del mercado laboral como oportunidad de progreso para cada trabajador, o la utilidad del consumo como medio de integración social.
Por otra parte, también es posible distinguir aquel sector de la elite concertacionista que selecciona como elementos formadores de juicio sobre el estado de desarrollo de la sociedad, las traducciones biográficas del impacto de las medidas sistémicas en los sujetos sociales y en los actores individuales. De este modo se pone como referente de lectura de la situación, la inseguridad mostrada por los actores frente a los desafíos impuestos por las nuevas lógicas sociales y que se tradujo, para el debate concertacionista, como la existencia de un malestar difuso en la sociedad chilena. Se afirma el desajuste entre dos tipos de racionalidades.
Para salir definitivamente del tratamiento periodístico que se le ha dado a este debate, debe afirmarse que el sólo hecho de su existencia significa la latencia de una tensión social que ha logrado hacerse reflejar en los debates político-intelectuales de la Concertación. Un polo identificado con las dinámicas sistémicas de la racionalización social propia de un proceso acelerado de ingreso a la modernidad y otro polo identificado con las consecuencias subjetivas de dicho proceso en los actores involucrados. El actual punto de desafío para este debate es poder concebir los procesos y los espacios deliberativos necesarios para que las tensiones propias de esta contradicción conduzcan a la adopción de un modelo de desarrollo que genere a la vez progreso y legitimidad. Pensar estas posiciones como excluyentes implicaría que no queda otra alternativa para el país que vivir con una modernidad sin legitimidad o permanecer anclado en una legitimidad que tiende a transformarse en una pesada oscuridad.
Conclusión: reflexividad e integración social
Si el desafío es sentar las condiciones de posibilidad de la deliberación y por tanto tender puentes para facilitar la mediación entre las lógicas exigidas por la racionalidad y las impuestas por la subjetividad social, entonces una modernización reflexiva significa primordialmente repensar el tipo de relación que establecen los sistemas formales y portadores de racionalidad, con los actores portadores de subjetividad. La pregunta de fondo es cómo pensar una sociedad y un sistema político que avance en la incorporación de espacios donde cada actor que se sienta convocado, tenga la oportunidad de entregar su opinión y el derecho a ser respetado.
En lo que concierne a este artículo, su intención es mucho más restringida y sólo intenta llamar la atención sobre la tensión que pone esta pregunta al ámbito de la políticas públicas, que es uno de los sectores privilegiados donde se verifican permanentes contactos entre sistema y subjetividad.
Primera condición a cumplir para pensar las políticas públicas desde una perspectiva deliberativa es abandonar la visión de que éstas son un puro componente funcional, es decir, que sólo son el medio en que el Estado entrega recursos (materiales o simbólicos) de modo más o menos autoritario a diferentes actores. Segunda condición es apartarse de la concepción que las políticas públicas son el puro reflejo de la voluntad de los actores de referencia o el medio para satisfacer sus necesidades derivadas de compromisos políticos, o más grave aún, simplemente personales. Es decir, éstas deben saber resguardar un equilibrio entre regulación y legitimidad, entre representatividad y responsabilidad.
Ello deriva hacia otra condición fundamental: pensar la planificación de lo público como la posibilidad de construcción de visiones de mundo compartidas y acordadas. Sin duda que la necesidad de una política pública surge por la presencia de un desajuste entre sectores o por la carencia de recursos. Sin embargo, estos desajustes pueden ser tomados como problemas a resolver o como un lugar propicio a la construcción y difusión de una cierta idea del tipo de desarrollo que se quiere implementar.
La intervención estatal nunca es neutra y en términos de recursos disponibles tiende a ser más poderosa que las capacidades de respuesta de los actores subjetivos. Por lo tanto, si entendemos que en el hecho de planificar y construir políticas públicas estamos también movilizando una dimensión intelectual (una visión de mundo y una visión de cómo debería ser el mundo), entonces para hacerlo de modo coherente con el diagnóstico que hemos hecho en este artículo (exigencias de una modernidad reflexiva), deberá considerarse como parte fundamental de este proceso, la incorporación activa de los actores portadores de subjetividad. Entonces, la acción del Estado no debe ser entendida tan sólo como una intervención racionalizadora, sino que debe ser complementada con la movilización de una dimensión intelectual de la acción pública (una visión de mundo). Ella debería lograr desentrañar las oportunidades que ofrece un determinado contexto social para la construcción de nuevas representaciones de los roles sociales exigidos por la visión de mundo movilizada en este impulso.
En esta lógica, la acción pública se sitúa como un mediador entre la visión referencial del cambio (modernización reflexiva) y los actores sociales que hacen parte de él. Por ello, el rol de la dirigencia concertacionista es capital, puesto que la construcción referencial de la visión de mundo propia al proceso de cambio que se quiere implementar, pasa ante todo, por la generación de actos significativos más que por la construcción de discursos, aunque los primeros no excluyen lo segundo. De ahí la importancia iconográfica del acto de reconocimiento al mandato popular realizado por Lagos y de allí también la necesidad de que la elite concertacionista abandone los debates orientados a la conquista de espacios de poder y pase a la construcción de espacios de debates que permitan movilizar recursos intelectuales en la planificación de políticas públicas, orientadas esta vez por la idea referencial de una modernización reflexiva.
Acto seguido debemos advertir que en el proceso de construcción de esta idea referencial de modernización reflexiva, el rol de las elites profesionales, administrativas o políticas puede llegar a ser más visible, pero no tiene ninguna significación real si aparece desligada de los múltiples actos donadores de sentido construidos por los actores “de abajo”. Es decir, no basta tener ideas claras y planes acabados de políticas públicas para situarse como mediadores entre la racionalidad sistémica y la subjetividad. Si dichas concepciones no están en interacción con las creencias y visiones de mundo de los grupos involucrados, entonces el progreso social no se construirá de manera armoniosa y cabalmente legítima.
Finalmente, si la Concertación pretende reconstruir su identidad legitimadora, no le basta con la capacidad de liderazgo que pueda mostrar su principal representante en el Ejecutivo. Ello requiere paralelamente la extensión o expansión de esta idea referencial como sentido de la acción pública y paralelamente, la capacidad de construir subjetividad desde fuera del Estado para así tener actores autónomos y vivaces como contraparte. Los primeros pasos significativos los ha dado el nuevo Presidente, resta esperar la respuesta de la Concertación como alianza de gobierno y potencial referente social.