Pese a que a las autoridades gubernamentales les causa mucha molestia que se evalúe su primer año de gobierno como errático, improvisado, sin norte estratégico claramente definido, lo cierto es que, en lo que va de su segundo año, el propio accionar del gobierno ha confirmado ese diagnóstico. Las correcciones empíricas que ha introducido en los últimos meses son, en parte y de hecho, producto de la asunción de ese tipo de carencias y que la crítica analítica le había anticipado.
Primer año: primer fracaso de la intelligentzia
El gobierno se inició con una suerte de desconcierto programático por dos conjuntos de razones.
El primero, compuesto por cuestiones que podrían calificarse como de orden político y técnico:
La impensada votación obtenida por Joaquín Lavín en la primera vuelta interrogó seriamente los diagnósticos previos sobre la realidad nacional y transformó radicalmente el escenario político. La irrupción del fenómeno desorientó, desordenó, alarmó a la Concertación e interrogó sus planes y proyectos.
El resultado electoral de enero de 2001 y la proximidad de las elecciones municipales presionaron fuertemente sobre la agenda gubernamental y la condicionaron electoralmente.
Por último, y en el curso del tiempo ha quedado demostrado, había una gran fragilidad, una falta de consistencia en el ámbito de programa y proyectos de la candidatura de Ricardo Lagos y ello impidió o dificultó la posibilidad de una rápida readecuación estratégica del gobierno al nuevo marco político que había develado la elección presidencial.
El segundo conjunto de razones está en el plano de lo político-intelectual.
Había una falla estructural en las metodologías y sistemas analíticos dentro de los cuerpos intelectuales hegemónicos de la Concertación. Detrás de los errores de cálculo acerca de los resultados electorales, se encontraba algo peor: grandes espacios de desconocimientos sobre una infinidad de cambios – y de sus efectos en la sociedad y en las conductas sociales – acaecidos en las últimas décadas, especialmente en la década de los noventa. O quizás, menos que el desconocimiento – que lo había – pesaba más la resistencia a asimilar política, ideológica y emotivamente esos cambios o la incapacidad para percibirlos y traducirlos a discursos y prácticas políticas. El hecho es que tales desconocimientos impedían descubrir una nueva impronta, un nuevo espíritu, para el nuevo gobierno de la Concertación, que fuera convincente no sólo para la ciudadanía sino para el propio universo concertacionista.
Carente de ese espíritu, de un espíritu que diera pruebas, además, de renovación, de novedad, la intelligentzia laguista intentó salir del paso socorriéndose en un discurso proyectivo con demasiado tufo academicista, modal, casi enajenadamente modernizador, y pensado, probablemente, antes de la irrupción del fenómeno Lavín: un discurso con mucho Internet, mucha globalización, mucha Nueva Economía, mucho Bicentenario (un discurso-discurso, en definitiva), pero con escasa conexión con los problemas de un Chile todavía modernamente pobre, conflictuadamente moderno y requerido de respuestas, si bien ambiciosas y gruesas, un poquito más modestas.
La inorganicidad, la ineficacia, el carácter impolítico de tal discurso se hizo patente por su pronta auto extinción. A poco andar, ni sus autores lo recordaban. ¿Por qué? Ante que todo, porque nunca fue, en verdad, un eje político-programático. Y luego, porque ni siquiera se condecía, ni amparaba ni fortalecía las prioridades que el gobierno se había trazado y que surgían de necesidades coyunturales: obtener buenos resultados en las elecciones municipales, disminuir las tasas de desempleo y acelerar la reactivación económica.
En conclusión, los equívocos en los diagnósticos, la imprevisión de los escenarios, la fragilidad programática y la improvisación en cuanto a proyecto estratégico llevaron a que, finalmente, en su primer año, el gobierno tuviera que actuar de manera básicamente reactiva y que, por lo mismo, deviniera en una suerte de gobierno temático, sin eje ni pautas integradoras, ordenadoras y conductoras de los temas.
Transición inconfesa y en dosis
Sin duda que, especialmente, a partir del Mensaje Presidencial del 21 de Mayo, el gobierno adoptó medidas para definir rumbos, acotando definiciones programáticas y especificando objetivos sectoriales.
Son necesarias algunas observaciones acerca del Mensaje y acerca de que lo en él se define, por cuanto, con el correr de los días ha sufrido procesos de mitificación y sublimación que pueden hacer olvidar sus verdaderos alcances. Pero sobre todo son necesarias porque ni el Mensaje ni otros actos posteriores han resuelto por completo las carencias programático-estratégicas, aunque se enmarcan en la búsqueda de una alternativa superadora.
Una primera cuestión a tener en cuenta es que el Mensaje es tan importante por sus anuncios como por sus omisiones y elusiones.
En segundo lugar, sus postulados esenciales se enmarcan en una temporalidad bastante precisa: no más allá de fin año. Es decir, es un mensaje muy sujeto a dos realidades presentes en el corto plazo: las elecciones parlamentarias de diciembre y las urgencias por disipar a la brevedad escollos políticos, ideológicos y técnicos que obstaculizan entendimientos entre empresarios y gobierno para la finalidad de impulsar con más energía la activación económica.
En tercer lugar, y dado lo anterior, es un mensaje que omite o elude materias que son postergables en virtud de lo que acontezca con los resultados electorales y en virtud de que algunas de esas materias podrían demorar los entendimientos con el empresariado y/o tensar significativamente a la alianza gobernante.
Y en cuarto lugar – y esta es la hipótesis central de este artículo – es un mensaje que apunta a crear, dentro de la Concertación, un clima propicio para transitar hacia definiciones futuras más radicales. En efecto, esa intervención presidencial equilibra o concilia propuestas y anuncios que satisfacen a la corriente identificada como más liberal con propuestas y anuncios que son caros a la corriente llamada distribucionista o progresista. Pero la matriz del mensaje apunta a reforzar la idea del crecimiento económico como eje de la función gubernamental, al punto que varias de las medidas de carácter social que se encuentran allí tienen la cualidad de ser directas estimulaciones para el crecimiento económico. Línea que por lo demás se ha visto ratificada por decisiones gubernamentales posteriores.
El gobierno ha optado por el tránsito y no por el shock, y por un tránsito inconfeso y dosificado, presumiblemente, entre otras, por cuatro causas:
Para no reeditar fuertes polémicas públicas, como las que se produjeron durante casi toda la segunda mitad del año pasado, menos en un período electoral.
Porque el viraje liberalizador que prepara es contradictorio, tal vez antagónico, a la tendencia ideológico-política regresiva que afecta a las bases partidarias concertacionistas y a las que los dirigentes partidarios, quiéranlo o no, no pueden ignorar por completo.
Porque ni siquiera el liderazgo del Presidente Lagos es suficiente para garantizar que un cambio abrupto y explícito en la estrategia de la Concertación no provoque en ésta una crisis de envergadura irreversible. Más aún, si se tiene en cuenta que la masa crítica lideral del liberalismo concertacionista es bastante poco endopática con el sustento partidario y masivo de la alianza gobernante.
Porque la subterraneidad en la preparación y en el avance del cambio le permite contar con aliados con los que difícilmente contaría si el proceso se abriera a la luz.
¿ Qué pasó con Santiago III?
Santiago III simplemente no se realizó, simplemente se olvidó. Hecho indicativo de los inmensos temores que le inspiran los debates al gobierno, a sectores y personalidades de la Concertación. E indicativo también de las mecánicas elitarias y sumergidas con que tienden a adoptarse las decisiones relevantes.
Es comprensible que al gobierno no le resulte grato poner en discusión sus diseños y políticas. Actitud que es común a cualquier gobierno, porque siempre, en ese tipo de debates, se produce un choque entre lógicas, entre formas de razonamientos: la lógica gubernamental es distinta, por naturaleza, a la lógica de los actores parlamentarios, partidarios y gremiales.
Además, el clima interno en la Concertación no es el mejor para el desarrollo de procesos reflexivos que se mantengan en ese plano y que garanticen resultados fructíferos. Las polémicas centrales – que en sus comienzos se expresaron en un saludable rango político e intelectual – han derivado en discusiones políticamente corporativizadas, en discursos ad hoc a intereses grupales de poder. Desde el gobierno se insiste en discursos auto defensivos del desempeño del círculo direccional. Sectores de parlamentarios y de dirigentes partidarios construyen sus posiciones críticas casi exclusivamente velando por el resguardo de sus representaciones electorales. Los liberales o autocomplacientes están más preocupados de tornarse hegemónicos dentro del gobierno y de potenciar un liderazgo presidenciable que de aportar a la superación de carencias estratégicas.
En suma, efectivamente hay riesgos de que las convocatorias a encuentros para la discusión terminen siendo sólo tribunas para enfrentamientos grupales. Son explicables, entonces, los temores a la sistematización de debates.
Pero el no debate debería provocar muchísimo más temor. Omitamos toda referencia a lo que ello implica para cuestiones como la calidad de la democracia, el respeto al pluralismo de la Concertación, la transparencia en la política y en la toma de decisiones, etc. Concentrémonos sólo en un problema y en una sola pregunta.
Chile vive una situación difícil en la que se cruzan elementos coyunturales con factores de orden estructural e histórico, que tienen que ver con el término de un período político, que impele hacia reordenamientos de los escenarios y de los actores políticos, y con el relativo agotamiento de algunas de las condiciones y fórmulas que permitieron un ciclo económico muy expansivo. Nadie podría decir que hoy están presentes proyectos alternativos que den cuenta a cabalidad del momento difícil y de las demandas de cambios que éste plantea.
Visto este estado de cosas, debe comprenderse que no se trata hoy de reflexiones y discusiones cualesquiera: tienen alcances de interés nacional, una dimensión totalizadora y exigen pensar el país y sus perspectivas con profundidad.
En esta tarea por supuesto que se espera del gobierno un papel protagónico y de liderazgo. El punto es que la intelligentzia gubernamental supone que tiene las respuestas o que es autosuficiente por sí misma – o, a lo sumo, con la ayuda del Instituto Libertad y Desarrollo – para irlas gestando.
De aquí salta la pregunta: ¿Por qué a de confiarse el destino del gobierno, de la Concertación, incluso, del país, a la exclusiva sabiduría de una intelligentzia que ya se ha equivocado y muy gravemente?
La estrategia del crecimiento o la no estrategia
La transición del gobierno es hacia la instalación de la centralidad de su gestión en el crecimiento económico. Y en esta decisión ya se anticipa un nuevo error de la intelligentzia.
El crecimiento económico no es en sí una estrategia, ni menos un proyecto. Para que lo sea debe acompañarse de otras definiciones. Algunas de carácter puramente técnico: a qué sectores se le asignará la principal función dinamizadora, cuáles serán las políticas fiscales y monetarias idóneas, etc. Y otras son de carácter político y social.
En Chile, en los análisis y discusiones sistemáticamente se ha soslayado que la lógica del crecimiento, especialmente en situaciones de crisis o de deterioro de la actividad económica, entraña aceptar una contradicción entre las medidas favorables al crecimiento y aquéllas que apuntan a la solución de problemas sociales y/o al desarrollo social. Priorizar el crecimiento económico no es una definición políticamente inocua, aséptica, neutral.
En una economía de mercado y, además en estado de relativo estancamiento, privilegiar el crecimiento económico conlleva ineluctablemente a medidas que faciliten las ganancias empresariales, la acumulación y la inversión. Medidas que normalmente tienen, como contrapartes, desmedros o límites mayores al gasto social, cancelación o minimización de mecanismos redistributivos, afectación de los salarios, etc.
En el ámbito estricto de la política, significa búsquedas de alianzas preferentes con el empresariado, concesiones hacia éste en cuanto a determinadas funciones estatales, políticas de disciplinamiento social, etc.
Tal vez, efectivamente Chile requiera de un esfuerzo especial para reimpulsar el crecimiento económico. Pero si es así, entonces, lo adecuado es elaborar un proyecto estratégico que englobe y oriente las conflictividades que entraña una definición de esta naturaleza. Porque apostar sin más ni más al crecimiento económico – tras lo cual está la peregrina tesis de que la economía conforma un subsistema autónomo – es renunciar de facto al liderazgo gubernamental y aventurarse a someter al país a otra etapa de imprevisiones e improvisaciones. Sin proyecto orientador, acentuar en el crecimiento económico per sé instala el peligro de que sean las dinámicas de éste las que configuren espontánea y autónomamente una suerte de proyecto-país al que la política y el gobierno deberán subordinarse.
En definitiva, si la decisión es privilegiar el crecimiento económico, en una connotación casi de emergencia, es menester una estrategia proyectiva que atienda el conjunto de conflictividades y costos que tal definición implica. Y una estrategia de tal carácter sólo es viable si se afianza intelectualmente, si su sustancia se consensúa socialmente y si, en torno a ella, se edifica un respaldo político contundente.
Nada de eso se logra operando en sordina y sorprendiendo con hechos consumados.